domingo, 27 de mayo de 2018

COMUNITAS MATUTINA 27 DE MAYO SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD


“Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios – allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra – y no hay otro”
(Deuteronomio 4: 30)
Lecturas:
1.   Deuteronomio 4: 32-40
2.   Salmo 32
3.   Romanos 8: 14-17
4.   Mateo 28: 16-20
En el libro del Génesis se nos dice:” Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer” (Génesis 1: 27), esta afirmación está en la base misma de la revelación judeo cristiana, es la constatación creyente de que Dios se implica gratuitamente en el ser humano y lo hace partícipe de su misma naturaleza. Es una afirmación colosal, en nosotros está la impronta de la divinidad, fundamento de la concepción cristiana del ser humano. No podemos entender a Dios si no entendemos al hombre varón-mujer y lo asumimos en su dignidad. Todo lo de Dios es para la humanidad, incondicionalmente. El asunto que ocupa prioritariamente a Dios es la plenitud, la salvación, la liberación del ser humano.
Por muchos caminos de la vida vamos distorsionando este pensamiento, y vamos – los humanos – creando a Dios a nuestra medida, proyectando en una pretendida imagen divina antojos que surgen de nuestros egoísmos, de nuestros deseos de justificar tal o cual pretensión, de asignarle legitimaciones de decisiones nuestras, muchas de ellas marcadas por la ambición de poder y por ese pecaminoso deseo de dominar al prójimo y de negarle el derecho a su libertad.
Así surgen las falsas imágenes de Dios, que tienen su correlativo en falsas imágenes de lo humano. Dios justiciero, Dios intransigente, Dios que prohíbe, Dios vengativo, Dios vigilante, Dios que castiga, Dios terrorífico; son proyecciones neuróticas, manipulaciones de Dios, utilizaciones apocadas que van en detrimento de los humanos creando también  una imagen antipática  de las mediaciones religiosas. Muchas de estas ideas de Dios deben ser superadas porque no propician la fe que libera y la vida auténtica que se debe derivar de ella.
La fe cristiana, en sus más de veinte siglos de historia, se ha ido inculturando en diversos medios sociales, en maneras de interpretación, en instrumentos conceptuales, que intentan explicar a los creyentes, también a los que no creen, esa realidad de Dios que se ha manifestado en Jesucristo, comprensión que se hace viable gracias a la acción del Espíritu. Para esto se acude a las categorías de pensamiento propias de tal o cual momento del desarrollo histórico de la cultura y de la pluralidad de ámbitos sociales. Son esfuerzos loables que corresponden a un determinado contexto y que resultan relevantes para el mismo, pero,  cuando la misma evolución cultural los supera , resultan inadecuados y, a menudo, incomprensibles.
Después de su inserción en el mundo judío, el cristianismo se expandió en el imperio romano y recurrió a la filosofía griega aristotélico-platónica para interpretar y comunicar la fe naciente, era el lenguaje propio de aquellos tiempos. Pero captar la realidad de Dios   con esas categorías,  e integrarla en la existencia cotidiana de nuestro tiempo, ahora  resulta insuficiente y dificulta mucho el anuncio de la Buena Noticia. Dios no se puede reducir a un malabarismo conceptual porque empobrece la posibilidad de llevar una vida en El! Una buena formulación teológica debe ser significativa, capaz de conferir significado existencial esperanzador, para ello debe ser coherente con una buena formulación antropológica.
Cada día se nos hace más compleja la comprensión del misterio. justamente por su comunicación  en mediaciones tan lejanas de nuestra cultura. La Palabra de este domingo, dedicado a celebrar la realidad trinitaria de Dios, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, nos invita a trascender las palabras mismas, las herramientas de interpretación, para dejarnos poseer por El, para llenarnos de su vitalidad, para constituirse en el principio y fundamento de lo que somos y hacemos, para orientarnos en la línea del sentido definitivo.
