domingo, 26 de febrero de 2017

COMUNITAS MATUTINA 26 DE FEBRERO DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO

“Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas”
(Mateo 6: 24)

Lecturas:
Isaías 49: 14 – 15
Salmo 61: 2 – 9
1 Corintios 4: 1 – 5
Mateo 6: 24 – 34
En la tradición judeo cristiana se nos ha inculcado el sentido de Dios como generoso, sobreabundante en sus dones para la humanidad, solidario con nuestros gozos y sufrimientos, cercano y plenamente comprometido con nuestra felicidad. Para los musulmanes ese mismo Dios único es concebido como “Alá, el compasivo, el misericordioso”.
Esta conciencia sobre la divinidad es soporte para nuestra existencia, principio y fundamento de todo lo que somos y hacemos. Sin embargo, cabe preguntar qué pasa cuando todas las seguridades de la vida se nos caen, cuando la enfermedad, el dolor, el sentimiento de fracaso, nos invaden?
La primera lectura de este domingo ofrece una buena pista en este sentido. El texto recuerda que el pueblo de Israel fue deportado ignominiosamente a Babilonia, una migración masiva en condiciones dramáticas y, junto con eso, constata el desencanto de estos israelitas que se sentían abandonados por Yavé, escépticos de que pudieran restablecerse como nación libre y pacífica.
 Situación similar a la que viven tantas gentes en estos tiempos inmisericordes, despojados de su derecho a vivir en tierra propia, y sometidas a las mil humillaciones de la exclusión!
Entonces la tarea del profeta es animar y estimular a esta comunidad resignada y entristecida: “Sión decía: El Señor me abandonó, Dios se olvidó de mí. Pero, acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré” (Isaías 49: 14-15). Isaías insiste en la incondicionalidad del amor de Dios.
La ternura de Dios está vigente, su preocupación de madre por el bienestar de sus hijos no se ha perdido, su fidelidad a la alianza cobra mayor sentido en estos tiempos de crisis y de frustración. El profeta lo hace aludiendo a Dios como madre, expresión que nos lleva a poner en tela de juicio la definición exclusivamente masculina que hemos hecho de El, lo mismo que todo el patriarcalismo y sus consecuencias de machismo y de desconocimiento de la mujer.
Recordamos cuando, en septiembre de 1978, el Papa Juan Pablo I, inolvidable con sus breves semanas de ministerio como Obispo de Roma, dijo en una de sus catequesis que Dios es Padre pero también es Madre, refiriéndose a la delicadeza de su amor, a su exquisitez con la humanidad, a su finísima implicación en nuestra existencia. Tema este que tomó el teólogo Leonardo Boff en su bellísimo libro “El rostro materno de Dios”.
Miremos así esos momentos de la vida cuando esta se nos desarma por la soledad, el desamor, el fracaso, las enfermedades, las pérdidas, frecuentemente incurrimos en la desesperación y en el vacío, demandando a Dios su olvido.
En contrapartida, la mejor espiritualidad nos trae el testimonio de creyentes sólidos que han afrontado con profunda entereza las inevitables adversidades existenciales, lenguaje que nos alienta a descubrir en el sufrimiento la mano providente de Dios que nos estimula constantemente a vivir  con significado y con esperanza.
Cómo somos nosotros en este sentido? Nos dejamos asumir por el amor desbordante de Dios? Tenemos sentido de gratuidad y de compasión? Nos abrimos a resignificar nuestras penurias y sufrimientos dando paso a esta misericordia única y restauradora? Somos también profetas que alentamos a muchos a recuperar la esperanza y la ilusión de vivir? Nuestro modo de ser es relato de Dios?
El evangelio de Mateo brinda un excelente aporte a la fundamentación teologal de nuestro ser planteándonos el asunto clave de la providencia divina: “Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas. Por lo tanto, yo les digo: no se preocupen por lo que han de comer o beber para vivir. No vale la vida más que la comida y el cuerpo más que la ropa?” (Mateo 6: 24-25).
