Lecturas
1.
Hechos
12: 1 – 11
2.
Salmo
33: 2 – 9
3.
2
Timoteo 4: 6 – 8 y 17 -18
4.
Mateo
16: 13 – 19
En el comienzo mismo de la historia cristiana encontramos
estas dos recias personalidades, a quienes podemos llamar fundadores de la
Iglesia, fundamentados ellos mismos en el Señor, en quien la Iglesia está
fundada.
El uno y el otro son vigorosos discípulos del Señor. Pedro,
decidido, intenso, pero también frágil y temeroso: “En ese momento cantó un gallo y
Pedro recordó lo que había dicho Jesús: antes de que cante el gallo, me habrás
negado tres veces. Y saliendo afuera, lloró amargamente” (Mateo 26: 74
– 75).
Pablo, por su parte,
afirma: “Por último se me apareció a mí, que soy como un aborto. Porque yo soy
el último entre los apóstoles y no merezco el título de apóstol, porque
perseguí a la Iglesia de Dios “ (Hechos 15: 8 – 9).
De sus grandes fragilidades, Dios hace surgir dos inmensas personalidades
apostólicas, en las que se cimenta el cristianismo primitivo. Pedro falló en el
momento crucial de la pasión de Jesús, negándolo; Pablo fue obstinado y
fundamentalista fariseo, acérrimo perseguidor de los discípulos de Jesús.
En estas humanidades
surge un nuevo ser que hace de ellos los testigos primigenios del Evangelio: “El
Señor, sí , me asistió, y me dio fuerzas para que por mi medio se llevase a
cabo la proclamación, de modo que la oyera todo el mundo; así, el Señor me
arrancó de la boca del león” (2 Timoteo 4: 17).
El cristianismo no nace en un medio privilegiado y poderoso,
sino en la contradicción de la cruz, en la pobreza real de Jesús, en su
cercanía a los excluídos, en su confrontación a los poderes judío y romano, en
la difamación de su nombre, en la injusticia de la cruz, en la cruda y dolorosa
soledad de su muerte, y en la fascinación que por El sintieron un grupo de
hombres y mujeres pobres, marginales, sin ninguna importancia religiosa o
social en la Palestina de aquellos años de ocupación romana.
Estas comunidades sienten en un primer momento lo que ellos
consideran derrota y fracaso: “Ellos se detuvieron con rostro afligido, y
uno de ellos, Cleofás, le dijo: eres tú el único forastero en Jerusalén que
desconoce lo que ha sucedido allí estos días? Jesús preguntó: qué cosa? Le
contestaron: lo de Jesús de Nazaret, que era un profeta poderoso en obras y
palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Los sumos sacerdotes y nuestros jefes
lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros
esperábamos que él fuera el liberador de Israel, pero ya hace tres días que
sucedió todo esto” (Lucas 24: 17 – 21).
Esto es como si hoy dijéramos: una vez más los malos han
ganado la partida. Entonces, cómo podemos determinar la calidad de lo
acontecido en estas gentes deshechas que – de pronto – empiezan a experimentar
que el crucificado está vivo, ahora con una presencia distinta, novedosa,
resucitada, haciendo de ellos nuevas , valientes y testimoniales personas? Esta
es la experiencia pascual, en la que Pedro y Pablo tienen el liderazgo clave
para constituír la comunidad apostólica de los discípulos y seguidores de
Jesús.
A Pedro dice un día Jesús, luego de la pregunta por su identidad
y de la respuesta esclarecedora de este: “Pues yo te digo que tú eres Pedro y sobre
esta piedra construiré mi Iglesia, y el imperio de la muerte no la vencerá”
(Mateo 16: 18). Y Pablo testimonia: “En cuanto a mí, ha llegado la hora del
sacrificio y el momento de mi partida es inminente. He peleado el buen combate,
he terminado la carrera, he mantenido la fe. Sólo me espera la corona de la
justicia, que el Señor como justo juez me entregará aquel día” (2
Timoteo 4: 6 – 7).
Tesalónica, Efeso, Jerusalén, Colosas, Corinto, Galacia,
Roma, judíos y paganos convertidos a la nueva fe, el cuidado y la dedicación
pastoral de ambos, la claridad de la doctrina, las recomendaciones para el buen
vivir evangélico, las advertencias críticas, la capacidad para afrontar
persecuciones y momentos dramáticos, la confrontación ante las autoridades judías
y romanas, las incomprensiones de algunos de sus discípulos, la intensidad y la
pasión con la que asumieron el anuncio de la Buena Noticia, la entrega total de
su ser a esta causa, son el relato clarísimo de la radicalidad evangélica de
estos dos configuradores del cristianismo naciente.
El ministerio de Pedro y de Pablo es referente para todo
ministerio en la Iglesia, no entendido como poder y ascenso en el escalafón
jerárquico, sino como lo que le es inherente: servicio apostólico, a tiempo y a
destiempo, poniendo como garantía la disposición para la entrega de la propia
vida, sin límites, sin reticencias.
