domingo, 25 de mayo de 2014

COMUNITAS MATUTINA 25 DE MAYO DOMINGO VI DE PASCUA



Lecturas
1.      Hechos 8: 5 – 17
2.      Salmo 66: 1 – 20
3.      1 Pedro  3: 15 – 18
4.      Juan 14: 15 – 21

Es inherente al cristianismo y a  su ministerio evangelizador el ser testigo de una esperanza de vida definitiva a partir de lo que Dios ha realizado en Jesucristo, sin considerar si las condiciones de acogida del mensaje son favorables o desfavorables: “ Den gloria a Cristo, el Señor, y estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza a todo el que les pida explicaciones” (1 Pedro 3: 15).
La condición testimonial es, entonces, un requisito “sine qua non” para la existencia de los seguidores de Jesús, es la propia vida hecha relato de Dios, coherente, fiel, transparente, configurada con el Evangelio, la que transmite con mayor eficacia esto que llamamos la Buena Noticia.
Como en los tiempos del cristianismo primitivo, o en otros dentro de este desarrollo histórico de nuestra fe, encontramos situaciones adversas, contradictorias, francamente difíciles, y otras abiertas, dispuestas, acogedoras de este don.
A los apóstoles y a los primeros discípulos les llegaron experiencias de los dos tipos. Hechos de los Apóstoles, texto que nos acompaña durante todo este tiempo de Pascua, es el mejor testimonio de sus logros  o de sus fracasos.
 Predicación vigorosa de la fe, proclamación valiente de la realidad de Jesucristo muerto y resucitado, entusiasmo y bautismo de muchos al escuchar el anuncio, fundación de nuevas comunidades, señales de vida y esperanza realizadas por los apóstoles, el indudable coraje pascual de estos, su heroísmo para afrontar la adversidad, la vida fraterna y solidaria de estos creyentes, el ánimo apostólico y misionero,  disposición de recibirlos a todos , de practicar un talante de inclusión que desconocía las crudas clasificaciones sociales y religiosas, todo esto como consecuencia cierta y contundente del Espíritu del Resucitado actuando centralmente en todos ellos.
Pero también enfrentamiento con el fundamentalismo judío que no se resignaba a ver cómo muchos de los suyos migraban hacia la nueva fe, desprovista del rigorismo ritual y legal y afincada en el Crucificado ahora convicto y confeso de VIDA plena en Dios, debate sobre si se trataba de una reforma del judaísmo o de una novedad sustancial que rompía con el antiguo orden, persecución por parte de las autoridades políticas y religiosas, cárcel, vituperio de poblaciones enteras, incomprensión de las “sabidurías” vigentes en la época: la religiosa de los judíos con su arraigo en la ley mosaica, la racional de los griegos que descansaba sobre el primado de la razón, la política de los romanos basada en el poderío militar y colonial: cómo chocaba esto con la esperanza que un grupo de hombres y mujeres habían depositado en un crucificado, un derrotado a los ojos de estas mentalidades?
Toda la 1 carta de Pedro, que nos acompaña como segunda lectura en estos domingos pascuales, es una invitación al ánimo, a la plena confianza en el Señor, al cambio cualitativo de vida que esto implica, a la certeza de que El es el fundamento de este proyecto, a la conciencia de que  la suya no ha sido una muerte inútil: “También Cristo murió una sola vez por los pecados, el inocente por los culpables, para conducirlos a Dios. En cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu…..” (1 Pedro 3: 18).
Cómo dar vigencia a esta convicción en los contextos y situaciones en los que tenemos éxito como evangelizadores, cuando la Iglesia es acogida y tenida en cuenta, socialmente reconocida, o también en aquellos en los que se desprecia el mensaje, se ignora, no se considera válido y relevante, o se le persigue y maltrata?
