Lecturas
1.
Exodo 22: 20 – 26
2.
Salmo 17: 2-4; 47 y 51
3.
1 Tesalonicenses 1: 5 – 10
4.
Mateo 22: 34 – 40
Definitivamente es clarísimo que en la revelación
cristiana la fe en Dios y el acatamiento a El
, siguiendo el proyecto de vida que nos propone como camino de
plenitud, tiene una relación directa y
de mutua implicación con el reconocimiento del prójimo frágil, disminuido en su
dignidad, lo mismo que con el ejercicio constante y creciente de la solidaridad
hacia este, buscando siempre su reivindicación y promoción. Ya lo decíamos el
domingo anterior, dar a Dios lo que es de Dios conlleva dar al prójimo lo que
es del prójimo.
A esto nos remite el texto de Exodo 22: 20 – 26 que se
nos propone hoy como primera lectura, escrito que hace parte de una serie de mandatos en
modo imperativo, en los que son esenciales los que están referidos al amor y la
misericordia debidos al prójimo: “ No oprimiràs ni maltrataràs al emigrante, porque también ustedes fueron
emigrantes en Egipto. No explotaràs a viudas ni a huérfanos, porque si los
explotas, y ellos claman a mì, yo los escucharè” (Exodo 22: 20 – 22).
Los israelitas comprenden y asumen que el Dios que determina esta ética de la projimidad y
del servicio se revela asì: “Si el pobre y el desvalido claman a mì, yo
los escucharè, porque yo soy compasivo” (Exodo 22: 26). No es esta una expresión ocasional o piadosa sino la definición màs cabal y elocuente de la personalidad de Yavè Dios,
en la que sentir como propios los dolores y sufrimientos de los humanos es el
aspecto que nos expresa mejor su ser y
su dedicación prioritaria a la
humanidad.
Digamos que la razón de ser de Dios somos los seres
humanos, a El sòlo le interesan nuestra plenitud y realización, por eso todo su
proyecto y pedagogìa están orientados a garantizar que, en libertad, acojamos
su oferta de sentido superando los afectos desordenados, las esclavitudes,
idolatrìas, todo lo que frustra en nosotros ese plan de salvación y de
liberación.
La misericordia y la compasión teologales, en cuanto
lenguaje de su total solidaridad con todos los humanos, son la clave de
comprensión de sus intenciones salvíficas, siempre referidas a nosotros.
Estas consideraciones nos llevan a pensar cuàntas
veces se ha deformado a Dios con proyecciones de nuestro egoísmo, presentándolo
como inaccesible, demasiado sacral y solemne, iracundo y vengativo, hasta el
punto de generar una religiosidad temerosa y sumisa, frecuentemente confrontada
con severidad por los críticos que
estudian el fenómeno religioso, detectando si allì el ser humano es libre y
digno o alienado y desposeído de su autonomía.
Por eso cabe preguntarnos si Dios, y la experiencia
espiritual y religiosa que vivimos como vinculación con El, posibilita nuestra
felicidad y nuestra libertad y nos remite al compromiso con nuestros hermanos
como consecuencia lógica de esta disposición, o si, penosamente, nos hace inseguros,
preocupados por cumplir milimétricamente normas de desmedida rigidez, ocupados
màs de las formas exteriores que del crecimiento feliz de nuestra interioridad,
desentendidos de la realidad y de la historia cotidiana, de sus dramas y
conflictos, como suelen presentarse muchos grupos y personas que se dicen
observantes de estos o aquellos caminos religiosos.
Preocupa seriamente que después de tantos esfuerzos de
renovación en la acción pastoral, en la reflexión teológica, en la
espiritualidad, se sigan dando modelos de relación con Dios descontextualizados
de la realidad, de los grandes interrogantes de la humanidad, de las
problemáticas que aquejan a millones de personas en el mundo, haciéndose eco de
un fundamentalismo que desconoce al mismo ser humano y a su realidad.
Estas son las religiosidades verticales sin referencia
existencial y con una débil o nula ética de la fraternidad y de la
misericordia.
Pero, gracias a Dios y a la acción liberadora del
Espìritu, Jesùs siempre nos conecta con los elementos que definen su misión, a
eso nos remite el texto de Mateo, propuesto en este domingo: “ Al
enterarse los fariseos de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron
alrededor de èl y uno de ellos le
preguntò maliciosamente: Maestro, cuàl es el precepto màs importante de la ley?
Le respondió: Amaràs al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y
con toda tu mente. Este es el precepto màs importante, pero el segundo es
equivalente: Amaràs al prójimo como a tì mismo. De estos dos mandamientos
dependen la ley y los profetas” (Mateo 22: 34 – 40).
En esta sencillísima formulación està contenida la enseñanza
fundamental de Jesùs: este doble y complementario amor es el indispensable
principio unificador que elimina toda fractura y dispersión , criterio básico
de discernimiento.
