Lecturas
1.
Isaías
8: 23 a 9:3
2.
Salmo
26: 1-4 y 13-14
3.
1
Corintios 1: 10-13 y 17
4.
Mateo
4: 12-17
El gran asunto que mueve a la
humanidad es el del sentido de la vida, esto mismo subyace en el origen
del dinamismo de la religión y de la espiritualidad. No es esta una realidad
sólo para especialistas académicos que, especialmente a través de la filosofía
y de la teología, hacen el esfuerzo de formular respuestas adecuadas a este
interrogante fundamental.
Es patrimonio de cada
ser humano, de su búsqueda del significado definitivo de la existencia, de su
deseo de superar la contradicción contenida en la muerte y en el sufrimiento,
de salir adelante a los múltiples fracasos posibles, en la intención de
desvelar el misterio del mal, en la pasión por dar a la vida de cada persona un
contenido de trascendencia.
Aquí entra en juego la dimensión fundante de la esperanza. El
estudio atento de las religiones abre una puerta muy importante para captar cómo
los seres humanos han intentado respuestas
definitivas a aquello que
llamamos la dimensión última.
Las ciencias humanas y
sociales han realizado estudios
profundos para determinar las motivaciones y manifestaciones de lo religioso,
con su correspondiente inserción en la cultura, intentando interpretaciones de
diversa índole, unas concluyendo que la pretendida realidad de Dios y sus
mediaciones religiosas no son nada más que fantasías y ficciones, proyecciones
de seres humanos incapaces de darse sentido por sí mismos, y otras destacando
la validez y definitividad salvadora y liberadora de estas opciones.
Como sea, estamos ante algo clave para configurar el destino
de los humanos. Propongamos de entrada, un juicioso control de calidad a las
religiones, para purificarlas de sus permanentes tentaciones de
fundamentalismo, de arrogancia moral y doctrinal, de exclusión y condenación de
otras búsquedas de lo verdadero y bueno, de su rechazo de la mundanidad
histórica, justamente en la perspectiva de acceder a un encuentro saludable con
la trascendencia decisiva y plena que muchos hombres y mujeres buscamos con
interés y con pasión.
Cuál es el modo propio del cristianismo en este orden de
cosas? De qué manera la fe en Jesucristo se constituye en un aporte válido,
notable, a esta construcción del sentido total? Es una cuestión prioritaria en
términos del valor de la opción creyente, de los contenidos de la fe, de la
traducción de los mismos a la cotidianidad, de su huella en el conjunto general
de la historia, de su capacidad de responder con honestidad al sincero afán de trascender las fronteras
de la mortalidad y de la irrelevancia.
El evangelista Mateo, en el texto de este domingo, trae una
esperanzadora referencia del profeta Isaías, diciendo que: “ Al oír Jesús que Juan había
sido encarcelado, regresó a Galilea. Dejó Nazareth y se fue a vivir a
Cafarnaúm, junto al lago, en la frontera entre Zabulón y Neftalí; para que se
cumpliera lo anunciado por el profeta Isaías: tierra de Zabulón, tierra de
Neftalí , camino del mar al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El
pueblo que habitaba en tinieblas vió una gran luz; a los que habitaban en una
región de sombra de muerte, una gran luz les brilló” (Mateo 4: 12-16).
Qué es lo específico de esta luminosidad? Tengamos presentes
los muchos sufrimientos de tantas personas contemporáneas de Jesús, sus
pobrezas y carencias, sus vacíos existenciales, sus desencantos, muchos de
ellos causados por la misma religión , intransigente, rigorista, pensada más
sobre el cumplimiento fanático de la ley que sobre el amor y la misericordia, y
pensemos que esto mismo ha aquejado y sigue aquejando a muchos en la humanidad.
Es tal el alcance y dramatismo de estos problemas , hasta el
punto de estremecer en sus raíces la condición humana, que merecen la atención
y dedicación más honesta, en el mejor sentido de esta expresión, y las consiguientes respuestas que
verdaderamente reconfiguren la existencia, dotándola de un sentido
esperanzador, liberador, suministrando a los creyentes la capacidad de afrontar
creativamente los grandes retos de la vida, sin falsas resignaciones,
sin conformismos alienantes, y disponiéndolos para el momento supremo de la
muerte y de la apertura a una eternidad definitiva.
Esa “gran luz” ciertamente proviene de
Dios, del que es totalmente otro, revelado en la experiencia histórica concreta
de Israel, en las contingencias de su devenir, inserto particularmente en los
dolores y en las crisis, redimiéndolas de su carácter trágico y abriéndolas a
un horizonte de salvación y de libertad sin límites, y manifestado como Palabra
decisoria, plena, en la historia del Señor Jesús, tal como lo testimonian los
integrantes de la Iglesia Apostólica, de las comunidades de fe que dan origen
al Nuevo Testamento.
