domingo, 25 de junio de 2017

COMUNITAS MATUTINA 25 DE JUNIO DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO

No les tengan miedo , pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse”
(Mateo 10: 26)
Lecturas:
  1. Jeremías 20: 10-13
  2. Salmo 68: 8-10;14;17 y 33-35
  3. Romanos 5: 12-15
  4. Mateo 10: 26-33

Una característica decisiva de Jesús es su profunda libertad ante los poderes políticos y religiosos de su tiempo , diversos pasajes de los relatos evangélicos así lo confirman, indicando que esto es fundamental para una auténtica comprensión y práctica de su seguimiento, anotando – como dato esencial – que tal soberanía proviene de su experiencia de intimidad con el Padre Dios y de la correspondiente configuración con su voluntad, como lo presenta particularmente el evangelista Juan.
Esa misma vivencia la quiere participar El a sus discípulos, es lo que inspira el capítulo 10 del evangelio de Mateo, del que tenemos hoy un pasaje que les anima a no tener miedo ante los poderosos y ante las contradicciones y dificultades que emanan de ellos: “No teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; teman más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehenna” (Mateo 10: 28).
El capítulo 10 de Mateo es llamado el discurso misional, en el que Jesús prepara a 72 discípulos para la misión, haciéndoles algunas advertencias que se inscriben plenamente en ese talante de autonomía, de austeridad, de servicio incondicional, de no dejarse permear por la ambición de poder y de posesiones materiales.
A esto se refiere continuamente el Papa Francisco cuando invita a la Iglesia a estar siempre en “salida”, a deponer todo privilegio y comodidad y a vivir exclusivamente para la misión. El discurso de Jesús es de total pertinencia para la Iglesia de hoy.
El Señor alude especialmente a las persecuciones que pueden experimentar por el estilo contestatario y profético que El les comunica, y a la actitud de poner en tela de juicio con gran severidad la lógica falsa de los poderes imperantes en su momento: “Sepan que los envío como ovejas en medio de lobos. Sean, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guárdense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en sus sinagogas, serán conducidos ante gobernadores y reyes por mi causa, para que den testimonio ante ellos y ante los paganos” (Mateo 10: 16-18).
Jesús prefirió la verdad desnuda de Dios, la de su Buena Noticia, la de su denuncia radical de las inconsistencias del poder político y del poder religioso, y con esto marcó una tendencia que es determinante para personas y comunidades que quieran tomar en serio el asunto cristiano, no como la cómoda instalación en un sistema de prácticas rituales sino como el seguimiento activo que aspira a la mayor coherencia ética y espiritual teniendo como referencia fundante el Evangelio.
En tiempos de Jesús los grupos de poder intimidaban a las personas, ocultaban la verdad y manipulaban la realidad de los hechos a su antojo y, por supuesto, perseguían a los insobornables profetas y a quienes, inspirados en la verdad de Dios, confrontaban tales injusticias y mentiras. De esa misma injusticia y falsedad se vive hoy en muchos ambientes sociales y políticos, también – penosamente – en ambientes religiosos.
Esto que hoy se ha dado en llamar “postverdad” es una versión hipócrita y aparentemente sofisticada de aquella pecaminosa actitud que distorsiona la verdad y entroniza la mentira.
Los cristianos de los primeros tiempos estuvieron expuestos a las mismas amenazas. Se enfrentaban al Imperio Romano que tenía el control político y militar de Palestina, el país de Jesús, y también a los diversos grupos sectarios de los judíos que veían en ellos a los seguidores de un subversivo, blasfemo y hereje, condenado a muerte por tales delitos. Cada uno de estos tenía sus intereses muy definidos que no eran justamente los del servicio a la humanidad ni los de la reivindicación de los pobres; lo suyo era un aparato político – religioso que no aceptaba el modo libre, solidario, despojado de seguridades materiales, y afianzado en Dios, que animaba a estos primeros seguidores de Jesús.
Un anticipo de esto en el Antiguo Testamento lo vivió el profeta Jeremías, del que proviene la primera lectura de este domingo. En este hombre se ve una clara superación del triunfalismo religioso y una explicitación de la preferencia de Dios por los débiles y los humildes. Su testimonio es el de alguien escarnecido y humillado, pero no intimidado por los poderosos que le perseguían: “Escuchaba las calumnias de la turba: terror por doquier! Denunciémosle! Todos con quienes me saludaba estaban acechando un traspiés mío: a ver si se distrae y lo sometemos, y podremos vengarnos de él. Pero Yahvé está conmigo como un campeón poderoso, por eso tropezarán al perseguirme , se avergonzarán de su impotencia….” (Jeremías 20: 10-11).
