Lecturas
1.
2
Samuel 5: 1-3
2.
Salmo
121 : 1-5
3.
Colosenses
1: 12: 20
4.
Lucas
23: 35 – 43
El relato de 2 Samuel refiere la elección de David como rey
de Israel y su posterior unción y entronización para ejercer este oficio. Para
apreciar mejor el contexto de este hecho conviene saber que el pueblo elegido
se había dividido en dos reinos: el del norte, Israel y el del sur, Judá; la
causa de la separación estaba en las diferencias profundas en cuanto a la comprensión y
vivencia de la relación con Yahvé, y también – como suele suceder en estos
casos - se daban razones de tipo
político y social, con fuertes animadversiones y rivalidades.
David se ha destacado por su liderazgo y ascendiente en la
comunidad: “Todas las tribus de Israel vinieron a David en Hebrón, y le dijeron:
mira que somos sangre de tu sangre. Ya cuando Saúl reinaba, eras tú quien conducía
a Israel, y sabemos que Yahveh te dijo: Tú eres el que guiará a mi pueblo, tú
llegarás a ser jefe de Israel” (2 Samuel 5: 1-2). En este orden de
cosas el rey significa la unidad visible de todo el pueblo creyente, y la
ciudad de Jerusalem, sede real, se consagra como el centro religioso y
político, que tiene su símbolo mayor en el templo, como lo podemos constatar en
múltiples referencias del Antiguo Testamento.
Sabemos que en los libros históricos no hay una simple
cronología y narración de acontecimientos, lo fundamental es que allí se da una
interpretación teológica de lo referido, una mirada de cómo Dios actúa en la
historia de Israel, otorgando a la misma la clave de ser historia de salvación.
El reinado de David es la garantía de esta unión, y la ciudad santa de
Jerusalem es el símbolo vinculante por excelencia de esta comunidad de fe. El
esfuerzo de David es el de restablecer los vínculos perdidos.
Pasando a la necesaria aplicación del texto a nuestro contexto
eclesial y comunitario es preciso advertir la fuerza teologal de los vínculos
de comunión en la fe, el único Dios que
hace converger los esfuerzos de los creyentes con los dones gratuitos de su
amor, la coexistencia fraterna en la diversidad, y la capacidad testimonial de
la comunidad creyente. Esto es lo contenido en las palabras de Pablo:”Porque
Cristo es nuestra paz, El que de los dos pueblos ha hecho uno solo, destruyendo
en su propia carne el muro, el odio que
los separaba” (Efesios 2: 14).
Cuando se han dado y se siguen dando en la historia humana
tantas razones de segregación, de exclusión, de contradicción incluso en el
mismo ámbito de las tradiciones religiosas, con violencias de todo tipo, hay un imperativo
para la comunidad creyente y este es el de significar con eficacia,
existencialmente, el dinamismo armonizador del Espíritu, que facilita el
reconocimiento de las diferencias, el respeto a las mismas, la conciencia que
da la riqueza de lo diverso y plural, y la vivencia gozosa y esperanzada de la
comunidad de fe.
Esta es la tarea del Señor Jesús, a quien hoy celebramos, en
la conclusión del año litúrgico, como Señor de la Historia, con una realeza que
le es conferida por el Padre Dios para asumir la humanidad y su historia: “El
es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia.El es el principio, y
renació antes que nadie de entre los
muertos para tener en todo el primer lugar, porque así quiso Dios que la Plenitud
permaneciera en El” (Colosenses 1: 18).
Pablo escribe estas palabras a los cristianos de Colosas
porque entre ellos se estaba viendo la tendencia a desconfiar de Jesucristo y a
buscar otras alternativas religiosas. Como respuesta, el apóstol escribe este magistral himno
cristológico que presenta la convicción central de la fe cristiana que ve en El
al recapitulador salvífico – liberador del ser humano, de toda su historia,
expresando con todo el vigor requerido
que en El , Dios se ha revelado definitivamente
para dar significado absoluto y trascendente al ser humano y a su devenir.
Cuando somos tan dados a absolutizar realidades que de suyo
deben ser medios – nosotros mismos, nuestras creaciones, la organización
social, los recursos materiales, las instancias que han de servir al bien
común, los logros del conocimiento , los desarrollos de la cultura - Dios se pronuncia en Jesucristo para
configurar todo en una unidad de sentido y para indicar la saludable
relatividad de todo lo creado.
Las arrogancias y absolutizaciones humanas desarmonizan al
individuo y al conjunto, introducen la dinámica del pecado, que es la ruptura
de este orden fundante y fundamental.
Un recorrido por la
historia nos permite descubrir estos excesos, como las dictaduras y regímenes
autoritarios que se erigen ellos mismos en referencia absoluta para los
sometidos a ellos, golpeando en su centro la dignidad de las personas;los
envanecimientos que provienen del poder, de la ciencia sustraída de su
significado trascendente y liberador, del dinero y su
capacidad seductora que cambia su dimensión de servicio para convertirse en un culto que maltrata y deshace las relaciones humanas.
