domingo, 26 de junio de 2016

COMUNITAS MATUTINA 26 DE JUNIO DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO



Lecturas:
1.   1 Reyes 19: 16 – 21
2.   Salmo 15: 1 – 11
3.   Gàlatas  5:1 y 13 – 18
4.   Lucas 9: 51 – 62
Creer y confiar en Dios al estilo de Jesùs es una opción radical que exige rupturas, renuncias, y – en consecuencia – un novedoso ejercicio de la libertad que consiste en seguir el camino del Maestro. La fe no es una cómoda adaptación a una institución prestadora de servicios religiosos, como suele ser el caso de muchísimos cristianos, sino un proyecto de vida que capta la totalidad del ser y del quehacer de quien opta por el mismo. Es, como dijera el inolvidable y muy evangélico Padre Arrupe, “la osadìa de dejarse llevar”, en un camino de la màs alta exigencia, que es  también de felicidad y plenitud.
El capítulo 9 de Lucas, que venimos proclamando desde hace varios domingos, es una invitación a elegir libremente un modo de vida – el de Jesús – que nos hará verdaderamente felices y plenos, con capacidad para relativizar muchas realidades , no minimizándolas sino situándolas en esta perspectiva del Reino de Dios y su justicia.
De entrada, debemos advertir que no se trata de rechazar con violencia los afectos humanos –  mal entendido que ha sido penosamente frecuente en congregaciones religiosas! – sino de integrarlos en esta nueva lógica de vida y de sentido.
El camino cristiano es identificar la propia humanidad con la de Jesús, conscientes de que en este proceso vamos a hallar la experiencia más gratificante que se nos pueda ofrecer. Por eso, es imperativo – una vez más – afirmar categóricamente que ser discípulo de Jesús no es “institucionalizarse”, en el sentido de cumplimientos, prácticas, rituales, prohibiciones, tipo fariseos y maestros de la ley, sino de acoger un don del Padre para llevar nuestra condición humana a su máximo significado.
En el evangelio de hoy, Jesús acude a imágenes muy fuertes, que en principio nos pueden dejar intranquilos y entristecidos, respuestas que él da a tres requerimientos de sus discípulos:
-      Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza” (Lucas 9:58)
-      Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tu vete a anunciar el Reino de Dios” (Lucas 9: 60)
-      Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lucas 9:62).
El no está despreciando los afectos familiares, u otros de similar naturaleza, lo que quiere explicitar es la libertad requerida, en clave de Dios como principio y fundamento del propio proyecto de vida, para dedicarse por entero a lo que Jesús  nos está planteando: amar sin medida, dar todo de sí, reivindicar la dignidad humana, especialmente la de los más humillados y maltratados, re-encantar la existencia, revelar el rostro del Padre como un Dios de misericordia, hacer patente que la relación con El es un camino de la mayor plenitud, lo que supone – como ya la proponíamos el domingo anterior  - renuncias, sacrificios, abnegación, pero no autocastigo ni exaltación del sufrimiento por sí mismo.
Jesús nos está pidiendo que hagamos claridad sobre las prioridades y propósitos que nos animan, revisando críticamente los refugios y seguridades que nos impiden correr el riesgo de esta apasionante aventura: afectos desordenados, esclavitudes, sometimientos emocionales, evasiones disfrazadas de religión y pietismo, incapacidad de salir de nuestro mundo cómodo, seducción del poder y del dinero.
Por eso, trabajar en el proyecto del Padre pide dedicación total, confianza en el futuro de Dios y audacia para caminar tras los pasos de Jesús.
Un significativo anticipo de estas realidades lo encontramos en la primera lectura de hoy, que nos refiere la vocación del profeta Eliseo, quien disfrutaba de bienes y seguridades, y era visto por Elías con predilección: “Partió de allí – Elías – y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando. Tenía frente a él doce yuntas y él estaba con la duodécima…….Volvió atrás Eliseo, tomó la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio. Con el yugo de los bueyes asó la carne y la entregó a la gente para que comieran. Luego siguió a Elías y se puso a su servicio” (1 Reyes 19:19.21).
La autenticidad de un ser humano se aprecia en la medida de su disposición para entregarse plenamente a un ideal que lo ennoblezca, renunciando a lo que le impide esta intención y adquiriendo la vida que allí se obtiene, en la que destacan el servicio, la solidaridad, la ayuda, el amor, la rectitud ética y moral, la atención a la humanidad desvalida.
