jueves, 10 de marzo de 2011

Mensaje del Papa para la Cuaresma 2011

“Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado”

(cf. Col 2, 12)

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un

tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al cual me alegra dirigiros unas

palabras específicas para que lo vivamos con el debido compromiso. La Comunidad eclesial,

asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo

con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para

obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor

(cf. Prefacio I de Cuaresma).

1. Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando «al participar

de la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para nosotros «la aventura gozosa y

entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 10 de enero

de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente en la comunión singular con el

Hijo de Dios que se realiza en este lavacro. El hecho de que en la mayoría de los casos el

Bautismo se reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don de Dios: nadie

merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de Dios, que borra el pecado y

permite vivir en la propia existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5)

se comunica al hombre gratuitamente.

El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Filipenses, expresa el sentido de la

transformación que tiene lugar al participar en la muerte y resurrección de Cristo, indicando

su meta: que yo pueda «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en

sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la

resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto, no es un rito del

pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la

vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo

lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo.

Un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para

experimentar la Gracia que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos

los Pastores de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales

propios de la liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109). En efecto, desde siempre,

la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo: en este Sacramento se

realiza el gran misterio por el cual el hombre muere al pecado, participa de la vida nueva

en Jesucristo Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre

los muertos (cf.Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser reavivado en cada uno de nosotros

y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al catecumenado, que para los cristianos

de la Iglesia antigua, así como para los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible

de fe y de vida cristiana: viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su

existencia.

2. Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la

Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué

puede haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la

Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro

especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la

iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir el Sacramento del

renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a nuevos y decisivos pasos en el

seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a él.

El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta

tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús,

es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que

libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo

Initiationis Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe

cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los

Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa,

tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso,

para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del

mal.

El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de

Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad

cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y

Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos

en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco;

escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse

en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las

profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece

la voluntad de seguir al Señor.

La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia

del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro

corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del

Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al

Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien,

de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma

inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san

Agustín.

El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos

interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9,

35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de

la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior,

para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único

Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de

la luz».

Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos

frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees

esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con

sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo

que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión

con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin

en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren

nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la

resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia

de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la

economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro

sin futuro, sin esperanza.

El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en

la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que

Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del

agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de

corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.

3. Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del

Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales,

de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles

y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como Amor (cf. 1 Jn 4, 7-

10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta el poder salvífico de Dios (cf. 1

Co 1, 18), que se da para levantar al hombre y traerle la salvación: amor en su forma

más radical (cf. Enc. Deus caritas est, 12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno,

la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a

vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno, que puede tener distintas

motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo

más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y

del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo— aprendemos

a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer

a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene

nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y

hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).

En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de

dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia,

prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal,

recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los

bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo

engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el

lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el

corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos

ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como el rico de

la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años... Pero Dios le

dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma"» (Lc 12, 19-20). La práctica de la

limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para redescubrir a

nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.

En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra

de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma

preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando

a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La

oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin

la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos

hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para

Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima

comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza

que no falla, a la vida eterna.

En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio

de la cruz, es «hacerme semejante a él en su muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo

una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu

Santo, como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia

según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio

sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo. El período cuaresmal es el momento

favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la

Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, mediante el encuentro personal con nuestro Redentor y

mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos

lleva a redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia

que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que

el Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de

modo cada vez más generoso y auténtico. Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen

María, que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en

la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.

Vaticano, 4 de noviembre de 2010

BENEDICTUS PP XVI

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