En determinado momento el cristianismo se expandió vigorosa y rápidamente, especialmente cuando el emperador Constantino se convirtió a la fe, y en el Edicto de Milán (año 313  d.c.) declaró públicamente el fin de toda persecución contra los cristianos , y decidió privilegios que “canonizaban” a la iglesia para que ingresara con legitimidad en todos los escenarios del imperio romano, todo esto después de los dramáticos tres primeros  siglos de humillaciones y escarnios, de persecuciones y mártires, de sociedades enteras que nos los entendían ni los admitían.
Cómo establecer la coherencia entre el doloroso misterio del Señor crucificado, condenado como hereje, blasfemo, contrario a la religión de Israel, la fidelidad post pascual de sus discípulos, su aguerrido estilo apostólico, el martirio de muchos de ellos, con este triunfo de entrar por la puerta grande del imperio?
Qué pensamos y sentimos cuando hay contextos – como muchos aún en América Latina – donde la labor de la Iglesia es de buen recibo y tiene el respaldo de muchos, incluso desde el punto de vista legal e institucional, en abierto contraste con otros en los que se  la acusa y condena  - con casos en los que dolorosamente hay razones comprobadas para hacerlo -  se la desprecia, se le cierran las puertas, o simplemente se la ignora como en muchos de los nuevos mundos poscristianos y neopaganos? Cómo ser fieles testigos de Jesucristo en cualquiera  de estas circunstancias?
El cristianismo de los primeros siglos – impopular y perseguido – no fue inferior a los retos de su Señor, ellos y ellas  vivieron fielmente, fueron animosos , tuvieron creatividad apostólica,  no bajaron la guardia, ni  tuvieron miedo de los poderes que los enfrentaban, el drama de la cruz y la vitalidad pascual fueron en ellos presencias y referentes constantes que los lanzaron a vivir entusiastas en medio de la contradicción y a dar razón de su esperanza.
Después del siglo III vino el tiempo de la legitimación y de la expansión, realidad a la que historiadores y estudiosos han dedicado extensas páginas. Se llama “constantinismo” al estilo de poder eclesiástico y religioso que se desarrolló a partir de esto , al establecimiento de privilegios para la Iglesia y al desarrollo desmedido de lo institucional por encima de lo profético y carismático, lo que no quiere decir que en ese amplio proceso de tantos siglos no se hayan dado apasionantes realidades de testimonio y veracidad evangélicos.
Lo que queremos proponer para considerar, orar, discernir y vivir es el asunto fundamental de “dar razón de nuestra esperanza” sin incurrir en la tentación de acomodarnos en un universo sociocultural favorable al cristianismo y perder así el dinamismo del Espíritu, o sin dejarnos intimidar por el desprecio, la persecución, la humillación, el ataque o el no ser tenidos en cuenta por la mentalidad facilista propia de la sociedad de consumo y de su seudoantropología “light”.
Como varios de los relatos que nos ha traído el libro de Hechos de los Apóstoles, el que se plantea hoy es igualmente motivador y capaz de suscitar grandes entusiasmos misionales: “Felipe bajó a la ciudad de Samaría y estuvo allí predicando a Cristo. La gente escuchaba con aprobación las palabras de Felipe y contemplaba los signos que realizaba. Pues de muchos endemoniados salían los espíritus inmundos, gritando con fuerza, y muchos paralíticos y cojos sanaron. Y hubo gran alegría en aquella ciudad” (Hechos 8: 5 – 8).
Pues esto es lo que hay que hacer en cualquier contexto en el que nos encontremos nosotros los que hacemos el esfuerzo de seguir a Jesús, este es el imperativo evangelizador: dar y realizar señales de vida y de sentido, inclinarnos con la misericordia del Padre y de Jesús ante la debilidad del ser humano, sanar los corazones heridos por el desamor y la violencia, ser trabajadores de la reconciliación, superar sectas y partidismos, vivir pascualmente, hacer de la comunidad cristiana un sacramento de inclusión y encuentro, de fraternidad y comunión, no dejar que entren el mal espíritu del individualismo y de la competencia indeseables, animar a los que están abatidos, y en todo significar que somos hombres y mujeres que hemos descubiertos que la plenitud de la humanidad está en Jesucristo.
