Lecturas
1.
Eclesiástico
35: 15-17 y 20-22
2.
Salmo
33: 2-3;17-19 y 23
3.
2
Timoteo 4: 6-8 y 16-18
4.
Lucas
18:9-14
Cuál es nuestra actitud ante Dios y ante los demás: la del
envanecimiento porque nos sentimos santos, perfectos, virtuosos, superiores a
nuestros prójimos en este sentido,
reclamando honores y poniéndonos como medida moral de todos? O humildes, con el
sentimiento de la indigencia radical, conscientes de nuestros límites, necesitados
de Dios y de su misericordia, abiertos siempre a los caminos de la conversión,
en evolución permanente, y compartiendo con muchos esta dinámica teologal,
discreta, sobria, lejanos de todo tipo de vanidad moral y religiosa?
Estas son las preguntas que nos propone la Palabra de este
domingo, enmarcadas en la exigente actitud de Jesús ante la soberbia de los
sacerdotes del templo, maestros de la ley, fariseos y demás personajes
religiosos de su tiempo, que se sentían justificados ante Dios por considerarse
rigurosos observantes de la minuciosa ley del judaísmo y, en consecuencia, merecedores del favor
divino, con su correspondiente actitud de desprecio de los llamados por ellos
pecadores públicos, de los últimos, de los pobres, generando un estilo religioso-moral
de profunda y escandalosa arrogancia.
La parábola de Lucas es bien elocuente al respecto,
contrastando dos estilos: “El fariseo, de pie, hacía interiormente
esta oración: Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los
hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese que recauda impuestos para
Roma…….. Por su parte, el recaudador de impuestos, manteniéndose a distancia,
no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho diciendo: Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador”
(Lucas 18: 11 y 13).
Dónde nos encontramos?
Se impone una autocrítica concienzuda, y una revisión de ese estilo
católico moralista e intransigente que se ha cultivado en muchos ambientes
hispano y latinoamericanos, partiendo de la presunción de ser poseedores de la
única verdad de salvación, subestimando otras opciones creyentes y etiquetando
a los que resolvemos llamar malos porque piensan distinto, llevan estilos de
vida diferentes que se nos antojan contrarios a nuestras “verdades” y, por
tanto, heterodoxos, herejes, y excluidos
de “nuestra” salvación.
Las llamadas gentes de bien a menudo incurren en este talante
fariseo. Delante de Dios, en un ejercicio de la mayor sinceridad,
interroguémonos si este es nuestro talante, y dejemos que El provoque en
nosotros la alternativa de la humildad, la de sentirnos necesitados de su
gracia y de su salud, poniéndonos hombro a hombro con la mayoría de la
humanidad en disposición de bajo perfil, como el cobrador de impuestos de la parábola
lucana.
Cabe también una reflexión detenida sobre eso que llamamos
fragilidad humana. “Errare humanum est”, dice el adagio latino en frase escueta
que reconoce esta condición que nos es inherente a todos. Cómo vivimos nuestras
debilidades y cómo estas nos hacen conscientes de las de los demás? Sabemos que esta realidad hace parte esencial
de nuestra humanidad? Buscamos un modo profundo, interior, responsable, para apropiarnos de esta radical
precariedad y ello nos lleva a un
sentido de sensatez, de aceptación de esta inevitable realidad?
Esto, por contrapartida,
está asociado con algo que llamamos fundamentalismo religioso y moral,
también político y social. Ha sido muy determinante en la configuración de
nuestra sociedad colombiana, por otra parte tan católica (?). Es la tentación
de las mayorías que se sienten poseedoras de verdades absolutas (?),
descalificamos lo divergente, rechazamos como perversa la postura de los que
viven, sienten y piensan distinto, y esto en todos los ámbitos de la realidad.
Cabe preguntarnos si en la raíz de tanta violencia no estará
presente este espíritu fundamentalista, el que llevó a liberales y a
conservadores a tan sangrienta y absurda confrontación, el que propició
actitudes “católicas” de condena y excomunión, el que hizo posible el
nacimiento de paramilitarismo y
guerrillas, cada una sintiéndose portadora de un modelo de sociedad y acudiendo
a las más inaceptables manifestaciones de sevicia y criminalidad para destruír
al adversario? Y esto con la anuencia silenciosa
de muchas gentes de bien!
Con escandalosa
autosuficiencia hacemos cacería de brujas invocando la defensa de la
“civilización occidental cristiana”, otro ente ideológico bien lejano del
Evangelio de Jesús!
No es lugar común afirmar que la lógica de Dios rompe estos
esquemas humanos de superioridad y se decide contundentemente por la humildad,
como bien lo expresa el texto de la primera lectura de hoy: “La
oración del humilde atraviesa las nubes y no para hasta alcanzar su destino”
(Eclesiástico 35: 17), deja claro que lo agradable a Dios es el corazón que
asume sus fragilidades y se inscribe en la reconstrucción de su ser y de su
hacer sin juzgar ni condenar a los demás.
