domingo, 25 de febrero de 2018

COMUNITAS MATUTINA 25 DE FEBRERO DOMINGO II DE CUARESMA



“Entonces se formó una nube que los cubrió con su sombra, y llegó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo”
(Marcos 9: 7)

Lecturas:
1.   Génesis 22: 1-18
2.   Salmo 115
3.   Romanos 8: 31-34
4.   Marcos 9: 2-10
El relato de la Transfiguración de Jesús, que nos propone el evangelio de este domingo, ayuda a desvelar una de las constantes de la vida humana: no hay vida sin muerte, ni gozo sin dolor, ni regeneración sin destrucción. Los grandes amaneceres de la humanidad, que llamamos pascuas, resurrecciones, en castizo lenguaje de la fe, no resultan sin desprendimientos, sin rupturas, sin crisis y dramatismos. Todo ocurre simultáneamente.
Conforme vamos entrando en la luz desaparece la oscuridad; en la medida en que vivimos con intensidad vamos ganando terreno a la muerte. En los momentos de mayor dificultad pareciera que perdemos la perspectiva de la vida, la angustia nos abate y nos hace sentir en derrota, pero en el horizonte siempre Dios como presencia incuestionable de la vida que no se agota, del sentido que reorienta toda nuestra historia en un dinamismo de esperanza que deshace el absurdo y nos lleva a la presencia, que es El mismo.
 Vale decir que en el acontecimiento del pecado y de la muerte nuestra existencia se desfigura, pero en la intervención definitiva que Dios hace en Jesús nos transfiguramos y adquirimos la certeza de que ahora la vida nunca se termina: “Ante esto, qué podemos decir? Si Dios está por nosotros, quién estará contra nosotros? Si El no perdonó a su propio Hijo (antes bien, lo entregó por todos nosotros) , cómo no va a darnos gratuitamente con él todas las cosas?” (Romanos 8: 31-32).
Después de anunciar la pasión y de invitar al seguimiento, Marcos introduce este relato de la transfiguración, simbolismo de una pascua anticipada, junto a una crucifixión, igualmente anticipada. También los acompañan las narraciones del debate sobre la resurrección y el regreso de Elías (Marcos 9: 9-13) y la sanación del niño mudo (Marcos 9:14-29). Un  dato así  no es de simple erudición bíblica, llamamos la atención porque constituye un marco pascual, es un tríptico que enlaza la oración, la fe sanadora y el anuncio de la muerte y de la vida, de la pasión y de la resurrección, como es la vida de los seres humanos. La experiencia pascual (transfiguración) está vinculada íntimamente a la acción liberadora.
 Con estos criterios podemos captar con mayor sentido el mensaje de este domingo: con Jesús caminamos de la muerte hacia la vida. La lógica cuaresmal de conversión es una evolución en clave pascual, no se trata de penitencias individuales, de sombría austeridad, sino de una experiencia espiritual profunda que nos lleva a replantear radicalmente todo nuestro ser y quehacer para resignificarlo en la persona de Jesús, gracias a él, a su pasión y muerte, accedemos a la vitalidad inagotable de Dios: “Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. Quien condenará? Acaso Cristo Jesús, que murió, más aún, que resucitó, que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros?” (Romanos 8: 33-34).
Revisemos la fuerza simbólica del relato para luego establecer la coherencia de todo su mensaje: “Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo” (Marcos 9: 2-3).
Con la referencia a los seis días alude a los seis de la creación, según el Génesis, a los seis años previos al sabático. Es tiempo productivo, de siembra, de fecunda actividad, de disposición para la plenitud. La transfiguración altera esa cotidianidad laboriosa para expresar la irrupción definitiva de Dios en la historia humana, para configurarla pascualmente.
Los tres discípulos escogidos representan la comunidad discipular que Jesús conduce. La humanidad comunitaria  en camino al encuentro transformador con la divinidad.
Vestidos resplandecientes para resaltar la novedad decisiva que acontece en Jesús, no es un prodigio espectacular que lo exalta a él individualmente, es la incorporación bautismal de todos los humanos en Jesús, portador de la vida nueva y eterna que se evidencia en las vestiduras blancas y brillantes de limpieza. Jesús nos hace totalmente nuevos.
Luego: “Se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Tomó Pedro la palabra y dijo a Jesús: Rabbí, está bien que nos quedemos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, otra para Elías” (Marcos 9: 4.5).
Tres seres también con resplandor deslumbrante, en representación de la comunidad en la que acontecen la salvación y la liberación que Dios gratuitamente ofrece a la humanidad; igualmente destaca aquí un simbolismo trinitario, el tres significa comunión, perfección, plenitud. Es la propuesta de Dios para todos nosotros a partir de su mismo ser trinitario. La Trinidad no es un malabarismo conceptual creado por los teólogos, es la evidencia de Dios que es comunidad invitándonos a insertarnos en ese definitivo misterio de comunión.
