“Jesús le
dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Al instante recobró la vista y le seguía por
el camino”
(Marcos 10: 52)
Lecturas:
1.
Jeremías 31: 7-9
2.
Salmo 125
3.
Hebreos 5: 1-6
4.
Marcos 10: 46-52
A finales de los años noventa en Colombia se dió a
conocer el trabajo académico y psicosocial del médico psiquiatra Luis Carlos
Restrepo titulado “El derecho a la ternura”[1],
en su importante estudio este
profesional descubría una carencia radical en los medios donde la violencia y
el conflicto armado hacían constantemente daño en la población. Tal carencia es simple y al mismo tiempo muy
inquietante: el maltrato habitual en las relaciones intrafamiliares, sociales,
laborales, políticas, ciudadanos, el irrespeto hacia las personas, el descuido
con todas las formas de vida, el desconocimiento de la dignidad de la gente.
Son fortuitas estas realidades? Se dan casualmente? O, más bien, hay causas
sociales e individuales que se constituyen en factor determinante para que
ellas sean tan penosamente permanentes?
Restrepo estudia con rigor académico las causas de la
violencia en Colombia, encuentra la incapacidad para reconocer lo diferente y
para asumirlo como parte del rico dinamismo de la pluralidad; nos hace
conscientes de un individualismo desmedido, en el que el aspecto religioso
católico tiene alta cuota de responsabilidad cuando insiste en la búsqueda
afanosa de una salvación personal sin referencia a una comunidad; en la cultura
egocéntrica que hace entender la vida como una competencia en la que hay que
triunfar a toda costa sin pensar en el derecho que tienen los demás al logro de
sus ideales. Influye igualmente el machismo que tiene interiorizado el
imaginario de que el tratamiento culto y respetuoso es afeminado, manifestación
de debilidad y de pérdida de poder, con el consiguiente desconocimiento de lo femenino
como extraordinaria posibilidad humana.
Así, el ideal humano que se fragua en esta
seudocultura de es el del que tiene
poder mediado por la violencia y la imposición autoritaria sobre los demás, el
recurso a las armas como medio para dirimir diferencias y para sofocar lo que
esté en coherencia con las verdades únicas de los que mandan (en lo político,
en lo religioso, en lo familiar, en lo social, en lo ideológico, en lo
económico, en lo cultural).
Dice Restrepo: “Pero nos hemos acostumbrado a una pedagogía
del terror. Sabemos desde niños de los cuerpos descuartizados, de los
asesinatos que quedan impunes, de la oscura racionalidad y premeditación de la
violencia. Desde décadas atrás, hemos sido educados en el miedo y para el
miedo. Hoy, todavía, los miles de muertos que registran las estadísticas
responden en la mayoría de los casos a personas cuya presencia se ha tornado
molesta para algún poder tradicional o emergente que busca quitárselas del
paso. Imponiendo el miedo, estos poderes se consolidan. Y nosotros, atrapados
en las fascinación que todavía nos produce el autoritarismo cotidiano, seguimos
legitimando la violencia al sentir más respeto por un “verracote” armado y
dogmático que por un ciudadano desarmado”[2].
Ausencia total de ternura, culto y miedo al poder y al
poderoso, subestima individual y social del trato digno y delicado, tierno
digámoslo en voz alta, desprecio por el diálogo, predominio de los dogmas
políticos y sociales, también religiosos, desconocimiento de las búsquedas
legítimas de tantos seres humanos empeñados con pasión en la causa de una
humanidad emancipada, plena en sus afectos, ecuánime en su voluntad de
concertarse para el bien común.
Qué decir desde nuestra fe cristiana a este “desorden
de cosas”? Porque es claro que no nos
podemos resignar al universo de distorsiones de Dios, de su voluntad, de sus
proyectos, que lo presentan como el intransigente, el autoritario, el
vengativo, el implacable, con todas las consecuencias que esto trae para el ser
humano, para la imagen de lo cristiano, para las iglesias: “Voy a traerlos de un país del
norte, los recogeré de los confines de la tierra. Entre ellos, el ciego y el
cojo, la preñada junto con la parida. Volverá una gran muchedumbre. Volverán
entre lloros, pero yo los guiaré entre consuelos, los llevaré junto a arroyos
de agua por camino llano, en que no tropiecen. Porque yo soy para Israel un
padre, y Efraín es mi primogénito”[3].
Es la primera lectura de este domingo, es un Dios ciento por ciento volcado a
su pueblo, exquisito, fino al máximo, de la mayor delicadeza, el Dios que
reencanta a su gente, averiada por la violencia, el exilio forzado, el
maltrato, la pobreza, todas las penurias.
Dios nos ama,
así estemos vulnerables, ciegos o cojos, inseguros, pecadores, fracasados, lejanos
o cercanos a El. La razón de ese amor es que somos sus hijos, el fruto de sus
entrañas creadoras, hechos a su imagen y semejanza, partícipes de su proyecto
de vida y de libertad. Cuando hablamos de la misericordia divina no estamos
aludiendo a un sentimiento piadoso circunstancial sino a una manera de ser de
El, constitutiva de su esencia y de su proceder, es la que se nos revela plenamente en Jesús.