No nos instalemos en la zona de confort del régimen de cristiandad, ni nos volvamos nostálgicos de esos tiempos en los que todo lo cristiano era aplaudido y fomentado, ni nos dejemos contaminar por una ideología de visos religiosos pero sin contenido evangélico, ni invoquemos privilegios y prebendas, ni utilicemos nuestra condición creyente para reclamar leyes a favor nuestro, dejemos que sea el Señor Jesús el que – a tiempo  y a destiempo – esté siempre en el centro de nuestras convicciones, de nuestros ideales, de nuestra esperanza.
Miremos que Felipe con su coherencia y buen estilo persuadió a tantos , incluso  a  Simón, el mago, que andaba embaucando a los incautos: “Pero cuando creyeron a Felipe, que les anunciaba la buena noticia del reino de Dios y de Jesucristo, comenzaron a bautizarse hombres y mujeres. El mismo Simón creyó, recibió el bautismo de Felipe, mirando impresionado los signos y los grandes milagros que realizaba” (Hechos 8: 12 – 13).
Porque no podemos olvidar que en el fundamento de todo este ser y quehacer está presente y actuante el mismo Jesús: “No los dejaré huérfanos; regresaré con ustedes. El mundo dejará de verme dentro de poco; ustedes, en cambio, seguirán viéndome, porque yo vivo y ustedes también vivirán. Cuando llegue aquel día reconocerán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes” (Juan 14: 18 – 20).
 Esta es la misma convicción que inspiró a los mártires de los primeros siglos de la historia cristiana, lo que los llevó a no arrodillarse ante el emperador y a  rechazar los antivalores de ese universo de poder y privilegios; lo que hizo que el joven Aurelio Agustín dejara atrás su biografía de vanidades y dualismos para ser el gran pastor y pensador de la fe; lo que – en el camino de Damasco – derribó a Saulo del caballo del fariseísmo y lo transformó en el gran apóstol del mundo pagano; lo que quebró a Pedro, el negador , para tornarlo en la piedra sobre la que se estructuró la iglesia naciente.
Este Jesús fue el que hizo a Francisco de Asís dejar su cuna llena de facilidades y riquezas, y su espíritu enfermizo de “niño bien” para casarse con la hermana pobreza, rescatar la vida fraterna y el amor a la naturaleza, poniendo una pica en Flandes en la iglesia poderosa y señorial de aquellos tiempos de esplendor medieval, mas no evangélico. El mismo que bajó los humos al vanidoso Ignacio en esa batalla de Pamplona de mayo de 1521, cuando una grave herida en una de sus piernas lo puso en el límite de la muerte, luego de este rotundo fracaso  de allí surgió un hombre grande para la vida del Espíritu.
Cómo replantearnos en términos de esperanza lo original cristiano? Cómo no sucumbir a los privilegios de la cristiandad, a la inmensa tristeza que nos causan nuestras pecaminosidades y las de muchos en la iglesia, a la permanencia inaceptable de estilos que no van con el de Jesús?
Cómo ser profetas y creadores en esta cultura neoliberal tan displicente, consumista, ligera, oportunista, con su grave ausencia de interioridad? Cómo recordarle al mundo el drama de la humanidad que se consume en la pobreza y en la falta de oportunidades, o en el vacío de sus riquezas y de sus egoístas comodidades? Cómo decirle a los poderosos que el bien común, la felicidad de todos los humanos, la profundidad del ser, son más importantes y decisivos que los intereses del poder y del capital? Cómo ser testigos de esa dimensión de trascendencia que supera y derriba las fragilidades del ser humano?

