“Entonces
se formó una nube que los cubrió con su sombra, y llegó una voz desde la nube:
Este es mi Hijo amado, escúchenlo”
(Marcos 9: 7)
Lecturas:
1.
Génesis 22: 1-18
2.
Salmo 115
3.
Romanos 8: 31-34
4.
Marcos 9: 2-10
El relato de la Transfiguración de Jesús, que nos
propone el evangelio de este domingo, ayuda a desvelar una de las constantes de
la vida humana: no hay vida sin muerte, ni gozo sin dolor, ni regeneración sin
destrucción. Los grandes amaneceres de la humanidad, que llamamos pascuas,
resurrecciones, en castizo lenguaje de la fe, no resultan sin desprendimientos,
sin rupturas, sin crisis y dramatismos. Todo ocurre simultáneamente.
Conforme vamos entrando en la luz desaparece la oscuridad;
en la medida en que vivimos con intensidad vamos ganando terreno a la muerte.
En los momentos de mayor dificultad pareciera que perdemos la perspectiva de la
vida, la angustia nos abate y nos hace sentir en derrota, pero en el horizonte
siempre Dios como presencia incuestionable de la vida que no se agota, del
sentido que reorienta toda nuestra historia en un dinamismo de esperanza que
deshace el absurdo y nos lleva a la presencia, que es El mismo.
Vale decir que
en el acontecimiento del pecado y de la muerte nuestra existencia se desfigura,
pero en la intervención definitiva que Dios hace en Jesús nos transfiguramos y
adquirimos la certeza de que ahora la vida nunca se termina: “Ante
esto, qué podemos decir? Si Dios está por nosotros, quién estará contra
nosotros? Si El no perdonó a su propio Hijo (antes bien, lo entregó por todos
nosotros) , cómo no va a darnos gratuitamente con él todas las cosas?”
(Romanos 8: 31-32).
Después de anunciar la pasión y de invitar al
seguimiento, Marcos introduce este relato de la transfiguración, simbolismo de
una pascua anticipada, junto a una crucifixión, igualmente anticipada. También
los acompañan las narraciones del debate sobre la resurrección y el regreso de
Elías (Marcos 9: 9-13) y la sanación del niño mudo (Marcos 9:14-29). Un dato así no es de simple erudición bíblica, llamamos la
atención porque constituye un marco pascual, es un tríptico que enlaza la
oración, la fe sanadora y el anuncio de la muerte y de la vida, de la pasión y
de la resurrección, como es la vida de los seres humanos. La experiencia
pascual (transfiguración) está vinculada íntimamente a la acción liberadora.
Con estos
criterios podemos captar con mayor sentido el mensaje de este domingo: con
Jesús caminamos de la muerte hacia la vida. La lógica cuaresmal de conversión
es una evolución en clave pascual, no se trata de penitencias individuales, de
sombría austeridad, sino de una experiencia espiritual profunda que nos lleva a
replantear radicalmente todo nuestro ser y quehacer para resignificarlo en la
persona de Jesús, gracias a él, a su pasión y muerte, accedemos a la vitalidad
inagotable de Dios: “Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. Quien
condenará? Acaso Cristo Jesús, que murió, más aún, que resucitó, que está a la
diestra de Dios y que intercede por nosotros?” (Romanos 8: 33-34).
Revisemos la fuerza simbólica del relato para luego
establecer la coherencia de todo su mensaje: “Seis días después, tomó Jesús
consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos aparte, a un monte
alto. Y se transfiguró delante de ellos, sus vestidos se volvieron
resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería
capaz de blanquearlos de ese modo” (Marcos 9: 2-3).
Con la referencia a los seis días alude a los seis de
la creación, según el Génesis, a los seis años previos al sabático. Es tiempo
productivo, de siembra, de fecunda actividad, de disposición para la plenitud.
La transfiguración altera esa cotidianidad laboriosa para expresar la irrupción
definitiva de Dios en la historia humana, para configurarla pascualmente.
Los tres discípulos escogidos representan la comunidad
discipular que Jesús conduce. La humanidad comunitaria en camino al encuentro transformador con la
divinidad.
Vestidos resplandecientes para resaltar la novedad
decisiva que acontece en Jesús, no es un prodigio espectacular que lo exalta a
él individualmente, es la incorporación bautismal de todos los humanos en
Jesús, portador de la vida nueva y eterna que se evidencia en las vestiduras
blancas y brillantes de limpieza. Jesús nos hace totalmente nuevos.
Luego: “Se les aparecieron Elías y Moisés, que
conversaban con Jesús. Tomó Pedro la palabra y dijo a Jesús: Rabbí, está bien
que nos quedemos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés, otra para Elías” (Marcos 9: 4.5).
Tres seres también con resplandor deslumbrante, en
representación de la comunidad en la que acontecen la salvación y la liberación
que Dios gratuitamente ofrece a la humanidad; igualmente destaca aquí un
simbolismo trinitario, el tres significa comunión, perfección, plenitud. Es la
propuesta de Dios para todos nosotros a partir de su mismo ser trinitario. La
Trinidad no es un malabarismo conceptual creado por los teólogos, es la
evidencia de Dios que es comunidad invitándonos a insertarnos en ese definitivo
misterio de comunión.
