domingo, 28 de diciembre de 2014

C0MUNITAS MATUTINA 28 DE DICIEMBRE LA SAGRADA FAMILIA DE NAZARETH

Lecturas
1.      Eclesiástico 3: 3 – 7  y 14 – 17
2.      Salmo  127: 1 – 5
3.      Colosenses 3: 12 – 21
4.      Lucas 2: 22 – 40
En la “lógica” encarnatoria de Dios El asume todas las realidades humanas , las de plenitud y  felicidad ,  también las de dolor y sufrimiento, siempre con la intención de hacer de ellas lugares de su acontecer salvífico y liberador, fortaleciendo  e incrementando las  primeras y re-significando las segundas, para hacer de estas útimas ámbito de sentido, transformando lo trágico en experiencias de crecimiento y de esperanza.
Una de estas – privilegiada por cierto! – es la familia, a la que se consagra este  primer domingo posterior a la navidad.
 En la cultura de la sociedad hebrea, y con clara inspiración religiosa y teologal, la familia es escenario fundamental de  crecimiento humano y espiritual, como lo  expresa la primera lectura de este domingo: “El que honra a su padre alcanza el perdón de sus pecados, el que respeta a su madre  amontona tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; quien honra a su padre tendrá larga vida, quien obedece al Señor honra a su madre”(Eclesiastico 3: 3 – 6).
En una sociedad  que daba tanta importancia a la estructura familiar  es evidente que se requiriera respeto y veneración hacia los padres, quienes para ellos eran una  representación del señorío de Dios, también en ella  se reflejaba la estructura social dominante, desde donde se proyectaban a la interacción con la gran comunidad en sus diferentes papeles y compromisos.
Se trataba de una cultura patriarcal, en la que la figura del varón padre de familia era dominante, el primero en el orden piramidal, y ,en consecuencia, la  esposa y los hijos totalmente sometidos a sus determinaciones.
Este tipo de orden familiar es el que hay que replantear, según Jesús de Nazareth, si se quiere ser verdadero discípulo suyo: “Si alguien viene a mí y no me ama más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. Quien no carga con su cruz  y me sigue no puede ser mi discípulo” (Lucas 14: 26 – 27).
No se trata aquí de  desprecio hacia la familia por parte de Jesús ni de la invitación a un voluntarismo ascético, en esa perspectiva de sacrificio superyoico que tanto dominó cierto tipo de práctica cristiana,  sino  de la saludable capacidad para relativizar con  libertad ese ámbito original del ser humano  para que el discípulo se pueda dedicar  al reino de Dios y su justicia, a construír un modelo distinto de sociedad, fraterna, solidaria, incluyente, donde cualquier estructura –incluída la familia – esté al servicio de esta novedad cualitativa, querida por el mismo Dios, como parte esencial de su proyecto de plenitud para la humanidad.
El ser humano responsable y adulto, que surge de una familia armónica y bien configurada, es autónomo, apto para tomar decisiones constructivas, fundamentadas en valores éticos y en el sentido de la trascendencia, humanista, debidamente configurado con sus referentes masculino paterno y femenino  materno, en cuanto dimensiones  integrales y complementarias de su humanidad.
Contribuír a esta cabal integración de matrimonios y familias es parte  esencial  del ministerio apostólico de de Pablo, expresión inequívoca de la nueva manera de vivir en Jesucristo: “porque ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras para revestirse del hombre nuevo, que por el conocimiento se va renovando a imagen de su creador” (Colosenses 3: 9 – 10).
En este contexto les hace unas recomendaciones existenciales y pastorales ordenadas al buen vivir, todas ellas de sentido común, y ahora asumidas por la vida según el Espíritu, genuina  sacramentalidad en quienes se acogen al beneficio de vivir según el estilo de Jesús: “Por tanto, como elegidos de Dios, consagrados y amados, revístanse de sentimi entos  de profunda compasión, de amabilidad, de humildad,  de mansedumbre, de paciencia; sopórtense mutuamente, perdónense si alguien tiene  queja de otro, ; el Señor los ha perdonado, hagan ustedes lo mismo. Y por encima de todo el amor, que es el broche de la perfección” (Colosenses 3: 12 -14).