Dejemos que las palabras de Pablo nos introduzcan en la osadía de cre, en la profundidad liberadora del misterio del Dios que es Trinidad: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios Abba!, es decir : Padre!” (Romanos 8: 14-15). De la misma manera que no podemos imaginar la vida como algo separado del ser que está vivo, no podemos imaginar lo divino separado de todo ser creado que, por el mero hecho de existir, está traspasado de Dios. Este es el asunto esencial en la gozosa verificación de la Trinidad: estamos totalmente tomados por Dios, asumidos por El, esto ni hipoteca nuestra autonomía ni rebaja nuestra dignidad. Todo lo contrario, es la máxima posibilidad de potenciar nuestro ser y de hacerlo pleno y feliz.
A menudo, tanto en el pensamiento filosófico como en el pragmatismo de la cotidianidad, nos encontramos con personas que, en ejercicio de libertad y de rectísima intención, se profesan no creyentes, ateos, porque les resulta de enorme dificultad acceder a un Dios lejano, o autoritario, o creador de males e injusticias, o legitimador de lo mismo. Muchas de las afirmaciones del ateísmo radical proceden de una afirmación,  igualmente radical, de la soberanía y de la dignidad humanas. Podemos decir – y con esto no pretendemos escandalizar – que el Espíritu Santo trabaja a través de los ateos para conmover la comodidad de los creyentes que manipulan a Dios y lo utilizan para justificaciones mezquinas.
Recordamos así el libro del periodista español Juan Arias, titulado “El Dios en quien no creo”, publicado por allá en los años setenta, y escrito en un lenguaje bastante realista y cotidiano. Lo suyo fue verificar la multiplicidad de imágenes de Dios, muchas de ellas correspondientes a lo que Marx llamó “la religión opio del pueblo”, con frecuencia figuras empobrecedoras  de Dios, lleno de envidias y pasiones desordenadas, deseoso de castigar a la humanidad, de volcar sobre ella sus iras y venganzas, Dios opresor y creador de milimetrías jurídico-morales, Dios que no apasiona ni enamora. De ese tipo de Dios es imperativo ser ateo, porque no corresponde con el Padre del amor, de la libertad, de la dignidad humana, el que Jesucristo nos ha revelado como plenamente comprometido con nuestra salvación y con nuestra liberación.
A este último, el genuino, corresponde la primera lectura de hoy, del libro del Deuteronomio, que nos dice, recordando a los israelitas y a nosotros la originalidad liberadora de Dios: “Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego , como la oíste tú, y pudo sobrevivir? O que Dios intentó  venir a tomar para sí una nación de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con mano poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu Dios, lo hizo por ustedes en Egipto, delante de tus mismos ojos?” (Deuteronomio 4: 30-34).
La experiencia histórica, muy real, de los israelitas, según consta en este testimonio, es que Dios se hizo todo para ellos liberándolos de la opresión egipcia, rescatándolos de la ignominia de la esclavitud, resignificando su dignidad como pueblo, inspirando a Moisés y a sus líderes para llevarlos por el camino de una definitiva libertad. Tal acontecimiento es para Israel fundante de sus convicciones de fe y materia de permanente gratitud y celebración, lo mismo que esencia de una nueva manera de vida liberada. Dios es el Señor salvador y liberador, y esta conciencia  empieza a partir de una concreción existencial, perceptible históricamente.
Este mismo Dios es el Dios de Jesús, que no es el Dios de aquellos piadosos maestros de la ley y fariseos, de los sacerdotes del templo, es Dios de excluídos y de marginados, de enfermos y tarados, incluso de los irreligiosos e inmorales. El evangelio no puede ser más claro: “Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al reino de Dios. En efecto, Juan vino a ustedes por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él” (Mateo 21: 31-32).
Este Dios, así manifestado de modo tan contundente, llena de sentido la vida de quienes se sienten perdidos, no es un Dios en plan de juicio y condenación, sino de misericordia, de solidaridad, de cercanía redentora, transformadora del desencanto en esperanza y novedosa vitalidad. El mensaje de Jesús escandalizó porque hablaba de un Dios que se da todo a todos sin necesidad de merecimientos y de superioridades religiosas, en Jesús se nos hace explícito un Dios desmedido de amor y de generosidad liberadora.
