Lecturas
1.
Isaías
66: 18-21
2.
Salmo
116:1-2
3.
Hebreos
12: 5-7 y 11-13
4.
Lucas
13: 22-30
La primera lectura de este domingo hace parte del libro que
los estudiosos de la Biblia consideran como el Tercer Isaías, un texto que data
muy probablemente después del destierro de los israelitas en Babilonia, de ahí
su sabor triunfal y gozoso. Ese contexto de superación del cautiverio y retorno
a su tierra nos ayudan a entender mejor lo que quiere decir el texto profético:
“Yo
vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Les
pondré una señal y enviaré de ellos algunos escapados a las naciones”
(Isaías 66: 18-19).
Con ese lenguaje de gloria el texto atestigua la bendición de Dios que
los ha liberado de esta nueva esclavitud, y los habilita como testigos de una
fe renovada, que descubre de modo palpable la intervención divina en su
historia.
Es la narrativa de realidades concretas, en su momento de
inmensa aflicción, desencanto, pérdida del sentido, y luego de evolución y
crecimiento cuando constatan que Dios sigue legitimando a este pueblo elegido y
se mantiene fiel a sus promesas: “Ellos anunciarán mi gloria a las naciones.
Y traerán a todos sus hermanos de todas las naciones como oblación a Yahvé”
(Isaías 66: 19-20).
Con qué realidades de nuestra vida, de nuestras sociedades,
conectamos estas palabras de Isaías? Son retórica lejana, como de arqueología
religiosa, que no nos dicen nada? O, mejor, nos remiten a estas dinámicas
dolorosas del conflicto armado, del desplazamiento forzoso, de la pobreza, de
la humillación a que son sometidos tantos seres humanos en Colombia y en el mundo?
Cómo implicar el carácter liberador y salvador de la fe cristiana en estas
realidades? De qué manera los seguidores de Jesús nos comprometemos a ser
testigos de un Dios que se encarna, que da vida y plenitud, que rescata del sin
sentido y de la tragedia?
Porque es bueno volver a dejar muy claro que la fe cristiana,
si bien apunta a una plenitud definitiva una vez vivamos el inevitable tránsito
de la muerte física, debe también comprometerse con esta historia para
construír en ella todos los signos del reino de Dios y su justicia, como
felices anticipos de esa bienaventuranza.
Este imperativo es el
que ha animado noblemente los esfuerzos de la tendencia de renovación teológica
y pastoral llamada Teología de la Liberación, con particular sensibilidad ante la
suerte de los pobres y excluídos, y preocupada por el carácter destructivo de unas estructuras sociopolíticas y
económicas que no tienen en cuenta la dignidad humana: “Una teología que no se limita a
pensar el mundo, sino que busca situarse como un momento del proceso a través
del cual el mundo es transformado:
abriéndose – en la protesta ante la dignidad humana pisoteada , en la lucha
contra el despojo de la inmensa mayoría de los hombres, en el amor que libera,
en la construcción de una nueva sociedad, justa y fraterna – al don del reino
de Dios” (GUTIERREZ MERINO, Gustavo. Teología de la Liberación:
perspectivas.CEP.Lima,1971; páginas 33-34) .
Estas palabras del teólogo peruano datan de 1971, en un
momento de grandes luces teológicas y pastorales, después del Concilio Vaticano
II y de la II Asamblea General del Episcopado Latinoamericano en Medellín,
cuando se abrió camino esta corriente teológica comprometida con la causa de la
liberación integral – histórica y trascendente, terrena y escatológica – del
ser humano, especialmente de los condenados de la tierra.
Fueron años de exploración de nuevos derroteros para el
quehacer de la Iglesia en América Latina, marcados a menudo por excesos
producto de este entusiasmo liberador, con dificultades en unos para comprender
este dinamismo , y en otros por la preocupación de los obispos para mantener la
nave de Pedro fiel a los fundamentos de la fe. Dolores de parto – inevitables!
– siempre animados en unos y en otros por el espíritu de fidelidad al Señor Jesús
y a la humanidad clamorosa de esperanza y
dignidad.
Nuestras convicciones creyentes nos dicen que Dios de modo
amoroso y misericordioso – plenamente comprometido con nuestra realización y
felicidad – nos salva del pecado, de sus consecuencias, del absurdo, de todas
las manifestaciones del mal, del sentimiento trágico de la vida, de la
injusticia, de todo aquello que frustra nuestra plenitud según las
determinaciones de su voluntad.
Por eso el paradigma
teológico-pastoral que surge en el contexto del Concilio Vaticano II tiene
estos énfasis de
encarnación-implicación-compromiso en las realidades de la historia humana,
siempre abierto – por supuesto! – a la consumación definitiva, felicísima,
bienaventurada, en la eternidad de Dios.