Un comportamiento auténticamente cristiano es el resultado de una transformación interior  que determina al creyente en sus dimensiones individuales y sociales ,lo  que San Pablo llama el despojarse de lo viejo, que es el talante egocéntrico, competitivo, autosuficiente, arrogante, para acceder al estilo evangélico y  humano de comunión y participación, de diálogo y respeto, de tolerancia y recíproco acatamiento, de fidelidad y reconocimiento,  de espiritualidad y confianza en Dios, nueva vida en Cristo que favorece en las mejores condiciones el  surgimiento de óptimos seres humanos.
No nos podemos reducir al lugar común de afirmar que la familia es célula de la sociedad  y , en el caso cristiano y de las tradiciones religiosas, también núcleo de la fe y de la formación espiritual.  La existencia cotidiana, las buenas prácticas famiiares,  las ciencias sociales y humanas, las comunidades sanas  e integradoras, la vitalidad de las iglesias fraternas y acogedoras, son el mejor sustento para estas afirmaciones.
Esto nos lleva a ratificar  en COMUNITAS  MATUTINA nuestra profunda estima por la realidad familiar, formulada en el ideal paulino,  definitiva para la comprensión cristiana de la existencia.
No está de más advertir críticamente sobre los factores  que afectan negativamente la dinámica familiar: la dificultad en ciertos ambientes postmodernos para vivir compromisos de largo alcance, la sociedad del consumo y del espectáculo, la ligereza de muchos ante la dignidad humana, los fanatismos religiosos y políticos, las sectas manipuladoras, los modelos distorsionados de ser humano que se ofrecen en los medios masivos de comunicación, la mentalidad “light”,  las precariedades  de muchos  ámbitos en materia de espíritu y de moralidad, también los graves problemas de tipo social y económico.
 Sobre todo esto conviene mantener una vigilancia desde la inteligencia critica y desde el más profundo respeto por el ser  humano, por su dignidad, por la vida.
 En cuanto seguidores de Jesús estamos llamados a favorecer en todo las mejores condiciones de formación, mantenimiento y protección de las familias, interés manifestado frecuentemente  en el  magisterio de los papas y de los obispos, como la exhortación apostólica de Juan Pablo II “Familiaris Consortio”, el capítulo familiar  de la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II,  los contenidos y orientaciones  del reciente sínodo de la familia convocado por el Papa Francisco, las innumerables realizaciones pastorales como los equipos de Nuestra Señora, el Encuentro Matrimonial, el Movimiento Familiar Cristiano, lo mismo que el juicioso trabajo de teólogos y teólogas, también pastoralistas y científicos sociales y educadores, todos ellos y ellas con el noble propósito de aportar a familias felices, dialogantes, integradas, como que ellas son garantía de una mejor humanidad.
José y María con su hijo Jesús constituyen  el más hermoso relato de Dios en clave familiar, en el que se viven con creces todas estas virtudes, en un ambiente de discreta austeridad, de trabajo, de oración y discernimiento, de amoroso cuidado de los padres por su hijo, de sólida religiosidad, de generosa irradiación a su comunidad, legítimo sacramento en el que el don de Dios se constituye en el relato prototípico de la familia creyente .
 Son ellos  tres seres humanos bienaventurados y perfectamente modelados por el amor del Dios Padre y Madre: “ Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, honrado y piadoso, que esperaba  la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo………Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley , Simeón lo tomó en brazos  y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar que tu servidor muera en paz porque mis ojos han visto a tu salvación , que has dispuesto ante todos los pueblos como luz para iluminar a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2: 25 y 27 – 32).
Con este testimonio el relato de Lucas proclama , más allá del cumplimiento religioso de José y de María, buenos creyentes judíos,  el decisivo significado de Jesús para el pueblo, en cuanto pleno salvador y liberador. Y es Siméon en quien se condensa esta convicción creyente, propia de las comunidades cristianas primitivas.

Jesús de Nazareth, en quien reconocemos la completa definición de Dios para dar sentido al ser humano, expresa con la mayor elocuencia el tipo de ser humano que El quiere hacer, asumiendo que el   medio familiar, así como lo hemos referido, es el ideal  para   este propósito.