Esa experiencia que Jesús tuvo del Padre-Abba, íntima, de amor ilimitado, es la que nos debe orientar en nuestra búsqueda de sentido. El se enfrentó a las falsas concepciones de los judíos de su tiempo, esfuerzo que  le costó ser juzgado como hereje y como blasfemo, y , finalmente, ser crucificado en castigo por su herejía que contradecía aquellas tradiciones religiosas.
La forma en que Jesús nos habla de Dios, como amor-salvación para todos, se inspira directamente en su experiencia personal. La experiencia básica de Jesús fue la experiencia de Dios en su propio ser. Dios lo era todo para él, y decidió corresponder a este amor siendo todo para los demás. Asumió la seductora fidelidad de Dios y respondió siendo fiel a sí mismo, y siendo fiel a todos los seres humanos, primeramente a los desalentados, a los castigados, a los humillados y ofendidos. Al llamar a Dios Abba-Padrecito abre un horizonte totalmente nuevo para nuestras relaciones con el Absoluto: “Y decía: Abba Padre, todo te es posible. Aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Marcos 14: 36).
En la lengua de Jesús , el arameo, el tratamiento de Abba al papá es la expresión de mayor cariño a quien le dio la vida, manifiesta total intimidad y comunión de amor. Nos lleva a descubrir que la base de una experiencia religiosa liberadora es nuestra condición de creaturas. Así, nos descubrimos sustentados por la permanente acción creadora de Dios. El modo finito-limitado de ser nosotros demuestra que no nos damos la existencia, es Dios principio y fundamento del ser humano, de la creación, de la historia, esta no es una creencia fundamentalista, fanática, desconocedora de la autonomía de la realidad, ni de servil sumisión del hombre a Dios, sino el feliz descubrimiento del vínculo teologal de la existencia que nos inscribe en la mayor vinculación que puede suceder a los humanos para hacernos definitivamente dignos y libres.
Descubrir a Dios como fundamento es fuente de insospechada humanidad, y esta se vive, gracias al dinamismo de la Trinidad, en términos de filiación y de fraternidad, como Jesús: “El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él, para ser glorificados con él” (Romanos 8: 16-17). El trabajo del Espíritu Santo es infundirnos este don y hacernos conscientes de ser sus portadores, es el más completo lenguaje para hablar de dignidad humana, de derecho a la libertad.
Dios es agape – amor de fraternidad, amor de comunión desinteresada – y por eso se da totalmente. La fidelidad  de Dios es lo primero – pura iniciativa gratuita – y verdadero fundamento de una actitud humana. Dios es la realidad que posibilita el encuentro con un “tú” para convertirse en “nosotros”, El es ese “tú” ilimitado que se experimenta en todo encuentro humano de amor y de comunión. A través del ser humano descubrimos a Dios, esto es lo que se hace evidente en Jesús, en él adquiere un nuevo significado  - siempre liberador – nuestra relación con Dios y con todos los seres humanos: esta es la decisiva incidencia trinitaria en la configuración salvada y liberada de nuestra condición humana! Gracias al dinamismo transformador del Espíritu Santo.
Ante tan nítido descubrimiento de salvación podemos entender las palabras de Jesús, consciente de que este don no puede permanecer oculto, debe ser comunicado a todos como Buena Noticia ,  raíz de una nueva humanidad: “ Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que les ha mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28: 19.20).

domingo, 20 de mayo de 2018

COMUNITAS MATUTINA 20 DE MAYO SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES


Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos también conducir por El. No busquemos la vanagloria, provocándonos los unos a los otros y animándonos mutuamente”
(Gálatas 5: 26)

Lecturas:
1.   Hechos 2: 1-11
2.   Salmo 103
3.   1 Corintios 12: 3-13
4.   Juan 20: 19-23
La soberbia humana tiende a confundir el encuentro entre los seres humanos, introduce la incomprensión, la ruptura de la armonía, crea clasificaciones de mayor a menor, excluye, se apropia violentamente de la naturaleza, exalta el poder y el dinero, envenena los corazones y lleva a que unos seres humanos se ensañen en contra de otros. Es la ausencia del Espíritu, la vanidosa afirmación de que el ser humano pretende ser la medida de todo, dando la espalda a la alteridad, a Dios, al prójimo, a la creación como hábitat y espacio de comunión.
