domingo, 30 de septiembre de 2018

COMUNITAS MATUTINA 30 DE SEPTIEMBRE DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO


“No lo detengan, dijo Jesús. Nadie que haga un milagro en mi nombre podrá luego hablar mal de mí. Todo el que no está en contra de nosotros, está a nuestro favor”

(Marcos 10: 39-40)

Lecturas:

1.   Números 11: 25-29
2.   Salmo 18
3.   Santiago 5: 1-6
4.   Marcos 9: 38-48


Una clave de comprensión para las lecturas de este domingo: «Nadie puede ser excluido del servicio que se realiza en nombre de Dios», “Nadie puede ser dispensado de la tarea de construír una humanidad digna y libre”, “Nadie puede desconocer la capacidad profética de sus prójimos”.
En medio de las tradiciones del pueblo israelita por el desierto, el libro de los Números nos presenta el relato del «reparto» del espíritu de Moisés, entre setenta miembros del pueblo. La intención es que Moisés no tenga que llevar la carga solo. Con esta decisión de Yavé, la responsabilidad queda repartida: cada uno de quienes han recibido «parte» del espíritu que estaba en Moisés debería ser profeta en el pueblo: “Pero el espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: Eldad y Medad están profetizando en el campamento. Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino: Señor mío, Moisés, prohíbeselo. Moisés le respondió: Es que estás tu celoso por mí? Ojalá todo el pueblo recibiera el espíritu del Señor y profetizara[1]
 Ahora bien, tendríamos que atenernos al contexto para intuir qué características implicaba la tarea de estos personajes.

El capítulo 11 del libro de los Números nos da cuenta de las etapas de la marcha por el desierto. La narración se centra en una dificultad: el pueblo lleva varios meses comiendo maná y ya está hastiado: «tenemos el alma seca» (v. 6), «no vemos más que maná» (v. 6b), y con esto viene la tentación de añorar el tiempo de abundancia de comida en Egipto. Por aquí podemos intuir la grave dificultad en que se halla Moisés: ¿cómo hacer para que el pueblo no siga añorando el tiempo de vida en Egipto? El desierto es el gran desafío. Detrás está Egipto, con su abundancia, pero también con su esclavitud. Hacia delante está la promesa de una tierra, una libertad, una vida digna, pero que hay que conquistar a precio de privaciones, sacrificios, esfuerzos.
Es muy inquietante cuando individuos y comunidades se atemorizan ante las demandas de la libertad, ante la posibilidad de decidir sus vidas, su destino, entonces acuden a mecanismos de “recuperación” de las condiciones de sometimiento e indignidad, sienten nostalgia de la esclavitud y vuelven por ella. Eligen dictadores, dan soporte a modelos represivos, crean paraísos artificiales para alienarse del reto de la historia, se niegan a tomar las riendas de sí mismos, entregan su responsabilidad a realidades que los someten  y distraen de la máxima faena de la vida: la libertad. Esto sucedió a los israelitas en el tránsito por el desierto y sigue sucediendo en todos los tiempos de la historia. [2]
El relato causa admiración porque Yavé monta en cólera... Es un recurso literario para introducir la preocupación de Moisés, que se expresa en una bella oración de intercesión por el pueblo. La solución que plantea Yavé es la adecuada: reunir setenta representantes del pueblo para repartir entre ellos el espíritu que estaba en Moisés; de esa manera la dirección, orientación y concientización del pueblo sería obligación de muchos y no sólo de Moisés.
El espíritu que se dona a todas estas personas viene a ser, entonces, profético; es decir, está en función de profetizar, de anunciar la nueva vida que viene de Dios. Hay que asumir que esta actividad profética está orientada a ayudar al pueblo a tomar más y más conciencia del plan de Dios con ellos, a entender lo que hay realmente detrás: Egipto y su abundancia de comida, pero con su esclavitud, que es lo contrario al plan divino, y lo que está por delante: un desierto inevitable, desafiante, mortal, pero, al fin y al cabo, un medio que es necesario asumir para poder llegar a la tierra de la libertad, tierra de promisión. A cualquier persona del pueblo que, entendiendo las cosas así, «catequizara» a sus hermanos en este sentido, había que verlo como profeta «autorizado», no porque hubiera estado necesariamente en la tienda del encuentro, sino por estar en comunión con el ideal de Yavé.
Ese parece ser el caso de Eldad y Medad. Ellos no estuvieron en el momento del reparto del espíritu y sin embargo estaban profetizando. Viene la reacción de Josué. No entiende todavía que todo el que influya de manera positiva en la conciencia del ser hermano, debe ser considerado profeta, y por eso aconseja a Moisés que lo prohíba (v. 28). Por su parte, Moisés ha captado muy bien que, en el trabajo de liberación del pueblo, todos tienen una gran tarea, y responde a Josué con palabras aparentemente duras, que en definitiva buscan abrir la conciencia de su ayudante: «ojalá todo el pueblo fuera profeta» (v. 29); ojalá cada uno asumiera con verdadero empeño la tarea de concientizarse y concientizar a su semejante, a su prójimo, ¿no es eso justamente lo que Dios quiere y espera?
A Josué  no le preocupaba mucho la necesidad de que cada miembro del pueblo tuviera una conciencia bien formada para continuar hacia adelante por el desierto; le preocupaba más defender lo «oficial», lo «autorizado» por Dios en la tienda del encuentro, es decir lo «instituido», la defensa de «los derechos de Dios».
Los carismas del Espíritu se distribuyen por libre iniciativa de Dios  a todos, sin mediar distinciones de jerarquía, o de superioridad de unos que se pretenden dueños de la Palabra sobre otros que apenas deben limitarse a escucharla y obedecerla. En la lógica del reino de Dios y su justicia los dones son para todos y para el bien de todos. Así, el ministerio que promueve la unión de las comunidades y la vida según el Espíritu es un servicio que reconoce todos estos regalos, los estimula y promueve para bien de toda la comunidad, superando exclusivismos en el servicio ministerial y asumiendo con gozo la riqueza carismática de cada integrante de la misma.