Tres tiendas, simbolismo del éxodo, del Dios que acompaña a su pueblo en la larga y problemática peregrinación por el desierto, rumbo a la tierra prometida. El relato bíblico nos presenta esta historia, interpretada teológicamente, como tiempo de alianza tribal, de solidaridad, de igualdad.
A continuación: “Entonces se formó una nube que los cubrió con su sombra, y llegó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Al momento, miraron en derredor y ya no vieron a nadie más que a Jesús con ellos. Cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de resucitar de entre los muertos” (Marcos 9: 7-10).
Nube para los pueblos del desierto tiene el sentido de sombra, vida, lluvia, alegría, bendición. Por eso, en el simbolismo bíblico siempre está relacionada con Dios, señal visible de su presencia gratificante. Así lo fue durante la travesía por el desierto, Dios caminaba delante de ellos indicando el camino. En El estamos invitados a seguir la ruta de una existencia más humana, más justa y solidaria, realidades incuestionables de su presencia liberadora.
Subir al monte alto, evocando los lugares donde Moisés y Elías se vieron cara a cara con Yahvé. Epifanía que revela su proyecto salvador, y que confiere sabiduría y decisión para emprender ese camino en el que nos vamos realizando como humanos, demasiado humanos y, en esa misma medida, divinos, demasiado divinos. La Teologia de la Liberación tomó los potentes significados del Exodo bíblico para referirse a la gran caminada de la humanidad que busca su liberación, siempre con la certeza de que es Dios el fundamento de la misma.
Descender del monte a la llanura, para realizar una historia de transformación, de dignidad humana, de justicia, de fraternidad y comunión. El monte está relacionado con la resurrección y la llanura con la muerte. Evocación de los orígenes de Israel en las montañas tribales en contraste con las llanuras de la idolatría. Bajar al valle de la muerte no es sucumbir allí, es encarnarse en esa realidad para emprender teologalmente la faena, querida por Dios, de liberar de las ataduras de la injusticia, de lo pecaminoso, de lo perecedero.
En el camino a Jerusalén era necesaria la transfiguración. Galilea había mostrado el éxito del reino de Dios y su justicia. La comunidad de los discípulos identificó allí la realización de los nuevos tiempos mesiánicos relacionados con los milagros y con las multitudes necesitadas de reconocimiento y de sentido de la vida. Jesús realiza señales que responden a estas expectativas, Jesús fija su atención en los desconocidos por la religión de Israel y por el imperio romano, él  anuncia que ahora es posible una nueva manera de vivir en humanidad, gracias al querer del Padre.
Cuando Jesús anuncia su pasión, la posibilidad de ser sometido por las autoridades políticas y religiosas, causa desconcierto y alarma. Para ellos era imposible aceptar este horizonte de un Mesías crucificado, humillado y ofendido. Es frecuente esta preocupación en los discípulos. Por esta razón, en el relato de Marcos, el evangelista introduce este acontecimiento simbólico, anticipador pascual, para situar los acontecimientos de la pasión en la perspectiva definitiva de la resurrección. Nunca se nos olvide que las narraciones evangélicas no son historia literal sino anuncios para invitar a la fe!
En un momento privilegiado de gracia, los discípulos pudieron acceder a una visión más honda de lo que significaba aquel Jesús humilde que caminaba con ellos como uno de tantos. La fe es la que opera esa transfiguración; por ella, los desencantos y vacíos que frecuentemente nos acompañan, se re-significan en la fe, se transfiguran, mostrándonos su riqueza de sentido, su trasfondo de dimensiones trascendentes. El camino existencial que recorremos tiene muchos sinsabores y sufrimientos, pero ellos no agotan nuestras posibilidades, gracias al don de Dios ofrecido en Jesús toda esa muerte se torna en vida, y la existencia humana adquiere su sentido total.
La ruta de cuaresma es, así vistas las cosas, un itinerario de muerte a todo lo que nos envejece, a lo que nos deshumaniza, a los que nos sustrae del prójimo, de la realidad histórica, y nos convierte a ese modo de humanidad trascendente que Jesús porta para transfigurarnos, haciéndonos vislumbrar el cielo nuevo y la tierra nueva.
Cuando el Padre dice: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo” (Marcos 9: 7), el evangelista pone en estas palabras una afirmación cristológica esencial, él es el mediador que lleva la humanidad a la novedad definitiva de Dios, en él quedan atrás todas nuestras precariedades, las de la muerte y el pecado, y nos abrimos definitivamente a lo que San Pablo llama el hombre nuevo. Caminar hacia él es la conversión.