Quiere decir que lo prioritario es el reino de Dios y su justicia, aclarando que no se trata de un “deísmo providencialista” sino de una responsabilidad existencial que nos lleva a captar con sabiduría lo esencial de nosotros mismos, de nuestras relaciones con los demás, con la configuración de la sociedad, del hacer de la historia un escenario de libertad y de dignidad.
No leamos en las palabras de Jesús intenciones ingenuas que nos llevan a desentendernos del “aquí y del ahora”, del compromiso por vivir una digna y sobria materialidad, ni tampoco permitamos que un mensaje como este se convierta en pretexto para quitarnos las grandes responsabilidades que tenemos, ni mucho menos para hablar de un Dios que interviene artesanalmente para decidir la marcha del mundo hasta en sus más mínimos detalles.
Hoy día, después de que la modernidad ha dejado claro que Dios no interviene ni puede intervenir en las leyes de la naturaleza para hacer que nos vaya bien, la fe en la Providencia debe reformularse radicalmente. No sólo no tenemos por qué creer en la intervención de Dios sobre las causas segundas, sino que podemos creer en forma adulta, como personas que se consideran enteramente responsables de su destino, con una convicción esencial de que Dios nos confiere su gracia pero cuenta con la respuesta de nuestra libertad para construír un mundo solidario, autónomo, honesto, justo, fraternal.
Precisamente  una de las formas de esa responsabilidad es la de no incurrir en la idolatría del dinero, y de todo lo que viene acompañándolo. Volvemos a las fuertes críticas de los profetas de Israel contra las idolatrías que sustraen al ser humano su autonomía y su dignidad, una de ellas esta de hacer del enriquecimiento el objetivo central de la vida.
Son interminables las evidencias de este culto al Dios dinero. En el documento programático de su ministerio como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, el Papa Francisco dice: “Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero,ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: la negación de la primacía del ser humano!! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (Exodo 32: 1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo” (Exhortación Apostólica La Alegría del Evangelio, # 55).
El agobio desmedido por los bienes materiales nos hace perder el sentido de Dios, el sentido de lo humano, la conciencia de las necesidades del prójimo, el sentido de la justicia y de la solidaridad, esta es una de las grandes y dramáticas realidades de estos tiempos de la historia. Las severísimas palabras de Francisco así lo advierten.
Jesús no está diciendo que nos olvidemos del trabajo y del esfuerzo por lograr un sustento que nos permita satisfacer con dignidad nuestras necesidades básicas. El nos está convocando a eliminar las desigualdades hirientes, a no permitir que unos seres humanos sean oprimidos y explotados por otros, a construír un modo de vida austero, en el que la disposición para compartir y para distribuír equitativamente los bienes sea estructurante de los modelos sociales y económicos, y de nuestros proyectos de vida.
Cuáles son los valores que están en juego?: “Por lo tanto, pongan toda su atención en el reino de los cielos y en hacer lo que es justo ante Dios, y recibirán también todas estas cosas. No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse. Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mateo 6: 33-34).
Este texto contribuye a que entendamos el valor relativo de los bienes terrenos en comparación con el valor supremo de Dios y de su reinado, y también a que asumamos el valor absoluto del ser humano, especialmente del más requerido de cercanía y de reivindicación.
 Las dos realidades nos exigen entrar de lleno en el dinamismo de la trascendencia, del salir de nosotros mismos, teniendo como referencia al Señor Jesús, en su configuración fundamental con el Padre-Madre Dios y con el prójimo, datos constitutivos de su proyecto vital, del que nos invita a hacer parte.
Un especial testimonio de esta dedicación a Dios y al hermano lo tenemos en Pablo, quien en la lectura de hoy está atendiendo a unas críticas que le hacen algunos en Corinto, juicio que parece apresurado e inmaduro. El se esfuerza en aclarar el sentido de su misión con palabras  que son extensivas a la de todos los que se dedican al ministerio apostólico: “Ustedes deben considerarnos simplemente como ayudantes de Cristo, encargados de enseñar los designios secretos de Dios. Ahora bien , el que recibe un encargo debe demostrar que es digno de confianza” (1 Corintios 4: 1 – 2).
