sábado, 12 de marzo de 2011

Pecado: ¿palabra prohibida?




El hecho
1.- Un claro signo de cambio cultural consiste en el paso del predominio
de referentes cristianos en la sociedad a un pluralismo cada vez más creciente
en el discurso simbólico. En otras palabras, la Iglesia Católica dejó
de ser la más importante fuente de significados en la sociedad. Un ejemplo
muy concreto se encuentra en la progresiva desaparición cultural de
la palabra pecado. Aún más, este término tiende a asociarse socialmente
con una culpabilidad morbosa y una mirada negativa de la realidad, que
impide vivir con gozo y alegría, por lo cual resulta importante descartarla
del vocabulario cultural.
2.- Así, de un ambiente cultural donde el pecado y lo pecaminoso eran
referentes omnipresentes, se ha pasado en la actualidad a uno de omniausencia,
especialmente entre las nuevas generaciones, o una presencia
cultural marcada por un sentido más bien picaresco. El amor sin pecado
es como el huevo sin sal (Luis Buñuel, cineasta, 1900 - 1983).
3.- No deja de ser interesante que la explicación del término pecado en
Wikipedia - que ciertamente constituye hoy un recurso muy utilizado y,
por tanto, un referente cultural -, es la siguiente: “el concepto religioso
aún vigente de pecado como delito moral alude a la transgresión voluntaria
de normas y preceptos religiosos”. En esta definición se habla de aún
vigente, dando a entender su existencia precaria, y, más importante aún,
identifica el pecado con un delito moral cuyo referente principal son normas
y preceptos. Pero, ¿responde esta definición al concepto teológico o
a uno cultural de pecado?

Comprensión del hecho
4.- En las primeras páginas de la Sagrada Escritura el pecado se presenta
como una auto-afirmación humana contra Dios, es decir, la no aceptación
de la condición humana (la criatura desconoce al Creador) y, por consiguiente,
el establecimiento de una ética plenamente autónoma (la definición
del bien y del mal de la criatura sin ulterior referencia al Creador).
5.- En el tercer capítulo del libro del Génesis, Adán y Eva ceden frente a
la tentación de la serpiente porque quieren ser como dioses, definiendo
el bien y el mal sin referencia y sin reconocimiento de su condición de
criaturas (cf. Gén 3, 5). En el relato bíblico, el pecado se presenta como
una triple ruptura en la dimensión relacional de la persona: (a) de la persona
con Dios, al desconfiar del “morirán” de Dios y confiar en el “no morirán”
(Gén 3, 3 - 4) de la serpiente; (b) de las personas entre sí, al surgir la
incriminación de Adán contra Eva y de Eva contra la serpiente, del paso
de la “ayuda adecuada” se pasa a la acusación (Gén 2, 18 y 3, 12); y (c) de las
personas con la naturaleza, al ser expulsados del jardín y experimentar la
vida como “fatiga” y “sudor” (Gén 3, 16 y 19).
6.- Sin embargo, simultáneamente, ya en la narración de la caída, Yahvéh
se pone del lado de la humanidad al decirle a la serpiente: enemistad pondré
entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza
mientras acechas tú su calcañar (Gén 3, 15). La iniciativa de la ruptura ha
venido del ser humano; la iniciativa de la reconciliación viene de Dios. La
bondad de Dios, que el ser humano ha despreciado, acabará por imponerse,
porque vencerá al mal con el bien (Rom 12, 21).
7.- En la Persona de Jesús el Cristo se cumple definitivamente la promesa
de Yahvéh. Jesús el Cristo es el rostro humano de Dios y su mensaje
se centra en el anuncio del Reinado del Padre, convocando a un estilo de
vida que se resume en el mandamiento del amor. Así, en el Nuevo Testamento,
el pecado dice relación a la negación de la Persona de Jesús el
Cristo (cf. Heb 10, 26 - 31).
8.- En la vida de Jesús, los Evangelios destacan cuatro características relacionadas
con el tema del pecado: (a) Jesús en medio de los pecadores,
porque para ellos ha venido y no para los justos (cf. Mc 2, 17), predicando
la conversión como cambio radical; (b) Jesús denuncia el pecado dondequiera
que se halle, aún en los que se creen justos porque observan las
prescripciones de una ley exterior, ya que el pecado reside en el corazón
humano (cf. Mc 7, 14 - 23), e invita a asumir el único precepto del amor (cf.