Alejandro Romero Sarmiento   -  Antonio José Sarmiento Nova,SJ

domingo, 18 de mayo de 2014

COMUNITAS MATUTINA 18 DE MAYO V DOMINGO DE PASCUA

Lecturas
1.      Hechos 6: 1 – 7
2.      Salmo 32: 1 – 5  y  18 – 19
3.      1 Pedro 2: 4 – 9
4.      Juan  14: 1 – 12

Siguiendo el lenguaje de la segunda lectura (1 Pedro), podemos afirmar que los cristianos son  piedras vivas en la construcción de la Iglesia. Qué hacer para que estas palabras no sean lugares comunes, expresiones retóricas, sino la feliz realidad de cada día en la configuración de la comunidad de los seguidores de Jesús? Esto lo proponemos a consideración de todos porque vemos que todavía permanece un excesivo protagonismo clerical en la vida eclesial (obispos y sacerdotes), así como una notable inferioridad del inmenso y muy importante universo de los laicos.
Pasó el Concilio Vaticano II (1962 – 1965) con su Constitución Dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium” con sus capítulos 2 El pueblo de Dios y 4 Los laicos, en los que destaca la igualdad fundamental – por el bautismo – de todos los integrantes de la comunidad cristiana y recupera la categoría de sacerdocio común de los fieles, pero la densidad teológica y la definición magisterial de los Padres Conciliares no permea como era de esperarse el dinamismo eclesial. En muchos ámbitos los laicos siguen siendo cristianos de segunda: este es un asunto de permanente referencia en la agenda de la Iglesia!
Justamente la 1 carta de Pedro, de la que proviene la segunda lectura de este domingo, nos remite a estos elementos que son esenciales para llevar una vida eclesial adulta y conforme con el proyecto original de Jesús: “ Ustedes, acérquense al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios; y así, como piedras vivas que son, formen parte de un edificio espiritual, de un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2: 4 – 5), reforzado con esto: “Pero Ustedes, son linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, destinado a anunciar las alabanzas de Aquel que los ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1 Pedro 2: 9).
Con este sólido fundamento bíblico, proveniente de Pedro, el primer pastor de la iglesia universal, y de las comunidades servidas por él, queremos destacar el carácter de igualdad sacramental de todos los bautizados, y dar vigencia  y realidad a aquello de ser piedras vivas en la construcción de la Iglesia.
 La mentalidad y configuración institucional que dan el protagonismo a los clérigos y hace de los laicos simples receptores de beneficios religiosos o acatadores de las decisiones de los jerarcas,  no es compatible con el estilo del cristianismo primitivo y con el espíritu recuperado, explicitado y definido por el Concilio Vaticano II.
A la luz de esto digamos una palabra sobre el ser “sacerdotal” de todos los cristianos  y para ello valgámonos de las mismas palabras conciliares: “Cristo, el Señor, pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo un reino de sacerdotes para Dios, su Padre. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (Concilio Vaticano II. Constitución Dogmática sobre la Iglesia  Lumen Gentium, # 10).
En este contexto, hablamos entonces de una sacerdotalidad propia de todos los miembros de la Iglesia, que constituye a cada bautizado como integrante activo de la mediación sacramental propia de la Iglesia y, en consecuencia, gestora y actora de esta salvación, y de un sacerdocio ministerial, el de obispos y presbíteros, que está ordenado para el servicio de toda la Iglesia, entendida toda ella como sacramento universal de salvación. Es preciso recordar que  esta condición proviene del mismo Señor Jesucristo.
Entonces, el imperativo que se deriva de aquí ha de traducirse en una iglesia toda de comunión y participación, de adultez y autonomía para la iniciativa de los laicos, de ampliación de las posibilidades ministeriales, de inclusión explícita de todos y todas en el ser y quehacer de la Iglesia, de genuina corresponsabilidad entre pastores y bautizados, de entender el ministerio ordenado como lo que es originalmente, servicio al estilo del Señor Jesús, y de conciencia común de ser todos el pueblo sacramental-sacerdotal que media esa salvación en la historia de la humanidad.
En este sentido estamos llamados todos a una gran creatividad eclesial, como la que se testimonia en Hechos de los Apóstoles, con el entusiasmo misionero de Pedro y Pablo y los primeros discípulos, su certeza pascual, su capacidad para la cruz y el martirio, su concreción en la creación de comunidades en Efeso, Jerusalem, Corinto, Roma, Colosas, Tesalónica, Galacia, y otros lugares del mundo entonces conocido, el ánimo con el que eran acogidos los apóstoles, la coherencia de sus vidas con el Señor Resucitado, el fecundo ministerio de Pedro y de Pablo, de Bernabé y de Timoteo, el surgimiento de los escritos del Nuevo Testamento como catequesis para iniciar a otros en este camino, y el carácter diaconal ( del griego diaconía   diakonia servicio), del que nos hace conscientes la segunda lectura de hoy.
Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: no está bien que abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, busquen de entre ustedes   a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de saber, para ponerlos al frente de esta tarea; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra” (Hechos 6: 1-4).
El contenido de la diaconía no se remite sólo a quienes son ordenados por el obispo para este ministerio. La iglesia toda es ministerial – diaconal – servicial,  y esto se expresa en el anuncio de la Palabra – Buena Noticia, en  el dinamismo sacramental, y en la construcción de la comunidad. Esto es lo que debe inspirar y fundamentar todo ministerio en la Iglesia.
Qué esperanzador es cuando las diócesis y las parroquias dejan de ser entidades prestadoras de servicios religiosos o centros de consumismo ritual, para convertirse en comunidades activas, centradas en el Señor Jesucristo, ricas en sus posibilidades de participación, acogedoras, fraternas , solidarias, generadoras de compromiso apostólico para todos los creyentes, sin reducirse a una élite clerical, de beatos y beatas, dejando que el Espíritu suscite la mayor riqueza ministerial.
Una gran figura de esta manera de pensar y realizar la iglesia fue el religioso dominico Yves Congar (1904 – 1995), francés, considerado el mayor eclesiólogo católico del siglo XX, cuyo pensamiento fue decisivo como aporte para las definiciones del Concilio Vaticano II. Sus obras “Jalones para una teología del laicado” , “Verdadera y falsa reforma en la Iglesia”, y “Por una Iglesia servidora y pobre”, son, entre muchos escritos suyos, reflexiones de gran densidad teológica y espiritual que en su momento ayudaron a repensar el ser y la misión de la Iglesia .
Así, adquieren el mayor significado los movimientos apostólicos de espiritualidad familiar y conyugal, de pastoral de juventud, de catequistas y pedagogos de la fe, de servicio solidario a pobres, migrantes, desplazados, de cuidado ecológico, de reconocimiento de la tercera edad, de apoyo a enfermos y minusválidos, de reflexión bíblica y formación teológica, de inclusión del arte y la cultura en la evangelización, de corresponsabilidad laicos – sacerdotes, de pastoral sacerdotal , de promoción de las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada,  de diálogo ecuménico e interreligioso, y tantas otras posibilidades con las que el Espíritu se manifiesta para hacer más fecunda e igual la vida de la Iglesia.
El Espíritu del Resucitado se expresa así en comunidades plenamente conscientes de su carácter apostólico y misionero, que no es otra cosa que la pasión por difundir la Buena Noticia y por generar nuevos grupos de creyentes activos, también en un ejercicio del ministerio – ministerios convicto y confeso de la Palabra, del Sacramento, de la Caridad, de un reconocimiento de la dignidad inherente a cada bautizado, de estilos de vida evangélicos y austeros, de apertura sincera a las comunidades cristianas no católicas – espiritualidad ecuménica! – y a los miembros  de las tradiciones religiosas no cristianas.
También entra aquí el encuentro con el amplio mundo de los no creyentes y, por supuesto, aquello de que  “ El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo, puesto que no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón “ (Concilio Vaticano II. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno Gaudium et Spes,No. 1).
El evangelista Juan, en el capítulo 14, pone en boca de Jesús, las palabras esperanzadoras que son el contenido del relato evangélico de este V domingo de Pascua, con su concreción en : “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14: 6).
Jesús es el Camino porque El es quien nos indica la ruta que lleva a la plenitud del Padre, siguiéndolo generosamente estamos debidamente fundamentados y orientados.
Jesús es la Verdad  porque nos revela el ser paternal-maternal de Dios y porque nos esclarece el misterio de nuestra propia identidad en esta perspectiva de salvación y de sentido pleno.
Jesús es la Vida porque en El mismo somos beneficiados por la vitalidad del Padre que se manifiesta en el don del Espíritu.
He aquí la razón esencial de nuestra esperanza, es donde se constituye  la auténtica concepción cristiana del ser humano, para brindarnos a todos la garantía de una existencia significativa y trascendente.
Un desafío final: qué hacer para que los creyentes cristianos no parezcamos enemigos del mundo, de las realidades de la historia, “beatos” temerosos de los riesgos de la existencia? Qué hacer para ser como el Señor Jesús, encarnados e implicados en todo lo humano, comprometidos, viviendo la feliz simultaneidad de lo humano y de lo cristiano?