Vivir con coherencia este servicio exige un total rectitud, de abnegación, de no establecer clasificaciones a la hora de darse a los unos o a los otros, no  haciendo  acepción de personas ni preferencias, llevando  un modo de vida sobrio y austero,  y dejando que el Señor se transparente en nosotros, sin ambicionar títulos o premios, dando a entender en todo que nuestra confianza en El nos compromete a la projimidad, a la justicia, al servicio. No tenemos más prioridad que esta.

domingo, 19 de febrero de 2017

COMUNITAS MATUTINA 19 DE FEBRERO DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO



“Ustedes han oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo les digo: amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan…”
(Mateo 5: 43 – 44)

Lecturas:
1.   Levítico 19: 1-2 y 17-18
2.   Salmo 102: 1-8 y 10-13
3.   1 Corintios 3: 16-23
4.   Mateo 5: 38-48
La vocación que todo ser humano recibe de Dios es a ser santos, a ser perfectos, a cultivar una excelente humanidad, participando de la propia perfección de Dios, en quien destaca como sustancia de esta invitación el camino del amor incondicional, a El mismo, a todos los seres humanos, con preferencia de los humillados y ofendidos, a la naturaleza, a sí mismo.
 Sólo hay santidad cuando el ser humano se despoja de sus intereses particulares y trasciende hacia el Otro que es Dios y, en consecuencia, hacia el prójimo; no es posible  una santidad desconectada de los demás.
En esta clave se impone revisar el concepto y la práctica del ser santo. Cierto estereotipo muy extendido nos lo presenta  con sabor de perfeccionismo angelical, de desentendimiento de las cosas de la vida real, alejado de la cotidianidad, de los gozos normales de la vida, de las fragilidades inherentes a todos los humanos.
En las lecturas de este domingo se nos ofrece la alternativa de una santidad inserta en el mundo y totalmente entregada al ejercicio de la projimidad, afirmación que pone en tela de juicio esa santidad desteñida a la que nos estamos refiriendo.
La primera lectura  proviene del código de santidad del libro del Levítico – uno de los cinco textos del Pentateuco -, que plantea claramente la responsabilidad con el prójimo: “No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no cargues con un pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor a tus paisanos. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé” (Levítico 19: 17-1).
Buena parte de este código de santidad está orientada a la regulación del comportamiento social dominado por el mandamiento del amor al prójimo. De acuerdo con esto, el camino para llegar a Dios y lograr la santidad comienza con el respeto hacia la vida y la dignidad del otro. Este criterio es esencial en la Ley y en los Profetas, es el asunto que determina nuestra relación con Dios, elemento fundamental de la fe.
 El creyente que  interioriza este mandato y lo integra a su vida es el que  puede participar  legítimamente de la promesa de salvación dada por Dios a su pueblo. Su santidad se manifiesta en el trato exquisito que nos da: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas” (Salmo 102: 8 – 10).Claro  testimonio de la santidad de Dios que nos compromete a vivir en esa misma perspectiva!
Cuando en el lenguaje de los profetas leemos sus fuertes diatribas contra la religión de Israel ,más preocupada por la perfección del culto exterior, por la riqueza del templo, por la solemnidad de las ceremonias, que por la justicia debida al prójimo, constatamos la prioridad que la mejor tradición bíblica concede a la íntima conexión entre santidad y projimidad, entre santidad y justicia, entre santidad y amor.
En el texto de la segunda lectura – de la primera carta a los Corintios – Pablo considera al ser humano como templo de Dios y morada del Espíritu: “Acaso no saben ustedes que son templo de Dios, y que el Espíritu de Dios vive en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes mismos” (1 Corintios 3: 16-17).