Mt 7, 12); (c) Jesús revela la inconcebible misericordia de Dios para con el
pecador, bellamente presentado en la parábola del Hijo Pródigo (cf. Lc 15,
11 - 32), más bien del Padre Misericordioso, recalcando el gozo del padre
porque, aunque el padre ya había perdonado desde el principio, el perdón
no afecta eficazmente al pecado del hijo sino en el retorno y por el retorno
de éste; y (d) Jesús, en sus propios actos, revela esta actitud divina frente al
pecador que retorna (cf. Mc 2, 15 - 17; Lc 7, 36 - 50; 19, 5; Jn 8, 1 - 11).
9.- La posterior elaboración teológica fue marcada fundamentalmente por
el pensamiento agustiniano y tomista: (a) El pecado como violación de la
ley eterna de Dios (San Agustín, Contra Faustum Man., XXI, 27: PL 42, 418),
que no constituye una interpretación jurídica (una transgresión exterior
de normas o infracción de preceptos) sino personal de la ley, ya que el pecado
consiste en la desobediencia, es decir, un rechazo a Dios quien ha
impreso en la persona humana una orientación fundamental al bien; y (b)
El pecado como ofensa a Dios (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II,
q. 71, art. 6, ad 5).
10.- La Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia (Juan Pablo II, 2
de diciembre de 1984), al relacionar la ruptura con Dios y la ruptura en la
relación de las personas entre sí y con el mundo creado presente en el pecado,
concluye que “el misterio del pecado se compone de esta doble herida,
que el pecador abre en su propio costado y en relación con el prójimo.
Por consiguiente, se puede hablar de pecado personal y social. Todo pecado
es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social,
en cuanto y debido a que tiene también consecuencias sociales” (No 15).
11.- Por consiguiente, el concepto teológico de pecado implica una comprensión
relacional y ciertamente no jurídico de transgresión de una ley.
Es decir, el pecado entra en el horizonte del diálogo con el Otro y sólo en
este contexto se puede entender desde la perspectiva cristiana. Por ello,
el Catecismo de la Iglesia Católica explica que el pecado es, ante todo, ruptura
de la comunión con Él (No 1440; cf. también No 1850). La ley no salva,
porque, como dice San Pablo, en este caso Cristo habría muerto en vano
(cf. Gál 2, 21), ya que el cumplimiento de una ley tendría un papel salvífico
y redentor. La normativa cumple un rol pedagógico (cf. Gál 3, 24 - 25), pero
jamás puede sustituir este aspecto relacional y dialogal, que constituye
el elemento fundamental y fundante de la comprensión cristiana del pecado.
12.- Por lo tanto, el concepto de pecado entra en un horizonte paradójico
de encuentro y de diálogo. Sólo desde la fe en la experiencia personal y
comunitaria del encuentro con Dios se puede comprender el pecado, que,
a su vez, es la negación de este encuentro dialogal. El pecado sólo se entiende
en su densidad significativa desde el amor incondicional de Dios
y, por ende, supone la gracia (el don gratuito de Dios) de darse cuenta; de
otra manera, sólo se está a nivel de reconocer un mal, una falta, una mala
acción.
13.- En los Evangelios, Jesús no se acerca a las personas pidiendo una confesión
de sus pecados, sino lo primero es el encuentro y la cercanía, tal
como se manifiesta paradigmáticamente en el caso de Zaqueo: hoy tengo
que alojarme en tu casa (Lc 19, 5). Tan sólo tras el encuentro solidario brota
la conciencia de pecado y, más importante aún, la necesidad de cambio y
conversión. Los que, sin embargo, tenían situado el pecado como lo primero
y definitorio se escandalizan: ¡Ha entrado a hospedarse en casa de
un pecador! (Lc 19,7).
21.- Actualmente, existe una especial dificultad para enfrentar y tratar con
los propios sentimientos de culpabilidad. La exacerbación de este tipo
de sentimientos que tuvo lugar en épocas pasadas, pero relativamente
recientes, ha creado, en efecto, un recelo muy especial ante la experiencia
de la culpabilidad. Por otra parte, la sensibilidad post-moderna parece
empeñarse también en proteger al Yo de todo tipo de sentimiento adverso,
especialmente la culpabilidad.