domingo, 21 de diciembre de 2014

COMUNITAS MATUTINA 21 DE DICIEMBRE IV DOMINGO DE ADVIENTO



Lecturas
1.      2 Samuel 7: 1 – 5 y  8 – 16
2.      Salmo 88: 2 – 5 y 27 – 29
3.      Romanos 16: 25 – 27
4.      Lucas 1: 26 – 38
En este cuarto domingo de Adviento nos encontramos con el texto de Lucas que refiere el anuncio a María, por parte del ángel Gabriel, del nacimiento de Jesús. El evangelista se esfuerza aquí  por narrar un origen fuera de lo común pero su relato no se queda en el carácter atípico y extraordinario del acontecimiento, sino que  contextualiza en unas coordenadas históricas y espaciales definidas con una lógica a contracorriente de la mentalidad dominante en el universo religioso del judaísmo de ese tiempo.
  En los versículos previos  se determina que fue “en tiempo de Herodes, rey de Judea”(Lucas 1: 5), y que lo que está por venir sucedió “el sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret” (Lucas 1: 26).
Es clave destacar que esa realidad contextual de Nazaret es de marginalidad, de pobreza, lo exactamente contrario a la prepotencia de Jerusalén, es en la periferia donde Dios ha elegido el ámbito del misterio de la encarnación, en la realidad dolorosa de la exclusión, en la íntima cercanía con los condenados de la tierra, en el aspecto dramático de los seres humanos que sufren el desconocimiento de su dignidad.
Todo esto sucede en un espacio de humildad, de docilidad a Dios, de lejanía del vano honor del mundo, es el mismo Creador involucrado resueltamente en el mundo de los pobres!
También cabe destacar el estupor de la joven María, comprometida con José, varón pulcro y religioso, cuando experimenta el llamado de Dios, a través de su mensajero: “No temas, María, que gozas del favor de Dios. Mira, concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús……María respondió al ángel: cómo sucederá eso si no convivo con un hombre?” (Lucas 1: 30 – 31  y 34).
 Se quiebra así  la lógica habitual de la humanidad, lo que se considera de sentido común, es decir, que no es en la grandeza y la opulencia donde ingresa Dios para asumir la realidad humana e histórica en la encarnación, sino en la discreción y limpieza de una joven humilde, en un sitio irrelevante para los criterios de importancia social, poniendo al mismo Dios como el responsable de este llamamiento y de los hechos que le siguen: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el  título de Hijo de Dios” (Lucas 1: 35).
También es definitivo reconocer que – según Lucas – no hay que esperar a ningún otro mesías, en Jesús se explicita su conexión con la línea davídica, puesto que José, es descendiente de David: “Será grande, llevará el título de Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, para que reine sobre la casa de Jacob por siempre y su reino no tenga fin  (Lucas 1: 32 – 33).
 Ciertamente no es este el mesías de las cortes reales y de los ambientes imperiales, es un salvador que surge de los últimos de la sociedad , que va a ejercer su misión desde esas contradictorias y dolorosas  realidades, trayendo la cercanía misericordiosa del Padre, reivindicando a los maltratados por la intransigencia de los dirigentes, y dando sentido y esperanza, como lo refieren con bella simplicidad los diversos relatos evangélicos.
Tal es el contexto de este bienaventurado acontecer  de la anunciación, en el que hay dos protagonistas: María y la Palabra.
 María es el símbolo de una porción de la humanidad que, pese a las situaciones históricas de marginación y de abandono por parte de la oficialidad religiosa y social de Jerusalén (sacerdotes del templo, fariseos, maestros de la ley), confía y aguarda con esperanza el querer de Dios, y esto de modo incondicional.
Y la “Palabra”,  es el mismo Dios que se dice a sí mismo, pero no en el centro religioso del judaísmo , donde todo está decidido y establecido, pero sin el corazón dispuesto para El, sino en la humilde docilidad de esta joven mujer, pobre de verdad, y dispuesta a una aceptación gozosa de la intención teologal: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí según tu palabra” (Lucas 1: 38). En palabras del Padre  Pedro Arrupe, lo que vemos aquí es “la osadía de dejarse llevar”.
Entonces, ausencia de pompas y vanaglorias, silencio y discreción, pobreza y austeridad, pueblo dominado por los romanos, mesianismo desde la pequeñez, docilidad de una joven que tiene el coraje de aceptar la propuesta divina,   capacidad de aventurarse libremente en los caminos teologales, son las notas que caracterizan este encuentro íntimo, creador, de Dios con la condición humana.
Con esto, el Padre asesta un golpe certero a las pretensiones  de arrogancia y suficiencia, de poder y superioridad, y se pone claramente de parte de los mínimos, de los desconocidos, abierto – desde luego – a toda la humanidad, pero con la clara intencionalidad de dejar clara su lógica de anonadamiento, lo que nos hace recordar estas palabras de Pablo: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús, quien, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz” (Filipenses 2: 5 – 8).