Esto lo podemos definir como la esencia teologal de la dignidad humana. Cada persona es presencia concreta de Dios en la historia. Detengámonos en esta consideración y dejemos que ella entre a lo más  hondo de nuestro ser. Decir esto equivale a establecer la primacía del ser humano por encima de cualquier otro interés y – por supuesto – confronta cualquier escala de valores, las más habituales estructuradas sobre el dinero, sobre los apellidos, sobre los títulos, sobre el poder y, en general, sobre tantas distinciones y jerarquizaciones introducidas por el pecado.
Pablo está llamando la atención a los cristianos de Corinto sobre su condición de templos del Espíritu y al mismo tiempo les advierte sobre los peligros que los amenazan, provenientes de aquellos que pretenden anular el mensaje del Señor Crucificado, de su donación amorosa y definitiva, para dar paso a discursos de sabiduría humana, permeados por el poder y por la ambiciosa dominación de unos sobre otros, por el desconocimiento de la identificación de Dios con la debilidad de los humanos y de su solidaridad con los últimos del mundo.
Así, el ser humano viene a ser un sacramento de Dios, una significación eficaz de su presencia, acompañada de la gracia que transforma y que propicia la entrega, el servicio, la abnegación, la atención a cada persona, el reconocimiento de su valor, sin diferencias ni categorías.
Esto que decimos suele ser lugar común. Es profesado por la declaración universal de los derechos humanos, también por las constituciones de los estados, por los programas de los partidos políticos, por las tradiciones religiosas, todo el mundo lo sabe,  pero  al verificar su impacto en las relaciones efectivas entre los hombres nos encontramos con la escandalosa distancia de estos ideales.
Las legiones de migrantes que huyen de la violencia y del hambre, los millones de seres humanos descartados por el sistema excluyente del mercado y de la capacidad adquisitiva, el rechazo de los países ricos para que estos colectivos ingresen a sus territorios, la segregación recial, las afrentas a la libertad religiosa, la infame perversidad del sistema económico vigente en el mundo, las interminables violencias contra los indefensos, y tantos hechos contrarios a esas proclamaciones nos hacen ver que en la raíz de muchos corazones no alberga una sensibilidad humanitaria ni una aceptación del valor esencial de lo humano.
Por eso, las palabras de Pablo deben tener tanta resonancia para nosotros, que nos decimos seguidores de Jesús. El dice que el verdadero templo donde habita Dios son las personas. Es en ellas, en el amor a ellas donde se da el auténtico culto a Dios, especialmente en aquellos cuya dignidad ha sido profanada por el pecado de la injusticia.
En estos años recientes hemos escuchado al Papa Francisco profesar esta convicción del valor sustancial del ser humano, y rechazar enfáticamente la economía de mercado y la sociedad de consumo que produce seres humanos descartables , en la medida en que el referido sistema no los considera productivos sino engorrosos. En esta perspectiva de la fe cristiana y en la sensibilidad de otras tradiciones religiosas y humanistas, también muy respetables, estamos llamados a afirmar la sacralidad de todas las formas de vida, destacando la centralidad del ser humano.
En el texto de Mateo se da un paso adelante que es perdonar y amar al enemigo:” También han oído que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo les digo: amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen. Así ustedes serán hijos de su Padre que está en el cielo; pues El hace que su sol salga sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque si ustedes aman solamente a quienes los aman, qué premio recibirán?” (Mateo 5: 43-46)
Este amor propuesto por Jesús supera el mandamiento antiguo que permite el odio al enemigo, expresado en la famosa ley del talión: “ojo por ojo y diente por diente” (Mateo 5: 38), legitimación del rencor y de la venganza, raíz de tantos conflictos y desavenencias en la humanidad. Lo que Jesús pide se  sale del circulo de los habituales afectos que tenemos: familia, amigos, grupos de pertenencia, personas con quienes nos identificamos y, en cambio,  nos proyecta a los que parecerían no merecer nuestro amor, o incluso parecerían merecer nuestro desamor.
