“Maestro,
cuál es el mandamiento mayor de la ley? El le dijo: amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es
semejante a este: amarás tu prójimo como a ti mismo”
(Mateo
22: 37-40)
Lecturas:
- Exodo 22: 20-26
- Salmo 17
- 1 Tesalonicenses 1: 5-10
- Mateo 22: 34-40
En
los domingos anteriores, en los textos del evangelio que se han
proclamado, hemos visto cómo diversos grupos religiosos del judaísmo
se han enfrentado a Jesús, planteándole preguntas y cuestiones
capciosas con el fin de buscar argumentos para acusarlo ante las
autoridades, y en ningún caso sus insidias han resultado exitosas.
Ahora lo intentan de nuevo:
“Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los
saduceos, se reunieron en grupo. Entonces uno de ellos le preguntó,
con el ánimo de ponerlo a prueba: Maestro, cuál es el mandamiento
mayor de la ley?” (Mateo
22: 34-36).
Para
comprender la malicia de la pregunta es preciso recordar que la ley
judía vigente en aquellos tiempos constaba de 613 mandamientos (248
mandatos y 365 prohibiciones), que tenían diversos grados de
dificultad, por las implicaciones que conllevaban. Era una
legislación minuciosa que demandaba de los fieles la más rigurosa
observancia, cuyo seguimiento se traducía en los dos grandes
merecimientos de quienes se sentían verdaderos creyentes de la fe de
Israel: la pureza ritual y la pureza legal, asuntos que traían
obsesionados a los sacerdotes del templo, a los saduceos, a los
fariseos, también a los esenios.
El
gran indicador de la calidad religiosa de un judío era su estricto
cumplimiento de todo lo prescrito en estos códigos, sin permitirse
la más mínima laxitud.
El
ánimo de estos hombres se exalta con la libertad que manifiesta
Jesús ante las instituciones de esta religión, libertad que no es
anarquía sino referencia fundante y definitiva a una realidad que es
superior a esa ley. El lo deja muy claro con su respuesta al fariseo:
“Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda
tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es
semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo”
(Mateo 22: 37-40).
Con
sagacidad, Jesús responde correctamente a sabiendas de la trampa
contenida en la pregunta, haciéndolo con una novedad que lo
diferencia cualitativamente del judaísmo tradicional: pone el amor
al prójimo en el mismo plano del amor a Dios. Su respuesta conecta
con la más genuina tradición de los profetas bíblicos, estos
denunciaron – lo sabemos bien – con mucha fuerza el deseo de
llegar a Dios de modo intimista e individualista, desentendiéndose
del prójimo.
Durante
siglos la religión de Israel se manifestó en cultos de gran
solemnidad, en sacrificios costosos, en ricas ofrendas, todo ello sin
justicia y sin responsabilidad con la dignidad del prójimo pobre.
Por eso, encontramos con reiteración la insistencia por la
reivindicación de viudas y huérfanos, de oprimidos de toda clase.
Dios
y el prójimo no son magnitudes separables, la autenticidad del culto
no descansa en la pompa litúrgica sino en la justicia: “Las
manos de ustedes están llenas de sangre: lávense, purifíquense,
aparten sus fechorías de mi vista, desistan de hacer el mal y
aprendan a hacer el bien; busquen lo que es justo, reconozcan los
derechos del oprimido, hagan justicia al huérfano, aboguen por la
viuda”
(Isaías 1:15-17).
Tampoco
se puede decir que el amor a Dios es más importante que el amor al
prójimo. Ambos preceptos, en la mentalidad de los profetas y en la
de Jesús, están en el mismo nivel, se implican mutuamente. No es
posible adorar a Dios si no se reconoce al prójimo en su dignidad:
“De
estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas”
(Mateo 22: 40).
La
primera lectura – del libro del Exodo – es muy significativa en
este sentido. Hace parte del llamado código de la alianza cuyas
prescripciones no se quedaban en normativas de tipo litúrgico, sino
que ponía su énfasis en la protección de los humillados y
ofendidos, forasteros desplazados por la guerra, jornaleros del
campo, víctimas de las injusticias.
Esa
legislación recuerda los beneficios del éxodo – la gran
experiencia de libertad de los israelitas – y el cambio de
condiciones para las tribus hebreas que pasaron de la servidumbre a
ser un pueblo libre, gracias a la intervención de Yahvé mediada en
el liderazgo de Moisés. En nombre de eso, no es posible olvidarse de
quienes carecen de reconocimiento y de todo lo necesario para vivir
con dignidad: “No
maltratarás al forastero , ni lo oprimirás, pues forasteros fueron
ustedes en el país de Egipto. No vejarás a viuda alguna ni
huérfano. Si los vejas y claman a mí, yo escucharé su clamor, se
encenderá mi ira…” (Exodo
22: 20-22).
