“Si
no hacen caso a Moisès y a los profetas, tampoco se convencerán aunque un
muerto resucite”
(Lucas 16: 31)
Lecturas:
1.
Amòs 6: 1 y 4 – 7
2.
Salmo 145: 7 – 10
3.
1 Timoteo 6: 11 – 16
4.
Lucas 16: 19 – 31
El
mensaje de Jesùs que, en uno de sus elementos màs determinantes, lleva a optar
preferencialmente por los pobres y a denunciar con crudeza la indiferencia de
los ricos, con seguridad resulta antipático y reiterativo para muchos. Què hacer
ante esto? Callar o limar la aspereza de estos contenidos para no perder
adeptos? O mantenerse firme en el vigor original del Evangelio, aùn a costa de resultar ingratos a los ojos de
quienes viven sumergidos en el mundo de las riquezas?
Siguiendo
al mismo Jesùs, todo indica que la actitud cristiana seria es la segunda. Este
es – una vez màs – el énfasis que nos ofrece el texto de Lucas escogido para
este domingo, evangelio que destaca la conciencia misericordiosa del Señor con respecto a los excluìdos y
oprimidos, cuyas carencias son resultado
de la insensibilidad de los que disfrutan con exageración egoísta de los bienes
materiales, tipificados en el rico Epulòn de la parábola .
La
primera lectura, del profeta Amòs, como
el domingo anterior, conecta con esta intención de Jesùs: “Ay de los que se sienten
seguros en Siòn y de los que confían en la montaña de Samarìa, la gente màs
notable de la capital de las naciones, a quienes acude la casa de Israel!”
(Amòs 6: 1), este texto – del siglo VIII antes de Cristo – inspira la parábola
que trae a cuento Lucas para contrastar la desmedida abundancia del rico Epulòn
y la dramática pobreza de Làzaro, cuya necesidad no conmueve a aquel.
Amòs
vivió en un contexto muy parecido, con gente millonaria que se podía dar toda
clase de lujos y derroches, y multitud de pobres que a duras penas sobrevivìan,
tal como sucede en nuestro tiempo. Este profeta se dirige a la clase alta de
las dos capitales – Jerusalèn y Samarìa – y denuncia con rigor su forma de
vida: “Los que beben vino en anchas copas y se ungen con los mejores
perfumes, pero no lamentan el desastre de Josè” (Amòs 6: 6), refirièndose
con tal alusión a lo que sucede en todo el país.
Como
castigo, Amòs les anuncia: “Por eso, ahora iràn al destierro a la
cabeza de los cautivos y cesarà la orgìa de los sibaritas” (Amòs 6: 7),
texto que participa de la doctrina de la retribución, propia del Antiguo
Testamento, asì también lo que padece Epulòn, consecuencia de su nulo interés por la persona de Làzaro.
Esta
parábola es clave para entender mucho de lo que en el evangelio se dice
constantemente sobre la actitud ante el dinero y los bienes que con èl se
pueden adquirir, mensaje que nos lleva
con gran realismo a mirar el escàndalo del abismo entre ricos y pobres, la
sociedad de consumo con su infinidad de objetos innecesarios, el consumismo y
el despilfarro que caracterizan a los países del primer mundo y a las clases
pudientes en el mundo entero, en contravía del hambre, del desempleo, de la
miseria, en la que viven miles de millones de personas, los Làzaros de todos
los tiempos de la historia, cuya carencia no es producto de la casualidad sino
efecto incuestionable de un modelo socioeconómico que necesita
producir pobres a gran escala para mantenerse “en equilibrio”.
Hay
que hacer una advertencia esencial para no errar en la interpretación de este
texto de Lucas: el premio del pobre y el castigo del rico no se quedan en la
“otra vida”. Recordamos la durísima crìtica del marxismo clásico cuando desvela
la religión como opio del pueblo, al invitar a todos los últimos del mundo a
resignarse con su miseria prometiéndoles que en el màs allà serán premiados con
la bienaventuranza y la salvación eternas.
Tal promesa es definitivamente inmoral y
antievangélica porque uno de los elementos sustanciales de la Buena Noticia de
Jesùs es la reivindicación real, histórica, del ser humano en su integridad,
abierto a la trascendencia pero trabajando con ahinco para que en justicia se
le reconozcan sus derechos y su dignidad. Este es el motivo que anima la conciencia humana y cristiana
cuando propende con machacona insistencia por la solidaridad con todos los
condenados de la tierra.
Para
comprender por què el rico, que comìa y vestìa de lo suyo, es lanzado al
infierno, debemos referirnos brevemente al concepto de rico y de pobre en la
Biblia. Para nosotros el uno y el otro son conceptos que aluden a una situación
social y económica. Rico es el que posee mucho màs de lo necesario para vivir y
puede acumular bienes en demasìa, y pobre es el diametralmente opuesto, el que
carece de todo, el que vive en constante necesidad, con el agravante de que ,
en general, su condición apenas mueve a compasiones ocasionales, a limosnas
fruto de piedades del momento, sin tocar en su raíz la estructuras de la
sociedad que promueven este estado de cosas.
