Lecturas
1. Hechos 8: 5 – 17
2. Salmo 66: 1 – 20
3. 1 Pedro 3: 15 – 18
4. Juan 14: 15 – 21
Es inherente al cristianismo y a su ministerio evangelizador el ser testigo de
una esperanza de vida definitiva a partir de lo que Dios ha realizado en
Jesucristo, sin considerar si las condiciones de acogida del mensaje son
favorables o desfavorables: “ Den gloria a Cristo, el Señor, y estén
siempre dispuestos a dar razón de su esperanza a todo el que les pida
explicaciones” (1 Pedro 3: 15).
La condición testimonial es,
entonces, un requisito “sine qua non” para la existencia de
los seguidores de Jesús, es la propia vida hecha relato de Dios, coherente,
fiel, transparente, configurada con el Evangelio, la que transmite con mayor
eficacia esto que llamamos la Buena Noticia.
Como en los tiempos del cristianismo
primitivo, o en otros dentro de este desarrollo histórico de nuestra fe,
encontramos situaciones adversas, contradictorias, francamente difíciles, y
otras abiertas, dispuestas, acogedoras de este don.
A los apóstoles y a los primeros
discípulos les llegaron experiencias de los dos tipos. Hechos de los Apóstoles,
texto que nos acompaña durante todo este tiempo de Pascua, es el mejor
testimonio de sus logros o de sus
fracasos.
Predicación vigorosa de la fe, proclamación
valiente de la realidad de Jesucristo muerto y resucitado, entusiasmo y
bautismo de muchos al escuchar el anuncio, fundación de nuevas comunidades,
señales de vida y esperanza realizadas por los apóstoles, el indudable coraje
pascual de estos, su heroísmo para afrontar la adversidad, la vida fraterna y
solidaria de estos creyentes, el ánimo apostólico y misionero, disposición de recibirlos a todos , de
practicar un talante de inclusión que desconocía las crudas clasificaciones
sociales y religiosas, todo esto como consecuencia cierta y contundente del
Espíritu del Resucitado actuando centralmente en todos ellos.
Pero también enfrentamiento con el
fundamentalismo judío que no se resignaba a ver cómo muchos de los suyos
migraban hacia la nueva fe, desprovista del rigorismo ritual y legal y afincada
en el Crucificado ahora convicto y confeso de VIDA plena en Dios, debate sobre
si se trataba de una reforma del judaísmo o de una novedad sustancial que
rompía con el antiguo orden, persecución por parte de las autoridades políticas
y religiosas, cárcel, vituperio de poblaciones enteras, incomprensión de las
“sabidurías” vigentes en la época: la religiosa de los judíos con su arraigo en
la ley mosaica, la racional de los griegos que descansaba sobre el primado de
la razón, la política de los romanos basada en el poderío militar y colonial:
cómo chocaba esto con la esperanza que un grupo de hombres y mujeres habían
depositado en un crucificado, un derrotado a los ojos de estas mentalidades?
Toda la 1 carta de Pedro, que nos
acompaña como segunda lectura en estos domingos pascuales, es una invitación al
ánimo, a la plena confianza en el Señor, al cambio cualitativo de vida que esto
implica, a la certeza de que El es el fundamento de este proyecto, a la
conciencia de que la suya no ha sido una
muerte inútil: “También Cristo murió una sola vez por los pecados, el inocente por los
culpables, para conducirlos a Dios. En cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue
devuelto a la vida por el Espíritu…..” (1 Pedro 3: 18).
Cómo dar vigencia a esta convicción
en los contextos y situaciones en los que tenemos éxito como evangelizadores,
cuando la Iglesia es acogida y tenida en cuenta, socialmente reconocida, o
también en aquellos en los que se desprecia el mensaje, se ignora, no se
considera válido y relevante, o se le persigue y maltrata?