Recordamos el relato mítico de la torre de Babel, el autor del Génesis nos lleva a captar los problemas inmensos de incomprensión y de intolerancia entre los diversos ámbitos de la humanidad. Esa alusión trasciende todos los tiempos de la historia. Cómo convivir y suscitar un entendimiento fundamental entre quienes tienen tantas diferencias? Es lo diferente, lo plural, un imposible que impide el diálogo y la fraternidad?
 Una vista panorámica del mundo global nos permite descubrir tantos y tan graves desencuentros: la abominable guerra que destruye Siria y a los sirios, la egoísta e interesada polarización política en Colombia, la torpe testarudez del gobierno de Venezuela con su país sumido en el caos, la ausencia de sentido ético y de visión social del presidente de los Estados Unidos, la enloquecida sociedad de consumo y la economía neoliberal con su escandaloso desequilibrio social y económico, la interminable inestabilidad política y social en la mayoría de países africanos, la gravísima incoherencia del gobierno de Nicaragua, el mismo que un día derrocó al tirano Somoza y hoy repite su modelo dictatorial.
Este mundo nuestro sigue siendo un paradigma de aquella simbólica torre de Babel, afirmar como sea y a cualquier costo – pretensión maquiavélica – que el ser humano todo lo puede, que él mismo define la medida de todo, y que esto lo “legitima” (?) para apoderarse de la vida y bienes de sus semejantes, de la tierra, de los recursos naturales, introduciendo el desequilibrio y la injusticia, la incomprensión como estilo habitual de la existencia. La gran tentación de la humanidad es equipararse a Dios.
Las palabras míticas del Génesis, en su género literario deseoso de interpretar el orgullo de los hombres, siguen siendo sentenciosas y ayudan a comprender el por qué de tanta exclusión e intolerancia: “Así el Señor los dispersó de aquel lugar , diseminándolos por toda la tierra. Por eso se llamó Babel; allí, en efecto, el Señor confundió la lengua de los hombres y los dispersó por toda la tierra” (Génesis 11: 8-9). Es el pecado humano, la libre y arrogante decisión de ir en contra de su propia realización, la ruptura de la armonía original con Dios y con el prójimo, la negativa a la seducción del Espíritu, lo que introduce este apetito desordenado de destruír, de arrasar, de dominar, de violentar.
Después del castigo divino, las diferentes lenguas – alusión simbólica a todos los factores de ruptura – fueron el mayor obstáculo para la convivencia, principio de dispersión y de fractura entre los humanos. El autor de esta narración no pensó en la riqueza de la pluralidad e interpretó aquel gesto como castigo proveniente de Dios. Pero hizo constar, ya desde el principio, que este mismo Dios estaba de parte del pluralismo y de la riqueza contenida en la diversidad, diferenciando a los diversos grupos según sus culturas, tradiciones, lenguas, costumbres, cosmovisiones, y dispersándolos por el planeta.
Seis siglos después de escribirse las narraciones del Génesis nos encontramos en los tiempos del Nuevo Testamento, es el acontecimiento de Jesús, su Buena Noticia de acogida y misericordia para todos, su llamado a la fraternidad y a la inclusión, una nueva manera de vida a partir de un Dios que se obsequia sin medida para construír un mundo de projimidad y de encuentros.
 Hechos de los Apóstoles es un texto-testimonio de esta novedosa realidad, celebrando Pentecostés los primeros discípulos de Jesús – fiesta en la que los judíos recordaban el pacto de Dios con el pueblo en el monte Sinaí – se juntan para aguardar al Espíritu: “Al llegar el día de Pentecostés, se encontraban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse” (Hechos 2: 1-4). El Espíritu es garantía de encuentro, de diálogo, de comprensión, la pluralidad se hace dinamismo de riqueza y – gracias a El mismo  – desde esa misma diversidad se hace raíz  de la  comunión!