En esta  línea, nos presenta el evangelio de Marcos para este domingo, una situación semejante con los discípulos de Jesús. Apenas transmitida por Jesús la lección sobre quién es el mayor (Mc 9,33-37), se produce un incidente que tiene que ver con la exclusividad de los miembros del grupo seguidor de Jesús: “Juan dijo a Jesús: Maestro, hemos visto a alguien usar tu nombre para expulsar demonios, pero le dijimos que no lo hiciera porque no pertenece a nuestro grupo. No lo detengan!, dijo Jesús. Nadie que haga un milagro en mi nombre podrá luego hablar mal de mí. Todo el que no está en contra de nosotros, está a nuestro favor”[3]
 Juan cuenta a Jesús que han impedido a un hombre expulsar demonios en su nombre, porque no se trataba de uno de los miembros del grupo (v. 38). No hay una pregunta –cómo hacer en casos semejantes, qué posición asumir, etc.–. La respuesta de Jesús es sabia, «nadie que obre un milagro en mi nombre puede después hablar mal de mí» (v. 39), y «el que no está contra nosotros, está con nosotros».
En la tarea de construcción del Reino nadie tiene la exclusiva. Esto es misión de todos, el sentido común evangélico llama a superar el esquema clerical de unos sacerdotes que enseñan y toman decisiones, y de unas comunidades que, sintiéndose inferiores, acatan sin más lo que aquellos determinen. La profecía esperanzadora que anuncia la Buena Noticia es propia de cada miembro de la comunidad, y no se puede sofocar por celos excluyentes.
Tal vez los discípulos no tenían claro o no recordaban que su pertenencia al grupo de Jesús fue un don de pura gratuidad; ninguno de ellos presentó ante Jesús un concurso de méritos para ser elegido; fue Jesús quien se presentó ante ellos, se les atravesó a cada uno en su camino y los llamó, aun a sabiendas de que no eran ni los mejores, ni lo más representativo de su sociedad. En ese sentido también otros y otras pueden seguir siendo llamados. En cada hombre y en cada mujer Dios ha sembrado las semillas del bien; cómo y cuándo esas semillas comienzan a germinar y dar frutos, es decisión de cada uno.
A veces nos parecemos a Juan y al resto de discípulos, nos ponemos celosos de quienes sin pertenecer a la institución hacen obras mejores que las nuestras. Y sale inevitablemente la frase: «pero ése o ésa es de tal o cual religión, o de tal o cual grupo...». Anteponemos a la vocación universal de hacer el bien y a la práctica del amor, unos intereses mezquinos y unos criterios de autoridad y de exclusividad que no son los de Jesús .
El diálogo de Jesús con sus discípulos refleja la situación de la comunidad para la cual Marcos escribe su evangelio. Una comunidad quizás muy consciente de lo que eran las exclusiones, pero al mismo tiempo en peligro de ser exclusivista, con una excusa quizás aparentemente sana: «ser o no ser de los nuestros», «ser o no ser del camino», «estar o no estar en el proceso...», y en fin otras talanqueras que pretendidamente intentan justificarse con la excusa de defender la «pureza» de la fe o del «credo» o del «orden» o, en definitiva, de «defender los derechos» de Dios.
Pues bien, cuando se cae en el extremo de «defender» a Dios, o los «derechos» de Dios, lo que se logra en definitiva es minimizar a Dios, ponerlo en ridículo ante el mundo, y la consecuencia más inmediata, la que previó Jesús y quizás la que ya se veía en la primera comunidad, era la del escándalo a los más pequeños.  Es el muy conocido tema de los fundamentalistas, “hipercristianos”, que se sienten dueños de la verdad y guardianes de la moral, como los que ahora lanzan dardos venenosos contra el Papa Francisco, juzgándolo como relativista y minimizador de la verdadera doctrina. A Jesús le preocupan los «pequeños», no sólo los menores de edad, sino los que apenas empiezan a intuir la dinámica del Reino con la subsiguiente imagen de Dios que él propone.
Con todo, a través de los siglos, los peligros de la comunidad primitiva se convirtieron en hechos reales: cuántos creyentes promotores del bien, de la justicia y de la paz fueron excluidos sólo porque «no eran de los nuestros»... Cuántos Josués y Juanes se han empeñado todavía en «defender» una pretendida «exclusividad» que, por supuesto, nadie posee, con lo cual lo que logran es escandalizar a muchos, haciéndoles creer que Dios es tan pequeño, que puede reducirse a los estrechos límites de un grupo o de una institución.
Si logramos tomar conciencia de que Dios es más grande que un grupo o una institución y que en ningún momento nuestra vocación es la de defender unos supuestos «derechos de Dios», sino simplemente «servir», ponernos en función de construir el Reino con y desde las múltiples posibilidades que ello implica dada la insondable riqueza del mismo espíritu, entonces jamás se nos ocurrirá pensar si éste o aquél es o no es «de los nuestros», sino mejor... ¡como cooperar más y mejor con aquél o aquélla que tan bien está luchando por construir aquí la Utopía (el Reino)!