Cómo es Dios causa de esta independencia y de esta extraordinaria capacidad para no dejarse atemorizar por violentos y detentadores del poder? Qué sucede en el interior de quien procede así? Es, sin duda, una experiencia profunda del Padre, igual a la de Jesús, en quien se revela la intimidad del ser cuya felicidad no reside en esos criterios mundanos de dominación y humillación de los débiles sino en la verdad que libera, que da sentido y esperanza.
Cuando la Iglesia, sus pastores, sus comunidades, sus instituciones se dejan tomar por Dios, por la originalidad que el Padre revela en Jesús, vienen, como bienaventuradas consecuencias, la libertad, la capacidad de hacer frente evangélicamente a la persecución y a la confrontación de los poderosos, y la disposición para el testimonio definitivo de la fe, que es el martirio, como ha sucedido en tantos edificantes casos de la historia del cristianismo.
Pero cuando la Iglesia se instala en los intereses mundanos, cuando se deja utilizar por el poder, cuando se torna legitimadora de intereses egoístas, pierde su soberanía profética, y se aleja del talante esencial del Señor Jesús.
Así las cosas, donde nos situamos, cristianos de hoy?
El “no tengan miedo” de Jesús a sus discípulos se inscribe en el contexto de la misión, Jesús se pone El mismo como garantía que respalda a sus seguidores y los anima a permanecer firmes en medio de las contradicciones: “Si alguien se declara a mi favor ante los hombres, también yo me declararé a su favor ante mi Padre que está en los cielos” (Mateo 10: 32).
Vienen así al recuerdo las historias de tantos hombres y mujeres de notable solidez humana y evangélica que han vivido hasta las últimas consecuencias su configuración con Jesús, para afirmar con que el proyecto de Dios se arraiga en la libertad y en la dignidad de todos los seres humanos, en la reivindicación de los pobres y humillados, en la constatación de que los valores que deciden la verdad de la vida no residen en las riquezas o en la destructiva carrera del poder, sino en el servicio, en la solidaridad, en la referencia comprometida con el prójimo, en la feliz vivencia del reconocimiento de la diversidad humana.
Monseñor Romero, Beato Romero de América, cuya vida se ofrendó como protesta contra la violencia ejercida por el gobierno y por los terratenientes de su país en contra de los humildes campesinos salvadoreños, a quienes ofreció sin reservas su servicio episcopal; junto con él, millares de cristianos de a pie, catequistas, líderes comunitarios, estudiantes, maestros, activistas de derechos humanos, todos ellos animados por el Evangelio y dispuestos a no transar con la violencia que pretendía sofocar sus aspiraciones de libertad. Este es un testimonio que ha impactado profundamente a la Iglesia del siglo XX, en él se delinea con nitidez la soberanía evangélica con la que Jesús nos dispone para la misión.
Finalmente, siguiendo el espíritu de la segunda lectura, de la carta a los Romanos, se nos presenta a Pablo inmerso en ese mundo religioso que absolutiza la justificación por el cumplimiento de la ley y por las minuciosidades del culto fundamentalista del judaísmo de su tiempo. Pero este hombre, que primero fue fariseo radical y perseguidor encarnizado de los discípulos de Jesús, sabe que en esa fanática observancia no residen ni la verdad ni la libertad.
Pablo denuncia la incapacidad de los mecanismos habituales de la religión para brindar a la comunidad una auténtica experiencia de sentido y de genuina humanidad.
Esta consideración previa nos ayuda a entender el contraste que ofrece la carta a los Romanos: “Por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado , la muerte; y así la muerte alcanzó a todos los hombres , puesto que todos pecaron…….”, pero ….. Si por el delito de uno murieron todos, con cuánta más razón se han desbordado sobre todos la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo!” (Romanos 5: 12 y 15).
La alusión paulina no es a la muerte física sino a la lógica de una religiosidad que pretendía justificar al ser humano por la acumulación de méritos derivados del cumplimiento estrictísimo de la ley, como era el modelo del judaísmo vigente en tiempos de Jesús. Es la letra que mata el espíritu!
Pablo establece la novedad que sucede en Jesucristo, gratuidad pura de Dios para la humanidad, verdadera religión enraizada en la misericordia del Padre y en el don que de si mismo ha hecho en Jesús. No es el poder de la ley el que salva sino la desbordante gracia de Dios que se ofrece sin límites a todo el que libremente quiera beneficiarse de este ofrecimiento.