La venida del Espíritu se describe con fenómenos como si fueran hechos sensibles: ruido de viento huracanado, lenguas de fuego que acrisola, Espíritu (“ruah” aliento dador de vida),  es el modo que escoge Lucas para expresar lo inenarrable, la irrupción de un Espíritu que los llevaría a salir del temor y de la inseguridad que sobrevinieron después de la muerte de Jesús, y que les daría la libertad y el entusiasmo para convertirse en testigos de su Buena Noticia.
Todos comenzaron a hablar lenguas diferentes y, sin embargo, se entendían, constatar esto era para ellos causa de gozo y esperanza. El movimiento de Jesús nace abierto a todo y a todos, es pluralista en su origen, no hace acepción de personas, se sale de las estrechas fronteras del judaísmo, supera la mentalidad rigorista del Templo y de sus sacerdotes, evoluciona de la fijación en la Ley al dinamismo liberador del amor, no establece diferencias y categorías, hace de tal diversidad el mayor motivo de riqueza, unidad en la diferencia, Dios no es Señor de la uniformidad sino de la pluralidad, lo suyo no es la confrontación violenta sino el diálogo: “Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y el Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” (Hechos 2: 8-11). El Espíritu Santo es fundamento de comunión en la diversidad!
El Espíritu es políglota, polifónico, propicia la concertación, permite los encuentros, el respeto a las diferencias, asumiéndolas como posibilidad de mayor riqueza para hacer frente a los desafíos de la vida, no nos sumerge en una domesticación homogénea, se alegra con el pluralismo, es definitivamente universal, ecuménico, nos aleja de uniformidades malsanas. Esta sí es  la genuina globalización!
Qué decir y sentir en estos tiempos en los que un sistema económico somete a la humanidad a sus inexorables leyes de mercado, de consumo, de producción, economía sin alma, sin humanismo, que concentra unilateralmente la riqueza en los primeros mundos y arroja a su suerte a miles de millones de hombres y mujeres en Africa, en América Latina, en Asia? Qué pensar de la “aldea global” – anunciada por aquel teórico de la comunicación Marshall McLuhan – que nos somete a sus consumos culturales alienantes,  en la internet y en la televisión por cable, consumos anodinos, promotores de un aplanamiento mental en   quienes se dejan esclavizar por ellos, sofocando la creatividad, la pasión por la vida y por la justicia?
La venida del Espiritu significó para aquellos discípulos originales el fin del miedo y del sentimiento de fracaso, nació una comunidad humana, creyente, dotada de las mejores razones para la esperanza, experimentaron a Jesús viviente en medio de ellos animándolos a una vida novedosa en Dios y en el prójimo, libres como el viento, resueltos a incendiar el mundo con el anuncio del Reino: “Llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: la paz esté con ustedes! Mientras decía esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: la paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo……..” (Juan 20: 19-22).
Donde hay libertad hay autonomía, el ser humano y su bien se hacen ley, y donde hay autonomía se fomenta y se respetan la pluralidad y la individualidad, en cuanto originalidad y evidencia de dignidad, camino de unidad, expresión de la verdad que nos hace libres.
 De Dios, de su Espíritu,, no procede nada que destruya estos anhelos legítimos de libertad, de felicidad, de ilusiones de mayor humanismo y comunión, El es la diferencia sustancial que nos hace dignos, que respeta nuestras diferencias y trabaja con ellas para hacernos mesa y pan compartido, comunidad y justicia, servicio y solidaridad, equidad para construír un mundo nuevo.
A menudo nos dejamos llevar excesivamente por la tendencia al anquilosamiento, nos sucede individualmente y también a la Iglesia y a la sociedad. Por esto, renunciamos a la innovación al cambio, y algunos temerosos y nostálgicos de la Ley nos hacen creer que detenernos en el tiempo y exaltar rituales y normativas en desuso son voluntad de Dios. Esto nos aleja del Evangelio, del mismo Jesús, sofocamos el Espíritu, y nos convertimos en una entidad fúnebre, miedosa, llena de reglamentos, de temores, de sentimientos de culpa.