22.- La proclamación de la autoestima se tiende a considerar culturalmente
como el bien supremo al que se tiene que aspirar como meta fundamental
de la maduración humana. Se expande así una especie de alergia
a los sentimientos de culpa. No obstante, aprender a asumir la responsabilidad
por las consecuencias de los propios actos y soportar el displacer
ocasionado por una sana autocrítica es parte necesaria en el proceso de
la maduración humana. Sin reconocimiento de la responsabilidad y la
culpa, si corresponde, no existe posibilidad alguna de transformación ni
de cambio. Tampoco de conversión. Además, la ausencia de un sano sentido
de culpa (expresión del deseo de no hacer daño a otros), y, por tanto,
generado por un sentido de responsabilidad, constituye un requisito fundamental
para la convivencia. Es decir, un individuo sin sentido de culpa,
sin sentido de responsabilidad por sus propios actos, resulta enormemente
peligroso para la sociedad.
23.- Cuando la culpa no es reconocida, porque el propio narcisismo lo impide,
fácilmente se viene a proyectar sobre los demás, en un mecanismo
de defensa que el psicoanálisis ha reconocido e identificado bien. Es la
proyección sobre otros de los propios sentimientos de culpabilidad. En
el texto del Evangelio se encuentra un episodio en el que se pone claramente
de manifiesto este tipo de mecanismo de defensa. Es el episodio
de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 1 - 11): la piedra en la mano dispuesta
a ser lanzada sobre alguien en quien se proyecta la propia maldad
no reconocida. Por eso, Jesús invita al grupo de los agresores a dirigir su
mirada sobre su propio interior y, en el reconocimiento de su propio pecado,
la piedra pueda caer de sus manos. La mujer queda libre. También
los agresores se liberan del engaño de negar su culpa para proyectarla
malévolamente sobre aquella mujer.
24.- Pero, no basta con reconocer la culpa, porque este reconocimiento
puede responder a dinámicas psíquicas y espirituales de signo muy diverso.
Por ello, es preciso diferenciar entre el reconocimiento de la responsabilidad
y el consecuente sentido de culpa que mueve a la transformación
y al cambio, y la culpa auto-referida (narcisista), cuyo único objetivo
parece ser el del auto-castigo y la auto-destrucción. En la vida religiosa,
como también en la vida cotidiana, es preciso no confundir la experiencia
de finitud como condición humana (la experiencia del límite) y el sentido
de culpa como responsabilidad humana cuando se ha causado daño al
ejercer la propia libertad en la relación con los demás.
25.- Así, desde un punto de vista teológico, existe un sano sentido de culpa,
que es connatural a la conciencia del pecado y surge de la comprensión
de la ruptura entre la elección realizada y la voluntad divina. Pero,
también, existe una culpabilidad falsa y morbosa: (a) irracional, cuando
persiste también después del arrepentimiento y de la reconciliación,
engendrando una vivencia angustiosa; (b) exagerada, cuando no corresponde
a la gravedad real de la culpa; y (c) inoportuna, cuando surge independientemente
de la conciencia de culpa y tampoco desemboca en el
compromiso de conversión. Este sentimiento de culpabilidad es lo opuesto
del auténtico sentido de culpa ya que éste se centra en Dios mientras
aquél se centra en el yo.
26.- La experiencia auténtica de la culpa religiosa se vive en un sistema
abierto, cuyo centro de gravedad lo constituye Dios, mientras que la experiencia
de la culpabilidad morbosa de síndrome religioso se vive siempre
en un sistema cerrado, cuyo centro lo constituye el ser humano y centra-
14.- Por ello, lo que realmente importa es recuperar la vida en el encuentro,
el vínculo, la unión que por el pecado se rompió, más que quedarse encerrado
en la misma ofensa que favorece así posiciones de perfeccionismo
narcisista. Lo que realmente interesa es la libertad que hay que recuperar
de nuevo para hacer posible la dinámica del amor cristiano que busca reparar
el daño causado y restablecer el vínculo con los otros, con el mundo
y con Dios.
15.- Este reconocimiento del pecado no es un ejercicio nefasto de auto-destrucción
sino la valentía y la lucidez de aceptar los propios límites en la capacidad
de amar como Jesús lo hizo, la declaración de la necesidad de este
Dios Padre para dar sentido a la vida y, por otra parte, supone la superación
de esa fantasía infantil de incorruptibilidad, que tantas veces hace florecer
el narcisismo humano. Desde la pervivencia de ese narcisismo, se cae en el
peligro de considerarse como aquel niño vestido de blanco que aparece en
la fotografía de la primera comunión. Será más adulto, sin embargo, reconocer
que el traje blanco se manchó.