domingo, 18 de febrero de 2018

COMUNITAS MATUTINA 18 DE FEBRERO DOMINGO I DE CUARESMA



“El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios ha llegado: conviértanse y crean en la Buena Nueva
(Marcos 1: 15)
Lecturas:
1.   Génesis 9: 8-15
2.   Salmo 24
3.   1 Pedro 3: 18-22
4.   Marcos 1: 12-15

Llega nuevamente el tiempo de Cuaresma. ¿Qué decir? ¿Otra rutina religiosa? ¿Unas prácticas piadosas de corte individual sin trascendencia significativa en la vida social y eclesial? ¿Un período sombrío y “aguafiestas”? ¿Una cerrazón timorata a los grandes cambios y retos que Dios y la vida nos plantean? ¿Oídos sordos a los clamores de dignidad y de justicia de tantos seres humanos agobiados por la cultura de la muerte?  ¿A dónde vamos con el exacerbado individualismo religioso tan dominante en nuestros medios creyentes?
Dice el Papa Francisco en su mensaje de Cuaresma 2018: “Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros? Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, “raíz de todos los males” (1 Timoteo 6:10); a este le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos consolados por su palabra y sus sacramentos. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras “certezas”: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas……
Para responder a los desafíos propuestos en el primer párrafo, para salir de esa religión de prácticas de corto alcance, de piedades sin trascendencia histórica, el asunto cuaresmal se nos plantea claramente en la perspectiva de la projimidad, convertirnos a Dios es convertirnos al ser humano, es asumir el énfasis propio de esta temporada escrutando los gritos de la humanidad, sus demandas de dignidad y de justicia, tener el coraje de romper con las ataduras que hielan nuestro corazón – siguiendo el símil que propone Francisco con  la imagen de Dante -, deponer la mezquindad que nos encierra en ese estrecho mundo de comodidades e intereses personales para dar el salto cualitativo hacia lo que es totalmente distinto de nosotros y siempre desafiante: Dios y el prójimo, en exigente simultaneidad. Esta es la ruta de la conversión!
El ser humano oscila entre el proyecto de autenticidad y de vida solidaria que procede de Dios, y la tentación de dar la espalda a estas intenciones y autoafirmarse él mismo como medida y referencia de todo, es el culto a sí mismo, que trae conjuntamente la autosuficiencia religioso-moral tan fustigada por Jesús como la idolatría del poder, del dinero, del prestigio, del reconocimiento social, y tantas otras realidades a las que fácilmente sucumbimos porque en ellas – se nos dice – están él éxito y la felicidad.
El primer domingo de cuaresma trae como relato central las tentaciones de Jesús, está vez con la escueta versión de Marcos: “A continuación, el Espíritu lo empujó al desierto, y permaneció allí cuarenta días, siendo tentado por Satanás” (Marcos 1: 12-13). Implicado por completo en la condición humana, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, Jesús es acosado por las propuestas de felicidad propias del que se vuelca   sobre sí mismo: las demostraciones espectaculares de poder, el mesianismo triunfante y glorioso, la fama, los aplausos, los “me gusta” del facebook de la vida, tan ansiados por todos como muestra de aprobación a nuestros proyectos exitosos, los signos deslumbrantes, los aplausos,  el enseñoreamiento sobre la vida y conciencia de los demás.
El relato, de gran densidad simbólica, puesto antes de comenzar su ministerio público, tiene intencionalidad pedagógica: va a señalar cuál es la lógica de la misión de Jesús, negativa radical a los indicadores  de fama y de poder, aceptación de un mesianismo crucificado, como elemento estructurante de la presentación que hace Marcos de Jesús y de su ministerio. No es por los caminos habituales de aclamación, de triunfalismo, de logros individuales, de eficaces resultados, por donde Jesús va a ejercer su servicio, lo suyo es la donación de la vida, el compromiso irreversible con la causa de los pobres y humillados, el cuestionamiento severo a una religiosidad de acumulación de méritos y de moralismo fundamentalista, el abajamiento solidario con todas las fragilidades del ser humano. Jesús nos marca la pauta del giro radical de la vida hacia Dios y hacia el prójimo, a esto  se nos invita en el desierto cuaresmal.