Las preguntas que se deducen de aquí son de este tenor: qué es lo verdaderamente importante en la vida? Nuestra carrera competitiva para ser reconocidos y aplaudidos? El entender la existencia como una escalada de ascensos y títulos? El buscar ser aceptados en los círculos de los poderosos? El lograr notables riquezas y bienes materiales? El desarrollar nuestra egoteca  dejando el corazón vacío de sensibilidad y trascendencia hacia  Dios y hacia el prójimo?
Y también, es imperativo evangélico y humano que nos preguntemos cómo hacemos vigentes en el mundo de hoy estas realidades originales de nuestra fe, de tal manera que la respuesta, surgida de juicioso discernimiento y de una lectura atenta de los signos de los tiempos, nos lleve a encarnarnos en estos mundos donde tanta gente pierde la esperanza, a causa de las desatinadas y poco comprometidas decisiones de tantos magnates y poderosos.
Ratificamos lo dicho en domingos anteriores: cómo re – encantar en nombre de Dios a esta humanidad “agobiada y doliente”, como reza nuestra tradicional novena de navidad?
Es también interrogante fuerte y severo para el mundo cristiano, heredero directo de esta historia de salvación.
 En nuestra Iglesia conviven la santidad y el pecado, la gracia y el talante mundano – no justificable lo segundo, por supuesto! - , lo mismo que en cada uno de nosotros, en el plano personal. Cómo garantizar el mayor nivel posible de coherencia con la sustancia humilde, encarnatoria, del proyecto que Dios nos ha revelado en Jesús? Cómo asumir  hoy la disposición incondicional y generosa de María para implicarse en la invitación que le hizo el enviado del Padre? Cómo narrar con nuestras vidas esta lógica de despojo, de donación de la vida, de servicio liberador?
En diversos momentos de la historia hemos vivido hondas contradicciones en el medio eclesial, como la alianza con poderes imperiales y monárquicos, como el legitimar la persecución y condena a los llamados herejes, como  el moralismo fundamentalista y el desmedido énfasis en la institución y en el poder jerárquico, con deplorable olvido del mismísimo Señor Jesús, totalmente desposeído de estas ambiciones, totalmente de Dios y de la humanidad, descalzo, pobre, acusado por los “santos” del judaísmo, escarnecido como blasfemo, juzgado como hereje, crucificado.
La palabra que se usa en el griego original del Nuevo Testamento para designar este abajamiento es kenosis, que significa renuncia a toda soberbia, despojo de todo poder, empequeñecimiento, humillación, y es referida principalmente al Señor Jesús, como en la cita referida arriba, de San Pablo a los Filipenses.
Tal actitud es la que manifiesta María, recipiente de la Palabra que deposita en ella la semilla de la vida, donación de todo su ser para la maternidad del Verbo, compromiso pleno con la misión de su Hijo, hermosísima expresión sacramental de la belleza femenina: la del ser , la de dar, la de procrear.
Hagamos caso al Espíritu que nos propone descalzarnos y dejar de lado nuestras ambiciones de “importancia”, y unámonos a lo que nos dice a través de Francisco con sus deseos de una Iglesia pobre y servidora, dialogante y respetuosa de lo diverso, ecuménica y solidaria, sensible a la pluralidad de convicciones religiosas y humanistas, oyente de la Palabra como decía y proponía el teólogo alemán Karl Rahner, también oyente de la historia, de los clamores de justicia, transparente en todos sus procedimientos, ajena a las estratagemas de la política eclesiástica, siempre en perspectiva de anunciar la Buena Noticia de Jesús y de ser ella madre de todos los humanos.

domingo, 14 de diciembre de 2014

COMUNITAS MATUTINA 14 DE DICIEMBRE III DOMINGO DE ADVIENTO



Lecturas
1.      Isaías 61: 1 – 2 y 10 – 11
2.      Salmo Lucas 1: 46 – 54 (Cántico del Magnificat)
3.      1 Tesalonicenses 5: 16 – 24
4.      Juan 1: 6 – 8 y 19 – 28
La liturgia de la Palabra que propone este tercer domingo de Adviento – teniendo en cuenta la inminencia de la Navidad – pretende ser una clara invitación a la alegría. El protagonista de la primera lectura afirma: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios” (Isaías 61: 10); San Pablo pide a los Tesalonicenses que “estén siempre alegres” (1 Tesalonicenses 5:16); en el cántico del Magnificat  - hoy como salmo – dice María “Mi alma canta la grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios, mi salvador “ (Lucas 1: 46 – 47), y Juan Bautista da testimonio de la luz que inundará el mundo, motivo fundamental de gozo: “El no era la luz, sino un testigo de la luz” (Juan 1: 8).