En Pentecostés, en un permanente suceso del Espíritu, no podemos permitir que el ánimo original del Señor Jesús se muera, si lo suyo es la vida inagotable de Dios, la permanencia en el ser, la posibilidad definitiva de una vida con sentido histórico y trascedente, entonces es felizmente inevitable que vivamos en un Pentecostés interminable, una verdadera fiesta del Espíritu que nos hace unos en la diversidad: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (1 Corintios 12: 4-7).
La presencia de Dios en nosotros nos mueve a parecernos a El. Ya sabemos que, gracias a Jesús, Dios se nos revela no como poder dominante sino como Padre de amor que acoge y promueve a cada uno en su diferencia original, el lenguaje que nos unifica es el del amor, ese es el Dios al que debemos asimilarnos, no el que justifica violencias e injusticias, sino el que promueve el amor total, la liberación integral, la salvación definitiva.
 Nada de uniformar, nada de prohibir, porque Pentecostés es la manifestación de un Dios que inspira la pluralidad, la comprensión de las lenguas y de los modos de ser, la riqueza de las culturas, la apasionante fuerza renovadora del evangelio: “Pero en todo esto es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como El quiere” (1 Corintios 12: 11).
En Pentecostés nace la Iglesia, la comunidad de los seguidores de Jesús, invitada por El a vivir siempre según el Evangelio, enviada por El a testimoniar y anunciar esa Buena Noticia a la diversidad de grupos y de culturas, constituída como sacramento universal de salvación, asistida por el Espíritu para su permanente renovación, consciente de los límites que introducimos los seres humanos, siempre en plan de servicio, de ministerialidad, de acogida a todas las personas, de ser una comunidad de esperanza y de constante Pentecostés.

domingo, 13 de mayo de 2018

COMUNITAS MATUTINA 13 DE MAYO DOMINGO VII DE PASCUA


“Dios desplegó esta fuerza en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación, y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este mundo sino también en el venidero”
(Efesios 1: 20-21)
Lecturas:
1.   Hechos 1: 1-11
2.   Salmo 46
3.   Efesios 1: 17-23
4.   Marcos 16: 15-20
Cercanos ya a concluír el tiempo pascual,   la Iglesia nos propone en este domingo celebrar y considerar al Señor Jesucristo en la solemnidad de la Ascensión, como aquel en quien “sometió todo bajo sus pies y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo” (Efesios 1: 22-23). Es el pleno reconocimiento del señorío de Jesús, profesado después de la experiencia pascual como el Cristo, el Señor , en quien llega a su consumación toda la realidad humana, histórica, toda la creación.
La Ascensión nos lleva a reconocer que en Cristo se hace definitiva realidad el contacto del ser humano con Dios; eso que llamamos “cielo” es un futuro pleno y decisivo que sólo nos viene gracias a la mediación salvadora-liberadora del Señor, no nos la podemos dar por nosotros mismos. En El y por El nos es dado superar la radical precariedad de nuestra contingencia , de nuestra fragilidad, de los límites que nos imponen la muerte y el pecado,  quedando abiertos para siempre a la trascendencia, asumidos por El y ascendidos con El a la plenitud del Padre.
La oferta de sentido que se nos manifiesta en Jesucristo nos permite explorar todas nuestras búsquedas de felicidad, esfuerzo tan legítimo y tan propio de la humanidad, en el que estamos demostrando que  no nos resignamos a ser apenas un fenómeno biológico programado de antemano ni  una mortalidad que da al traste con todas las cosas maravillosas con las que nos ingeniamos esta apasionante tarea de ser felices.