Somos – al mismo
tiempo – ciudadanos de la tierra, del devenir histórico, y también del nuevo
mundo que está más allá de la historia: “Luego
ví un cielo nuevo y una tierra nueva – porque el primer cielo y la primera
tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Ví también la ciudad santa, la
nueva Jerusalem, que bajaba del cielo, engalanada como una novia ataviada para
su esposo” (Apocalipsis 21: 1-2).
En estos tiempos - cuando se dan en la Habana unas
conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC
- dejemos que el Dios de la vida nos
interrogue profundamente acerca de nuestra sensibilidad y cercanía ante la
inmensa multitud de hermanos nuestros afectados por el destierro y la muerte.
Cómo haremos para volver con ellos del exilio y construír un mundo nuevo de
vida, de mesa compartida, de gozosa solidaridad, de recuperación del sentido
teologal y humano de la dignidad de cada persona?
El texto del evangelio de Lucas contiene duras reconvenciones
de Jesús a sus contemporáneos judíos, siempre preocupado El por la cerrazón de
mente y corazón de estos sacerdotes, escribas, maestros de la ley, presumiendo de dueños absolutos de la verdad y
de merecedores del favor de Dios por su estilo de observancia estricta de todas
las prescripciones legales y rituales pero sin…………………………la necesaria y humilde
conversión del corazón!
Una vez más el Señor
se refiere a una religión vacía de amor y de misericordia, arrogante, y
despectiva con pecadores y excluídos: “Cuando el dueño de la casa se levante y
cierre la puerta, los que están fuera se pondrán a llamar diciendo: Señor,
ábrenos! Pero les responderá: no sé de dónde son Ustedes. Entonces empezarán a decir: Hemos comido y
bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Pero les volverá a decir: No
sé de dónde son. Apártense todos de mí, malhechores!” (Lucas 13: 25-27.
Bien sabemos que nuestra responsabilidad ante Dios, ante los
demás, ante nuestra conciencia transita por caminos de la más exigente
fidelidad al proyecto divino en materia de vida limpia, de corazón nuevo, de
conciencia insobornable, de servicio misericordioso y solidario a todos los
humanos, con la consabida preferencia teologal por los últimos, por los
pequeños, por los humillados y ofendidos.
La Palabra del Señor es una constante invitación a revisar la
vida – siempre con esperanza en el Dios que no escatima su oferta salvadora! - ,
al examen de la conciencia, a la aceptación humilde de nuestros errores y desvíos, principalmente en
la referencia radical al prójimo, el gran imperativo de la ética que surge del
Evangelio. En el horizonte de este ejercicio de purificación y de autenticidad
está siempre el Dios cercano, solidario, liberador, que se nos revela en Jesús.
Es un cambio total de
lógica: de la religión ritual, formal, estereotipada, a la conversión del
corazón, al “adorar al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4: 23). Toda
nuestra vida entendida como narrativa de la misericordia de Dios, realidad que
se complementa con esto: “Y vendrán de oriente y occidente, del
norte y del sur; y se pondrán a la mesa en el reino de Dios. Pues hay últimos
que serán primeros, y hay primeros que serán últimos” (Lucas 13:
29-30).
Definitivamente Dios
rompe los esquemas humanos, los de los derechos adquiridos de primacía y
superioridad, los de las clasificaciones en importantes y no importantes, en
merecedores y no merecedores, en ricos y pobres, en admitidos y excomulgados,
como lo expresa con evangélica contundencia el Magnificat, en las palabras de
María: “Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los de corazón altanero.
Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los
hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió con las manos vacías” (Lucas
1: 51-53).
Que quede claro que no es esta una invitación al odio de clases, a la suplantación de una
nueva clase por otra , pobres
“empoderados” que se vengan de los ricos e implantan una nueva injusticia.
El proyecto de Dios –
según nos lo propone y anuncia Jesús – es eminentemente equitativo, incluyente,
solidario, de comunión y participación. Pero – eso sí! – tiene un imperativo de
cambio de mentalidad, de estilo de vida, de actitud, porque en el reino del
Padre no hay escalafones, no hay mesas preferenciales, todos somos hijos del
mismo Dios, y en El, prójimos, y todo esto es lo que explicita el Hijo- Hermano
por excelencia: Nuestro Señor Jesucristo.
Es nuestro deseo que la resonancia nuestra a la Palabra de
este domingo se inspire en estas palabras de la carta a los Hebreos: “Hijo
mío, no menosprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te
reprenda. Pues el Señor corrige a quien ama, y azota a todos los hijos que
reconoce. Es decir, sufren para corrección de todos, pues Dios los trata como a
hijos” (Hebreos 12: 5-7)
Antonio José Sarmiento Nova,SJ -
Alejandro Romero Sarmiento