Ser perfectos como Dios significa vivir en un amor sin límites, dejando atrás la pobre lógica de esa ley del talión, y conformando una sociedad en la que la justicia, la compasión, la misericordia, la solidaridad, son los ejes que la articulan. Dentro de esto el perdón al enemigo y la reconciliación tienen un peso decisivo.
El Evangelio de Jesús siempre es radical y supera con creces los mínimos de nuestra justicia limitada, que El mismo cuestiona con rigor cuando dice: “Y si saludan solamente a sus hermanos, qué hacen de extraordinario? Hasta los paganos se portan así. Sean ustedes perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto” (Mateo 5: 47-48).
Cuando simplemente dejamos de hacer el mal no alcanzamos el bien moral supremo, la santidad, porque podemos estar pecando por omisión del bien, paradójicamente. Esta propuesta del amor a los enemigos, de altísima exigencia espiritual y ética, es el salto cualitativo que marca la diferencia, donde salimos de nuestro confortable ámbito de cumplimientos mínimos para entrar en la radicalidad del amor que nos asemeja a Dios.
Para lograrlo se impone una experiencia espiritual profunda, mística, que nos lleva a contemplar el misterio indecible de Dios en el misterio del ser humano, verdadero santuario que nos hace salir del intimismo cómodo para construír un modo de vida que sienta con el otro, que experimente el dolor del otro, y que también nos confiera la osadía de desarmar al enemigo con esa expresión sobreabundante de amor que es el perdón. Como el que se hace tan indispensable en esta hora de la historia colombiana.

domingo, 12 de febrero de 2017

COMUNITAS MATUTINA 12 DE FEBRERO DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO



“Ustedes han oído que se dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero yo les digo: todo el que esté peleado con su hermano será procesado”
(Mateo 5: 21-22)

Lecturas:
1.   Eclesiástico 15: 16 – 20
2.   Salmo 118: 1-5;17-18 y 33-34
3.   1 Corintios 2: 6 – 10
4.   Mateo 5: 17 – 37
La libertad, la posibilidad de decidir con autonomía, el emanciparse de tutelas esclavizantes, son grandes sensibilidades del ser humano, especialmente en estos tiempos en los que han entrado en crisis las realidades que se enseñorean sobre las personas para decidir sus vidas desde fuera de ellas mismas.
Esto es particularmente álgido en el ámbito de lo religioso. Durante siglos, la institución eclesiástica, con su pretensión de administrar la relación entre Dios y los seres humanos, se ha erigido en legisladora y en determinadora de las conciencias, de sus opciones, poniendo como gran legitimador al mismo Dios, y estableciendo salvación o condenación, según haya acatamiento de sus leyes o apartamiento de ellas.
 Esto sucedió en un determinado contexto del desarrollo de la sociedad, en el que esta situación se consideraba normal, pero pasados muchos siglos, y viviendo en ámbitos completamente diferentes resulta muy problemático empeñarse en su vigencia.
Estamos entrando en una zona de alta susceptibilidad, para la Iglesia, para la cultura moderna, para todos los humanos, principales implicados en la cuestión. Jesús , en el texto del evangelio de este domingo, nos introduce en el más allá de la ley, en su espíritu, y nos conduce  a la relación profunda de la libertad humana frente a Dios, cuestionando en su raíz la configuración legalista del judaísmo de su tiempo y dando una pauta decisiva para sus seguidores en todas las épocas de la historia.
En su libro “El malestar religioso de nuestra cultura”, el teólogo y filósofo español Juan Martín Velasco, estudia juiciosamente el impacto de la cultura moderna sobre la religión, la explicitación de la razón ilustrada y crítica, la secularización de la sociedad, los movimientos emancipatorios del siglo XX, las luces que brindan las ciencias sociales y humanas en esta perspectiva de autonomía, y ofrece – al mismo tiempo – unas líneas de superación del conflicto a partir de una espiritualidad cristiana que sintoniza con las grandes preocupaciones de la modernidad, poniendo a dialogar el espíritu original del Evangelio con tales aspiraciones liberadoras, siempre tan legítimas y tan reveladoras de lo más profundo de la humanidad. Recomendable lectura para quienes deseen profundizar en el asunto.