Sea este el momento para recoger , en síntesis pascual, toda nuestra faena existencial, la propia de las biografías y relatos vitales en los que se enmarcan todos estos deseos de permanecer para siempre en el ser, apuntando a una bienaventuranza que es don de Dios, tal como lo entendemos los creyentes; tarea en la que se articulan la gratuidad del Padre y la respuesta de nuestra libertad, binomio de evangélica complicidad para lograr que  lo humano no  se pierda ni fracase.
En los remotos años escolares aprendimos que los seres humanos nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, esquema bien simple. En una formulación antropológica más integral debemos inscribir aquí la gran tarea de dar un sentido a la vida, de  amar,  de construír vínculos afectivos con otros seres humanos, genuino territorio de comunión, arraigo y pertenencia con quienes  son distintos de nosotros y en quienes hallamos las mejores razones para la esperanza.
Explorar el mundo, conocerlo y estructurarlo en la comprensión de las diversas disciplinas científicas, con el fin de transformar la naturaleza en aras de mejor calidad de vida para todos; esforzarnos por captar los entresijos de la mente, estudiarla en profundidad, reconocer los más hondos dinamismos que la configuran, promover la libertad a través de la explicitación de aquellos dinamismos inconscientes, formular posturas críticas que nos permitan emanciparnos de opresiones y dominios alienantes, desarrollar tecnología para agilizar los procesos de transformación del mundo, proponer un pensamiento que dé raíz y  fundamento a toda la humanidad, analizar los comportamientos y sus condiciones, hacernos libres en la expresión artística y en la lúdica para hacer de la existencia una experiencia placentera, enamorarnos apasionadamente, empeñarnos en la justicia y en la equidad para que sean viables sociedades donde todos podamos participar de los beneficios en igualdad de condiciones, son , entre muchas otras, expresiones elocuentes de esa pasión por “ascender”, por ganarle la partida a la inevitable precariedad, por no terminar en un simple proceso de descomposición orgánica.
Muchas veces lo logramos y así podemos sentirnos realizados, gozosos por vivir con eficacia esta tarea de vivir con sentido, y así nos permitimos celebrar la gran fiesta de la felicidad. Pero también nos salen al paso los tropiezos, inherentes a nuestra contingencia, donde las interminables limitaciones que nos acompañan se tornan lenguaje desafiante que nos invitan a ir “más allá” para encontrar la genuina razón del existir. Los seres humanos somos infatigables, por eso no nos cruzamos de brazos ante cual o tal logro, siempre aspiramos a algo “más y más” que nos proyecta a lo máximo, al culmen de la felicidad. Es una continua rebelión contra la muerte y contra la extinción del ser.
Hacer conciencia de todos estos elementos nos parece que es un excelente caldo de cultivo para comprender y vivir la plenitud que nos viene de Dios, el “todo en todos” del que habla la carta a los Efesios, que tiene su concreción en la persona del Señor a quien, en profesión de fe, designamos como Jesús, el Cristo: “Para que ustedes conozcan cuál es la esperanza a la que han sido llamados por El, cuál la gloriosa riqueza otorgada por El en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa” (Efesios 1: 18-19).
El cielo no es un lugar físico al que vamos sino una situación en la que seremos transformados si vivimos en el amor y la gracia de Dios, asumiendo el proyecto de vida de Jesús y refiriéndonos plenamente al prójimo  , a la comunidad, como el lugar decisivo del ejercicio de esta Buena Noticia. La subida de Cristo a los cielos, según el lenguaje más tradicional, no es un prodigio físico, es pasar del tiempo a la eternidad, de lo inmanente a lo trascendente, donde se articulan salvíficamente la humanidad y la divinidad, siendo esta última la que acredita que la existencia de todo ser humano, que libremente acceda a tal beneficio, quede para siempre abierta a Dios y asumida por El,  aval en el que felizmente se nos garantiza que vivir no es quedar expuestos al absurdo de la finitud y de la muerte.
Vale la pena decir una palabra sobre el lenguaje con el que los evangelios y Hechos de los Apóstoles refieren la realidad de la ascensión. Es una forma narrativa propia de esa época y cultura para realzar el fin glorioso de un gran hombre, por encima de lo común. Los términos utilizados, las figuras literarias, describen un acontecimiento de divinidad y trascendencia; tal manera de expresarse no se utilizó solamente en el lenguaje bíblico, también fue propia de diversos contextos religiosos y culturales de la antigüedad, con el propósito de exaltar personajes de alta significación para las comunidades.