Pero es definitivo aclarar que no se trata de una alegría epidérmica, pasajera, basada en superficialidades, como esos fogonazos emocionales que destellan en la sociedad cuando el equipo favorito gana un partido,  cuando el candidato que nos interesa gana en las elecciones, cuando nos sumergimos en el desenfreno de las parrandas que nos hacen perder la cordura,  o cuando incurrimos en esas manifestaciones religiosas milagreras y fundamentalistas, atizadas por  sacerdotes y  pastores de espectáculo, a los que poco les interesa el gozo que nace de la profunda conversión a Dios y al prójimo, sino el “show”  mediático  y sensacionalista.
Miremos las personas y los escenarios de las cuatro lecturas para tener una densa comprensión y vivencia de la alegría según el Espíritu:
-          En la primera  - de Isaías – los protagonistas son antiguos desterrados israelitas de Babilonia, primero afligidos por el exilio y por la destrucción de todo su universo simbólico, privados de su libertad, impedidos para expresar su fe, con todos los argumentos para vivir tristes y desencantados, cuando – súbitamente – surge un personaje que se atreve a decir en este contexto de amargura: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.  Me ha enviado para dar una buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la liberación a los cautivos y a los prisioneros la libertad….” (Isaías 61: 1).  Quién es este valiente que desafía la tragedia? Quien así habla está plenamente poseído del Espíritu de Dios, lo que lo hace profundamente humano y extremadamente sensible al sufrimiento de la gente, en especial a la afectada por el cautiverio bien conocido y lamentado. Que vengan al recuerdo nuestro  gentes concretas que con su ser y su proceder han sido mediación para devolver a muchos la ilusión de vivir con dignidad. Al respecto   preguntémonos por contextos reales de dolor y de ausencia de sentido en nuestras propias vidas o en quienes nos son cercanos, igualmente dejemos que lleguen a nosotros los clamores de las víctimas de tantas perversidades que otros cometen en este mundo:  cómo ser para ellos testigos y profetas de una nueva manera de vivir que los lleve a la genuina alegría, la de poder vivir con dignidad, sin los impedimentos que surgen de los corazones malignos? Nos tomamos en serio estas penurias y, simultáneamente, con igual seriedad, asumimos la tarea de ser portadores de sentido para que esa multitud regrese a la felicidad original?
-          En la segunda – el canto del Magnificat en Lucas – es la jovencita María quien da testimonio del gozo que causa en ella el Señor: “mi espíritu festeja a Dios mi salvador, porque se ha fijado en la humillación de su servidora, y en adelante me felicitarán todas las generaciones” (Lucas 1: 47 – 48). Es Dios relatándose en esta mujer, humilde, desposeída de vanas pretensiones, dispuesta incondicionalmente al mayor amor del mundo,  madre comprometida sin reservas  con el proyecto de su hijo, dejando que Dios sea todo en ella, libre de apariencias y de galas mundanas. Miremos a seres humanos como ella, que con su talante fundado en Dios, se convierten en lenguajes de alegría, estímulos para la esperanza, capaces de restituír en muchos el encanto de la vida. Somos como María? Conocemos personas como ella? Es Dios para nosotros la gozosa novedad que nos libera del miedo y del vacío , lanzándonos a una existencia entusiasmada y contagiosa de sentido y de las más contundentes razones para el buen vivir?
-          En la tercera – de Pablo a los cristianos de Tesalónica – la alegría está referida al contenido de la exhortación que el apóstol les hace: “No apaguen el fuego del espíritu, no desprecien la profecía, examínenlo todo y quédense con lo bueno, eviten toda forma de mal” (1 Tesalonicenses 5: 19 – 22), invitación a la vigilancia creyente, al discernimiento, al crecimiento en humanidad, a la rectitud moral, a la bonhomía, como garantes de la auténtica felicidad. Cuando en nuestras conversaciones informales hablamos de la paz que da la tranquilidad de conciencia estamos aludiendo exactamente a estos contenidos de honestidad y transparencia como respaldos de la alegría que el Espíritu realiza en nosotros. Somos lenguaje de honesta felicidad y esa manera de ser sugiere a otros el mismo camino esperanzado y feliz?