Tres tiendas, simbolismo del éxodo, del Dios que
acompaña a su pueblo en la larga y problemática peregrinación por el desierto,
rumbo a la tierra prometida. El relato bíblico nos presenta esta historia,
interpretada teológicamente, como tiempo de alianza tribal, de solidaridad, de
igualdad.
A continuación: “Entonces se formó una nube que los cubrió
con su sombra, y llegó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo.
Al momento, miraron en derredor y ya no vieron a nadie más que a Jesús con
ellos. Cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían
visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos
observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de resucitar de
entre los muertos” (Marcos 9: 7-10).
Nube para los pueblos del desierto tiene el sentido de
sombra, vida, lluvia, alegría, bendición. Por eso, en el simbolismo bíblico
siempre está relacionada con Dios, señal visible de su presencia gratificante.
Así lo fue durante la travesía por el desierto, Dios caminaba delante de ellos
indicando el camino. En El estamos invitados a seguir la ruta de una existencia
más humana, más justa y solidaria, realidades incuestionables de su presencia
liberadora.
Subir al monte alto, evocando los lugares donde Moisés
y Elías se vieron cara a cara con Yahvé. Epifanía que revela su proyecto
salvador, y que confiere sabiduría y decisión para emprender ese camino en el
que nos vamos realizando como humanos, demasiado humanos y, en esa misma
medida, divinos, demasiado divinos. La Teologia de la Liberación tomó los
potentes significados del Exodo bíblico para referirse a la gran caminada de la
humanidad que busca su liberación, siempre con la certeza de que es Dios el
fundamento de la misma.
Descender del monte a la llanura, para realizar una
historia de transformación, de dignidad humana, de justicia, de fraternidad y
comunión. El monte está relacionado con la resurrección y la llanura con la
muerte. Evocación de los orígenes de Israel en las montañas tribales en
contraste con las llanuras de la idolatría. Bajar al valle de la muerte no es
sucumbir allí, es encarnarse en esa realidad para emprender teologalmente la
faena, querida por Dios, de liberar de las ataduras de la injusticia, de lo
pecaminoso, de lo perecedero.
En el camino a Jerusalén era necesaria la
transfiguración. Galilea había mostrado el éxito del reino de Dios y su
justicia. La comunidad de los discípulos identificó allí la realización de los
nuevos tiempos mesiánicos relacionados con los milagros y con las multitudes
necesitadas de reconocimiento y de sentido de la vida. Jesús realiza señales
que responden a estas expectativas, Jesús fija su atención en los desconocidos
por la religión de Israel y por el imperio romano, él anuncia que ahora es posible una nueva manera
de vivir en humanidad, gracias al querer del Padre.
Cuando Jesús anuncia su pasión, la posibilidad de ser
sometido por las autoridades políticas y religiosas, causa desconcierto y
alarma. Para ellos era imposible aceptar este horizonte de un Mesías
crucificado, humillado y ofendido. Es frecuente esta preocupación en los
discípulos. Por esta razón, en el relato de Marcos, el evangelista introduce
este acontecimiento simbólico, anticipador pascual, para situar los
acontecimientos de la pasión en la perspectiva definitiva de la resurrección.
Nunca se nos olvide que las narraciones evangélicas no son historia literal
sino anuncios para invitar a la fe!
En un momento privilegiado de gracia, los discípulos
pudieron acceder a una visión más honda de lo que significaba aquel Jesús
humilde que caminaba con ellos como uno de tantos. La fe es la que opera esa
transfiguración; por ella, los desencantos y vacíos que frecuentemente nos
acompañan, se re-significan en la fe, se transfiguran, mostrándonos su riqueza
de sentido, su trasfondo de dimensiones trascendentes. El camino existencial
que recorremos tiene muchos sinsabores y sufrimientos, pero ellos no agotan
nuestras posibilidades, gracias al don de Dios ofrecido en Jesús toda esa
muerte se torna en vida, y la existencia humana adquiere su sentido total.
La ruta de cuaresma es, así vistas las cosas, un
itinerario de muerte a todo lo que nos envejece, a lo que nos deshumaniza, a
los que nos sustrae del prójimo, de la realidad histórica, y nos convierte a
ese modo de humanidad trascendente que Jesús porta para transfigurarnos,
haciéndonos vislumbrar el cielo nuevo y la tierra nueva.
Cuando el Padre dice: “Este es mi Hijo amado,
escúchenlo” (Marcos 9: 7), el evangelista pone en estas palabras una
afirmación cristológica esencial, él es el mediador que lleva la humanidad a la
novedad definitiva de Dios, en él quedan atrás todas nuestras precariedades,
las de la muerte y el pecado, y nos abrimos definitivamente a lo que San Pablo
llama el hombre nuevo. Caminar hacia él es la conversión.