La disponibilidad que debe tener el discípulo para seguirle en la propuesta de la construcción del Reino. El seguimiento de Jesús requiere compromiso, dedicación y responsabilidad. Ser discípulo del Maestro es la oportunidad que se tiene para poder hacer de este mundo algo mejor. La propuesta de Jesús es clara, no es posible avanzar en la extensión del proyecto de Dios, si colocamos en nuestra vida otras prioridades que no hacen parte de su querer. Por eso, colocar la mano en el arado, o realizar cualquier otro tipo de práctica contraria a la libertad, autonomía y disponibilidad nos limita en nuestro avance del seguimiento a Jesús. ¿Qué me limita en el deseo de seguir a Jesús? ¿Cuáles son las prioridades en mi vida? ¿Dios ocupa el centro de mi existencia? 
Gran indicador de la madurez de una comunidad de cristianos es su disposición para estimular la diversidad de dones, para orientarlos al servicio de todos, con un ministerio de presidencia atento, discerniendo siempre tal riqueza y animando a cada uno a dar lo mejor de sí mismo para vivir el Evangelio en comunidad, condición esta que es inherente al mensaje. No es posible un cristianismo individual, desconectado de la Iglesia, reducido a piedades personales y a moralidades antisépticas.


[1] Número 11: 26-29
[2] FROMM, Erich. El miedo a la libertad.Paidós, Buenos Aires, 1975.
[3] Marcos 9: 38-40

domingo, 23 de septiembre de 2018

COMUNITAS MATUTINA 23 DE SEPTIEMBRE DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO


“Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”
(Marcos 9: 35)