Cuando recorremos la vida de hombres y mujeres que han tomado
en serio a Jesús y a su Evangelio lo que podemos constatar es una hondísima
humildad, una conciencia realista sobre la propia fragilidad, una “osadía
de dejarse llevar” como dijera nuestro querido Padre Arrupe,
una mirada siempre respetuosa sobre la vida de los demás seres humanos, y un
trabajo espiritual explícito de madurez y conversión. Esto descansa en la base de lo que se entiende por genuina
santidad, por el esfuerzo honesto de configurar la propia vida con el proyecto
de Jesús.
Y también esto mismo nos abre a experimentar la misericordia
del Padre, esa fuerza reconstructora del ser humano que se nos comunica
gratuita e incondicionalmente: “El Señor está cerca de los que sufren y
salva a los que están desconsolados” (Salmo 33: 19).
Pensemos , por ejemplo, en el sufrimiento de la mujer que se
tiene que prostituir para llevar el pan a sus hijos, en los muchísimos
condenados morales incomprendidos y maltratados por la intransigencia de los
“buenos”(?), el drama relatado por Víctor Hugo en “Los Miserables”, cuando
su protagonista Jean Valjean tuvo que padecer la más humillante persecución y
posterior condena por haber robado un poco de pan para llevar sustento a su
familia. Con este escrito el autor confrontó la hipocresía de la sociedad
francesa de su tiempo, pagadísima de sí misma y con el mismo complejo farisaico
de superioridad moral.
En una bella homilía de esta semana, el Papa Francisco
contrapone ideología a fe, “Discípulos de Cristo y no de la ideología”,
pronunciada el jueves 17 de octubre en su eucaristía diaria de la casa de Santa
Marta, dice entre otras cosas: “El Papa centró su homilía en el pasaje
evangélico de Lucas (11:47-54), que relata la advertencia de Jesús a los
doctores de la ley – Ay de ustedes que se han apoderado de la llave de la
ciencia, ustedes no han entrado y a los que intentaban entrar se lo han
impedido - , asociando a ello la imagen de una “iglesia cerrada” en la que la
gente que pasa delante no puede entrar, y de donde el Señor que está dentro no
puede salir. De aquí la referencia a esos cristianos que tienen en su mano la
llave y se la llevan, no abren la puerta, o peor, se detienen en la puerta y no
dejan entrar” . Tenemos el atrevimiento de
sentirnos los concesionarios exclusivos de Dios para decidir con arrogancia
quien entra y quien se queda afuera?
Tanto la Palabra de este domingo como la reflexión de
Francisco nos llevan a interrogarnos si somos cristianos de ideología como en
esas intransigentes épocas del franquismo en España, como la alianza de iglesia
y un determinado partido político en Colombia, en franco estilo inquisitorial,
o si de modo sincero nos dejamos llevar por el Espíritu para vivir la
experiencia liberadora de Jesús, como lo sigue proponiendo Pablo a su discípulo
Timoteo: “He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado
la fe” (2 Timoteo 4: 6), palabras que testimonian que su fe no la ha
vivido por participar del poder de un grupo religioso sino por saberse
arraigado en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo: “El Señor estuvo a mi lado y me
fortaleció…” (2 Timoteo 4: 17).
Todas estas crisis que hemos vivido recientemente en el seno
de la Iglesia, los escándalos de pedofilia protagonizados por sacerdotes y
religiosos, el silencio de omisión de algunos obispos, los manejos inadecuados
de las finanzas vaticanas, la cerrazón a corrientes renovadoras en la teología
y en la pastoral, el secretismo en algunos procedimientos eclesiásticos, la
tentación de hacer del ministerio una carrera de poder, son una extraordinaria
oportunidad para ejercer la humildad, para reconocer sin rodeos que somos
pecadores, para volver a lo esencial del Evangelio, para deponer el poder
católico y acceder al mismísimo Señor: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de
entre los muertos…” (2 Timoteo 2: 8).
El Espíritu de Dios siempre sopla vientos de novedad, de
frescura teologal y humana, de apasionantes sorpresas, de rescate de lo
esencial, para que volvamos por los fueros del genuino humanismo que se deduce
de la Buena Noticia de Jesús.
No seamos inferiores a
estos llamados del Señor que se nos hacen clamores en la situación de tantos
seres humanos que buscan el verdadero sentido de la vida, en el trabajo
infatigable y comprometido de quienes quieren hacer del mundo un escenario de
auténtica humanidad, en el sincero diálogo ecuménico e interreligioso, en la
lucha apasionada por la justicia y por la dignidad humana, en el bajarnos de
los pedestales para caminar con el ser humano, el del día a día, el de a pie,
el del que no sabe de vanidades sino de amor y solidaridad. Como el Señor Jesús
!
Antonio José Sarmiento Nova , SJ – Alejandro Romero Sarmiento