domingo, 18 de junio de 2017

COMUNITAS MATUTINA 18 DE JUNIO SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO

“Entonces, si el pan es uno solo, también nosotros, aún siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan”
(1 Corintios 10: 17)
Lecturas:
1. Deuteronomio 8: 2-16
2. Salmo 147: 12-20
3. 1 Corintios 10: 16-17
4. Juan 6: 51-58

Todo lo que se origina en Dios es vitalidad, salud, alimento, siempre con desmedida abundancia. Por eso el testimonio original de la fe de Israel es la certeza en un Dios creador, dador de vida y comprometido con la misma, porque: “El te afligió, haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná – que tu no conocías ni conocían tus padres – para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Deuteronomio 8: 3).
Dios es sobreabundancia y alimento, don de sí a la humanidad, es lo que expresa con marcada elocuencia esta memoria del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, explícita referencia al sacramento eucarístico y a su esencial capacidad nutricia.
Como siempre, hacemos el esfuerzo de captar el sentido a través de un lenguaje propio de nuestra cotidianidad , con el fin de enfatizar su fuerza significativa, su sacramentalidad, su eficacia salvadora y liberadora.
El alimento es indispensable para el buen vivir. La madre naturaleza tiene esto tejido en su ser y en su quehacer, dinamismo que nos permite la buena vitalidad y la salud. El cuerpo materno produce la leche para alimentar al bebé en los primeros tiempos de su vida, el cuerpo humano lleva consigo el germen de la misma, apasionante constatación esta del misterio vital y alimenticio en los orígenes mismos del ser!
El paso dramático de los israelitas por el desierto durante 40 años, según lo refiere el libro del Exodo, despojados de seguridades, expuestos a la ruptura y a la crisis, vivenciando toda clase de carencias, es un prototipo de la
experiencia humana. Salir de la comodidad, romper con las esclavitudes confortables, lanzarse a la aventura de un mundo promisorio pero de entrada incierto, correr el riesgo de la libertad, asumir las contradicciones, pero soñar siempre con esa tierra prometida “que mana leche y miel, territorio de la nueva humanidad.
Quién puede decir que no ha vivido soledades, vacíos, desencantos, carencias, desesperanzas? Quien no ha sido expuesto al dramatismo del desierto existencial? Quien no ha experimentado el hambre y la sed? Quien no ha protestado ante Dios por esto? Estas radicales inquietudes hacen parte inevitable de la tarea de encontrar sentido a todo lo que se es y se hace. Tal es el paradigma contenido en la travesía del pueblo hebreo por el desierto.
“Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos” (Deuteronomio 8: 2), es un texto de memoria que propone al creyente israelita su propia biografía de prueba y crisis, para permanente recuerdo liberador, en el que no ha de olvidarse lo pactado con Yavé Dios, compromiso llamado alianza, en el que se vive la reciprocidad de este Dios fiel, incondicional, aguardando la respuesta del creyente que modela su condición humana en esta perspectiva teologal, vale decir, digno y honesto, genuino ciudadano de la tierra prometida.
Quien nos alimentó cuando eramos niños dependientes? Quien nos mantuvo vivos, quien nos protegió, quien se preocupó por nosotros, de donde vino nuestra nutrición física, espiritual, emocional? En quienes descubrimos este sacramento fundante de nuestro ser? Papá y mamá, cuidadores, protectores, alimentadores, amantes, son ellos la hermosa expresión de este amor original y originante.