Lecturas:
1.   Sabiduría 2: 12-20
2.   Salmo 53
3.   Santiago 3: 16 a 4:3
4.   Marcos 9: 30-37
Armand Jean du Plessis de Richelieu (1585-1642), fue un miembro de la aristocracia francesa en el siglo XVII, obispo y cardenal de la Iglesia, que llegó a ser primer ministro de Francia, del rey Luis XIII, en 1624. Toda su vida estuvo bajo el signo del poder y de las estrategias políticas habilidosas para lograr los objetivos de la monarquía de esa nación. Se identifica a Richelieu con la manipulación, con las componendas, con los manejos movidos por el espíritu maquiavélico, el fin justifica los medios. Este hombre era un pastor de la Iglesia: fue la suya una vida configurada con la de Jesús? Tuvo conciencia del mesianismo crucificado del Señor? Su historia es la de un servidor de la comunidad, hombre justo, dedicado por entero al servicio de la comunidad? Fue perseguido por causa del reino de Dios y su justicia?
Por otra parte, Jan Chryzostom Korec (1924-2015 Checoslovaquia), fue un religioso jesuita que vivió desde su juventud la cruenta persecución del régimen comunista a la Iglesia Católica, ordenado sacerdote a los 26 años de edad, en un campo de concentración, fue ordenado obispo un año después, en la clandestinidad, por decisión de su compañero Pavel Hnilica, también jesuita y obispo. En las dramáticas condiciones de la prisión estos hombres, junto con otros, ejercían el ministerio en total silencio, y recibieron el ministerio de obispos para garantizar la sucesión apostólica y la permanencia del servicio ordenado en medio de tan difíciles circunstancias.
El joven obispo Korec fue sucesivamente barrendero, operario de fábrica, liberado y hecho preso varias veces, ocultando su condición por temor a la represalia de las autoridades, su existencia siempre fiel y generosa, dedicado enteramente a servir , sin ningún tipo de ostentación, manteniendo su fidelidad a Jesús, a la comunidad, hasta que – concluido el régimen del comunismo – fue rehabilitado públicamente y pudo ejercer su entrega pastoral. Juan Pablo II le nombró en 1990 obispo de Nitra (Eslovaquia) y cardenal en 1991. Todo esto lo relata en su autobiografía “La noche de los bárbaros”[1]. Jamás buscó privilegios ni tuvo deseos de exaltación, todo su relato vital fue el de un cristiano identificado con la cruz, siempre en la perspectiva de la dedicación al servicio pastoral, discreto, silencioso, sereno en medio de las contradicciones vividas.
Qué tienen estas dos biografías? Ambos hombres de Iglesia, el uno discurrió sin rodeos por los caminos del poder, el otro por los del ministerio en su sentido evangélico más completo y leal. Richelieu pasa a la historia como un estratega siniestro, Korec como un cristiano crucificado por amor a su Señor y a la humanidad. Las lecturas de este domingo nos llevan por este último sendero, como en el anterior: “Salieron de allí y fueron caminando por Galilea. El no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán, mas a los tres días de haber muerto, resucitará. Pero ellos, que no entendían sus palabras, tenían miedo de preguntarle” [2]
En coherencia con ese asunto del mesianismo crucificado, tema transversal del evangelio de Marcos, Jesús sigue dejando en claro cuál es su camino, a pesar del escándalo que causa en sus discípulos y también en nosotros, en nuestro mundo, en muchos ambientes de Iglesia que olvidan el servicio radical y se dedican al carrerismo eclesiástico, como señala expresamente Francisco. Richelieu es la carrera de ascenso, Korec el hombre de la vida oculta y entregada sin reservas.
El evangelio dice expresamente que Jesús quería pasar desapercibido, con la intención de formar a sus discípulos con la enseñanza de la cruz, trata de convencerles de que no ha venido a desplegar un mesianismo de poder sino de servicio a los demás, pero no lo consigue. Las mentes de aquellos están enredadas en las ambiciones del triunfo, en la mentalidad del prestigio, se imaginan que cuando la revolución de su maestro tenga éxito ellos ocuparán los lugares de honor. Todos siguen pensando en su propia gloria.
Si les daba miedo preguntar es porque intuían que algo de él no les gustaba. Esta indicación nos muestra que, más que no comprender, es que no querían entender, porque la muerte ignominiosa de Jesús significaba el fin de sus pretensiones de mesianismo triunfante, glorioso, espectacular.
“Llegaron a Cafarnaúm y , una vez en casa, les preguntó: De qué discutían por el camino? Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quien era el mayor. Entonces se sentó , llamó a los Doce y les dijo: si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”[3], exactamente el mensaje del domingo anterior. Jesús no demanda que nos minimicemos en el sentido de perder la dignidad, de asumir un voluntarismo de autonegación violenta, lo que pide es que entendamos de una vez por todas que el ser humano es más en la medida en que sirva más, en que dé más y más lo mejor de sí mismo para que haya una mejor humanidad, sin medir las posibles consecuencias de incomprensión, conflicto, persecución, cruz.
