“Y le pedía: Jesús
acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le contestó: te aseguro que
hoy estarás conmigo en el paraíso”
(Lucas
23: 42 – 43)
Lecturas:
1.
2 Samuel 5: 1 – 3
2.
Salmo 121: 1 – 5
3.
Colosenses 1: 12 – 20
4.
Lucas 23: 35 – 43
El Cristo Rey al que
hoy celebramos es el antirrey, el que decepciona las expectativas mesiánicas de
Israel, que en su imaginario tenía la expectativa de un Mesías poderoso
militar, emperador dueño de todos los poderes para salvar al pueblo elegido o
notable reformador religioso que vendría a poner “orden” en las prácticas
rituales y morales de estas tribus. La esperanza mesiánica era manifestación de
una necesidad político-religiosa, que demandaba un liderazgo poderoso para
estructurar al pueblo.
Jesús no corresponde a
estos imaginarios mesiánicos. El evangelio de hoy nos presenta cómo reina Jesús
el Cristo: no desde un trono imperial sino desde la cruz de los rebeldes: “También
los soldados se burlaban de él; se acercaban , le ofrecían vinagre y le decían:
si tú eres el rey de los judíos, sálvate! Había encima de él una inscripción:
este es el rey de los judíos”. [1]
Lo de Jesús es
diametralmente opuesto a la lógica de los poderes mundanos, incluídos los
religiosos. Lo suyo es anunciar un nuevo orden de vida – lo que llamamos BUENA
NOTICIA – que, desde la paternidad – maternidad de Dios, incluye a todos los
seres humanos, principalmente a quienes sistemáticamente son impedidos de vivir
con dignidad, para construír una cultura de comunión , de mesa compartida, de
solidaridad y de justicia. Eso que designamos como reino de Dios es el “modus
operandi” de Jesús, que lo hace sin fundamentarse en la tradicional mentalidad
de dominación-opresión.[2]
Cómo anunciar la
realeza de Cristo en este mundo dominado por el monstruo neoliberal, generador
de seres humanos compradores y consumidores, competitivos, individualistas,
sofocando sus subjetividades en una tecnología que rompe los vínculos
interpersonales? Qué decir de este “rey” en un mundo que se subleva contra las
instituciones y contra los poderes establecidos? Cómo llegar con este mensaje a
las masas de la humanidad empobrecida, a los millones de víctimas de la
demencia beligerante de los poderosos, a los africanos que tienen la osadía de
lanzarse al mar con sus familias para buscar alternativas en una Europa ensimismada e incapaz de solidaridad?[3]
Qué pensar de muchos
gobernantes del mundo que presumen de cristianos, católicos o protestantes,
secuestradores de Jesús de Nazareth y de su Buena Noticia, a la que convierten
en una decadente teología de la prosperidad y también en soporte ideológico de los más deplorables fascismos de la
historia contemporánea? [4]
La afirmación de la
presidenta temporal de Bolivia notificando a todos que “Jesucristo regresa” a
esta nación es la más vergonzosa constatación de la manipulación y del mensaje evangélico, convertido ahora por
estos predicadores oportunistas en fundamento de la represión y del fanatismo
religioso. A estos modos religiosos corresponde la denominación marxista de
“opio del pueblo”. [5]
La realeza de Jesús se
arraiga en su realidad histórica, que, a partir de la experiencia pascual de
los primeros discípulos, se hace sacramentalidad, en el mejor sentido teológico
de esta expresión. Jesús es la visibilidad de Dios, su narrativa salvífica y
liberadora, él nos demuestra experiencialmente la cercanía misericordiosa y compasiva de ese Padre que opta
preferencialmente por el ser humano, para situarnos siempre en la plenitud de
sentido que El nos ofrece como salvación y liberación.