En contraste con esta seductora gratuidad, resulta tan escandaloso e indignante constatar que varios miles de millones de seres humanos viven desnutridos, negados en su esperanza, excluídos del pan y afecto cotidianos, de la mesa bien servida, mientras muchos – desconocedores del sentido de lo gratuito - están sumergidos en una abundancia irresponsable y ajena a todo sentimiento de solidaridad. Tal penuria y escándalo contiene una exigencia ética y eucarística de primer orden!
Si experimentamos la gracia y el beneficio de ser nutridos, estamos llamados también a dar con gratuidad lo que así hemos recibido: “Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y aguas profundas que manan en el monte y la llanura; tierra de trigo y cebada, de viñas , higueras y granadas, tierra de olivares y
de miel; tierra en que no comerás medido el pan, en que no carecerás
de nada…. Entonces, cuando comas hasta hartarte, bendice al Señor tu Dios, por la tierra buena que te ha dado” (Deuteronomio 8: 7-10).
Con esta invitación tan concreta, en la que las bendiciones se materializan en los dones del alimento y del bienestar, se propone a los creyentes israelitas, también a nosotros, hacernos conscientes del talante gratuito de todo lo que viene de Dios, cuya contraparte es la construcción de un mundo marcado felizmente por esa misma gratuidad, en el que todos los humanos puedan servirse de la mesa de la vida en igualdad de condiciones.
Recibido por vía gratuita, el buen Dios espera de nosotros el compromiso igual de una fidelidad de la misma naturaleza que se traduce en una humanidad solidaria, generosa, servidora de esa riqueza como gran homenaje a la dignidad humana y al querer igualitario de Dios.
Se deja claro así que la relación eucarística con el Padre no descansa sobre un formalismo ritual ni sobre una liturgia individualista, sino sobre una existencia agradecida y resuelta a impregnar de comunión y participación todas las relaciones humanas.
En el Señor Jesús se hace contundente y nítido lo contenido en su sangre derramada, en su cuerpo ofrecido, para darnos en totalidad la vida de Dios, haciéndolo sacramento permanente, memoria de la radical donación de sí mismo para salvación y liberación de toda la humanidad, con el fin de que sus seguidores también nos impliquemos en lo mismo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí” (Juan 6: 56-57).
El asunto de Jesús presente sacramentalmente en el pan y en el vino consagrados no es magia ni esoterismo sino realidad que totaliza la vida del creyente, es el mismo Señor dándonos todo de El para nutrirnos de su ser y de su Buena Noticia, para llevarnos a tener su misma vida y para hacerla efectiva compartiéndola con todos los hermanos.
Por eso Pablo, preocupado por la tentación de idolatría que acechaba a la comunidad cristiana de Corinto, les advierte acerca de este peligro, porque lo que se ofrece no son formas rituales sino el mismo Jesús que se contiene en el don alimenticio: “La copa de bendición que bendecimos, no es acaso comunión con la sangre de Cristo? ; y el pan que partimos, no es comunión con el cuerpo de Cristo? Entonces, si el pan es uno solo, también nosotros, aún siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan” (1 Corintios 10: 16-17).
El pan y vino que se comparten tienen la vocación de construir comunión.

domingo, 11 de junio de 2017

COMUNITAS MATUTINA 11 DE JUNIO SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

“Porque tanto amò Dios al mundo que entregò a su Hijo unigènito, para que todo el que crea en èl no perezca sino que tenga vida eterna”
(Juan 3: 16)


Lecturas
1. Exodo 34: 4-9
2. Salmo Daniel 3: 52-56
3. 2 Corintios 13: 11-13
4. Juan 3: 16-18

