“Tomó entonces los
cinco panes y los dos peces, y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre
ellos la bendición, los partió y se los fue dando a los discípulos para que, a
su vez, se los sirvieran a la gente”
(Lucas
9: 16)
Lecturas
1.
Génesis 14: 18 – 20
2.
Salmo 109: 1 – 4
3.
1 Corintios 11: 23 – 26
4.
Lucas 9: 11 – 17
Dice el teólogo español José María Castillo , a
propósito de la teología de los sacramentos, lo siguiente: “La Iglesia es fiel a Jesús
cuando celebra, por la fuerza del Espíritu, los mismos gestos simbólicos que
realizó Jesús: cuando se adhiere a su destino y comulga con su vida, cuando
perdona los pecados y libera a los hombres de las fuerzas de esclavitud y
muerte que operan en la sociedad, cuando
sana las raíces del mal y del sufrimiento que oprimen a todos los crucificados
de la tierra. Cuando todo eso no son palabras, sino experiencias reales y
concretas, vividas cada día en cada comunidad de fe, entonces cada una de esas
comunidades expresa auténticamente tales experiencias mediante los símbolos
fundamentales de nuestra fe a los que llamamos sacramentos” (CASTILLO,
José María. Símbolos de libertad: teología de los sacramentos. Ediciones Sígueme.
Salamanca, 1982; página 458).
En este contexto de
reconocer y celebrar hoy el sacramento eucarístico, esta referencia nos ayuda a
situar el correcto sentido y práctica de los sacramentos y, en particular, de
este, al que llamamos el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esta claridad es
esencial porque desafortunadamente estamos cayendo a menudo en la tentación de
hacer de los sacramentos unas prácticas rituales desconectadas de la historia
real de las personas y, lo que es más grave aún!, - de la realidad de Jesús y
del significado original y originante de su sacramentalidad.
En muchos casos hemos
convertido la eucaristía en un culto de adoración, desprovisto de fraternidad,
de servicio, de comunión y de
participación, desconociendo así el proyecto de Jesús, que le da pleno sentido
a la cena del pan y del vino como compartir fraterno.
Recordemos que la eucaristía es un sacramento,
que es la unión de un signo con una realidad significada: “Esta copa es la nueva alianza en
mi sangre. Cuantas veces la beban, háganlo en memoria mía. Pues cada vez que
coman de este pan y beban de este cáliz, anuncian la muerte del Señor hasta que
venga” (1 Corintios 11: 25 – 26). Vivir en memoria de Jesús es
reproducir en nosotros los rasgos constitutivos de su existencia: la amorosa
referencia al Padre y al prójimo.
La realidad histórica
de Jesús, su pasión, su muerte, su cruz, constituyen el lenguaje por excelencia
del amor de Dios a la humanidad, tal donación es la que da sentido y salva,
recrea y redime, y propone como proyecto de vida a quien aspire a seguirlo,
configurarse con El y hacer de la propia vida una amorosa ofrenda, en los
mismos términos en los que El lo hizo. Este es el contenido central de este
sacramento y el que le confiere significado existencial y transformador.
El primer signo es el
pan partido y preparado para ser comido, es el signo de lo que fue Jesús toda
su vida. La clave de esto no reside en el pan como cosa, sino en el hecho de que está partido y dispuesto para ser compartido. Jesús estuvo
siempre preparado para que todo el que se acercara a él pudiera hacer suyo todo
lo que él era: la vida del Padre Dios que a través de la mediación salvadora y
liberadora de Jesús se hace vitalidad, transformación, plenitud, para quienes
se benefician de este don.
El segundo signo es la
sangre derramada, teniendo presente que para los judíos la sangre es la vida
misma, esta hace alusión a la vida de Jesús que estuvo siempre a disposición de
los demás, preferentemente para los pobres, los condenados morales, los sin nombre,
los humillados, los desconocidos, los ignorados.
Esta feliz constatación
tiene implicaciones éticas y existenciales definitivas para la existencia
cristiana. Si bien los sacramentos
tienen un aspecto ritual celebrativo, es preciso ir al fondo de la cuestión
para captar y asumir vitalmente el contenido del sacramento: Jesús que se parte
y se comparte para darnos la vida del Padre, involucrando a quien lo recibe en
su misma perspectiva de vida: entregarse a la causa del reino de Dios y su
justicia, reconocer afectiva y efectivamente a cada ser humano como prójimo,
generando un nuevo tejido de relaciones determinado por el espíritu de las
bienaventuranzas, construyendo una lógica de fraternidad, de servicio y de solidaridad.