En determinado momento el cristianismo
se expandió vigorosa y rápidamente, especialmente cuando el emperador Constantino
se convirtió a la fe, y en el Edicto de Milán (año 313 d.c.) declaró públicamente el fin de toda
persecución contra los cristianos , y decidió privilegios que “canonizaban” a
la iglesia para que ingresara con legitimidad en todos los escenarios del
imperio romano, todo esto después de los dramáticos tres primeros siglos de humillaciones y escarnios, de
persecuciones y mártires, de sociedades enteras que nos los entendían ni los
admitían.
Cómo establecer la coherencia entre
el doloroso misterio del Señor crucificado, condenado como hereje, blasfemo,
contrario a la religión de Israel, la fidelidad post pascual de sus discípulos,
su aguerrido estilo apostólico, el martirio de muchos de ellos, con este
triunfo de entrar por la puerta grande del imperio?
Qué pensamos y sentimos cuando hay
contextos – como muchos aún en América Latina – donde la labor de la Iglesia es
de buen recibo y tiene el respaldo de muchos, incluso desde el punto de vista
legal e institucional, en abierto contraste con otros en los que se la acusa y condena - con casos en los que dolorosamente hay
razones comprobadas para hacerlo - se la
desprecia, se le cierran las puertas, o simplemente se la ignora como en muchos
de los nuevos mundos poscristianos y neopaganos? Cómo ser fieles testigos de
Jesucristo en cualquiera de estas
circunstancias?
El cristianismo de los primeros
siglos – impopular y perseguido – no fue inferior a los retos de su Señor,
ellos y ellas vivieron fielmente, fueron
animosos , tuvieron creatividad apostólica,
no bajaron la guardia, ni tuvieron miedo de los poderes que los
enfrentaban, el drama de la cruz y la vitalidad pascual fueron en ellos
presencias y referentes constantes que los lanzaron a vivir entusiastas en
medio de la contradicción y a dar razón de su esperanza.
Después del siglo III vino el tiempo
de la legitimación y de la expansión, realidad a la que historiadores y
estudiosos han dedicado extensas páginas. Se llama “constantinismo” al estilo
de poder eclesiástico y religioso que se desarrolló a partir de esto , al
establecimiento de privilegios para la Iglesia y al desarrollo desmedido de lo
institucional por encima de lo profético y carismático, lo que no quiere decir
que en ese amplio proceso de tantos siglos no se hayan dado apasionantes
realidades de testimonio y veracidad evangélicos.
Lo que queremos proponer para
considerar, orar, discernir y vivir es el asunto fundamental de “dar
razón de nuestra esperanza” sin incurrir en la tentación de acomodarnos
en un universo sociocultural favorable al cristianismo y perder así el
dinamismo del Espíritu, o sin dejarnos intimidar por el desprecio, la persecución,
la humillación, el ataque o el no ser tenidos en cuenta por la mentalidad
facilista propia de la sociedad de consumo y de su seudoantropología “light”.
Como varios de los relatos que nos ha
traído el libro de Hechos de los Apóstoles, el que se plantea hoy es igualmente
motivador y capaz de suscitar grandes entusiasmos misionales: “Felipe
bajó a la ciudad de Samaría y estuvo allí predicando a Cristo. La gente
escuchaba con aprobación las palabras de Felipe y contemplaba los signos que
realizaba. Pues de muchos endemoniados salían los espíritus inmundos, gritando
con fuerza, y muchos paralíticos y cojos sanaron. Y hubo gran alegría en
aquella ciudad” (Hechos 8: 5 – 8).
Pues esto es lo que hay que hacer en
cualquier contexto en el que nos encontremos nosotros los que hacemos el
esfuerzo de seguir a Jesús, este es el imperativo evangelizador: dar y realizar
señales de vida y de sentido, inclinarnos con la misericordia del Padre y de
Jesús ante la debilidad del ser humano, sanar los corazones heridos por el
desamor y la violencia, ser trabajadores de la reconciliación, superar sectas y
partidismos, vivir pascualmente, hacer de la comunidad cristiana un sacramento
de inclusión y encuentro, de fraternidad y comunión, no dejar que entren el mal
espíritu del individualismo y de la competencia indeseables, animar a los que
están abatidos, y en todo significar que somos hombres y mujeres que hemos
descubiertos que la plenitud de la humanidad está en Jesucristo.