En esta solemnidad del Dios que es al mismo tiempo uno y trino cabe una consideración inicial para reflexionar y orar sobre esta realidad de las tres personas divinas – Padre , Hijo y Espíritu Santo – : hagamos el esfuerzo de despojarnos de concepciones complicadas que tengamos en este sentido, fruto de nuestra formación religiosa tradicional, no porque ellas sean erradas sino porque el acceso a la realidad de Dios se hace en las más absoluta simplicidad, con apertura al misterio feliz de nuestra plenitud, así como lo han vivido – y lo siguen viviendo – tantos creyentes buenos y generosos cuya gran certeza es la del amor de Dios en sus vidas con el consiguiente compromiso de compartirlo con todos los hermanos.
Los primeros esfuerzos de formulación sobre el Dios trinitario se hicieron en los cauces de la muy compleja filosofía griega (sustancia, naturaleza, persona), terminología en exceso compleja para la humanidad de hoy.
Por esta razón se impone volver al talante escueto del lenguaje evangélico apto para ser entendido y vivido por todos, utilizando la parábola, la alegoría, el ejemplo que ilustra, la comparación, como hacía Jesús: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a gente sencilla” (Mateo 11: 25).
Dios en sí mismo, también hacia nosotros, hacia la creación, hacia toda la realidad, es una relación, una comunión de amor, todo el ser de Dios es una comunidad, que nos invita constantemente a participar de esa condición:
- Un Dios que es Padre, origen de la vida y dador de la misma, principio de todo, cuyo único interés es nuestra plenitud y felicidad, desbordante de amor por todas sus creaturas, experto en configurar seres humanos solidarios, serviciales, amorosos.
- Un Dios que se hace uno de nosotros, el Hijo, y que asume nuestra condición humana, que se implica en todo lo nuestro, aún en sus aspectos más dolorosos y dramáticos, que se inclina misericordioso antes los débiles y humillados, que no estigmatiza a nadie con condenas y excomuniones, que se solidariza con todas las causas humanas de dignidad y de justicia, que nos revela simultáneamente al Padre Dios y al prójimo-hermano.
- Un Dios que se comunica haciéndonos participar de su vitalidad, el Espíritu Santo, el que nos concede el don de la fe, el de la esperanza, el del amor, la capacidad de discernir su presencia en nuestra historia disponiéndonos para decisiones inspiradas en El, con el fin de construir relaciones justas y fraternas con todos los seres humanos.
Constatar esto nos habla de un Dios que no está encerrado en sí mismo, que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo El mismo. El pueblo judío no tenía en su cultura el estilo conceptual y filosófico de los griegos, ellos eran vitalistas, vivenciales, concretos, su sabiduría provenía de la experiencia sencilla de cada día.
Por eso su lenguaje sobre Dios es a partir de la experiencia de cercanía suya en el amor, en la felicidad de la vida familiar, en la fecundidad de la tierra, en la exuberancia de la naturaleza, en la bendición de los hijos, en la conciencia de ser profundamente humanos .
En el texto del Exodo – primera lectura de hoy – Dios se autodefine con cinco adjetivos que subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad: “Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad” (Exodo 34: 6 – 7).
A partir de ese modo existencial Jesús nos enseñó que para experimentar a Dios, el ser humano debe aprender a mirar su interior (Espíritu), mirar amorosamente a los demás (Hijo), mirar confiadamente lo trascendente (Padre).
La Trinidad de Dios tiene una implicación directa en la vida del ser humano haciéndonos portadores de vida, servidores de todos los humanos, cuidadores de la creación, constructores de comunidad, hijos y hermanos, y creyentes confiados y humildes en una plenitud que nos proviene de ese principio y fundamento al que llamamos Dios.
