“No lo
detengan, dijo Jesús. Nadie que haga un milagro en mi nombre podrá luego hablar
mal de mí. Todo el que no está en contra de nosotros, está a nuestro favor”
(Marcos 10: 39-40)
Lecturas:
1. Números 11: 25-29
2. Salmo 18
3. Santiago 5: 1-6
4. Marcos 9: 38-48
Una clave de comprensión
para las lecturas de este domingo: «Nadie puede ser excluido del servicio que
se realiza en nombre de Dios», “Nadie puede ser dispensado de la tarea de
construír una humanidad digna y libre”, “Nadie puede desconocer la capacidad
profética de sus prójimos”.
En medio de las
tradiciones del pueblo israelita por el desierto, el libro de los Números nos
presenta el relato del «reparto» del espíritu de Moisés, entre setenta miembros
del pueblo. La intención es que Moisés no tenga que llevar la carga solo. Con
esta decisión de Yavé, la responsabilidad queda repartida: cada uno de quienes
han recibido «parte» del espíritu que estaba en Moisés debería ser profeta en
el pueblo: “Pero el espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el
campamento. Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: Eldad y Medad están
profetizando en el campamento. Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde
joven, intervino: Señor mío, Moisés, prohíbeselo. Moisés le respondió: Es que
estás tu celoso por mí? Ojalá todo el pueblo recibiera el espíritu del Señor y
profetizara”[1]
Ahora bien, tendríamos que atenernos al
contexto para intuir qué características implicaba la tarea de estos
personajes.
El capítulo 11 del libro
de los Números nos da cuenta de las etapas de la marcha por el desierto. La
narración se centra en una dificultad: el pueblo lleva varios meses comiendo
maná y ya está hastiado: «tenemos el alma seca» (v. 6), «no
vemos más que maná» (v. 6b), y con esto viene la tentación de añorar el
tiempo de abundancia de comida en Egipto. Por aquí podemos intuir la grave
dificultad en que se halla Moisés: ¿cómo hacer para que el pueblo no siga
añorando el tiempo de vida en Egipto? El desierto es el gran desafío. Detrás
está Egipto, con su abundancia, pero también con su esclavitud. Hacia delante
está la promesa de una tierra, una libertad, una vida digna, pero que hay que
conquistar a precio de privaciones, sacrificios, esfuerzos.
Es muy inquietante cuando
individuos y comunidades se atemorizan ante las demandas de la libertad, ante
la posibilidad de decidir sus vidas, su destino, entonces acuden a mecanismos
de “recuperación” de las condiciones de sometimiento e indignidad, sienten
nostalgia de la esclavitud y vuelven por ella. Eligen dictadores, dan soporte a
modelos represivos, crean paraísos artificiales para alienarse del reto de la
historia, se niegan a tomar las riendas de sí mismos, entregan su responsabilidad
a realidades que los someten y distraen
de la máxima faena de la vida: la libertad. Esto sucedió a los israelitas en el
tránsito por el desierto y sigue sucediendo en todos los tiempos de la
historia. [2]
El relato causa admiración
porque Yavé monta en cólera... Es un recurso literario para introducir la
preocupación de Moisés, que se expresa en una bella oración de intercesión por
el pueblo. La solución que plantea Yavé es la adecuada: reunir setenta
representantes del pueblo para repartir entre ellos el espíritu que estaba en
Moisés; de esa manera la dirección, orientación y concientización del pueblo
sería obligación de muchos y no sólo de Moisés.
El espíritu que se dona a
todas estas personas viene a ser, entonces, profético; es decir, está en
función de profetizar, de anunciar la nueva vida que viene de Dios. Hay que
asumir que esta actividad profética está orientada a ayudar al pueblo a tomar
más y más conciencia del plan de Dios con ellos, a entender lo que hay
realmente detrás: Egipto y su abundancia de comida, pero con su esclavitud, que
es lo contrario al plan divino, y lo que está por delante: un desierto
inevitable, desafiante, mortal, pero, al fin y al cabo, un medio que es necesario
asumir para poder llegar a la tierra de la libertad, tierra de promisión. A
cualquier persona del pueblo que, entendiendo las cosas así, «catequizara» a
sus hermanos en este sentido, había que verlo como profeta «autorizado», no
porque hubiera estado necesariamente en la tienda del encuentro, sino por estar
en comunión con el ideal de Yavé.