No nos instalemos en la zona de
confort del régimen de cristiandad, ni nos volvamos nostálgicos de esos tiempos
en los que todo lo cristiano era aplaudido y fomentado, ni nos dejemos
contaminar por una ideología de visos religiosos pero sin contenido evangélico,
ni invoquemos privilegios y prebendas, ni utilicemos nuestra condición creyente
para reclamar leyes a favor nuestro, dejemos que sea el Señor Jesús el que – a
tiempo y a destiempo – esté siempre en
el centro de nuestras convicciones, de nuestros ideales, de nuestra esperanza.
Miremos que Felipe con su coherencia
y buen estilo persuadió a tantos , incluso a
Simón, el mago, que andaba embaucando a los incautos: “Pero
cuando creyeron a Felipe, que les anunciaba la buena noticia del reino de Dios
y de Jesucristo, comenzaron a bautizarse hombres y mujeres. El mismo Simón
creyó, recibió el bautismo de Felipe, mirando impresionado los signos y los
grandes milagros que realizaba” (Hechos 8: 12 – 13).
Porque no podemos olvidar que en el
fundamento de todo este ser y quehacer está presente y actuante el mismo Jesús:
“No
los dejaré huérfanos; regresaré con ustedes. El mundo dejará de verme dentro de
poco; ustedes, en cambio, seguirán viéndome, porque yo vivo y ustedes también
vivirán. Cuando llegue aquel día reconocerán que yo estoy en mi Padre, ustedes
en mí y yo en ustedes” (Juan 14: 18 – 20).
Esta es la misma convicción que inspiró a los
mártires de los primeros siglos de la historia cristiana, lo que los llevó a no
arrodillarse ante el emperador y a
rechazar los antivalores de ese universo de poder y privilegios; lo que
hizo que el joven Aurelio Agustín dejara atrás su biografía de vanidades y
dualismos para ser el gran pastor y pensador de la fe; lo que – en el camino de
Damasco – derribó a Saulo del caballo del fariseísmo y lo transformó en el gran apóstol
del mundo pagano; lo que quebró a Pedro, el negador , para tornarlo en
la piedra sobre la que se estructuró la iglesia naciente.
Este Jesús fue el que hizo a
Francisco de Asís dejar su cuna llena de facilidades y riquezas, y su
espíritu enfermizo de “niño bien” para casarse con la hermana pobreza, rescatar
la vida fraterna y el amor a la naturaleza, poniendo una pica en Flandes en la
iglesia poderosa y señorial de aquellos tiempos de esplendor medieval, mas no
evangélico. El mismo que bajó los humos al vanidoso Ignacio en esa batalla
de Pamplona de mayo de 1521, cuando una grave herida en una de sus piernas lo
puso en el límite de la muerte, luego de este rotundo fracaso de allí surgió un hombre grande para la vida
del Espíritu.
Cómo replantearnos en términos de
esperanza lo original cristiano? Cómo no sucumbir a los privilegios de la
cristiandad, a la inmensa tristeza que nos causan nuestras pecaminosidades y
las de muchos en la iglesia, a la permanencia inaceptable de estilos que no van
con el de Jesús?
Cómo ser profetas y creadores en esta
cultura neoliberal tan displicente, consumista, ligera, oportunista, con su
grave ausencia de interioridad? Cómo recordarle al mundo el drama de la
humanidad que se consume en la pobreza y en la falta de oportunidades, o en el
vacío de sus riquezas y de sus egoístas comodidades? Cómo decirle a los
poderosos que el bien común, la felicidad de todos los humanos, la profundidad
del ser, son más importantes y decisivos que los intereses del poder y del
capital? Cómo ser testigos de esa dimensión de trascendencia que supera y
derriba las fragilidades del ser humano?
Alejandro Romero Sarmiento -
Antonio José Sarmiento Nova,SJ