El río Jordán, el desierto, y la región de Galilea, son como un mismo hilo conductor de un desplazamiento fundamental que da inicio al relato de Marcos. Ahí percibimos la dinámica del reino de Dios que nos invita a movilizarnos también persiguiendo nuestros propios “lugares del Reino”, hacia dónde debemos caminar en términos de conversión, preguntándonos en cuáles no está ese Reino, en cuáles sí está. Cuáles son nuestros Jordanes, nuestras Galileas,   nuestros desiertos?
Acomodados, tal vez, en vidas plácidas, en las que – además del confort material – vivimos una cierta paz  religiosa, un cumplimiento ritual y legal que nos deja una buena conciencia , una comodidad cultual, pero lejana de los grandes combates de la historia, de las búsquedas de sentido de la humanidad, de los desafíos en los que tantos hombres y mujeres se empeñan en afirmar su dignidad.
El río Jordán, el desierto, Galilea, son espacios de fuerte contenido simbólico, que también tienen que ver con nosotros, no son datos de arqueología bíblica:
-       Josué y el grupo que viene desde Egipto atraviesan el Jordán para ingresar en la tierra prometida, Juan el Bautista se sitúa en su ribera para anunciar un nuevo orden de vida y para iniciar su movimiento de conversión.
-      El desierto es ámbito del encuentro con Dios, de experimentar su llamado, despojados de oropeles y de naturaleza generosa, la austeridad del lugar contiene una invitación al discernimiento, a preguntarse por las grandes opciones existenciales, allí Israel aprendió a ser pueblo de Dios.
-      Galilea, el norte del pequeño país de Jesús, es la región donde él concreta su opción de humanidad y de humanización, en nombre de la paternidad de Dios y de su total compromiso con el prójimo caído por la pobreza, por el pecado, por la enfermedad, por la opresión de la religión de su tiempo.
En esta cuaresma se nos convoca a renunciar a esa tranquila conciencia individualista y anestesiada para cruzar el Jordán hacia una manera de vivir justa y solidaria, el ámbito que Dios nos promete como correlato a esas decisiones de libertad; el encuentro con Satanás – lo contrario a Dios, lo que desvincula al ser humano del amor y lo fractura haciéndolo esclavo – es también la posibilidad de seguir a Jesús en libertad, rechazando las ofertas efímeras de felicidad superficial para abrirnos al apasionante mundo de la justicia, del ser humano, del amor que no repara en beneficios personales.
Para los judíos ortodoxos de Jerusalén, Galilea y los galileos eran despreciables, situados al norte de la ciudad santa, se caracterizaron por ser subversivos con respecto al centro del país, por su heterodoxia religiosa y social, eran los “castrochavistas” de la época, para utilizar esa etiqueta colombiana de nuestros días, con las que los defensores del orden nos asustan para prevenirnos de lo que para ellos es contrario a Dios.
El paso del Jordán al desierto, plantea la articulación de movimientos mesiánicos-proféticos que tienen en esos lugares sus fuentes de inspiración y de organización. La confrontación con Satanás, como principio cósmico del mal que Marcos vincula con la enfermedad, la marginación y la muerte de los pobres, será para Jesús la definición de su vida por la ruta del reino de Dios. El desierto deja de ser lugar de prueba y penitencia para convertirse en el ámbito de aprendizaje definitivo en la confrontación y el desequilibrio. El Espíritu de Dios lleva a Jesús hasta la memoria fundacional de Israel, donde , venciendo el poder del mal, la vida se torna en absoluta fidelidad a Dios y al ser humano. Tal es la ruta de la conversión cuaresmal.
Así, entendemos la sobria invitación: “Después que Juan fuese entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios. El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Marcos 1: 14-15). Marcos re-escribe la historia, cambia su señal de fatalismo y opresión, y nos lleva del agua del bautismo a la reconstrucción de la humanidad, para decirnos que Jesús está ahí apostando por una opción de vida, de dignidad, y de felicidad humana.
Los cuarenta días del desierto – número que en la Biblia significa proceso completo de la salvación de Dios, como los cuarenta años de los israelitas en el desierto – duran todo el evangelio, toda la vida. Son paradigma de la contradicción y el desequilibrio que atraviesan la totalidad de la historia. En la trama de nuestra vida están el pecado, la tentación de congelar el corazón y hacernos indiferentes al prójimo, la búsqueda de la felicidad barata del dinero y el prestigio, pero también la apertura que Dios nos hace a ser solidarios, a hacer del prójimo el referente central de una nueva manera de vivir saturada de su Buena Noticia.


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