“Todos
estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien
tiene autoridad y no como los escribas”
(Marcos
1: 22)
Lecturas:
- Deuteronomio 18: 15-20
- Salmo 94
- 1 Corintios 7: 32-35
- Marcos 1: 21-28
En
el lenguaje y contenidos de la fe cristiana es común hablar de
profecía, de profético, de profetismo. Qué queremos decir con eso?
Porque ordinariamente se le asocia con la libertad para hablar y
vivir en nombre de Dios, a menudo contraviniendo la mentalidad de las
instituciones religiosas muy afianzadas en lo jurídico, en lo moral
y en lo ritual.
La
mejor respuesta a esta cuestión proviene del mismo Jesús. Su mayor
conflicto se dió con los dirigentes de la religión judía, son
frecuentes las referencias evangélicas en este sentido, en las que
queda claro su radical cuestionamiento a la manipulación de la
conciencia con imágenes negativas de Dios, como el justiciero, el
castigador, el condenador, el vengativo, con todo lo que esto implica
de dominación y de injusticia, de obstáculo a la libertad de los
creyentes.
También
en el Antiguo Testamento surge el movimiento profético como la
tendencia para mantener vigente la auténtica relación de Dios con
los israelitas, y de ellos con él, poniendo freno a los excesos y
olvidos de muchos de sus reyes y sacerdotes, a sus injusticias y
exclusiones, a su culto religioso pleno de solemne formalidad pero
carente de ética y de compasión. El profeta tiene una autoridad que
no es institucional, es profundamente carismática, surge de la
experiencia transformadora en la que Dios mismo es quien convoca y
legitima! Sobre esto nos ayuda a reflexionar la Palabra que la
Iglesia nos propone este domingo.
La
primera lectura es del libro de Deuteronomio, palabra de origen
griego que significa “segunda versión de la ley de Moisés,
versión renovada y liberadora (Deuteros: segundo y Nomos:ley). El
proceso de confección de este texto dura unos seiscientos años,
está constituído por la tradición oral de las tribus hebreas que
regulaba la aplicación de justicia al interior de la comunidad,
también surgen posturas contrarias a la monarquía, justamente por
las incoherencias de esta, por eso proponían legislaciones
renovadoras y alternativas a las injusticias del “régimen”.
Después del destierro en Babilonia grupos de sabios le dieron el
formato definitivo que hoy conocemos en el cuerpo bíblico. Su
insistencia fundamental es la de vivir unas relaciones interhumanas
justas y promotoras de la dignidad de las personas, tiene directa
relación con el profetismo de Israel como garantía de unas
auténticas relaciones de justicia, superando con creces el legalismo
y el ritualismo de una religión prostituída.
La
ley, en Deuteronomio, no es una colección de decretos desconectados,
cada precepto se orienta a defender la vida y la dignidad de cada
miembro de la comunidad, que nadie viva en situación de miseria y
desconocimiento de su valor, deja así de ser una obligación
onerosa, desagradable, violenta y pasa ser un don que Dios otorga a
todo el pueblo. Este regalo se fundamenta en el derecho de cada
familia a poseer lo mínimo necesario: “Por
lo demás, no habrá ningún pobre a tu lado, porque el Señor te
bendecirá abundantemente en la tierra que El te da como herencia”
(Deuteronomio 15: 4).
Los
profetas de la tendencia deuteronomista fueron definitivos para
comunicar esta novedosa mentalidad y para poner coto a los injustos
modelos que manipulaban a Dios a favor suyo, desconociendo las
necesidades de la mayoría del pueblo. La convivencia en el país que
Dios ha obsequiado al pueblo exige una renovación radical de todos,
lo que se traduce en que en esta organización social el derecho
divino debe prevalecer sobre las instituciones. En esta normativa la
intención de Dios coincide con la expectativa humana de dignidad.
En
la misma línea se inscribe la promesa sobre el profeta que va a
venir: “El
Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir de
entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a él a quien escucharán”
(Deuteronomio 18: 15). Los profetas prometidos se van a dedicar a
mantener vivo el espíritu original de la ley, de modo que esta no se
quede en formalidad obligatorio sino en posibilidad liberadora,
expresando las necesidades vitales de cada integrante de la
comunidad.
Cuántas
veces en la realidad de países y sociedades nos encontramos con
leyes injustas, opresoras, contrarias a la dignidad humana.
Dictaduras, decisiones que empobrecen, que coartan la libertad, que
frustran las aspiraciones legítimas de las personas, modelos
verticales que impiden el genuino desarrollo social. Qué tal una
confrontación rigurosa de las leyes que configuran el modelo
económico en la mayoría de países del mundo? Este modelo que, como
dice con radicalidad profética el Papa Francisco, produce seres
humanos “descartados y descartables”. Acaso el ser humano se
puede descartar? Hay que tener apellidos y dinero para no ser
excluído de la mesa de la vida? Hay personas que sí tienen derecho
y otras que no, la mayoría? Esto que sucedía en el Israel de
Deuteronomio penosamente sigue sucediendo en nuestros tiempos. Voz de
alarma la que dan los nuevos profetas para denunciar tamaña
inconsistencia!
