Lecturas
1.
Eclesiástico
3: 2-6 y 12-14
2.
Salmo
127: 1-5
3.
Colosenses
3: 12 a 4: 1-12
4.
Mateo
2: 13-15 y 19-23
La celebración de Navidad ha pasado a ser un hecho
sociocultural, trascendiendo los límites del cristianismo, y convirtiéndose en
patrimonio de la humanidad. Sin embargo, cabe preguntarnos si en todos esos
ambientes se está festejando lo mismo, si es el mismo contenido o si son de
distinta naturaleza y visión de la vida.
Está claro que para la fe cristiana el motivo fundamental es
aquello de que “La Palabra se hizo hombre y
acampó entre nosotros” (Juan 1: 14), es la presencia encarnada del Verbo
que se hace historia en Jesús de Nazareth, Dios que se implica en la humanidad para
dar a cada ser humano, a toda nuestra existencia, un sentido definitivo en
clave salvífica y liberadora. Por consiguiente, un hecho que, desde la fe misma
y desde la experiencia histórica, se convierte en el motivo principal de
nuestra esperanza.
Pero en muchos contextos
se da una celebración de despilfarro y derroche, de fiesta por sí misma,
de costosos regalos, de carencia total de humanismo y espiritualidad, de
lejanía de las realidades humanas dramáticas y dolorosas, vacía de
trascendencia.
Más allá de esta óptica reduccionista, sí es sano apreciar
todo el conjunto de bellas tradiciones que se dan en este tiempo del año,
manifestaciones de la creatividad espiritual de tantas gentes buenas y de sus
respectivas comunidades de fe.
El encuentro de las
familias, el rezo de la tradicional novena, o “las posadas” en México y
Centroamérica, los villancicos, los valores que se explicitan de paz y armonía,
también los alimentos que se preparan con afecto para servir mesas alegres y
fraternas, el pesebre que es pedagogía concreta de la fe porque nos permite
visualizar los escenarios originales de Jesús, de María y de José.
Todo esto constituye
una estética evangélica de mucho sentido para las comunidades cristianas
católicas, evangélicas, reformadas, ortodoxas: “ Había unos pastores que velaban
por turnos los rebaños a la intemperie. Un ángel del Señor se les presentó. La
gloria del Señor los cercó de resplandor y ellos se atemorizaron. El ángel les
dijo: no teman, les doy una buena noticia, una grande alegría para todo el
pueblo. Hoy les ha nacido en la ciudad de David, el Salvador, el Mesías y
Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre” (Lucas 2: 8-12).
Es posible que en otras culturas y religiones se presenten algunos
significados particulares en este mes final del año, profundamente respetables
en una visión ecuménica y dialogante de nuestras convicciones creyentes.
Lo que se impone
destacar es la trascendencia del ser humano hacia Dios, la dignidad de cada
persona, la apasionante realidad -
genuino misterio de salvación! – del Dios que se encarna, que se hace historia,
que asume todo lo nuestro, y también las necesarias consecuencias éticas que se
desprenden de esta bienaventuranza, el respeto hacia cada hombre y cada mujer,
la conciencia de projimidad, la creación permanente de las mejores condiciones
para hacer posible la convivencia de todos, la asunción de la solidaridad como
parte sustancial de nuestras opciones y proyectos de vida.
Lo que sí nos suscita una postura crítica es la Navidad
entendida como bacanal y frenesí egoísta, sin
mesas compartidas, sin prójimo, sin futuro definitivo.
En el misterio de la Encarnación, Dios ha expresado su modo
de ser y de proceder, su talante que asume lo humano, lo real, lo histórico,
como sacramento de sí mismo, para comprometerse con nosotros a partir de su
hijo, el Señor Jesús. Esto nos recuerda el original carácter histórico-existencial
y encarnado de nuestra fe, lo que tiene consecuencias totales para la iglesia,
para las diversas comunidades cristianas, para cada seguidor de Jesús.
Si Dios se insertó amorosamente en nuestra realidad esto ha
de traducirse en que la Iglesia toda debe proceder de la misma manera,
implicándose en todo lo humano, para anunciar allí la Buena Noticia de
salvación, para estar siempre dignificando la humanidad, para erradicar todo lo
que contradice este proyecto liberador, el pecado individual y social, con sus
múltiples evidencias y consecuencias.
El énfasis de Francisco, Obispo de Roma y pastor de la
catolicidad, en una iglesia que debe dejar der anunciarse a sí misma –
autorreferencial llama el papa a esta
condición – y renunciar a privilegios, parte del misterio del Verbo encarnado.
El “olor a oveja” para obispos y sacerdotes, la cercanía al mundo de los pobres
y abandonados, el modo constante y
creciente de servicio humilde, el hablar y vivir con un lenguaje y
estilo de proximidad humana, realista, son imperativos que nos hace nuestro pastor para vivir coherentemente con el Dios
nacido pobre para nuestra salvación.
Un modo particular de la encarnación que la Iglesia quiere
destacar en este domingo es de la familia, ámbito original de los seres
humanos, espacio del acontecer de Dios y de la buena humanidad.