Alejandro Romero Sarmiento  -  Antonio José Sarmiento Nova,SJ

domingo, 11 de mayo de 2014

COMUNITAS MATUTINA 11 DE MAYO IV DOMINGO DE PASCUA



Lecturas
1.      Hechos 2: 14 y 36 – 41
2.      Salmo 22: 1 – 6
3.      1 Pedro 2: 20 – 25
4.      Juan 10: 1- 10

En la iglesia universal, en sus comunidades particulares, en las muchas denominaciones que profesan a Jesús como señor y salvador, lo clave es que El sea el determinante del modo de vivir el Evangelio y de seguir su camino. Esta afirmación parece una verdad de Perogrullo, pero se impone explicitarla porque encontramos con frecuencia que en algunos ámbitos que se dicen cristianos lo que predomina suele ser ajeno al Señor.
Motivaciones de poder religioso, cristianismo ideologizado, predominio de determinaciones jurídicas sobre la fe y vida de las comunidades, ritualismo, exceso de protagonismo de sacerdotes y pastores, búsqueda de poder y politización, presencia de mercenarios del ministerio, excesivo aparato institucional, son realidades pecaminosas que desdibujan lo que es central en la vida eclesial.
Por eso, la parábola del buen pastor, referida por el evangelio de este IV domingo de Pascua, nos pone en alerta ante esta centralidad: “Les aseguro que yo soy la puerta del rebaño” (Juan 10: 7), es un tipo de expresión propio del evangelio de Juan, similar a otras, en las que queda claro que lo que  Dios Padre – Madre hace a través de Jesús es lo decisivo para quienes quieran tomarlo en serio y configurar su vida según su proyecto.
Esto nos da para un buen discernimiento personal y comunitario sobre qué es lo que decide nuestra vida en la Iglesia y nuestro estilo cristiano. Si estamos aquí como usuarios de una gran empresa prestadora de servicios religiosos, o llevados por una inercia social, o apegados a unos ritos por razones de identidad cultural, o buscando un refugio porque no somos capaces de afrontar la crudeza de la historia y de la realidad, también porque nos dejamos llevar por un sentimiento de superioridad moral , entonces nos convertimos en un club de perfectos “incontaminados”, despreciando al común de personas, o – finalmente – porque nos gustan las modas religiosas (apariciones, milagrerismos, sectarismo, fundamentalismo,etc.).
Nada de eso tiene que ver con el Buen Pastor que es El y con nuestra pertenencia al rebaño, siguiendo la bella y sencilla imagen que nos hoy nos propone Juan. El relato habla de los mercenarios : “Les aseguro, el que no entra por la puerta en el redil, sino saltando por otra parte, es ladrón y bandido” (Juan 10: 1), de los que se valen de subterfugios para engañar a los ovejas, de los que no hacen posible captar y vivir qué es lo esencial para congregar a ese rebaño.
Una sana reflexión a propósito  de esto es esclarecer el sentido del ministerio ordenado en la Iglesia. Como sabemos esta palabra viene del latín “minister”, que quiere decir criado, servidor, el que realiza los menesteres más humildes. Fijémonos que ministerio y menester son palabras de igual naturaleza. En lenguaje de Iglesia el ministerio es el servicio que se ordena a toda la comunidad de los creyentes para garantizar que toda ella viva en la centralidad de Jesucristo, el Buen Pastor: “Yo soy la puerta, quien entra por mí se salvará, podrá entrar y salir y encontrar pastos” (Juan 10: 9).
Y lo remata con esto más contundente: “Yo vine para que tengan vida, una gran vitalidad” (Juan 10: 10). El rebaño vive unido, animado, con un mismo sentido, porque participa de la vitalidad de Dios, y el que la hace posible, efectiva, real, es el Señor Jesús, con el ejercicio de su pastoreo.
En coherencia con esto, la ministerialidad eclesial debe estar siempre asentada sobre este aspecto original y originante, un servicio para facilitar el anuncio y vivencia de la Buena Noticia,  un permanente ejercicio de remisión a la realidad misma del Señor, un configurar seres humanos y comunidades para que vivan identificados con este proyecto fundacional de la fe,  hacer de la propia vida un relato de esta dedicación amorosa e incondicional a todos los hermanos, animados por la presencia del Viviente, que es el garante del ministerio y de la comunidad.