El
Deuteronomio da inicio a una tendencia que Jesús llevará adelante.
Para El lo fundamental es que la ley esté al servicio del ser
humano, que le reconozca sus derechos, que se exprese en acciones de
justicia y de reivindicación, que entre a lo más profundo del
corazón para que sea una ley interiorizada, una ley que promueve el
sentido digno de lo más sustancial de cada persona. En eso que
llamamos “el reino de Dios y su justicia” está patente el
espíritu deuteronomista y , siglos después, el espíritu de Jesús.
Nuestra
manera de ser y vivir en sociedad, de ser y vivir en Iglesia, está
imbuída de esta intencionalidad liberadora? Aquí radica el
auténtico profetismo bíblico y cristiano.
Recordamos
cómo los fariseos y maestros de la ley, en tiempos de Jesús, eran
expertos en legislación, en citar permanentemente argumentos de
autoridad con las minuciosas prescripciones del ordenamiento
jurídico-religioso del judaísmo de ese tiempo, el ser humano
esclavizado por la ley y, naturalmente, infeliz por esta razón.
En
contra de ellos, Jesús, libre en nombre del Padre Dios y de la
dignidad de sus hijos, ejerce con autoridad un ministerio que tiene
su raíz en la verdad y en el reconocimiento que se debe a la
impronta digna que el creador deposita en cada persona: “Entraron
en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y
comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza,
porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los
escribas” (Marcos
1: 21-22).
Jesús
va a la sinagoga, participa en el mundo religioso de su pueblo pero
no se deja encerrar por su estilo y su rigidez legalista. Se
involucra con la gente, come con publicanos y pecadores, crítica
severamente los prejuicios y tradiciones que distorsionan el sentido
original de la ley, y todo esto lo realiza con “autoridad”,
esencia de su profecía, la que anuncia un mundo nuevo que viene de
Dios mismo, cuya voluntad no es la de una religión acartonada,
saturada de preceptos y de rituales carentes de vida, sino la de un
reino en el que la fraternidad, la solidaridad, el servicio, la
justicia, sean determinantes de su proyecto de bienaventuranza, de
plenitud para todos los seres humanos.
Jesús
estaba interesado en la situación particular de cada ser humano, en
sus sufrimientos, en lo que le impedía ser libre, feliz ,
espontáneo. Tal interés no obedecía a una estrategia política,
sino a una genuina valoración de cada persona con la que se
encontraba, como lo apreciamos en la escena que trae el evangelio de
hoy:
“Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro,
que comenzó a gritar: qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? Has
venido para acabar con nosotros? Ya sé quien eres: el Santo de Dios.
Pero Jesús lo increpó diciendo: Cállate y sal de este hombre. El
espíritu impuro lo sacudió violentamente, y dando un gran alarido,
salió de ese hombre”
(Marcos 1: 23-26).
Los
milagros que se refieren en los cuatro relatos evangélicos, lo mismo
que la liberación de posesiones diabólicas, son señales del nuevo
orden de vitalidad y de libertad que el Padre ofrece a la humanidad
en Jesús, trascendiendo la puntualidad anecdótica vamos a su
significado. El es el profeta de la nueva humanidad, porta la
libertad que procede de Dios, su lucha profética contra los demonios
fue una lucha contra las ideologías instaladas en las sinagogas, que
buscaban un mesías glorioso, triunfante, humanamente exitoso,
reformador de leyes y de ritos.
Jesús
nunca se identificó con estos propósitos. Por esta razón, conmina
a los espíritus inmundos – o ideologías opresoras – a guardar
silencio y a no tratar de seducirlo con falsas aclamaciones y
reconocimientos. El pueblo sencillo sí era capaz de reconocer la
propuesta de Jesús, que los liberaba de la pesada carga moral,
económica, y religiosa que suponía cumplir hasta el más mínimo
detalle con los seis mil y más preceptos que en ese entonces regían
para regular todos los aspectos de la vida personal y social.
Jesús
sorprende : “Todos
quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: Qué es esto?
Enseña de una manera nueva, llena de autoridad, da órdenes a los
espíritus impuros y estos le obedecen. Y su fama se extendió
rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea”
(Marcos 1: 27-28).
Preguntémonos:
Seguimos la propuesta de Jesús de que cada ser humano tenga un valor
inalienable? Creemos que nuestra tarea, como anunciadores de la Buena
Noticia, es ayudar a todos a liberarse de las trabas que no les
permiten madurar en libertad? Para nosotros esta Buena Noticia es
normativa o la dejamos pasar con la ligereza de unas prácticas
religiosas ocasionales y ligeras? Es Dios la garantía de una
autoridad de la Iglesia – autoridad profética y liberadora –
para instaurar su reino y su justicia?