La primera lectura – del libro del Eclesiástico – nos sitúa frente a la gran posibilidad  de la libertad, que es la de elegir: “ El te ha puesto delante fuego y agua, alarga tu mano y toma lo que quieras. Qué grande es la sabiduría del Señor, tiene un gran poder y todo lo ve!” (Eclesiástico 15: 16 – 18), con esta escueta afirmación el autor bíblico reconoce el sentido de la libertad, el discernimiento, la postura del hombre ante alternativas que – debidamente ponderadas – le permiten tomar una decisión, en el ejercicio maravilloso de la responsabilidad, y de la capacidad de hacerse a sí mismo.
A esto lo conocemos en lenguaje clásico como el libre albedrío, tema clave de la filosofía y de la teología porque hace parte esencial de todo ser humano que se tome en serio su vida queriendo estructurarla responsablemente, examinando con sentido crítico las alternativas que se le plantean y decidiendo ante ellas el sentido mismo de su existencia, de su felicidad, de lo que lo hace plenamente humano, de lo que le permite desarrollar todas las potencialidades de su ser.
Por otra parte, la segunda lectura – de la primera carta a los Corintios – nos dice: “Sin embargo, entre los perfectos hablamos de sabiduría, pero no de la sabiduría de este mundo ni de los jefes de este mundo, abocados a la ruina, sino de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida por los jefes de este mundo….” (1 Corintios 2:6-7).
Es preciso recordar, a propósito de este texto, que mundo en los escritos paulinos no significa la realidad de la vida, lo material, lo concreto, lo histórico, sino lo que se opone a las intenciones liberadoras de Dios, lo que es egoísta, injusto, pecaminoso, lo que impide al ser humano su pleno desarrollo; y por “perfecto” se entiende no un grupo de iniciados sino los que han entendido a Jesús y se empeñan libremente en vivir según su proyecto.
Ya hemos hablado varias veces de la colisión que se produce entre lo que Jesús plantea y la manera de ser y de pensar de ciertas mentalidades humanas, influídas por mentalidades legalistas, religioso-rituales, económicas, sociales. Jesús entra en abierta contradicción con estos “mapas mentales” porque no ve en ellas posibilidades de libertad para el ser humano, porque cifran su saber en cumplimientos externos sin conversión al amor de Dios y al amor del prójimo, porque no hay en ellos espíritu de fraternidad y de servicio, simplemente observancias, las más de ellas verdaderamente opresoras.
Esta aclaración es muy importante para entender lo que nos quiere decir Pablo con la sabiduría de Dios, escondida y misteriosa, que  no es  otra cosa que lo que él mismo llama “la locura de la cruz”, el amor máximo de Dios a la humanidad expresado en Jesús, en su historia, en su preferencia por los últimos, por los pecadores, por los condenados, en su entregarse al poder religioso judío y al poder político romano para ser juzgado como reo, blasfemo, subversivo y ser por ello crucificado. Ofrenda que es garantía de redención, de salvación, de rescate de la vida verdadera, para toda la humanidad!
 De esta sabiduría es de la que requerimos para poder vivir en una feliz libertad nuestra relación con Dios y nuestra apropiación de lo que entendemos por esa voluntad suya y por ley.
El texto evangélico que se propone para este domingo sigue como continuidad de las bienaventuranzas. El autor está escribiendo para judíos convertidos al cristianismo, por eso su lenguaje y continuas referencias a las tradiciones de Israel, a la ley, a sus prácticas religiosas, podemos descubrir que no  lo hace en línea de continuidad sino justamente en abierta discontinuidad, que es donde  conectamos con nuestro gran tema de la libertad y del significado de la ley.
