Lecturas
1.
Isaías
63: 16 – 17 y 64: 1 – 8
2.
Salmo
79: 2 – 3; 15 – 16 y 18 – 19
3.
1
Corintios 1: 3 – 9
4.
Marcos
13: 33 – 37
Este tiempo de Adviento, con el que hoy comenzamos el nuevo
año litúrgico, pone sobre el tapete de nuestra vida el asunto central y definitivo
de la esperanza cristiana, en el que se juega el sentido total de la
humanidad y de la historia.
Por esto conviene
revisar de nuevo la teología de la esperanza que, en los últimos años, ha hecho
el esfuerzo loable de tomar en serio la
dimensión escatológica de nuestra fe, vale decir ese aspecto esencial por el
que la existencia humana en su integridad se orienta hacia el último y pleno futuro, la vida en
Dios y con Dios, sin que esto signifique menoscabar la historia presente, en la
que estamos inmersos, con toda su carga de realismo, de responsabilidad
existencial, de exigencia de hacernos cargo de la misma, como decía tan
contundentemente Ignacio Ellacuría.
El teólogo alemán Jürgen Moltmann (nacido en
1926) es el pionero de la reflexión
sobre estos contenidos en el mundo cristiano contemporáneo, con su obra ya
clásica, “Teología de la Esperanza” , también con “Esperanza y planificación del
futuro” lo mismo que con “El futuro de la creación”, todas
ellas en versión castellana de las Ediciones Sígueme, de Salamanca, España.
Veamos algo de lo que nos dice este pensador, miembro de la
Iglesia Evangélica Luterana de Alemania: “La esperanza cristiana se dirige a un novum
ultimum, a la nueva creación de todas las cosas por el Dios de la resurrección
de Cristo. Abre con ello un amplísimo horizonte de futuro, que abarca también
la muerte, un horizonte en el cual puede y debe integrar también,
suscitándolas, relativizándolas y reorientándolas, las esperanzas limitadas
puestas en la renovación de la vida” (MOLTMANN,Jürgen. Teología de la
Esperanza. Ediciones Sígueme, Salamanca, página 42).
Veamos , para poner un
ejemplo primario, la historia de Israel, paradigma y referente de nuestro caminar
en la fe. Ellos vivieron siempre la tensión entre la promesa y el cumplimiento,
todo su caminar, su experiencia, su descubrimiento de Dios en la cotidianidad,
su organización social, sus plenitudes y sus fracasos, estuvieron orientados a
la realización de ese compromiso teologal, futuro siempre abierto, dador de
significado a todas las realizaciones de este pueblo, en lo que vieron anticipada la fidelidad definitiva
de Dios.
En esa historia del pueblo hebreo también podemos leer y cotejar la propia nuestra, conscientes de vivir siempre en el contraste entre los deseos de
plenitud, la pasión por la felicidad, la búsqueda apasionada de sentido y de trascendencia, y las contradicciones y
precariedades inherentes a nuestra condición: el mal en sus múltiples
evidencias, el dolor y el sufrimiento, la posibilidad de fracasar, la muerte.
Este es el núcleo
central de la cuestión, donde se hacen las preguntas fundamentales y donde se
juega el sentido de la existencia. Tal
es la lógica que inspira el Adviento, que trae consigo la invitación a
asumir con la mayor seriedad el presente
en perspectiva de futuro, integrando en ello nuestro pasado.
Para los creyentes, la historia siempre está abierta a algo
nuevo, y Dios es así el Señor de un futuro felizmente imprevisible, en el que
El mismo transforma el significado de muerte, de sufrimiento, de desencanto, en
la real posibilidad de la misericordia, de la existencia con sentido que apunta
a la plenitud, devolviendo al ser humano la expectativa gozosa de una historia
inagotable, asumida y trascendida por su
iniciativa amorosa : “Ojalá rasgases el cielo y bajases,
derritiendo los montes con tu presencia, como leña que el fuego quema, o hace
hervir el agua! Para mostrar a tus enemigos quien eres, para que se estremezcan
ante ti las naciones, cuando hagas maravillas que no esperábamos. Jamás oído
oyó ni ojo vió un Dios fuera de ti que hiciera tanto por el que espera en El”
(Isaías 64: 1 – 3).
Dejemos también sentado, por rigurosa fidelidad al Señor, a
nosotros mismos, a la historia, al futuro prometido, que esta esperanza no se
queda en un simple consuelo en el futuro, minimizando su impacto en la realidad
presente.