El poderío real de
Jesús no es, de ninguna manera, la entronización ideológica de una potestad
sobrenatural que se enseñorea sobre todos los poderes del mundo. La potencia
jesuánica – como lo señala el teólogo Jon Sobrino – es su implicación total con
las cosas del Padre Dios y, en consecuencia, con las cosas de la humanidad,
principalmente con aquella a las que le son negadas, por parte de los poderes
mundanos, las posibilidades de sentido y de vida digna.[6]
El es la plenitud de
Dios porque en él reside la plenitud de lo humano, y viceversa: él es la
plenitud de lo humano porque en él habita la plenitud de lo divino. Esta es la
genuina fe del cristianismo, y allí está el fundamento de su realeza.[7]
Debemos despojar a
Jesús de la iconografía tradicional: coronado, con apariencia de emperador,
entronizado en grandes basílicas como una potencia suprema. Nuestro Señor
Jesucristo, proclamado así por la fe pascual, no hace parte de la lógica
mundana del poder. El procede del descalzo Jesús de Nazareth, el profeta pobre
de Galilea, el que se empeña en reivindicar la dignidad de los condenados de la
tierra, el que nos transmite la misericordiosa solidaridad del Padre-Madre
Dios.
Con este domingo
concluye el año litúrgico, destacando la figura de Jesús como plenitud de la
historia, de la humanidad, mediación definitiva para el encuentro con Dios, tal
como la expresa con gran profundidad el texto de la carta de Pablo a los
Colosenses, segunda lectura de hoy: “El es el Principio, el Primogénito de entre
los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer
residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas” [8]
Se impone reflexionar
sobre cómo Pablo y los primeros cristianos llegan a esta profunda y clarísima
definición cristológica. Y para esto es preciso acudir a la lógica del
Evangelio, a la de él mismo, en su disposición de servir a todos, no a ser
servido, en su negativa a todo tipo de poder y preeminencia, en su despojo de
toda gloria humana. Jesús es ,por excelencia, el ser que se ha negado a todo lo
que tenga que ver con la grandeza que exalta el mundo.
Sabemos que en la
Cristología al Señor Jesucristo se le asignan varios títulos: Mesías, Hijo de
Dios, Rey, entre los más recurrentes. Nos ocupa hoy el de rey, por el contenido
de la solemnidad que celebra la Iglesia en este domingo. Es preciso decir que el de rey es la menos afortunada de
las denominaciones que se le dan, justamente por todos los contenidos de su
vida, de su misión, por su pobreza, por su cercanía a los desheredados, por su
misma condición social, por su cruz, por su anuncio de la Buena Noticia en
condiciones de total desempoderamiento.
La primera lectura – de
2 Samuel – nos habla del rey como salvador en medio de grandes dificultades.
Sabemos que por diversas causas de tipo político y religioso el reino de Israel
se había dividido en dos: reino del sur (Judá) y reino del norte (Israel), con
gran animadversión entre ambos.
Y David, rey de Judá, es buscado por los del
norte porque vieron en él la solución a las grandes crisis que vivían, esto era
inaudito. Por la enemistad entre los dos reinos, era tal su
carisma de que acudieron a él en
situación límite para hacerlo rey, para reconocerlo como principio de
unidad y de superación del conflicto.
Este es uno de los elementos que hacen de este hombre una leyenda en toda la
historia del pueblo elegido: “Vinieron, pues, todos los ancianos de
Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón,
en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel” [9]
Es bueno recordar que
cuando los israelitas pidieron un rey, los profetas se escandalizaron y
consideraron esto una apostasía porque para ellos el único posible era Yahvé, no
admitían otro tipo de liderazgo; entonces solucionaron el problema haciéndolo
representante de Dios y por eso le ungieron. El simbolismo del ser ungido es de mucha densidad
en el Antiguo Testamento porque significa que se le confiere la misión de
conducir al pueblo en nombre de Dios.
Este antecedente nos
vuelve a la realeza de Jesús, en quien encontramos una radical referencia al
Padre Dios y una permanente actitud para
cumplir su voluntad sin reservas ni limitaciones.