En el comienzo del relato que hoy nos ofrece Lucas dice: “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lucas 9: 51), esa frase no está ahí por casualidad, es un resumen de la vida y de la muerte de Jesús, incluída su resurrección y su glorificación. En esta ciudad se va a encontrar con la confrontación decisiva, con las consecuencias de sus opciones, de su relación con el Padre, de su severa condena a la religión farisaica, de su anuncio de la misericordia, de su preferencia por los últimos del mundo. Jesús acepta libremente este dramatismo y marcha resuelto hacia la cruz.
Luego,  el evangelista narra el desencuentro de los discípulos con los samaritanos, cuando los mandó como avanzada para que le prepararan un alojamiento antes de llegar a Jerusalén. Recordemos que los samaritanos eran considerados herejes por los judíos, estos despreciaban profundamente a aquellos y no escatimaban ocasión de hacerles sentir su animadversión. El relato deja entrever que los discípulos tergiversaron el mensaje y por esto no fueron aceptados, corroborando eso que, en varios pasajes evangélicos, se habla de ellos, como duros de mente y de corazón, incapaces de captar los alcances de la propuesta de Jesús, e imaginándose que de “triunfar” Jesús ellos llegarían a posiciones de privilegio.
Este último imaginario tiene expresión característica en la reacción de los Zebedeos: “Señor, quieres que mandemos bajar fuego del cielo y los consuma?” (Lucas 9: 54), actitud que merece esta respuesta de Jesús: “Pero Jesús se volvió y los reprendió” (Lucas 9: 55), como indicando que esa disposición de ellos es totalmente inaceptable y diametralmente opuesta al propósito de cumplir siempre la voluntad del Padre en la ofrenda total de su vida y en el servicio incondicional al prójimo.
Una vez más, encontramos el más poderoso argumento de origen evangélico para revisar todo lo que en la Iglesia y en nosotros mismos tenga visos de poder, de vanagloria, de riqueza, de mantenimiento de privilegios, de enseñoreamiento sobre conciencias y corazones, de autorreferencialidad, de negativa al ejercicio de la projimidad.
 La Iglesia no es para sí misma, ella es para el Reino de Dios y su justicia, para entregarse infatigablemente al anuncio de la Buena Noticia, para servir a todos los humanos, para incluír y dar esperanza y razones para vivir con sentido y bienaventuranza.
Las renuncias que Jesús plantea en este evangelio de hoy son, por supuesto, renuncias a realidades que nos gustan y atraen, pero nos aclara que si las hacemos con conocimiento y libertad, se convertirán en elección de lo mejor. Se trata de optar por lo que es bueno para nuestro auténtico ser, recordando que la causa de Dios es la causa de la humanidad, que El no necesita humillarnos para llevarnos por su camino, que su mayor gloria es que los humanos lleguemos a la más plena realización de lo nuestro en El: “Para ser libres nos ha liberado Cristo. Manténganse, pues, firmes, y no se dejen oprimir nuevamente por el yugo de la esclavitud” (Gálatas 5: 1).
La vida según el Espíritu – uno de los temas paulinos por excelencia – es acceder a esta libertad teologal, en la que nuestra humanidad encuentra su plena significación. Las exigencias radicales que propone Jesús en el evangelio, debemos interpretarlas desde la perspectiva del Reino. No se refiere tanto a la materialidad de las realidades que hay que abandonar, cuanto al desapego de toda seguridad que es la genuina exigencia del seguimiento. Se trata de vivir una escala de valores de acuerdo con el Reino, pero no quiere decir que haya que renunciar a todo lo humano para luego llevar una vida desencarnada, como suele entenderse en ciertos modelos religiosos, deshumanizando a quien los sigue.
Excelente la exhortación de Pablo en este sentido, que nos deja total claridad sobre la ruta que estamos llamados a seguir: “Ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad. Pero no tomen de esa libertad pretexto para la carne; antes, al contrario, sírvanse unos a otros por amor. Pues toda ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5: 13 – 14).
Colofón: Qué nos impide, individual y colectivamente, construír la paz de Colombia? De qué debemos despojarnos para hacerla posible? Vamos a ser capaces de deponer intereses políticos, económicos, fundamentalismos ideológicos, para trabajar por una cultura de la reconciliación? Qué nos pide Jesús, en términos de seguirlo, para generar un país nuevo, pacífico, donde sea posible disfrutar del gozo de esta deseada paz?