La primera lectura de este domingo, comienzo del relato de Hechos de los Apóstoles,  es un claro ejemplo de esto, con ello se formula una convicción de la fe de los primeros cristianos, que se transmite a todas las generaciones de creyentes: Jesús no fue revivificado ni volvió al modelo de vida humana que tenía antes de morir. El fue entronizado y constituído Señor viviendo la vida divina en la plenitud de su humanidad: “Dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos” (Hechos 1: 9), realidad que también afirma el evangelio de Marcos: “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Marcos 16: 19).
Todos nuestros esfuerzos por afirmar la maravilla de la dignidad humana, nuestra lucha por la justicia y  por la equidad, la denuncia profética de las realidades pecaminosas que oprimen a millones de personas en el mundo, la negativa a estructurar proyectos de vida sobre ambiciones de poder y de riquezas, la fe en el servicio y en la solidaridad, también en la libertad, son realidades que, para nosotros creyentes en Jesús, tienen raíz en su señorío, en ese estar El a la diestra del Padre para que el ser humano sea, en nombre de Dios, señor de la vida, señor de sus decisiones, señor de su libertad, señor de la fraternidad y de la solidaridad.
Ya hemos aludido muchas veces al problema teológico y pastoral de reducir el mensaje de la fe a la anécdota literal que presenta el texto bíblico, restándole u oscureciendo su significado decisivo de fe, en lo que está totalmente involucrado ese deseo humano del “más y más”. La narrativa de la Ascensión de Jesús es un caso típico de esto, si la explicación se limita a un prodigio físico el asunto queda en el ámbito de la fábula maravillosa pero no propone el significado de la plenitud del Señor y la implicación que esto tiene para el ser humano. Si damos el salto cualitativo de la fe, si tenemos la osadía de dejarnos llevar por el Espíritu, entonces nuestras mentes salen de la opacidad y se dejan sorprender por el mismo Dios que en Jesús nos revela  totalmente su ser humano y su ser divino, que es a lo que estamos llamados nosotros, por gracia de esa iniciativa de salvación.
Consecuencia de todo lo anterior es la invitación misional de Jesús a sus discípulos y a nosotros, el asunto no puede permanecer encerrado en un rincón de la historia, se trata de propagarlo porque están en juego la esperanza y el sentido de vida de la humanidad: “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación…..Estos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Marcos 16: 15-18).
Por toda esta bienaventurada realidad pascual el cristianismo no puede ser una nueva preceptiva religiosa, ni una nueva ritualidad,  ni una nueva institucionalidad, como las que Jesús confrontó con tanto rigor, es mucho más que eso, es una nueva cualidad en la relación de Dios con el ser humano,  el Espíritu del Señor alienta para ir a todos los rincones de la humanidad a anunciar que Dios,  en la persona del Señor Jesucristo,  está totalmente de parte de todo varón y de toda mujer, para hacernos siempre demasiado humanos y demasiado divinos, realizando las señales de la vida, las que se constituyen en razones para la esperanza, haciendo viable la felicidad en este presente histórico como anticipo de la anunciada trascendencia.
“Mientras ellos estaban mirando fijamente al cielo, viendo cómo se iba, se les presentaron de pronto dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, por qué permanecen mirando al cielo? Este Jesús, que de entre ustedes ha sido llevado al cielo, volverá tal como lo han visto marchar” (Hechos 1: 10-11). Palabras así son reto para ir a las calles de la vida, a encarnarnos en las realidades de la historia, para involucrarnos de frente con el prójimo, para ser “sal de la tierra y luz del mundo”, para romper con la religiosidad evasiva y alienante, para anunciar que en Jesucristo, el Señor, el ser humano asciende a su mayor dignidad, donde la pasión del “más y más” es asumida  y respondida con la desbordante generosidad del Padre.

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