Esta consiste – nada
menos ! – en la pretensión de transformar históricamente las relaciones entre
los seres humanos, en superar las situaciones de injusticia y de exclusión, en
dar a la fe una implicación política, en incidir significativamente con la inspiración
del Evangelio en la configuración de la sociedad, como lo enseña el Concilio
Vaticano II en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno
(Gaudium et Spes) y como lo trajeron al contexto de nuestro continente la II y
III Asambleas Generales del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968) y
Puebla (1979), la primera , inaugurada por Pablo VI, la segunda, por Juan Pablo
II.
Quiere decir que a la historia se trae el influjo salvador y
liberador del Señor Jesucristo, demandando a cada bautizado una inserción
eficaz en la realidad con la semilla de la Buena Noticia: “El testimonio sobre Cristo se ha manifestado en
ustedes, por eso, mientras aguardan la manifestación de nuestro Señor
Jesucristo, no les falta ningún don espiritual. El los mantendrá firmes hasta
el final para que en el día de nuestro
Señor Jesucristo sean irreprochables” (1 Corintios 1: 6 – 8).
Tarea cristiana es cuestionar la sociedad desde la clave de
lo fundamental humano y evangélico, con advertencias como las que acaba de
hacer el Papa Francisco al parlamento europeo, en Estrasburgo, el pasado martes
25 de noviembre: “ Se constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y
económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica
auténtica. El ser humano corre el riesgo de ser reducido a mero engranaje de un
mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de
modo que – lamentablemente lo percibimos a menudo - , cuando la vida ya no
sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de
los enfermos, de los pacientes terminales, de los ancianos abandonados y sin
atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer”.
Conscientes de los fuertes cuestionamientos que se hicieron a
las diversas tradiciones religiosas, en especial al cristianismo, por parte de
aquellos maestros de la sospecha que fueron Nietzsche, Freud, Feuerbach, Marx
– profetas del Espíritu sin saberlo! – poniéndonos preguntas de fondo al
señalar la ahistoricidad de muchas expresiones religiosas, la incapacidad de
encarnación en las realidades humanas, todo ello bajo la designación de la
“religión opio del pueblo”, en la conocida expresión de Karl Marx, los cristianos estamos llamados a recuperar
este elemento original de la fe, la dimensión constitutiva de la esperanza, en
su doble y complementario sentido de futuro que se consuma gozosamente cuando
pasemos la frontera inevitable de la muerte junto con el compromiso histórico decidido, la
dotación de significado al compromiso con el bien común, con los derechos
humanos, con la dignificación de los pobres, con las causas de justicia, con la
superación del fundamentalismo consumista, con la construcción de una cultura
más sobria y austera, en la óptica de la comunión y de la participación.
El texto introductorio de este Adviento 2014, que nos propone
la Iglesia en el evangelio de hoy, es altamente exigente y comprometedor: “ Lo
que les digo a ustedes se lo digo a todos: estén atentos!” (Marcos 13:
37), invitación que Jesús nos hace a una
vigilancia creativa, encarnada, con la obvia implicación de una vida personal
que se renueva en Dios, honesta, responsable, comprometida, pulcra, bondadosa,
solidaria, traduciendo el impacto de esta a una sociedad en la que el humanismo
esencial inspira todos los elementos de su organización, de su institucionalidad, de sus prácticas habituales, de sus valores determinantes, de sus imaginarios y sus convicciones, de su
manera de relacionarse unos y otros, de las alternativas reales y eficientes de
sentido y felicidad, de los desarrollos de la cultura, de los modelos
educativos, de la construcción del conocimiento, de una economía de resuelta
tendencia humanizante.
Esta vigilancia y
atención que Jesús plantea, como precedente al advenimiento de la plenitud del
Padre en El, no es - de ninguna manera!
– un requerimiento para la angustia enfermiza ni para el desprecio de las
realidades del mundo, tampoco para desconectarnos de este apremio de
construcción de la historia, como lo han pretendido algunas interpretaciones
reduccionistas e incompletas de la fe, el “estén atentos porque no saben cuándo va a
llegar el dueño de casa” (Marcos 13: 35), es al mismo tiempo histórico
y trascendente, existencial y escatológico, presente y futuro articulados en
bienaventurada combinación.
La referencia de Jesús en este texto: “será como un hombre que se va de
su casa y se la encarga a sus servidores, distribuye las tareas, y al portero
le encarga que vigile” (Marcos 13: 34),
tiene una clara connotación de responsabilidad para cada ser humano,
porque al no estar presente ese amo es
tarea de nosotros mantener vigentes sus iniciativas saludables, su proyecto de
sentido, su deseo de abundancia para todos, la permanencia de su intención de
mantener al ser humano en la perspectiva de la libertad y de la plenitud,
iniciadas aquí en la historia y llamadas a la consumación en la bienaventuranza
definitiva.
El buen Dios nos
encomendó la historia, El se hace cargo de la trascendencia!