Ese parece ser el caso de
Eldad y Medad. Ellos no estuvieron en el momento del reparto del espíritu y sin
embargo estaban profetizando. Viene la reacción de Josué. No entiende todavía
que todo el que influya de manera positiva en la conciencia del ser hermano,
debe ser considerado profeta, y por eso aconseja a Moisés que lo prohíba (v.
28). Por su parte, Moisés ha captado muy bien que, en el trabajo de liberación
del pueblo, todos tienen una gran tarea, y responde a Josué con palabras
aparentemente duras, que en definitiva buscan abrir la conciencia de su
ayudante: «ojalá todo el pueblo fuera profeta» (v. 29); ojalá cada uno
asumiera con verdadero empeño la tarea de concientizarse y concientizar a su
semejante, a su prójimo, ¿no es eso justamente lo que Dios quiere y espera?
A Josué no le preocupaba mucho la necesidad de que
cada miembro del pueblo tuviera una conciencia bien formada para continuar
hacia adelante por el desierto; le preocupaba más defender lo «oficial», lo
«autorizado» por Dios en la tienda del encuentro, es decir lo «instituido», la
defensa de «los derechos de Dios».
Los carismas del Espíritu
se distribuyen por libre iniciativa de Dios
a todos, sin mediar distinciones de jerarquía, o de superioridad de unos
que se pretenden dueños de la Palabra sobre otros que apenas deben limitarse a
escucharla y obedecerla. En la lógica del reino de Dios y su justicia los dones
son para todos y para el bien de todos. Así, el ministerio que promueve la
unión de las comunidades y la vida según el Espíritu es un servicio que
reconoce todos estos regalos, los estimula y promueve para bien de toda la
comunidad, superando exclusivismos en el servicio ministerial y asumiendo con
gozo la riqueza carismática de cada integrante de la misma.
En esta línea, nos presenta el evangelio de Marcos
para este domingo, una situación semejante con los discípulos de Jesús. Apenas
transmitida por Jesús la lección sobre quién es el mayor (Mc 9,33-37), se
produce un incidente que tiene que ver con la exclusividad de los miembros del
grupo seguidor de Jesús: “Juan dijo a Jesús: Maestro, hemos visto a
alguien usar tu nombre para expulsar demonios, pero le dijimos que no lo
hiciera porque no pertenece a nuestro grupo. No lo detengan!, dijo Jesús. Nadie
que haga un milagro en mi nombre podrá luego hablar mal de mí. Todo el que no
está en contra de nosotros, está a nuestro favor”[3]
Juan cuenta a Jesús que han impedido a un
hombre expulsar demonios en su nombre, porque no se trataba de uno de los
miembros del grupo (v. 38). No hay una pregunta –cómo hacer en casos
semejantes, qué posición asumir, etc.–. La respuesta de Jesús es sabia, «nadie
que obre un milagro en mi nombre puede después hablar mal de mí» (v.
39), y «el que no está contra nosotros, está con nosotros».
En la tarea de
construcción del Reino nadie tiene la exclusiva. Esto es misión de todos, el
sentido común evangélico llama a superar el esquema clerical de unos sacerdotes
que enseñan y toman decisiones, y de unas comunidades que, sintiéndose
inferiores, acatan sin más lo que aquellos determinen. La profecía
esperanzadora que anuncia la Buena Noticia es propia de cada miembro de la
comunidad, y no se puede sofocar por celos excluyentes.
Tal vez los discípulos no
tenían claro o no recordaban que su pertenencia al grupo de Jesús fue un don de
pura gratuidad; ninguno de ellos presentó ante Jesús un concurso de méritos
para ser elegido; fue Jesús quien se presentó ante ellos, se les atravesó a
cada uno en su camino y los llamó, aun a sabiendas de que no eran ni los
mejores, ni lo más representativo de su sociedad. En ese sentido también otros
y otras pueden seguir siendo llamados. En cada hombre y en cada mujer Dios ha
sembrado las semillas del bien; cómo y cuándo esas semillas comienzan a
germinar y dar frutos, es decisión de cada uno.