La plena realización de la vida no está en dominar a los demás, en utilizarlos como trampolín – tipo Richelieu – para lograr objetivos de poder, ella se logra en la ofrenda radical de sí mismo, aún en la contradicción, como en el caso de Jan Chryzostom Korec.
Y luego viene el ejemplo de la acogida a los niños, lo que quiere decir Jesús con este gesto no es algo romántico, vamos a verlo: “Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: El que acoja un niño como este en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoja a mí, no me acoge a mí, sino a Aquel que me ha enviado”[4]. En ese contexto de Jesús el niño no contaba, se le veía como un pequeño esclavo, el último de los últimos, en la escala más baja de los que se dedican al servicio, Jesús se está identificando con ellos, no es una simple ternura, claramente está manifestando su preferencia por los mínimos y está señalando una pauta determinante para quienes quieran vivir en seguimiento suyo, provoca naturalmente rechazo porque lo que se propone como alternativa existencial es estar siempre en plan de ascenso y de aplauso social. Acoger a Jesús, es acoger al Padre, acoger a los últimos del mundo. Esto es esencial en el evangelio.
Después de más de dos mil años seguimos sin enterarnos. Y , además, como los discípulos, preferimos que no nos aclaren las cosas, porque sospechamos que no  responden a nuestras ambiciones. Seguimos en la lucha del poder, la Buena Noticia lo denuncia, Francisco lo denuncia, muchas buenas gentes lo denuncian.
No es servidumbre humillante sino servicio humanizante, dar la vida hasta consumirse por amor. Esto es perseguido e incomprendido, como lo leeemos en la primera lectura: “Pongamos trampas al justo, que nos fastidia y se opone a nuestras acciones; nos echa en cara nuestros delitos y reprende nuestros pecados de juventud….es un reproche contra nuestras convicciones y su sola aparición nos resulta insoportable, pues lleva una vida distinta a los demás y va por caminos diferentes…..lo someteremos a humillaciones y torturas para conocer su temple y comprobar su entereza. Lo condenaremos a una muerte humillante, pues, según dice, Dios lo protegerá[5]. El texto recoge la experiencia de los profetas de Israel y presenta a la persona justa como modelo de sabiduría, el ser humano piadoso no es el que hace sacrificios notorios o practica externamente los rituales, la justicia es sabiduría de Dios, honestidad insobornable, firmeza a prueba de fuego.
Esta justicia somete a juicio al corrupto, al violento, al manipulador, al criminal. La limpieza del justo resulta intolerable para quienes viven empecinados en el mal, por eso resulta esta lógica siniestra de humillar a los decentes, a los rectos de mente y corazón. La historia abunda en testimonios de esta naturaleza. En la historia cristiana los que toman en serio el proyecto de Jesús corren su misma suerte, los mártires del cristianismo primitivo, los condenados por reyes y poderosos, los creyentes silenciosos que, amando sin descanso, comprendieron el escándalo de Jesús y lo hicieron elemento decisorio en sus opciones, las víctimas de los totalitarismos del siglo XX, los profetas de la dignidad humana, nuestro San Romero de América, que será canonizado el próximo 14 de octubre.
La carta de Santiago, potente texto que nos acompaña como segunda lectura desde hace varios domingos, confronta a sus destinatarios por sus conductas de envidias, de rencillas y afectos desordenados por el poder, los incita a la sabiduría, les sugiere los caminos de la paz, de la justicia, de la misericordia: “Pues donde hay envidia y ambición brota el desconcierto y toda clase de maldad. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, sobre todo, pura; pero también pacífica, indulgente, dócil, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía…”[6]
Esta carta nos invita a poner todo el mundo de intereses egoístas a contraluz y a pasarlos por el tamiz crítico del Evangelio. El relato vital del obispo y cardenal Korec, muy desconocido por estos lados latinoamericanos, es un hermoso relato de despojo de ambiciones, de cruces vividas amorosamente, de fidelidades inquebrantables, de plenitud humana en el servicio desinteresado. Ese es el propósito de Jesús.




[1] KOREC, Jan Chryzostom. The night of the barbarians. Bolchazy-Carducci Publishers 2001, Wauconda, Illinois USA.
[2] Marcos 9: 30-32
[3] Marcos 9: 33-35
[4] Marcos 9: 36-37
[5] Sabiduría 2: 12.14.19-20
[6] Santiago 3: 16-17.

Archivo del blog