Siempre cabe preguntarnos
- cuestión saludable por
excelencia - cómo acontecieron estas
realidades de salvación en los creyentes del cristianismo primitivo, porque
esta es la experiencia original de la fe cristiana, la que ha de inspirar todo
el caminar histórico de las comunidades que profesan a Jesucristo como Señor y
Salvador, el dador de sentido en nombre del Padre y del Espíritu, la “ luz
brillante” que nos rescata del vacío y de la tragedia.
Con Isaías afirmamos: “ Porque, como hiciste el día de Madián, has roto
el yugo que pesaba sobre ellos, la vara que castigaba sus espaldas, el látigo
del opresor que los hería” (Isaías 9: 3) , constatación testimonial de
que Dios sí valida las esperanzas humanas de dignidad, de recuperación del
sentido de trascendencia, de liberación y redención de toda muerte y de toda
injusticia.
Nos preocupa demasiado el que se utilice a Dios y a la
religión como recurso de engaño, de fanatismo sectario, de manipulación de los
textos fundantes para convertirlos en argumentos favorecedores de torpezas
doctrinales, de alienaciones y esclavitudes, como desafortunadamente se percibe
en muchas manifestaciones religiosas. Este retorno de lo religioso, a menudo
apabullante y masivo, tiene esa preocupante connotación! Esto impone una
vigilancia crítica a los predicadores “vedettes”, a sus abusos frente a las
comunidades, a su búsqueda enfermiza de reconocimiento y de poder.
De ahí el reto del
permanente control de calidad, de una espiritualidad purificada de
contaminaciones, de una configuración saludable de la afectividad y de la
racionalidad de los sujetos creyentes, de una interpretación juiciosa de los
textos originales y originantes para acceder a sus con-textos y sus pre-textos,
de la encarnación comprometida en las realidades del ser humano, de la escucha
abierta de sus clamores: Implicación redentora en el mejor estilo del
Evangelio!
Qué nos dicen estas consideraciones? A qué nos mueven? Qué
cambios cualitativos suscitan en nuestra humanidad y en nuestra condición de
creyentes? Somos conscientes de la relevancia histórica y existencial de la fe
cristiana? El ser seguidores de Jesucristo nos hace más humanos – sinceramente
humanos ¡ - comprometidos con las grandes causas de sentido, de trascendencia,
de liberación, de todos nuestros congéneres?
La reflexión teológica y los movimientos pastorales que
ayudaron a preparar el Concilio Vaticano II estuvieron marcados por este
interés, por un diálogo abierto con las problemáticas humanas más acuciantes,
el drama de la guerra, la pobreza y exclusión en que viven tantos hombres y
mujeres, el absurdo y el sentimiento trágico de la vida, los interrogantes
formulados por las interpretaciones que hacen el psicoanálisis, la filosofía,
las ciencias humanas y sociales, la insuficiencia de las respuestas políticas e
institucionales.
Uno de los grandes textos de este Concilio – la
Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno GAUDIUM ET SPES –
hace un diagnóstico atento de estos aspectos de la vida de los seres humanos y
traza unas directrices teológicas y pastorales para una plena sintonía con el
ser humano: “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de
nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los afligidos, son también gozo y
esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada
verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón” (Concilio
Vaticano II. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno, No. 1)
.
Ser relevantes en términos de capacidad de responder a estas
demandas legítimas y válidas, con la misma relevancia salvífico-liberadora del
Señor Jesús, es lo que compete a la Iglesia, para que sea fiel a las
intenciones del Padre Dios, pasar de la excesiva institucionalidad y
verticalidad a su condición de servidora de todos los humanos con lo que le es
propio: anunciar la Buena Noticia de salvación y dar razones definitivas para
la esperanza!
Caminar hombro a hombro con la humanidad, sentir como propios
sus vacíos y dolores, gozar con sus plenitudes y felicidades, y esmerarse
siempre en ser transparencia de Jesucristo, inclinada misericordiosamente hacia
todos – sin excepciones ! - , encarnada, implicada, inculturada, siempre
saliendo de sí misma, es imperativo evangélico para la Iglesia. Al ser así,
ella – nosotros, nos situamos en la autenticidad que estamos invocando para
responder con seriedad a la pregunta de los humanos por el sentido último de la
existencia.
Una característica del ministerio evangelizador – constatada
por Pablo – le hace decir que: “Porque Cristo no me ha enviado a bautizar
sino a evangelizar, y esto sin sabios discursos, para que no pierda eficacia la
cruz de Cristo” (1 Corintios 1: 17), advirtiendo con ello que lo que
verdaderamente salva es el mismo trabajo del Dios que en El, en el Señor Jesús,
se ha revelado como comunión plena, incondicionalmente comprometida, con el
destino del género humano.
La cruz de Jesucristo, su eficacia salvadora, no es un
acontecimiento espectacular de poder, ni siquiera una gran evidencia religiosa,
es el testimonio máximo del amor de Dios, el gran referente de su credibilidad,
su apuesta amorosa, ilimitada, incluyente, solidaria, por la pasión de cada ser humano persiguiendo
siempre el sentido absoluto de su
existencia.
Antonio José Sarmiento Nova,SJ -
Alejandro Romero Sarmiento