domingo, 19 de junio de 2016

COMUNITAS MATUTINA 19 DE JUNIO DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO



Decìa a todos: Si alguno quiere venir en pos de mì, niéguese a sì mismo, tome su cruz cada dìa y sígame
(Lucas 9: 23)

Lecturas:
1.   Zacarìas 12: 10 – 11
2.   Salmo 62: 2 – 9
3.   Gàlatas 3: 26 – 29
4.   Lucas 9: 18 – 24
Desde siempre conocemos en la tradición cristiana una asociación entre iniciativa de Dios, gracia de Dios y sufrimiento, pero , en honor al legìtimo origen de este vìnculo, se impone un recurso fundante y fundamental (no fundamentalista) a los textos y contextos bíblicos para purificar esta realidad de los desafortunados  masoquismos, autocastigos y demás concepciones erradas que ensalzan el dolor por sì mismo. Los textos de este domingo nos ofrecen la perspectiva clave, cuya raíz se encuentra en la experiencia de Jesùs, y en la  de quienes libremente optan por seguir su camino.
Lo primero que tenemos que reconocer es esta tendencia humana, permanente y creciente, de afirmar el ego, de buscar la propia comodidad, de privilegiar los intereses individuales que màs nos satisfacen, de garantizar beneficio y ganancia en todo, de lucrarnos en lo económico y en lo material, de evadir el compromiso y la responsabilidad que nos demandan sacrificio, abnegación, solidaridad, servicio a los demás, entrega de la vida.
Esto – penosamente – està muy establecido en la vida de muchas personas,  propio de  ambientes marcados por la ideología del éxito y de la competencia. El mundo està clasificado , entre otros elementos, por lo importante y por lo no importante. Aquello primero es lo ganancioso, lo que tiene brillo social, lo que es aplaudido y adulado por los mismos que viven en ese tipo de lógica; lo segundo es lo despreciable, lo ínfimo, lo que no cuenta.
Una manera de abordarlo es el acceso fácil a recursos económicos, al poder adquisitivo y, con ello, a la entrada en los círculos del poder. Si hemos visto la serie de televisión “House of Cards”, encontramos allì personajes, situaciones, actitudes, prioridades, conductas, totalmente imbuìdas de esta mentalidad. Es un trabajo televisivo muy bien hecho que demuestra todo aquello que Nicolàs Maquiavelo tipificò con su cèlebre lema “el fin justifica los medios”.
Què decir a todo esto desde las convicciones y experiencia cristianas? Escuchemos la invitación de Jesùs: “Si alguno quiere venir en pos de mì, niéguese a sì mismo, tome su cruz cada dìa y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderà; pero quien pierda su vida por mì, la salvarà” (Lucas 9: 23-24). Tal es la respuesta que El propone cuando conversa con sus discípulos a propósito de la gran pregunta: “Quièn dice la gente que soy yo?” (Lucas 9: 18).
Es definitivo comprender el contexto en el que se da esta conversación. Tengamos en cuenta que no es  un relato estrictamente histórico, sino  un planteamiento teológico, esencial para asumir el seguimiento de Jesùs y para nuestro estilo de vida en general.
De lo que se trata es de captar què significa ser Mesìas para Jesùs,  proceso  que se da a partir de la experiencia pascual, cuando los discípulos finalmente entienden que en esa humanidad del hombre Jesùs de Nazareth ha acontecido la divinidad que lo constituye  Señor y Salvador.
El evangelio nos dice que Jesús oraba a solas, acompañado de sus discípulos,  dato  esencial para comprender el contexto en el que El hace su famosa pregunta; es desde su experiencia de Dios, desde su sustentación en Dios, principio y fundamento, desde su referencia decisiva a la voluntad del Padre, desde donde él plantea esta cuestión, en cuya respuesta se juega esta nueva realidad.
 Jesús llama a Dios, “Abba”, Padre, término hebreo que alude a la máxima confianza y cariño del hijo hacia su papá, equivalente a un grado altísimo de intimidad y cercanía. Descubrirse fundamentado en Dios, es fuente de inesperada plenitud. Dios será en él, revelación de la más alta humanidad. En Jesús no hay pretensiones humanas de dominar a otros, de ser importante, de constituirse en poder, su gran pretensión es la determinación teologal de su vida, de sus opciones, de sus valores constitutivos, de sus actuaciones.
 En él lo que destaca es el obsequio total de todo su ser para dar vida a los demás, principalmente a los menospreciados, el que afronta la humillación y la ignominia, el que tiene que padecer las incomprensiones de los suyos, “varón de dolores”, justamente por no renunciar a lo humano que hay en él.