El texto de Lucas nos
presenta a Jesús en la cruz, en medio de dos delincuentes, escarnecido y humillado, dato relevante para comprender la asignación
que se hace a él del título de rey y para darle vuelta al significado mundano
que habitualmente lo acompaña: “La gente estaba mirando. Los magistrados,
por su parte , hacían muecas y decían: Ha salvado a otros; que se salve a sí
mismo si es el Cristo de Dios, el elegido”. [10]
El relato nos recuerda
con dramática elocuencia que no se trata de un reino de gloria y de
magnificencia sino de servicio y de donación total de la vida. Una constatación así debe ponernos en alerta contra el triunfalismo religioso que
a menudo se ha colado en la vida de la Iglesia dando paso a alianzas políticas,
a estilos de vida principescos, todo
ello sin ningún fundamento en el Evangelio. La cruz es el símbolo por
excelencia del amor crucificado, ella es
el trono de este rey humillado y ofendido.
La cultura del placer y
de la vida cómoda, la sociedad de consumo con sus destellos superficiales, el
tener por encima del ser, la acumulación egoísta de bienes materiales, son una
bofetada al mismísimo Dios y a la dignidad del ser humano, olvido total del
sacrificio y de la abnegación, mentalidad facilista que conduce al egocentrismo
perverso y al abuso sistemático de los indefensos, de los “descartados”, como
dice el Papa Francisco, en claro lenguaje desafiante a esta sociedad
neoliberal.
Pensemos cuántas
tergiversaciones se han hecho de Jesús, deformando su ser y su mensaje,
acomodándolo a intereses políticos o religiosos, disminuyendo la totalidad de
su significado y recortando elementos que le son esenciales .
Por eso, celebrar a Jesucristo
como rey del universo es un momento privilegiado para ir al rescate de todos
los aspectos de su misión, y para enfatizar en el carácter de su cruz
redentora, salvadora y liberadora, donde el poder que está en su raíz no es el
de una autoridad mundana sino el de la compasión y la misericordia que el Padre
Dios nos revela en él.
Es especialmente
esclarecedor el diálogo que tiene Jesús con el llamado buen ladrón: “Y le
pedía, Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le contestó: Te
aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” [11]
conversación que se da después
de los insultos del otro reo crucificado; no vemos aquí al justiciero implacable ni al poderoso
vengativo sino al Dios de misericordia y de exquisita solidaridad con el hombre
abatido por el pecado y necesitado de
redención.
Así, Jesús de Nazareth,
el ser humano, es el Ungido de Dios, el revelador de su realidad salvadora. Con
la expresión Jesús el Cristo la primera comunidad cristiana reconoce en el ser
histórico de Nazareth la impronta de Dios: “El es imagen de Dios invisible, Primogénito
de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos
y en la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones,
principados, potestades. Todo fue creado
por él y para él” . [12]
El quiere seres humanos
completos, libres, capaces de manifestar lo divino a través de su humanidad,
como él, conscientes de que el sentido definitivo de la vida se juega en el amor
incondicional y en la derrota
evangélica de todo poder y absolutismo.
[1]
Lucas 23: 36 - 38
[2]
CASTILLO, José María. El reino de Dios: por la vida y la dignidad de los seres
humanos. Desclée de Brower. Bilbao, 1999.
[3]
BOFF, Leonardo. Teología del cautiverio y de la liberación. Paulina. Madrid,
1985.
[4]
ADRIANZEN, Alberto. El gobierno de Dios y de la derecha. Reunión estratégica
grupo jurídico CLACAI, Consorcio latinoamericano contra el aborto inseguro.
Bogotá, febrero 2018.
[5]
MARX, Karl. Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel.
Según consta la expresión la formula en un artículo publicado en 1844 en el
periódico Deutsch-Französischen Jarbücher.
[6]
SOBRINO, Jon. Jesucristo liberador: lectura histórico-teológica de Jesús de
Nazareth. Trotta. Madrid, 1993.
[7]
Nuevamente recomendamos a todos los que siguen COMUNITAS MATUTINA la lectura y
estudio del libro de José Antonio PAGOLA, Jesús: aproximación histórica,
publicado por PPC, en 2010. Es un trabajo que ha sido muy divulgado en diversos
medios eclesiales, con profundidad teológica, con sólida fundamentación bíblica
y con un lenguaje bastante accesible. No echen en saco roto esta sugerencia.
[8]
Colosenses 1: 18-20
[9]
2 Samuel 5: 3
[10]
Lucas 23: 35
[11]
Lucas 23: 43
[12]
Colosenses 1: 15: 16