Esto a propósito de recordar que la opción preferencial de Dios es el ser humano. Lo que también nos lleva a desmontar ese tinglado de falsas imágenes de El que sólo han servido para dominar, alienar, angustiar, a millones de seres humanos, y también para justificar mil y mil arbitrariedades de poderes egoístas, ese Dios pretendidamente legitimador de sistemas e ideologías, de situaciones de injusticia, de desgracias para la humanidad, Dios absurdo totalmente reñido con el verdadero y amoroso que se nos ha revelado plenamente en la persona de Jesús, este sí, un Dios descalzo dispuesto a caminar con nosotros para llevarnos hacia El con todos nuestros hermanos.
Este Dios que es sabiduría para captar lo esencial de la vida y constituirse en su soporte, Dios dador del ser, especialista en vida y comprometido a mantener a sus creaturas en esa perspectiva, no escatimando esfuerzos para que seamos siempre vivos, creativos, honestos, el Dios que da todo de sí – su Hijo – para que la humanidad encuentre su plenitud: “Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3: 16).
Admirar la realidad creada, la perfección de la vida, su asombrosa variedad, la armonía que la articula, su belleza innata que no requiere de artificios ni aditamentos, su capacidad de seguir transmitiendo vida, es todo ello un sacramento de ese amor desbordante, ante el que cabe la más profunda actitud de reconocimiento y adoración, como también de cuidado y de honda responsabilidad .
La dignidad humana y la de todas las formas de vida encuentran en la Trinidad su argumento determinante. Todo lo salido del amor de Dios es bello, armonioso, merecedor de respeto, de protección, de conservación en su realidad original.
El grande y definitivo beneficio de que todo nuestro ser y quehacer no se trunque en la muerte y en el vacío viene decidido por la iniciativa salvadora y liberadora de este Dios trinitario, siempre empeñado en que todos los suyos no se pierdan.
Dios es amor incondicional y lo es para todos, sin excepción. No nos ama porque seamos buenos sino porque El es bueno. No nos ama cuando hacemos lo que El quiere sino siempre, de modo ilimitado. Ni siquiera rechaza a los que libremente se apartan de El en sus proyectos de vida.
Esto ratifica lo ya dicho: que la “agenda” de Dios es el ser humano, la vida, la felicidad, la armonía de todo lo que salido de su iniciativa amorosa y salvadora, esfuerzo permanente y creciente para que todo ese dinamismo se
haga pleno y definitivo, y la muerte y el pecado no sean – de ninguna manera – los portadores de la última palabra .
Un Dios condicionado a lo que los seres humanos hagamos o dejemos de hacer, no es el Dios de Jesús. Esta idea de que Dios nos quiere solamente cuando somos buenos, repetida durante tres mil años, ha sido de las más útiles – penosamente útiles!! – a la hora de conseguir el sometimiento de los humanos a intereses de grupos de poder, incluyendo los religiosos, cuando estos no viven una espiritualidad saludable y liberadora.
Esta idea, radicalmente contraria al evangelio, ha provocado más sufrimiento y miedo que todas las guerras juntas, mientras que, en felicísima oposición, el Dios verdadero es fuente de sentido, garantía de dignidad, aval de la vida, certeza de la verdad que salva, principio y fundamento de la nueva humanidad que el Padre nos comunica en la persona de Jesús y que habita en nosotros gracias a la acción del Espíritu: “Por lo demás, hermanos, vivan con alegría. Busquen la perfección y anímense. Tengan un mismo sentir y vivan en paz, y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes” (2 Corintios 13:11).