16.- En el encuentro con Nicodemo, Jesús deja en claro la misión que el Padre
le encomendó: Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3, 17; cf. también Jn 6, 37
- 40). La importancia del reconocimiento del pecado está en la conversión,
en el cambio del estilo de vida, en asumir la causa a favor del Reinado del
Padre. El texto del Evangelio sólo se puede entender desde esta disposición
a la conversión (cf. Mc 1, 15 y Mt 4, 17), porque sólo así es palabra revelada
de Dios y no una palabra proyectada por lo humano.
17.- El reconocimiento del pecado sólo alcanza su finalidad si se traduce
en el seguimiento de Jesús el Cristo para colaborar, con Él y como Él, en la
construcción del Reinado del Padre. Encerrarse en el pecado sin abrirse a la
conversión no tiene sentido. Dar más importancia al pecado que a la conversión
es dudar del amor incondicional de Dios, un amor que es capaz de
perdonar para re-emprender el camino de la vida al estilo de Jesús el Cristo
que se resume en Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado (Jn 15,
9 - 17). Por ello, San Pablo afirma que aquel que ama al otro, ya ha cumplido
la ley (cf. Rom 13, 8), porque la caridad es la ley en su plenitud (cf. Rom 13, 10).
18.- Así, en el reconocimiento del propio pecado y en el reconocimiento
paralelo del perdón de Dios, se dispone de ese potencial de energía que
tantas veces la persona tiende a desgastar en sus desesperados intentos
por liberarse de la culpa. Toda esa energía será mucho mejor empleada en
el duro trabajo de transformar esta sociedad - fascinante y, a la vez, perversa
- en el Reinado del Padre, cuando toda y cada persona sea respetada en
su dignidad inalienable, conformando una sociedad solidaria donde toda y
cada persona tenga cabida digna.
3.
Implicaciones éticas
19.- Si el pecado es un término religioso, la culpa no posee necesariamente
ese carácter. La culpa posee un claro matiz subjetivo porque expresa la
conciencia de estar abrumado por un peso que aplasta, el desgarro de un
remordimiento que corroe desde dentro. A la vez, el sentimiento de culpa
constituye uno de los mecanismos más decisivos en el desarrollo y constitución
del ser humano, una vez que se sitúa en el contexto de hacerse
cargo de lo obrado, porque implica un sentido de responsabilidad frente a
sí mismo, los demás y la sociedad que lo rodea.
20.- No cabe tener conciencia de pecado sin experimentar sentimientos de
culpa. Pero, también, se puede tener sentimientos de culpa sin que haya
pecado alguno (como es en el caso del escrupuloso) y, lo que es peor todavía,
que se esté viviendo una situación de pecado sin tener conciencia
de ello ni, por tanto, experimentar culpa alguna. En definitiva, es posible
sentirse culpable sin estar en pecado y es posible estar en pecado sin sentirse
culpable.
da en el sujeto. En el fondo, una vivencia llena de sentimientos angustiosos
de culpabilidad desconoce que Dios es el único salvador y, por lo
tanto, no reconoce el camino real de la conversión que confía en la misericordia
y la gracia de Dios. Es la diferencia entre Judas y Pedro, porque
ambos reconocen su culpa pero mientras el primero queda encerrado de
manera narcisista en su pecado, el otro se abre humildemente al perdón
de su Maestro.
21.- Actualmente, existe una especial dificultad para enfrentar y tratar con
los propios sentimientos de culpabilidad. La exacerbación de este tipo
de sentimientos que tuvo lugar en épocas pasadas, pero relativamente
recientes, ha creado, en efecto, un recelo muy especial ante la experiencia
de la culpabilidad. Por otra parte, la sensibilidad post-moderna parece
empeñarse también en proteger al Yo de todo tipo de sentimiento adverso,
especialmente la culpabilidad.
22.- La proclamación de la autoestima se tiende a considerar culturalmente
como el bien supremo al que se tiene que aspirar como meta fundamental
de la maduración humana. Se expande así una especie de alergia
a los sentimientos de culpa. No obstante, aprender a asumir la responsabilidad
por las consecuencias de los propios actos y soportar el displacer
ocasionado por una sana autocrítica es parte necesaria en el proceso de
la maduración humana. Sin reconocimiento de la responsabilidad y la
culpa, si corresponde, no existe posibilidad alguna de transformación ni
de cambio. Tampoco de conversión. Además, la ausencia de un sano sentido
de culpa (expresión del deseo de no hacer daño a otros), y, por tanto,
generado por un sentido de responsabilidad, constituye un requisito fundamental
para la convivencia. Es decir, un individuo sin sentido de culpa,
sin sentido de responsabilidad por sus propios actos, resulta enormemente
peligroso para la sociedad.