-          En la cuarta – el evangelista Juan destacando al Bautista -  el contexto es más severo y exigente pero siempre remitido a la bienaventuranza. El profeta, inquieto con las grandes incoherencias de los dirigentes religiosos de  Jerusalén, con la despreocupación y ligereza de muchos de sus paisanos, con la vaciedad de la religión, suscita un movimiento de conversión y se marcha al desierto – espacio de despojo y soledad -  : “Apareció un hombre, enviado por Dios, llamado Juan, que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de modo  que todos creyeran por medio de él” (Juan 1: 6 – 7). Pone en tela de juicio todo lo accidental, los afectos desordenados, la religión ritualista sin conversión, las injusticias que se cometen contra los pobres, las hipocresías de los hombres religiosos, el poder romano que priva de autonomía al pueblo de Israel, la superficialidad con la que se llevan vidas que no captan la gravedad de estos asuntos, y se presenta así: “yo soy la voz del que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor, según dice el profeta Isaías” (Juan 1: 23), y finalmente anuncia la razón de su misión, respondiendo a los enviados del templo, que lo requerían por su identidad y por la razón de su  prédica: “Yo bautizo con agua. Entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mí, y no soy digno de soltar la correa de su sandalia” (Juan 1: 26 – 27). Aquel a quien proclama es la buena noticia, es la realización del mayor motivo de alegría, el que devuelve la dignidad a los pobres, el que no condena a los pecadores, el que distingue con su amistad a los excluídos, el que restituye el valor a las mujeres prostituídas y condenadas, el que no se fija en la rigurosa milimetría de la ley sino en la misericordia del Padre que devuelve a quienes a ella se acogen el verdadero gozo de vivir.
Qué pensamos y sentimos de estos personajes y de estos escenarios, todos ellos salvadores, redentores, liberadores, rescatadores del mal y de la frustración?
Nos llevan a implicarnos para  revisar en juiciosa autocrítica nuestras vanidades, desinterés, vacuidad, inmediatismo laboral y profesional que sacrifica lo esencial, el dejarnos seducir por el consumismo y por la sociedad del espectáculo, el desentendernos de la suerte de los que sufren, el no escrutar con talante crítico las grandes injusticias de la sociedad?
Cuáles son aquellas realidades que nos hacen vivir con ilusión, por las que somos capaces de dejarlo todo, en las que nos sentimos verdaderamente humanos y dispuestos a compartir con otros la apasionante aventura de vivir?
 Que sean estas cuestiones acicate para una experiencia espiritual honda propia del Adviento, con el consiguiente coraje que demanda el romper con estas inconsistencias  dejando  que el Espíritu suceda en cada uno –a , convirtiéndonos como al profeta de Isaías 61, como a María, como a Juan el Bautista, en testigos de Aquel que trae la alegría legítima, la que no se extingue, la que hace de esta historia un espacio de plenitud anticipando la inagotable consumación a la que el Padre Dios nos invita, cuando accedamos a la bienaventuranza definitiva.
Una alegría que aspire a perdurar tiene que estar arraigada en nuestro ser profundo, no en lo accidental que hoy es y mañana no. No es en la riqueza material, en el exceso de comodidades, en la fama y el prestigio, en la competencia del poder y del éxito, en la belleza física, en los honores, donde reside la felicidad. Todo esto es efímero, ídolos con pies de barro. Si nuestra plenitud se basa en estas realidades estamos en las puertas de una inmensa y fatal frustración!
Tarea principal que nos compete es descubrir lo esencial, lo sabio, lo profundo, lo trascendente, lo que nos proyecta en el  amor profundo, en el compromiso con las personas, en los ideales nobles, en las causas de justicia y dignidad, en el conocimiento transformador, en el sentido de este Dios que se nos hace próximo, inmediato, real, en el Señor Jesús y en la posibilidad de vivir con sentido desde la lógica de la fraternidad y de la solidaridad.
Y quedémonos pensando en estas palabras de Francisco, Obispo de Roma, pastor de la iglesia universal: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo Resucitado” (Tomado de la exhortación apostólica La alegría del Evangelio, número 2).
Entonces, alerta!!

Archivo del blog