domingo, 4 de junio de 2017

COMUNITAS MATUTINA 4 DE JUNIO SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES

Porque hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu, para no formar màs que un cuerpo entre todos: judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”
(1 Corintios 12: 13)
Lecturas:
  1. Hechos 2: 1-11
  2. Salmo 103: 1-4; 29-30;31-34
  3. 1 Corintios 12: 3-7 y 12-13
  4. Juan 20: 19-23
El gran símbolo de la confusión e incomprensión humanas es el mito bíblico de la Torre de Babel, en el que se evidencian los múltiples sectarismos y fracturas que el egoísmo de unos cuantos crea para dominar a muchos y para impedirles la felicidad y el desarrollo armónico de su ser.
Puesta esta imagen en el contexto teológico del libro del Génesis es una potente indicación para hablar de las consecuencias del pecado, como estas que vivimos hoy con lamentables hechos como la guerra en Siria, Iraq, Afganistàn, la muy difícil situación que se vive en Venezuela, la pobreza extrema de Haitì y de muchos de los países africanos, la precariedad de nuestro proceso de paz, todo esto con el trasfondo decisorio de la soberbia de gobernantes y demás poderes políticos y económicos que dividen y siembran odio y violencia.
Estas circunstancias deben tocar lo màs profundo de nuestra sensibilidad espiritual y humanista. Si pretendemos seguir con responsabilidad el camino de Jesùs no nos es posible sustraernos a las grandes preguntas èticas que se suscitan desde estos dramas. El Espìritu de Dios està presente para animarnos en sentido contrario, inspirando un proyecto de vida que no sea el del poder y la dominación sino el de la solidaridad y el servicio.
Esto es determinante para asumir y vivir el significado de esta solemnidad de Pentecostès, que hoy celebramos, con la que concluye el tiempo de Pascua. El movimiento de Jesùs nace abierto a todo el mundo y a todos los seres humanos, reconociendo el riquísimo pluralismo de visiones y culturas, de modos de ser y de tradiciones, de creencias y modos de organizar la vida y la sociedad, porque de Dios no procede una uniformidad paralizante sino una diversidad que muestra la inagotable riqueza que El deposita en el ser humano.
En esta perspectiva no se trata de confrontación sino de diálogo, no se plantea el dominio de unos pocos que se sienten concesionarios exclusivos de la verdad sino de un mundo horizontal, todos iguales en dignidad y diversos en identidades y culturas, con la humilde docilidad que encuentra las señales del Espìritu en la multiforme riqueza de la humanidad.
Con Pentecostès comienza un tiempo nuevo en el que la afirmación de la fraternidad se da gracias a la aceptación respetuosa y comprometida de estas diferencias.
El elocuente simbolismo de la diversidad de lenguas nos pone felizmente ante esta realidad: “Aquì estamos partos, medos y elamitas; hay habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto y la parte de Libia fronteriza con Cirene; también están los romanos residentes aquí, tanto judíos como prosélitos , cretenses y árabes. Còmo es posible que les oigamos proclamar en nuestras propias lenguas las maravillas de Dios?” (Hechos 2: 9-11).
El Espìritu del Señor es polifónico y mueve a la comunión en el pluralismo y la diferencia, con El se supera el penoso hecho significado en la Torre de Babel, el tiempo cristiano se determina por la universalidad del proyecto que el Padre Dios nos ofrece en Jesùs, y se constituye en modelo para la conducta de quienes nos empeñamos en seguir auténticamente su propuesta de vida, en la que el lenguaje común de la fraternidad no sofoca las peculiaridades de cada entorno humano y cultural.
Eso equivale a no marcar a nadie con etiquetas excluyentes, ni a generar condenas y rechazos, tampoco a manipular a Dios poniéndolo como legitimador de ideologías religiosas que entran en colisión con el Evangelio que es, este último, misericordia, compasión, acogida, cercanìa, encuentro, comunión.
Por esto, estamos llamados a reinventar esta bienaventurada convergencia de mentes y de corazones, a trabajar con ahinco para no seguir levantando barreras socioeconómicas, ideológicas, religiosas, promoviendo una comunidad de seres humanos libres, capaces de decisiones responsables, apasionados por la felicidad de todos, testigos de la verdad que libera y aptos para escrutar las huellas de Dios en las insospechadas posibilidades que surgen del ser humano, cuando ellas están inspiradas por el deseo de concertarnos en cuanto ciudadanos del mundo y creyentes de esta seductora oferta que es la Buena Noticia de Jesùs.