También
el texto de Exodo alude al grave pecado de la usura: “Si
prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo,
no serás con él un usurero, no le exigirás intereses” (Exodo
22: 24). Jesús y muchos de los buenos creyentes de Israel se
sorprenderían con dolor y escándalo de la usura que está en la
base de la economía de nuestro tiempo, los intereses con los que los
países ricos gravan a los países pobres, la carga impositiva que no
se traduce en beneficios sociales de calidad y cubrimiento
suficiente, los préstamos que hacen las entidades financieras
sometiendo a sus deudores a penalidades que se ejecutan sin
clemencia.
Tal
es la “sofisticada” usura del capitalismo neoliberal! Y muchos de
los que la practican se dicen creyentes en Dios. Dónde quedan la
primacía del amor teologal y de su correlativo amor fraternal? Las
finanzas internacionales y nacionales son impúdicamente
especulativas, dominan la vida y el trabajo de las mayorías.
El
Papa Francisco lo ha denunciado con intensidad, cuando habla de un
sistema económico que crea seres humanos “descartables” porque
no pagan o porque no producen. Explotar al ser humano es faltar con
alta gravedad a ese mandamiento primordial y simultáneo, como lo
plantea sin rodeos Jesús en el evangelio de hoy.
Jesús
cambia de raíz los sombríos mandamientos judíos, sobresaturados de
normas y de rituales vacíos de amor y de vitalidad, y los
re-significa afirmando que la actitud filial con respecto a Dios y la
solidaridad interhumana son los fundamentos de la auténtica
religiosidad. El amor es el espíritu que anima la legislación que
procede de Dios, el verdadero culto es el que se ejerce en la
projimidad.
En
la base de muchos ateísmos está el escándalo que damos los
creyentes cuando somos al mismo tiempo tan religiosos y estrictos en
cumplimientos y tan indiferentes a la suerte de los que sufren
pobrezas y constante falta de oportunidades.
El
cristianismo que surgió con la contrarreforma en el siglo XVI,
como respuesta a las consecuencias del movimiento de Martín Lutero,
fue muy jurídico y muy ritual, y la relación con los pobres
predominantemente asistencial y paternalista. Fueron los movimientos
emancipatorios que empezaron con la Revolución Francesa, el
pensamiento de Carlos Marx, las críticas de los maestros de la
sospecha (Freud, Marx, Feuerbach, Nietzsche) a la religión , las
llamadas de atención al cristianismo para integrar la dimensión
teologal con la dimensión de la projimidad y de la solidaridad.
Por
eso el espíritu del Concilio Vaticano II, los movimientos teológicos
y pastorales surgidos de ahí, de modo particular la teología de la
liberación, se fijan en el necesario y complementario vínculo
entre el amor prioritario a Dios y el amor prioritario al pobre, como
lo refleja claramente Jesús en sus palabras, en sus preferencias, en
su estilo decididamente teologal y, por lo mismo, fraternal y
solidario. La opción preferencial por los pobres es normativa del
seguimiento de Jesús.
Nosotros
vivimos hoy en sociedades que tienen más normas que las que había
en el pueblo judío, incluso nuestras iglesias tienen extensas
legislaciones. Vivimos también en un mundo en el que buena parte de
la población mundial vive en pobreza y en miseria con cifras muy
preocupantes y pecaminosas. El sistema económico vigente requiere
como contraparte para generar riqueza “equilibrarse” creando
individuos y sociedades paupérrimas, realidad que Juan Pablo II
calificó como “capitalismo salvaje”.
La
respuesta de Jesús al docto fariseo tiene hoy toda la actualidad, se
trata de provocar una indignación teologal y una indignación ética.
Si de veras es nuestra decisión seguir el Evangelio, es imperativo
volver por los fueros de estos dos amores simultáneos.
Consideremos
finalmente lo que dice el teólogo José María Castillo, en la
óptica de las reflexiones que nos ocupan este domingo: “Estando
así las cosas, se comprende el sentido exacto y el alcance de que
tuvo el entusiasmo popular que se produjo en cuanto Jesús se puso a
decirle a aquel pueblo que ya llegaba el reino, pero no como lo
anunciaban los dirigentes, no como el yugo de la religión que le iba
a oprimir aún más, sino como vida, como libertad, como gozo y
alegría, como dignidad para cuantos se veían y eran vistos como
indignos, como pecadores despreciables o como endemoniados
peligrosos. En definitiva, el reino como plenitud de vida”
(Castillo,
José María.El reino de Dios: por la vida y la dignidad de los seres
humanos. Desclée de Brower, Bilbao,1999;página 76).