Cómo no recordar, al lado de estos pastores principales, a
hombres como Ambrosio de Milán, obispo de palabra recia y doctrina luminosa;
al santo y humilde varón llamado Helder Pessoa Cámara, Obispo de
Olinda-Recife, en los muy duros años de las dictaduras militares en Brasil; a
nuestro inmenso Oscar Romero, de Salvador, voz de los sin voz, mártir en su
propio altar eucarístico; a Leonidas Proaño de Riobamba
(Ecuador), padre de los indígenas; al discreto y humano Pablo VI, Papa Montini,
olvidado e incomprendido; al evangélico Juan XXIII, profeta del Vaticano II;
al también mártir Aloysius Stepinac, de Zagreb (Croacia), sometido al silencio
por el régimen comunista?
Y con ellos y como ellos, tantos otros que – mirando siempre
al Señor Jesús y a los protoapóstoles Pedro y Pablo – asumen el ministerio como
servicio, deponiendo intereses personales y carreras de privilegios, para
hacerse en todo como El, en quien depositan la plena garantía de sus vidas.
En estos tiempos en los que el ministerio es vapuleado por
unos y por otros, por la pedofilia y el silencio ante ella, por los escándalos
financieros, por los estilos poco evangélicos, por la lejanía de la realidad,
por el predominio de lo formal sobre lo profético, se impone tomar el cayado
petrino y paulino para devolver al servicio sacerdotal y pastoral su brillo original, y con ello destacar a la
Iglesia como esta comunidad de hombres y mujeres que lo apuestan todo por esta
causa trascendente y definitiva.
Qué podremos decir cuando hoy se nos pregunte: “Quien
dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mateo 16: 13) Diremos que es
un hacedor de prodigios, un sabio metafísico o esotérico, un maestro del oriente,
un caudillo subversivo, un lejano icono religioso, o un ser profundamente
humano en quien la divinidad se insertó en la historia y en la condición humana
para redimirla de pecados e inconsistencias, y para abrirla definitivamente a
la plenitud de Dios?
Y podremos, entonces, responder como Pedro: “Tú
eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16: 16), uniéndonos así a
la Iglesia entera, a sus múltiples denominaciones y tendencias, todas
unificadas por el testimonio original de los dos apóstoles: “Tengan
los mismos sentimientos de Cristo Jesús, quien, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición
de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana
se humilló, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”
(Filipenses 2: 5 – 8).
De la mano de Pedro y Pablo iremos seguros en la nave
asistida por el Espíritu para depurar en la Iglesia todo lo que no es Jesús ni
Evangelio, para hacerla descender del pedestal en el que algunos la han querido
entronizar, para despojarla de accidentes históricos, descalzándola y
llevándola siempre por las calles de la vida, por los vericuetos de la
historia, en todas las culturas y sociedades.
Con ellos anunciaremos
con serena y humildad y coherente
testimonio que el destino final del ser humano no está en el consumo ni en el
poder, tampoco en el frenesí de una libertad absolutizada ni en el decadente
relativismo que pone en tela de juicio la plenitud de Dios y la dignidad humana,
ni en el pasotismo que lleva a vivir sin sentido de futuro, que en Jesús hay una propuesta que sigue
teniendo plena vigencia para que haya respeto al ser humano, eticidad
liberadora, comunidad incluyente, humanismo inspirador, que se concreta en un
modo de vida teologal y humano, que celebra una fe plena de contenidos, que los
comunica con gozo y nitidez, que se inclina misericordiosa ante la fragilidad
de las personas, que dialoga con todos, que nos abre con esperanza a la
paternidad – maternidad de Dios.
Francisco, Obispo de Roma, es hoy el sucesor de Pedro, ha
conmovido al mundo con su estilo cercano, genuinamente petrino y paulino, su
palabra, su cercanía, su intención de eliminar de la Iglesia prácticas
antievangélicas, su apertura al pluralismo y al ecumenismo, su sentido de los
pobres, su talante de diálogo interreligioso, son una esperanzadora
actualización del ministerio de los Apóstoles Pedro y Pablo, dejando atrás las
pompas paganas que en mala hora se infiltraron en la Iglesia.
El tiempo de Dios no es de poder sino de servicio, no es de
imposición sino de sentido y comunidad, no es de prohibición, sino de esperanza
y de vida , no de quien habla más fuerte o manda más, sino de quien ama con
mayor pasión y de quien tiene , en definitiva, la fuerza para hacer vigente
aquello de que “Nadie tiene amor más grande que el que es capaz de dar la vida por las
personas que ama” (Juan 15: 13).
Y esto, tal como el Señor Jesús, tal como Pedro y Pablo!
Alejandro Romero Sarmiento
- Antonio José Sarmiento Nova,SJ