En ese contexto,
entendemos la significación del relato de Lucas, que la Iglesia nos propone
este domingo, la multiplicación de los panes y de los peces.
Nos pone a
consideración de una gran multitud en el desierto, sin posibilidad de
alimentarse, evoca al antiguo Israel, en su marcha de Egipto a Canaán, camino
de la libertad, peregrinación hacia la tierra de la promesa, cuando es
socorrido en su hambre y en su sed gracias a la intercesión de Moisés.
Jesús se preocupa
sinceramente por quienes le siguen, y así pide a sus discípulos que hagan todo
lo necesario para proveer a la muchedumbre: “El les dijo: denles ustedes de
comer. Pero ellos respondieron: no tenemos más que cinco panes y dos peces, a
no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente. Jesús
dijo entonces a sus discípulos: hagan que se acomoden por grupos de unos
cincuenta. Lo hicieron así y acomodaron a todos.” (Lucas 9: 13 – 15).
Aquí la misericordia,
la compasión de Jesús quedan subrayadas de forma absoluta. En lo que fue El
durante su vida podemos descubrir la presencia de Dios como don. Por eso,
cuando celebramos este sacramento tomamos conciencia de la realidad divina en
nosotros. Esta toma de conciencia debe llevarnos a vivir esa realidad tal como
la vivió Jesús.
Quiere decir todo lo
anterior que el sacramento eucarístico no es una realidad en sí misma, sino una
realidad ordenada a la Iglesia, que es la comunidad de los discípulos de Jesús,
para significar con eficacia todo eso que llamamos Evangelio, Buena Noticia:
que todos los seres humanos somos acogidos por la paternidad misericordiosa de
Dios, que desde ahí se configura una comunidad en la que todos entran en
igualdad de condiciones, que la dignidad humana brilla con luz propia, que el
poder, el dinero, y demás ídolos, no son realidades centrales en la vida de los
seres humanos, y que la projimidad es la nueva categoría que tiene como aval al
mismísimo Padre de Jesús.
En la eucaristía se
concentra todo el mensaje de Jesús, que es el amor. El amor que es Dios
manifestado en el don que de sí mismo hizo Jesús durante su vida. Esto somos
nosotros en esta nueva perspectiva: don total, amor total, sin límites. Al
comer y beber el pan y el vino consagrados, estamos completando el signo. Lo
que equivale a decir que hacemos nuestra su vida y nos comprometemos a
identificarnos con lo que fue e hizo Jesús. El pan que me da la vida no es el
pan que como, sino el pan en que me convierto cuando me doy. Soy cristiano, no
cuando “como” a Jesús, sino cuando me dejo comer, como hizo él.
Se trata de liberarnos
del ego religioso y moral, que presume de bueno y superior a los demás,
autocomplaciente y lejano de las necesidades de los prójimos, para ingresar en
el camino del nosotros, de la fraternidad sin reservas, del apropiarnos de los
dolores y de los gozos de ellos, dando paso a la sustancia del sacramento, que
es la mesa servida por el mismo Jesús, por nosotros con El, para hacer efectiva
en la práctica cotidiana esa nueva manera de ser. Comulgar significa asumir
libremente el compromiso de hacer nuestro todo lo que es y hace Jesús.
Esta significación es
de extrema abundancia y generosidad, ilimitada como el amor de Dios, como la
ofrenda de Jesús: “ Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y, levantando los ojos
al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y se los fue dando a
los discípulos para que, a su vez, se los sirvieran a la gente. Comieron todos
hasta saciarse, y se recogieron doce canastos con los trozos que les habían
sobrado” (Lucas 9: 16 – 17).
La realidad esencial es
el amor de Dios presente en nosotros. Los signos sacramentales son medios para
llegar eficazmente a la realidad significada, y vivirla. Si esto hacemos
nuestro verdadero ser ya no será el nuestro sino El en nosotros, y nosotros en
los prójimos amados y servidos.
Este sacramento es, así, una significación eficaz
de la nueva vida que se ha de consumar en la plenitud cuando pasemos la
frontera de la muerte hacia la Vida, pero que desde ya se ha de anticipar en
todas las prácticas de nuestra cotidianidad, negando la prelación al poder y a
la exclusión, abriendo siempre la posibilidad real de que cada hombre y cada
mujer sean reconocidos en su dignidad y en su projimidad.