La intervención definitiva que el Padre Dios hace en el
acontecimiento salvador-liberador de Jesucristo es “porque así quiso Dios que la
Plenitud permaneciera en El. Por El quiso reconciliar consigo todo lo que
existe, y por El, por su sangre derramada en la cruz, Dios establece la paz
tanto sobre la tierra como en el cielo” (Colosenses 1: 19-20). Aquí encontramos el por qué de la realeza de
Jesús, que no es la de un poderoso señor mundano, sino el sacramento pleno, del
amor de Dios, incondicionalmente donado a la humanidad para que haya en El, por
El, con El, re-significación teologal de
la totalidad de nuestro proyecto.
Decir que Dios es todo amor no es una frase retórica, de esas
que vamos diciendo sin apropiarnos de sus alcances y sentido. Todo lo que de El
viene es fruto de su opción preferencial por la humanidad, el ser humano y su
plenitud es la pasión desbordada que
define su ser y su quehacer, y esto lo pone decisivamente en evidencia en la
historia de Jesús, en todos los hechos de su vida, en su ministerio público, en
la confrontación que El hace del des a-mor presente en la religión de su tiempo, en sus instituciones excluyentes, en
su muerte cruenta en la cruz, en el misterio liberador de su Pascua. Dios es
todo vida, salvación, liberación, para cada ser humano.
Esta es la sustancia del “rey” Jesús. Y lo constatamos
dramáticamente en el relato de Lucas que la Iglesia nos propone en este último
domingo del año litúrgico, en el contexto de la pasión, es un rey sin poder
violento,desposeído de prepotencia: “La gente estaba ahí mirando: los jefes, por
su parte , se burlaban diciendo: Ya que salvó a otros, que se salve a sí mismo,
para ver si es el Cristo de Dios, el Elegido. Los soldados también se burlaban
de El. Cuando le ofrecieron de su vino agridulce para que lo tomara, le
dijeron: si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (Lucas 23:
35-36).
El evangelista está poniendo el acento en la extrema
debilidad de Jesús que es también extrema en la coherencia de su amor, en
abierto contraste con la insolencia de jefes y soldados, torpemente convencidos
de su fuerza e incapaces para captar el
largo alcance del Crucificado, como tantos poderosos en todos los tiempos de la
historia. Los mismos que desprecian al ser humano y hacen sus montajes
políticos y económicos para oprimir, los que se sienten mesías imponiendo sus
regímenes e ideologías, los que persiguen a los hombres y mujeres emblemáticos
de la justicia, los que desconocen el significado del servicio, de la
existencia solidaria, de la ética de la comunión y de la fraternidad.
Pues allí está ante ellos este Señor Crucificado, en nombre
de Dios y de todo el género humano, para desarmar estas lógicas soberbias: “
Realmente te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas
23: 43),
dice Jesús al llamado buen ladrón, que viene a ser una estupenda
significación de los humanos que se sienten necesitados de una dinámica
superior de amor, de pro-existencia, que no se afirma en el poder sino en la
total y absoluta credibilidad de la vida que se da sin reservas, para que todos tengan acceso a
la dignidad y a la vitalidad definitiva del Padre.
Nuestro rey es, entonces, un Señor que se crucificó por amor,
gesto que permanece a través de los siglos poniendo en tela de juicio los
atrevimientos humanos que se creen los dueños de la vida y del destino de
hombres y mujeres.
Qué preguntas transformadoras nos hace el Señor en esta
materia? Son nuestros criterios de corte autoritario, de idolatría del poder,
incluso de búsqueda del mismo para la Iglesia, demandando privilegios y
persiguiendo hacer carrera? Despreciamos lo débil del mundo y nos asusta la
cruz de Jesucristo? Nuestra lógica es la de enseñorearnos sobre los demás?
Sentimos que nuestros proyectos son los de ser importantes, aplaudidos,
integrados en los altos círculos de la sociedad?
O, mejor, nos dejamos interrogar por el Crucificado, que nos invita a romper con los esquemas de
jerarquización, de vano empoderamiento, para dar vía libre a esta realeza cuyo
trono es la cruz y cuyo programa es una
negativa al vano honor del mundo?
Varias veces hemos afirmado que “sólo el amor es digno de
fe”, cómo se llama también un hermoso libro del teólogo Hans Urs von Balthasar (1905-1988).
Jesús es la implicación histórica de Dios, su plena credibilidad.
Que sea esta
solemnidad de la realeza de Jesucristo un momento de gracia para captar lo esencial
de su Evangelio, un ejercicio de re –orientación de nuestras motivaciones y
prioridades, una aceptación feliz, serena, consciente, de las implicaciones
“minimizantes” del seguimiento de Jesús, una ruptura liberadora con los ídolos
que hipotecan nuestra dignidad, una conciencia bienaventurada de que la vida
sólo vale la pena cuando se la apuesta a la gran causa de darla para que la de muchos sea salvada y redimida.
Antonio José Sarmiento Nova,SJ - Alejandro Romero Sarmiento