A veces nos parecemos a
Juan y al resto de discípulos, nos ponemos celosos de quienes sin pertenecer a
la institución hacen obras mejores que las nuestras. Y sale inevitablemente la
frase: «pero ése o ésa es de tal o cual religión, o de tal o cual grupo...».
Anteponemos a la vocación universal de hacer el bien y a la práctica del amor,
unos intereses mezquinos y unos criterios de autoridad y de exclusividad que no
son los de Jesús .
El diálogo de Jesús con
sus discípulos refleja la situación de la comunidad para la cual Marcos escribe
su evangelio. Una comunidad quizás muy consciente de lo que eran las
exclusiones, pero al mismo tiempo en peligro de ser exclusivista, con una
excusa quizás aparentemente sana: «ser o no ser de los nuestros», «ser o no ser
del camino», «estar o no estar en el proceso...», y en fin otras talanqueras
que pretendidamente intentan justificarse con la excusa de defender la «pureza»
de la fe o del «credo» o del «orden» o, en definitiva, de «defender los
derechos» de Dios.
Pues bien, cuando se cae
en el extremo de «defender» a Dios, o los «derechos» de Dios, lo que se logra
en definitiva es minimizar a Dios, ponerlo en ridículo ante el mundo, y la
consecuencia más inmediata, la que previó Jesús y quizás la que ya se veía en
la primera comunidad, era la del escándalo a los más pequeños. Es el muy conocido tema de los
fundamentalistas, “hipercristianos”, que se sienten dueños de la verdad y
guardianes de la moral, como los que ahora lanzan dardos venenosos contra el
Papa Francisco, juzgándolo como relativista y minimizador de la verdadera
doctrina. A Jesús le preocupan los «pequeños», no sólo los menores de edad,
sino los que apenas empiezan a intuir la dinámica del Reino con la subsiguiente
imagen de Dios que él propone.
Con todo, a través de los
siglos, los peligros de la comunidad primitiva se convirtieron en hechos
reales: cuántos creyentes promotores del bien, de la justicia y de la paz
fueron excluidos sólo porque «no eran de los nuestros»... Cuántos Josués y
Juanes se han empeñado todavía en «defender» una pretendida «exclusividad» que,
por supuesto, nadie posee, con lo cual lo que logran es escandalizar a muchos,
haciéndoles creer que Dios es tan pequeño, que puede reducirse a los estrechos
límites de un grupo o de una institución.
Si logramos tomar
conciencia de que Dios es más grande que un grupo o una institución y que en
ningún momento nuestra vocación es la de defender unos supuestos «derechos de
Dios», sino simplemente «servir», ponernos en función de construir el Reino con
y desde las múltiples posibilidades que ello implica dada la insondable riqueza
del mismo espíritu, entonces jamás se nos ocurrirá pensar si éste o aquél es o
no es «de los nuestros», sino mejor... ¡como cooperar más y mejor con aquél o
aquélla que tan bien está luchando por construir aquí la Utopía (el Reino)!
La disponibilidad que debe tener el discípulo para seguirle en la
propuesta de la construcción del Reino. El seguimiento de Jesús requiere
compromiso, dedicación y responsabilidad. Ser discípulo del Maestro es la
oportunidad que se tiene para poder hacer de este mundo algo mejor. La
propuesta de Jesús es clara, no es posible avanzar en la extensión del proyecto
de Dios, si colocamos en nuestra vida otras prioridades que no hacen parte de
su querer. Por eso, colocar la mano en el arado, o realizar cualquier otro tipo
de práctica contraria a la libertad, autonomía y disponibilidad nos limita en
nuestro avance del seguimiento a Jesús. ¿Qué me limita en el deseo de seguir a
Jesús? ¿Cuáles son las prioridades en mi vida? ¿Dios ocupa el centro de mi
existencia?
Gran
indicador de la madurez de una comunidad de cristianos es su disposición para
estimular la diversidad de dones, para orientarlos al servicio de todos, con un
ministerio de presidencia atento, discerniendo siempre tal riqueza y animando a
cada uno a dar lo mejor de sí mismo para vivir el Evangelio en comunidad,
condición esta que es inherente al mensaje. No es posible un cristianismo
individual, desconectado de la Iglesia, reducido a piedades personales y a
moralidades antisépticas.