23.- Cuando la culpa no es reconocida, porque el propio narcisismo lo impide,
fácilmente se viene a proyectar sobre los demás, en un mecanismo
de defensa que el psicoanálisis ha reconocido e identificado bien. Es la
proyección sobre otros de los propios sentimientos de culpabilidad. En
el texto del Evangelio se encuentra un episodio en el que se pone claramente
de manifiesto este tipo de mecanismo de defensa. Es el episodio
de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 1 - 11): la piedra en la mano dispuesta
a ser lanzada sobre alguien en quien se proyecta la propia maldad
no reconocida. Por eso, Jesús invita al grupo de los agresores a dirigir su
mirada sobre su propio interior y, en el reconocimiento de su propio pecado,
la piedra pueda caer de sus manos. La mujer queda libre. También
los agresores se liberan del engaño de negar su culpa para proyectarla
malévolamente sobre aquella mujer.
24.- Pero, no basta con reconocer la culpa, porque este reconocimiento
puede responder a dinámicas psíquicas y espirituales de signo muy diverso.
Por ello, es preciso diferenciar entre el reconocimiento de la responsabilidad
y el consecuente sentido de culpa que mueve a la transformación
y al cambio, y la culpa auto-referida (narcisista), cuyo único objetivo
parece ser el del auto-castigo y la auto-destrucción. En la vida religiosa,
como también en la vida cotidiana, es preciso no confundir la experiencia
de finitud como condición humana (la experiencia del límite) y el sentido
de culpa como responsabilidad humana cuando se ha causado daño al
ejercer la propia libertad en la relación con los demás.
25.- Así, desde un punto de vista teológico, existe un sano sentido de culpa,
que es connatural a la conciencia del pecado y surge de la comprensión
de la ruptura entre la elección realizada y la voluntad divina. Pero,
también, existe una culpabilidad falsa y morbosa: (a) irracional, cuando
persiste también después del arrepentimiento y de la reconciliación,
engendrando una vivencia angustiosa; (b) exagerada, cuando no corresponde
a la gravedad real de la culpa; y (c) inoportuna, cuando surge independientemente
de la conciencia de culpa y tampoco desemboca en el
compromiso de conversión. Este sentimiento de culpabilidad es lo opuesto
del auténtico sentido de culpa ya que éste se centra en Dios mientras
aquél se centra en el yo.
26.- La experiencia auténtica de la culpa religiosa se vive en un sistema
abierto, cuyo centro de gravedad lo constituye Dios, mientras que la experiencia
de la culpabilidad morbosa de síndrome religioso se vive siempre
en un sistema cerrado, cuyo centro lo constituye el ser humano y centra-
da en el sujeto. En el fondo, una vivencia llena de sentimientos angustiosos
de culpabilidad desconoce que Dios es el único salvador y, por lo
tanto, no reconoce el camino real de la conversión que confía en la misericordia
y la gracia de Dios. Es la diferencia entre Judas y Pedro, porque
ambos reconocen su culpa pero mientras el primero queda encerrado de
manera narcisista en su pecado, el otro se abre humildemente al perdón
de su Maestro.
4. Elementos para el discernimiento
27.- El cristianismo no es, primariamente, una moral sino, fundamentalmente,
un ámbito de sentido trascendente (la fe) y de celebración (la
esperanza) que conducen a un determinado estilo de vida (la caridad).
Justamente, la acción ética del cristiano consiste en la mediación de este
sentido último vivido en un contexto de profunda confianza en la acción
del Espíritu. Una moral de sentido que fundamenta una ética de autoobligación
como expresión de la coherencia y de la consecuencia.
28.- Entonces, la ética cristiana recupera su talante de ser una moral de
la gracia. Sin negar la necesidad pedagógica de la ley escrita, sería fatal
reducir la ética cristiana a un cumplimiento legalista que pierde de vista
lo más importante: el protagonismo del Espíritu del Hijo y del Padre en
la vida y la acción del cristiano. Pues, esta es la confianza que tenemos
delante de Dios por Cristo. No que por nosotros mismos seamos capaces
de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad
viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva
Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata, mas el Espíritu
da vida (2 Cor 3, 4 – 6). La ley ilumina el camino, pero sólo Cristo salva,
porque sólo Él es el Camino que conduce a la Verdad que llena de Vida
(cf. Jn 14, 6).