Jesús vive con sus
padres María y José la sencillez del hogar, la sobriedad propia de su pobreza,
la laboriosidad, todos los valores propios de una familia bien constituída:
“Bajó con ellos, fue a Nazareth y siguió bajo su autoridad. Su madre lo
guardaba todo en su interior. Jesús progresaba en saber, en estatura y en el
favor de Dios y de los hombres” (Lucas 2: 51-52).
Las palabras del Eclesiástico, texto de la primera lectura de
este domingo, contienen recomendaciones sabias a los hijos: “El
que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula
tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos, y cuando rece, será
escuchado; quien honra a su padre tendrá larga vida, quien da descanso a su
madre obedece al Señor” (Eclesiástico 3: 3-6). Esto nos remite a un gran ideal humano, también
asumido por el cristianismo, que es el de una vida familiar amorosa, cuidadora
de la vida que se le confía, generadora de humanismo y espiritualidad, abierta
a la acción de Dios, propiciadora de la dignidad de cada uno de sus
integrantes.
Pero al mismo tiempo es imperativo que hagamos consideración
de tantos factores que afectan negativamente a las familias, unas procedentes
de la misma sociedad y de sus sombras,
otras del propio núcleo.
La deficiente
preparación emocional , espiritual, humana, de muchas personas , para abordar
los compromisos serios de la condición conyugal y paterno-materna, la pobreza y
carencia de oportunidades, la mentalidad consumista y facilista, políticas de
algunos gobiernos que no fomentan con juicio y seriedad la armonía familiar, el
desacato de la sabiduría de los mayores o el autoritarismo de los padres, la
precariedad de procesos educativos, son, entre muchas causas, aspectos que
determinan la crisis de la familia, que se traduce , consecuentemente, en
notables deficiencias en el crecimiento y maduración de muchos y muchas en
nuestro mundo.
Que esta conciencia creyente del hogar de Nazareth sea un
acicate para dar lo mejor de nosotros en orden a la constitución de familias
buenas, saludables, integradas, dignas, ámbito de una evolución ideal de
esposos y padres, de hijos y hermanos. De allí es de donde surge la gente
responsable, honesta, afectuosa, con la disposición de proyectarse con lo mismo
a la gran sociedad, a la iglesia y a cada comunidad de fe en particular.
Pablo en su mensaje a los cristianos de Colosas, dice: “Por
lo demás, hermanos, les pedimos que el modo de proceder agradando a Dios que
aprendieron de nosotros y ya practican, siga haciendo progresos……. Esta es la
voluntad de Dios: que sean santos” (Colosenses 4: 1 y 3). Tomemos, como
una de las más destacadas evidencias de la coherencia de nuestra fe, este
compromiso de construír familias en esta clave de Dios y de lo más
exquisitamente humano, y preocupémonos por participar en entidades y grupos que
trabajen para la cabal integración de la familia, en sus dimensiones
emocionales, espirituales, educativas, éticas.
Trabajar por la
familia es una apuesta por un mejor futuro para cada sociedad, para la iglesia,
para las diversas tradiciones religiosas.
Lo que relata el texto de Mateo nos pone de presente el
aspecto dramático de la encarnación, y nos conecta con tantas familias que
viven situaciones adversas: “Cuando se marcharon, un ángel del Señor se
apareció en sueños a José y le dijo: levántate, toma al niño y a la madre, huye
a Egipto y quédate allí hasta que te avise, porque Herodes va a buscar al niño
para matarlo” (Mateo 2: 13).
También Jesús y sus
padres fueron desplazados por la violencia, como ha sucedido y sigue sucediendo
a tantas familias en nuestro país y en
muchos lugares del mundo. Es el pecado que se origina en unas intenciones y
corazones perversos, afirmación de vanos poderes e injusticias, descargando la
saña criminal en seres inocentes.
Recordamos las escenas
dolorosas de la película “Hotel Ruanda”, que revive la cruel
guerra de exterminio étnico en Ruanda y Burundi a mediados de los años noventa,
cuando la etnia hutu se ensañó contra los tutsi, con cerca de un millón de
asesinatos, o el absurdo del poder nazi empeñado en desaparecer todo vestigio
de la raza judía. Vergüenza para la humanidad y reto a nuestra conciencia y
sensibilidad para afirmar lo exactamente contrario: el valor sagrado de la vida
en todas sus manifestaciones!
Jesús de Nazareth, viviendo con la mayor sencillez en ese
poblado de Galilea, atento siempre a las señales del Padre en su vida, acatando
a José y a María, conoció de cerca estas realidades que desde siempre maltratan
a tantos seres humanos; encarnado en una familia del común, sintió como propios
estos dolores; asumió en sí mismo
el valor de la austeridad, lo que le
permitió vivir en la perspectiva de lo esencial, de lo decisivamente teologal.
Este es un dato contundente de la encarnación que no puede pasar desapercibido
a la hora de configurar nuestras opciones inspiradas en el Evangelio!
Antonio José Sarmiento Nova,SJ -
Alejandro Romero Sarmiento