Pobres,
en el Antiguo Testamento, sobre todo a
partir del destierro en Babilonia, eran aquellos que no tenìan otro valedor que
Dios. Se trataba de los desheredados de este mundo, que no tenìan nada en què
apoyar su existencia, no tenìan a nadie en quien confiar, pero seguían
confiando en Dios. Tal confianza era la que los hacìa gratos a Yavè , que no
les podía fallar. Por eso en este contexto, lo sociológico no se puede desligar
de lo religioso.
Hagamos
el esfuerzo de revisar con detenimiento informes socioeconómicos de países
ricos y de países pobres, de sociedades ricas en países pobres y veamos los
indicadores de posibilidades de acceso a los bienes básicos, al mínimo vital,
en contraste con el consumo, el gasto irresponsable, los excesos de quienes
tienen mucho màs allà de lo necesario para una vida digna. Es claramente
escandaloso, contradictorio, y habla pèsimamente del mundo en el que vivimos y
del modelo social y económico que favorece estas distancias de riquezas
desbordantes y pobrezas que paralizan a tantos seres humanos.
Continuamente
los medios de comunicación nos traen imágenes dolorosas: los migrantes de
países africanos, de Siria, de Pakistàn, de Amèrica Latina, de Afganistàn,
buscando afanosamente ingresar a los países de Europa Occidental o a Estados
Unidos y Canadà, soñando encontrar allì la solución a sus inmensas necesidades.
Y, de otra parte, las políticas de los gobiernos de estos países opulentos, que
restringen estas poblaciones y las devuelven a su drama, cuando no mueren en el
mar sin lograr su intento.
Tengamos
en cuenta el clamor intenso del Papa Francisco quien, desde el comienzo de su
ministerio como Obispo de Roma y antes, en su pastoreo de la Iglesia de Buenos
Aires, llama la atención sobre esta seudocultura opulenta que trata a muchos
seres humanos como desechables y los “descarta” porque no son funcionales para
el sistema de producción y de consumo: “Mientras tanto, los poderes económicos
continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación
y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los
efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente. Asì se manifiesta que la
degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas”
(Encìclica Laudato Si: sobre el cuidado de la casa común, número 56).
Jesùs
quiere hacernos caer en cuenta de una falsa actitud religioso – moral, que es
la de confundir rectitud a los ojos de Dios con el cumplimiento de las
minuciosidades rituales y legales que se absolutizan con detrimento de la
justicia y solidaridad debidas a quienes carecen de todo. La verdadera
religiosidad – para El – reside en la construcción de una comunidad de
hermanos, donde la dignidad humana sea el principio decisivo de la misma.
Siguiendo
aquello de “caridad es hacer hombres, no mendigos”, estamos llamados a
superar el asistencialismo y paternalismo de las caridades de momento para dar
paso a un paradigma en el que la solidaridad sea estructurante de todo el
tejido social, disminuyendo al mismo tiempo la abundancia de los ricos y la carencia
de los pobres en la perspectiva de bienes compartidos en igualdad de
condiciones, trascendiendo también los intereses políticos y económicos de los
grupos de poder, de una y otra tendencia ideològica.
Proponer
esto asì resulta de alto idealismo, quijotesco si se quiere, pero este debe ser
el horizonte ètico que inspire una nueva humanidad. De lo contrario, seguiremos
sometidos al designio funesto de seres humanos que utilizan a sus semejantes
como mercancías y los descartan cuando nos les resultan ùtiles, mientras
aquellos siguen anestesiados en su mundo de excesos.
No
podemos desarrollar nuestra religiosidad sin contar con el pobre. Un cierto
tipo de predicación incompleta del cristianismo, olvidando lo sustancial del
Evangelio, ha desarrollado un individualismo casi absoluto, haciendo de la
relación con Dios un tratamiento vertical que desconoce al prójimo. En el
mensaje original de Jesùs el camino para llegar a Dios es el compromiso
solidario con el prójimo, afirmación que no admite medianìas ni discursos que la
oscurezcan. El verdadero grado de acercamiento a Dios es el acercamiento al
otro, todo lo demás es idolátrico.
Pablo,
en la parte final de su primera carta a Timoteo, exhorta a este a vivir en la
nueva humanidad, que es definitiva para este proyecto de fraternidad entre los
seres humanos: “Tù, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas; corre al alcance
de la justicia, de la piedad, de la fe, de la caridad, de la paciencia en el
sufrimiento, de la dulzura” (1 Timoteo 6: 11).
El
rico Epulòn es la vieja humanidad, la que ignora el sufrimiento del hermano, la
que desperdicia y gasta sin sentido ètico, la que es incapaz de la justicia y
de la projimidad. Si bien, nuestra esperanza està cifrada en una plenitud total
màs allà de la muerte, que llamamos salvación, nuestra historia actual, y en
ella nosotros como actores comprometidos, debemos hacer de la misma un
sacramento anticipado de esa trascendencia total, dedicándonos sin reservas a
la restauración de los caìdos por causa de la inequidad y de la riqueza
irresponsable.