29.- Por consiguiente, la ética cristiana es, también, una moral de la gratuidad.
El sean perfectos como es perfecto su Padre (Mt 5, 48) ha generado
una moral de la perfección que, a veces, responde más a la mentalidad
griega que al espíritu cristiano, generando más bien una ética de la autocomplacencia
y/o de la culpabilidad. En la filosofía griega la idea de lo
perfecto se refería a “aquel ser al que nada le falta en su género” (Aristóteles,
Metaphysica, IV, 16, 1021b); por ello, la meta ética consistía en alcanzar
una conducta sin fallos ni desajustes para poder cumplir con todas las
tareas y exigencias del modelo propuesto. Sin embargo, la comprensión
evangélica de perfección es distinta. Lo perfecto en la cita de Mateo se
sitúa en el contexto del amor, de la compasión y de la misericordia. Entonces,
lo perfecto es la plenitud en el amor (Cf. Mt 5, 43 – 48). De hecho, en
el paralelo de Lucas se emplea la palabra misericordia: Sean misericordiosos,
como su Padre es misericordioso (Lc 6, 36).
30.- Una sensibilidad autosuficiente, resultado de la autocomplacencia
por haber cumplido con el propio esfuerzo el deber ético, gradualmente
prescinde de la necesidad de una Presencia salvadora en la propia vida.
Al respecto, la parábola del fariseo y el publicano resulta tremendamente
significativa (Lc 18, 9 – 14). Jesús advierte duramente contra cualquier
actitud de autocomplacencia condenatoria de otros porque esto resulta
ser fruto de la soberbia que desconoce la propia necesidad de salvación.
31.- La ética cristiana no es una manera de pasarle la cuenta a Dios (me
comporto bien, entonces merezco el premio), sino una expresión de la auténtica
conversión. El cumplimiento humano del deber ético no puede
erigirse como barrera contra Dios, mediante la auto-justificación (autosalvación)
que desconoce la necesidad de la salvación divina. Por el contrario,
el compromiso ético es expresión de la coherencia con la propia
experiencia de ser salvado y redimido. Así, no es tanto una ética del deber
ser, sino una ética de la gratuidad gozosa que asume una opción consecuente
con su profunda experiencia religiosa de encuentro y de diálogo.
32.- Sin embargo, el deseo ético de configurar el propio estilo de vida en
términos del seguimiento de Cristo topa con las propias limitaciones e
incoherencias. Cada uno tiene su aguijón clavado en la carne (cf. 2 Cor 12,
7). El relato ético de la propia biografía hace remontar al Autor del texto
de la vida humana: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestre perfecta
en la flaqueza. De esa manera, al reconocer la propia limitación, se confía
en la fuerza de Cristo. Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte
(cf. 2 Cor 12, 9 – 10).
33.- Así, en el ambiente del amor incondicional de Dios Padre, uno se enfrenta
con la propia verdad más profunda, ya que sólo desde la aceptación
de lo real se puede emprender un proceso de cambio y transformación.
Sólo puede cambiarse lo que se acepta. Pero, además, desde la fe, el
reconocimiento de la propia limitación no constituye una excusa para no
avanzar, sino la proclamación del protagonismo divino en la propia vida
(en la flaqueza humana se destaca la fuerza divina). El reconocimiento de
la condición humana conduce a un mayor compromiso, porque la confianza
básica está depositada en Aquel para quien todo es posible (Ver Mt
19, 26). Por consiguiente, hay que confiar el pasado a la misericordia de
Dios y centrarse en lo que hay para adelante, consciente de la propia debilidad,
pero firme en la convicción de la presencia de la fuerza de Dios.
¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? - dice el Señor.
Estoy harto de holocaustos de carneros y de la grasa de animales
cebados; no quiero más sangre de toros, corderos y chivos…
Cuando extienden sus manos, Yo cierro los ojos; por más que
multipliquen las plegarias, Yo no escucho: ¡las manos de ustedes
están llenas de sangre! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista
la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a
hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan
justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos
- dice el Señor: Aunque sus pecados sean como la escarlata, se
volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura,
serán como la lana (Isaías 1, 11 - 18).
Pueden descargar el archivo en PDF de este elnace.
Ethos 76 Pecado: ¿palabra prohibida?

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