Sabemos que el cristianismo se ha inculturado en diferentes modelos de pensamiento, de cultura, de sensibilidades sociales y religiosas, esto fue especialmente fuerte en los primeros siglos de presencia cristiana en el mundo, a través de las visiones griega y romana, situaciones que han permanecido en el tiempo, no siempre con la feliz capacidad de hacer relevante el mensaje del Evangelio. Esta cuestión – que no vamos a abordar con detalle – es preocupación del magisterio de la Iglesia, de los teólogos, de los pastoralistas, de los estudiosos de la Biblia, siempre con la intención de purificar el mensaje original de Jesús de adherencias que lo oscurecen y le hacen mala “publicidad”.
En este orden de cosas, uno de los problemas gruesos que se  han filtrado al cristianismo, es el de presentarnos a Dios como una entidad suprema, autoritaria, distante de los humanos, que se encarna en una institución poderosa – la Iglesia – que dictamina lo que es bueno y lo que es malo, obligando a sus creyentes a proceder en el sentido en que ella lo decida, so pena de pecado, de culpa, de condenación.
Estas palabras están animadas por el deseo de esclarecer la luz de la fe para que esta cumpla con su propósito de liberar y salvar al ser humano, dándole elementos críticos para vivir su libertad y su actitud ante la ley. Para ello es esencial el texto del evangelio de hoy, que nos dice claramente que la letra mata y el espíritu da vida: “No piensen que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolirlos sino a darles cumplimiento. Les aseguro  que, mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una i ni una tilde de la ley hasta que todo suceda” (Mateo 5: 17-18).
La oferta espiritual y religiosa de Jesús es 100 % opuesta a la de los fariseos y maestros de la ley, El defiende la actitud ante el espíritu de la ley y no el cumplimiento por sí mismo, desconectado este de Dios y de lo más íntimo del corazón humano, y  advierte sobre el conocido peligro del legalismo, dando a entender que las personas inmaduras necesitan de un sistema establecido y a este atribuyen la verdad definitiva sin confrontarse con el mismo Dios y con la realidad de la vida: “Porque les digo que, si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mateo 5: 20).
La redacción del texto utiliza la contraposición “Ustedes han oído que se dijo a sus antepasados…..pero yo les digo….” para indicar con esto la radical novedad del espíritu de los mandamientos, que consiste en ir mucho más allá de lo que está mandado puntualmente , siempre inspirándose en el total amor al Padre y al prójimo, sin limitaciones.
Planteando los casos establecidos por la ley judía ante el asesinato, el adulterio, el divorcio, y el juramento, Jesús determina la radicalidad de la nueva actitud que El propone como esencial en el espíritu del Evangelio, en la que se aspira a la conversión plena del corazón y a la erradicación de toda violencia.
“Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: no matarás, pues el que mate será reo ante el tribunal. Pues yo les digo que todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo ante el tribunal….” (Mateo 5:21-22), son palabras que indican claramente que la ley no se refiere solo al acto puntual de matar sino a todo aquello que atente contra la projimidad, contra la dignidad del hermano.
Con esto volvemos a recordar que los fariseos, y todos los que se les parecen, cumplen la ley como una función exterior, sin estar convertidos a Dios y al hermano, y hacen de su observancia un mero requisito, que ellos pretenden implantar como obligatorio para todos.
 En cambio, Jesús alude a las exigencias del propio ser, y en esto surge de nuevo la cuestión de la libertad, ser libre pertenece a lo más íntimo de la condición humana, Jesús así lo asume y por eso nos guía por el sendero fino del espíritu que ha de inspirar nuestras conductas y observancias, trascendiendo su materialidad formal e imprimiéndoles un significado liberador y definitivo.
Las palabras del salmo 118 explicitan el significado de todo lo dicho, el espíritu del que acoge la voluntad de Dios como norma determinante de su vida, haciéndolo con plena libertad y con la conciencia de que allí su relato existencial trasciende y se deja liberar por ese amor superior: “ Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor, dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón” (Salmo 118: 1-2)

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