A este Buen Pastor:
-          Le escuchamos, porque las ovejas “reconocen su voz” (Juan 10: 4)
-          Le acogemos , porque “las ovejas oyen su voz, él llama a las  suyas por su nombre y las saca” (Juan 10: 3).
-          Le seguimos, porque “ cuando ha sacado a todas las suyas, camina delante de ellas, y ellas detrás de él” (Juan 10: 4).
-          Es vital caminar detrás de Jesús  porque “ a un extraño no lo siguen, sino que escapan de él, porque no reconocen la voz de los extraños” (Juan 10: 5).
Pensemos, así, en personas y realidades que esconden la autenticidad del ministerio y el buen pastoreo: los pederastas y pedófilos – indignante e inaceptable pecado - , los que adoptan modelos clericales y anticomunitarios, los que se hacen burócratas de la religión, los que se vuelven jueces intransigentes, los que se consideran superiores a los bautizados, los que creen que el ministerio es un escalafón de mayor santidad, los que subestiman a los laicos, en definitiva, aquellos en los que  penosamente se cumplen las palabras del Maestro: “El ladrón no viene más que a robar, matar y destrozar” (Juan 10: 10).
Por contraste – felicísimo por cierto !- se impone en este camino cristiano tener siempre presente aquello de que “Nadie tiene amor más grande que aquel que es capaz de dar la vida por las personas que ama” ( Juan 15: 13), partiendo de la cruz del Señor como referente esencial de todo ministerio.
 Y con El , Pedro y Pablo, y los cristianos primeros, el vigoroso Ambrosio , obispo de Milán; Agustín, pastor de Hipona; Carlos Borromeo, el aristocrático cardenal que dejó las alturas de su carrera eclesiástica para servir como pastor abnegado también en Milán; o San Damián de Veuster, que se intercambió y crucificó con los leprosos en la isla de Molokai; el gigante Francisco Javier, que finalmente cedió al “acoso evangélico” de su amigo Ignacio de Loyola para ser el gran caminante de la fe en el Lejano Oriente; Jerzy Popielusko, asesinado por sicarios al servicio del  régimen polaco a comienzos de los 80’s; el humilde y evangélico cardenal argentino Eduardo Pironio, figura clave en la renovación de la iglesia latinoamericana en los años del post-concilio; o los heroicos jesuitas de la Universidad Centroamericana de San Salvador, mártires como su entrañable arzobispo Romero, defensores con su vida de la dignidad de los humillados de ese país.
Ellos, y muchos otros, son los pastores dignos de crédito, ellos reivindican la santidad y la dedicación del ministerio, en ellos se cumple cabalmente aquello de que “yo soy la puerta del rebaño” (Juan 10: 7).  Y su pastoreo es una prolongación maravillosa del pastoreo de Jesús.
Pero esto no es un aspecto exclusivo de quienes dedican su vida a este servicio, esto debe cualificar y distinguir a la totalidad de los creyentes, porque todos somos beneficiarios de los méritos salvadores y liberadores de Jesús, todo bautizado ha de estar permeado de esta sacramentalidad fundante de dar la vida para hacer rebaño – comunidad: “Nuestros pecados él los llevó en su cuerpo al madero, para que , muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos curaron. Ustedes eran como ovejas extraviadas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus almas” (1 Pedro 2: 24 – 25).
La consideración atenta de esta Palabra debe llevarnos a un proceso permanente de rescate de lo esencial en la Iglesia, el Espíritu de Jesús, su estilo descalzo, su pedagogía de la cercanía, su preferencia por pecadores, marginales, abandonados, enfermos, su despojo de galas y vanaglorias, su pasión por el Padre Dios, la sinceridad que lo llevó a confrontar la institución religiosa, su lejanía del poder. Menesteres – ministerios como estos son los que han de caracterizar el servicio en la Iglesia.
Esto es para que la ella sea siempre cristocéntrica, abandonando modelos  y prácticas que no tienen nada que ver con el Evangelio, estilos mundanos, estructuras de burocracia,desconexión con las realidades de la humanidad, talante modoso y amanerado, para dar el paso a un pastoreo limpio, servicial, comunitario, de “ a pie”, como lo inspira ahora Francisco, obispo de Roma.
Un pastoreo pascual, como el que inspiró a Pedro para decir: “Pedro se puso en pie con los once y alzando la voz les dirigió la palabra: por tanto, que toda la casa de Israel reconozca que a este Jesús que han crucificado, Dios lo ha nombrado Señor y Mesías” (Hechos  2: 14.36).
La vida de este hombre y la de sus compañeros, después del acontecimiento pascual, se hizo sustancialmente nueva y fue dotada por Dios de una capacidad testimonial que llegó hasta el mismo martirio, a dar crédito con la propia vida de que Jesús es el  pastor por excelencia, en quien se congregan las ovejas que aspiran a responder la gran pregunta del sentido de la vida.
Cuando hay hombres y mujeres que lo apuestan todo por este pastoreo, cuando les duele el dolor de la humanidad, y los apasiona todo lo que hace felices a sus hermanos, aquí hay Pascua, es una VIDA que no se acaba , como la que hace decir al poeta Pedro Miguel Lamet:
Luego, pequeño, hecho niño otra vez
Se perdió entre las sombras sin ruido
En pos del huerto oscuro de la muerte.
Jerusalem moría con el hombre.
El hombre desde entonces, hecho un Dios,
Brilló con luz perdida al sol del universo.
Se supo una sonrisa

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