Si no hay amor
efectivo al prójimo, toda proclamación de amor a Dios es falsa, no tiene
fundamento en la realidad , no se arraiga en la historia. Al colocar estos dos
mandamientos como eje de toda la Escritura, Jesùs pone en primer lugar la
actitud filial con respecto a Dios y la solidaridad interhumana como las claves
de la genuina religiosidad.
Asì lo vemos expresado por Juan: “ Quien
dice que està en la luz mientras odia a su hermano , sigue en tinieblas. Quien
ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Quien odia a su hermano
està en tinieblas, camina en tinieblas y no sabe adònde va, porque la oscuridad
le ciega los ojos” (1 Juan 1: 9 – 11).
Tambièn el apóstol Santiago participa de esta
convicción: “Una religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste en
cuidar de huérfanos y viudas en su necesidad y conservarse incontaminado del
mundo” (Santiago 1: 27). El culto genuino a Dios, el “adorar
al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4: 23), adquiere una forma
concreta en la conducta honesta y en la opción preferencial por los pobres y
últimos de la sociedad.
Los elementos
aquí propuestos son componentes esenciales de la oferta cristiana, podemos
decir que suena a redundancia afirmarlos. En toda catequesis, en toda
formulación de la teología, en las realizaciones del ministerio eclesial,
siempre salen a relucir. Con esta insistencia podría pensarse que todos los
cristianos los tenemos integrados en nuestro modo de proceder; sin embargo, son
tales las injusticias de la sociedad, las inequidades, los maltratos a tanta
gente, las vejaciones y ofensas a los humildes, y esto en sociedades que se
dicen evangelizadas, que se hace imperativo volver constantemente por esta mutua
implicación del amor al Padre Dios y a los hermanos que reclaman dignidad.
Cuando en el mundo cristiano reconocemos a algunos y
algunas de los nuestros como destacados seguidores de Jesùs estamos
explicitando en ellos la excepcional coherencia de su testimonio como hombres y
mujeres amantes de Dios y de los hermanos, cultores de la solidaridad,
comprometidos con la justicia y con la dignidad humana, volcados
misericordiosamente a sus necesidades, en el mejor estilo de identificación con
el proyecto original de Jesùs.
Creyentes como Martin Luther King, Madre Teresa de
Calcuta, Monseñor Romero, San Alberto Hurtado, Dorothy Day, Dom Helder Càmara,
Francisco de Asìs, Pedro Claver, son excepcionales en su vivencia del Evangelio
justamente porque han combinado en equilibrio cristocèntrico la honda
experiencia de ser hijos de Dios en Jesùs con el compromiso incondicional de
servicio a los màs pobres, con la denuncia profética de las injusticias que los
hacen víctimas y con la promoción de su humanidad.
Asì mismo, pensamos en tantos cristianos anónimos,
hombres y mujeres de buena voluntad, que se dedican infatigablemente a este
ejercicio de la projimidad sin buscar recompensas ni reconocimientos sociales.
Es la silenciosa satisfacción de vivir en los caminos de Dios amando a sus
hijos e inclinándose amorosamente ante ellos para bendecirlos restaurando su
dignidad ofendida .
La malicia de la pregunta de los fariseos a Jesùs,
buscándole alguna fisura con respecto a su observancia de la ley, encuentra
aquí la mejor definición para un estilo de vida que trasciende esas minucias
jurídicas y rituales y las supera en el ejercicio de la filiación y de la
fraternidad.
El carácter absoluto de Dios no consiste en la demanda
tiránica de una exclusividad y de un sometimiento servil. Tal absolutez es para que seamos libres de todo
poder humillante, de toda degradación e inequidad, de toda violencia, de todo
ídolo que nos prive de nuestra dignidad.
Los hombres y las mujeres reflejamos el amor de Dios,
somos relatos de El, cuando vivimos con todas sus implicaciones lo filial y lo fraternal, tal como el Señor
Jesùs, plenamente divino, plenamente humano, Hijo de Dios y hermano de todos.
Cuando adoramos a Dios estamos dando el máximo
testimonio de libertad y de reconocimiento de la saludable relatividad de todas
las cosas, que tienen sentido cuando nos remiten al fin para el que hemos sido
creados.
Desde esta
experiencia podemos dar una mirada serena a todas las realidades, sin
encadenarnos a ellas, valiéndonos de las mismas en cuanto posibilidades de
vivir solidariamente, ubicándolas en su justo lugar de instrumentos para la
dignidad y para la fraternidad.
La economía, los desarrollos de la ciencia y de la
tecnología, los descubrimientos para mejorar la calidad de vida de las
personas, el ordenamiento jurídico e institucional, las iglesias y las
tradiciones religiosas, el amplio mundo del arte y de las humanidades, la
academia, el ejercicio de la política, tienen sentido en la medida en que
favorecen el valor de cada ser humano, y
lo hacen propiciando la vida fraterna y comunitaria, desde una pràctica de
solidaridad, con la conciencia de que los bienes de la vida, los de la
creación, son para ser compartidos por todos en igualdad de condiciones.