Esto lo prefigura el profeta Zacarías – primera lectura de hoy – en estos términos: “En cuanto a aquel a quien traspasaron, harán duelo por él como se llora a un hijo único, y le llorarán amargamente como se llora a un primogénito. Aquel día será grande el duelo en Jerusalén….” (Zacarías 12: 10 – 11). Conecta así  con la tradición de Isaías, profeta de primer orden en Israel, con sus cuatro cánticos del siervo doliente de Yahvé, en los que se delinea un tipo de mesianismo que nada tiene que ver con la gloria ni con la espectacularidad, totalmente ajeno al vano honor del mundo:” No tenía apariencia ni presencia; carecía de aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro por no verle. Despreciable, un don nadie. Y de hecho cargó con nuestros males y soportó todas nuestras dolencias” (Isaías 53: 2 – 4).
Podemos apreciar las respuestas que dan los discípulos, hasta la de Pedro:” El Cristo de Dios” (Lucas 9: 20). Claramente todo el relato lleva a entender que el mesianismo de Jesús defrauda las esperanzas que los judíos tenían en un salvador triunfante, poderoso, lleno de gloria , convicción de la que también participaban la mayoría de sus seguidores inmediatos, como se puede apreciar en varios textos de los evangelios.
En la frase “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá” (Lucas 9: 24), está contenida la advertencia de Jesús, en este nuevo orden de renuncia al ego, de despojo total de sí mismo, de desprendimiento de los apegos, de disposición para la entrega incondicional de la vida, como presupuesto para dar vida a todos, para llenar de sentido la existencia de los seres humanos de todos los tiempos, para anunciar una Buena Noticia que llena de esperanza a todos, pero principalmente a los últimos y a los excluídos.
Los discípulos sólo lo  pudieron entender  a partir de la experiencia pascual, en vida de Jesús se sintieron respaldados por un ser de excepcionales condiciones, que los dignificó, pero también los confrontó, pero nunca imaginaron la sorpresa definitiva que surgiría del inmenso dolor de la pasión y de la cruz. Una vez sucedidos los dolorosos acontecimientos, fueron dándose cuenta que allí había algo más que un simple ser humano, y en esa misma humanidad doliente, crucificada, humillada y ofendida, hallaron la divinidad.
De aquí se sigue la gran consecuencia de esta revelación:” El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; lo matarán y resucitará al tercer día” (Lucas 9: 22). Queda entonces claro que este camino  de entrega lleva a la plenitud, a la salvación, a la bienaventuranza,  garantía de una vida sustentada en en Dios y en el prójimo, pero no a través de los designios humanos de fama y de triunfo, de exaltación y vanagloria.
Así podemos  entender a aquellos-as que han vivido y viven el genuino “conocimiento interno” de Jesús, como los mártires del cristianismo primitivo, como Pedro y Pablo y todos aquellos de la Iglesia Apostólica, que tuvieron el coraje de enfrentarse a los poderes políticos y religiosos de su tiempo, según se refiere en Hechos de los Apóstoles, a los que han decidido llevar vida de austeridad y de servicio a sus hermanos, a los que han querido reivindicar la dignidad de los más débiles y humillados del mundo, a los que se niegan a la pompa y al lujo, a los que asumen el espíritu de las bienaventuranzas como clave de la verdadera felicidad.
Romero, los mártires trapenses cuya gesta se narra en la bella película “Dioses y Hombres”, los cristianos silenciosos que viven a carta cabal su coherencia evangélica, sirviendo generosamente a la humanidad, los que rehúyen aplausos y recompensas, los que se remiten a este inmenso amor en la abnegación, sin exaltar el sufrimiento como tortura autoinfligida, los que no ahorran de su ser para dar sentido a la vida de sus hermanos. Tal  es la legión de los que han tomado en serio la invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9: 23).
Sabemos muy bien que esta  es una gran preocupación del Papa Francisco, totalmente arraigada en esta determinación del Señor Jesús, que debe ser imperativa para todo cristiano responsable y serio. Que la Iglesia renuncie a privilegios seculares, a estilos mundanos, a aspectos antievangélicos, que deje de ser autorreferencial, como él mismo dice a menudo, que se empeñe en dedicarse al anuncio de la Buena Noticia, que opte por los más pobres, que deje de lado la política eclesiástica para vivir definitivamente según el Evangelio.
Jesús es la plenitud de lo humano. No es la humanidad la que tiene que convertirse en divinidad, porque esta se hace presente en la divinidad. Ser cada día más humanos es lo que nos convierte en manifestación de lo divino, así lo testimonia Pablo: “Los que se han bautizado en Cristo se han revestido de El, de modo que ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3: 27).
En esa humanidad fina y misericordiosa, que se aproxima con amor a todo doliente, en esa humanidad crucificada, en esa teologalidad y en esa projimidad, reside la divinidad. Tal es la auténtica respuesta a la pregunta de Jesús, en la que no sólo se esclarece él, sino nosotros también. En el Señor Jesus descubrimos la identidad de Dios y también la del ser humano!.

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