Pablo aporta una idea genial al hablar de la diversidad de dones-carismas a partir de la unidad en el Espìritu, y lo hace con el símil del cuerpo humano y de sus diversos órganos: “El cuerpo humano, aunque tiene muchos miembros, es uno; es decir, todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, forman un solo cuerpo. Pues asì también es Cristo. Porque hemos sido todos bautizados en un solo Espìritu, para no formar màs que un cuerpo entre todos: judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espìritu” (1 Corintios 12:12-13).
En este mundo, en el que nos dividimos por tantas razones pecaminosas e injustas, con criterios despectivos, los cristianos – bajo la acción del Espíritu – estamos llamados a un reconocimiento permanente y creciente de la dignidad humana, de su sustancial valor, a apreciar con respeto las diferencias, a cultivar causas comunes de justicia y de fraternidad, a proteger con máxima delicadeza todas las formas de vida, a construír dialogalmente una sabiduría vinculante que haga posibles los encuentros amistosos, y la siempre urgente tarea de la reconciliación.
No nos podemos quedar en celebrar una fiesta en honor del Espìritu Santo ni de recordar algo que sucedió en un pasado distante. Estamos tratando de descubrir y vivir una realidad que està tan presente hoy como en los tiempos del cristianismo primitivo.
Pentecostès es la forma màs completa de la experiencia pascual. Aquellos cristianos de la primera hora tenìan muy claro que su nueva percepción de la vida a partir del Resucitado era obra del Espìritu. Vivieron la presencia de Jesùs de una manera màs real y transformadora que su presencia física.
Ser cristiano consiste en alcanzar una vivencia personal y comunitaria de la realidad Padre – Hijo – Espìritu que nos empuja a la plenitud del ser , a una humanidad constituìda teologalmente y, por lo mismo, definitivamente humana y definitivamente divina.
Cuando en el evangelio se nos presenta a Jesùs en total intimidad con el Padre, dándole el tratamiento de máxima confianza con la expresión “Abba”, se nos està proponiendo que también nosotros vayamos a esa misma comunión, gracias al trabajo del Espìritu en nosotros: “Abbà, Padre, todo es posible para tì; aparta de mì esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tù” (Marcos 14: 36);” Y, dado que ustedes son hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espìritu de su Hijo, que clama: Abbà, Padre!. De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y, si eres hijos, también heredero por voluntad de Dios” (Gàlatas 4: 6-7).
Esto es lo que Jesùs vivió con plena intensidad, y es lo que nos invita a vivir en las mismas condiciones en que El lo hizo. Así surge la nueva humanidad que arraigada en la trascendencia hacia el Padre y hacia el prójimo, sin requisitos preestablecidos, un encuentro con el Otro y con los otros, determinado por la gratuidad de Dios, donde no hay transacciones interesadas sino comuniones que persiguen la vida digna y justa para todos los humanos.
Es el Espíritu el que inaugura este nuevo tiempo, en el que la Iglesia es el gozoso resultado de la Pascua, tiempo ecuménico, el diálogo y encuentro fraterno de los opuestos que se encuentran en el Espíritu del Resucitado, experimentando una globalización salvífica y liberadora, como no se había visto hasta entonces en el desarrollo de la historia.
Ya dijimos antes que el Espíritu no produce personas uniformes, manipuladas por un colectivismo que anula la originalidad de cada ser, en Dios se origina una fuerza vital que favorece lo típico de cada persona, de cada comunidad, de cada contexto, para servir creativamente al bien común de toda la humanidad y de la Iglesia: “Hay diversidad de carismas pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que actúa todo en todos” (1 Corintios 12: 4-6).
También el Espíritu capacita a cada bautizado en particular y a la Iglesia toda para comunicar la Buena Noticia de este Dios que acoge a todos, con exquisita cercanía y misericordia, encarnándose en todo lo humano para situarlo en la perspectiva de la salvación y de la liberación.
La Iglesia es, gracias a este don, una comunidad enviada en misión por el mismo Jesús: “La paz con ustedes. Como el Padre me envió también yo los envío. Dicho esto, sopló y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan les quedan retenidos” (Juan 20: 21-23).
Pentecostés es la oportunidad privilegiada para salir al rescate de lo esencial humano y de lo esencial cristiano: dialogar, convivir armónicamente en la diferencia, servir y construír una cultura de solidaridad, acoger, reconciliar, sanar heridas, restaurar los vínculos que el egoísmo pierde, dar las mejores razones para la esperanza, proteger la creación y garantizar que esta sea compartida por todos en igualdad de condiciones, aspirar a la consumación plena en la vida inagotable del Padre que nos llama a todos hacia El.

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