Somos los creyentes cristianos conscientes de este amor y dejamos que la gracia
nos llene del mismo hasta transformar nuestros estilos eclesiales y sociales,
pasando de la verticalidad jerárquica a la comunión y a la participación? Está en la base de nuestras
motivaciones la ternura como elemento determinante de una nueva cultura en la
que el Evangelio tiene toda la potencialidad para transformar el conflicto en
búsquedas conjuntas de la justicia, de la equidad, de la fraternidad, de la
solidaridad, de la vida en común desde la diferencia?
Dios se manifiesta como compasión y misericordia en
Jesús, El consagra nuestra vida a Dios por medio de su ministerio salvador y
liberador, él toma la condición humana y se encarna en su aspecto trágico para
redimirlo de la ambigüedad de la muerte y del pecado, se hace ternura
salvífica: “Todo sumo sacerdote está tomado de entre los hombres y constituído en
favor de la gente en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios
por los pecados. Es capaz de comprender a ignorantes y extraviados, porque
también él se halla envuelto en flaqueza…”[4].
Es el planteamiento de la segunda lectura.
El asunto de Jesucristo, el Verbo encarnado, no es
algo que está en el mundo de la abstracción, de lo inalcanzable para los
humanos. El es la concreción de Dios, que toma parte en nuestra historia para
hacerse totalmente solidario con ella, nos ofrece un camino de redención que
supera el puro precepto religioso, la simple justificación sentimental o un
vacío racionalismo abstracto. Dios nos llama en Jesús a esa nueva humanidad, no
es el “gurú” superior, omnisciente, sino el hermano mayor que nos dona toda su
ternura y nos incluye en ella para hacernos humanos en plenitud, divinos en
plenitud.
El relato de la curación del ciego Bartimeo, evangelio
de hoy, es un exquisito remate de esta narrativa de la ternura, en la que la fe
es el fundamento de los discípulos de Jesús, incluídos nosotros. Dentro de su
sobriedad es un texto cargado de detalles muy significativos: “Llegaron
a Jericó. Y un día que Jesús salía de allí acompañado de sus discípulos y de
una gran muchedumbre coincidió que el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo
ciego, estaba sentado junto al camino”[5].
Jericó es una población paso obligado para los peregrinos que venían a
Jerusalén desde Galilea, frontera entre ese país galileo despreciado por los
judíos y la ciudad santa, es lugar de caminantes que traspasan barreras. El
ciego es aludido con nombre propio en Marcos, referencia clara a la identidad
del beneficiario del encuentro con Jesús, pobre por su ceguera y por su
carencia de medios de subsistencia. El hombre se entusiasma al ver a Jesús y
clama: Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí” [6],
consciente de su fragilidad ve en Jesús la alternativa de resignificación para
su vida, volver a ver, rehacerse en su integridad humana.
Bartimeo reconoce a Jesús, según el relato de Marcos,
con dos referencias claves con las que el evangelista destaca la divinidad del
Maestro: Hijo de David y más adelante: “Rabbuní, quiero ver”[7]. Como suele
suceder, no faltan los que ven en un gesto como este inoportunidad e irrespeto
(los muy conocidos guardianes de lo sagrado, los que cuidan templos, objetos
litúrgicos, sacerdotes, pero no cuidan al ser humano): “Muchos le increpaban para que se
callara”[8].
El diálogo que sigue tiene su acento en la fe de
Bartimeo y en la ternura de Jesús: “Jesús, dirigiéndose a él, le preguntó: Qué quieres que haga por ti? El
ciego respondió: Rabbuní, quiero ver! Jesús le dijo: vete, tu fe te ha salvado!
Al instante recobró la vista y le seguía por el camino”[9].
Esta fe permite a nuestro hombre pasar de la tiniebla a la luz, del borde del
sendero al centro del mismo, a su cauce, de la pasividad de quien mendiga a la
actividad de quien sigue a Jesús hasta el final.
Ver con los ojos nuevos de la fe es recibir un don de
Dios mediado en Jesús, es la nueva visión de sí mismo, de su autoestima y
dignidad, del prójimo como el lugar privilegiado de la realización humana, del
Padre-Madre Dios como el dador de esta luminosidad, de Jesús como el nuevo ser
divino-humano en el que conseguimos nuestra plenitud, de la realidad histórica
como escenario de esa divinización-humanización, en constante proceso de
trascendencia.
Tenemos educados los “ojos de la fe” para disipar
nuestra ceguera abriéndonos a esta luz? Nos dejamos asumir por la ternura de
Jesús que nos hace luminosos? Tenemos
capacidad de iluminar nuestro entorno con la ternura, la misericordia , la
compasión, el respeto, la inclusión, el buen trato, la promoción de la dignidad
de cada persona?
Los dejamos con este texto de Francisco, nuestro
pastor universal, lo que dice ahí fue lo que vivió Bartimeo: “La
primera motivación para evangelizar es el amor que de Jesús hemos recibido, esa
experiencia de ser salvados por El que nos mueve a amarlo siempre más. Pero,
qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de
mostrarlo , de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo,
necesitamos detenernos en oración para pedirle a El que vuelva a cautivarnos.
Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón
frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante El con el corazón abierto,
dejando que El nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael
el día que Jesús se hizo presente y le dijo: Cuando estabas debajo de la
higuera te ví (Juan 1: 48)”[10]
[1] Restrepo, Luis Carlos. El
derecho a la ternura. Arango Editores,
Bogotá 1999.
[2] Restrepo, Luis Carlos.
Actuando desde la fragilidad, página 1. En el envío de hoy les adjuntamos este
documento.
[3]
Jeremías 31: 8-9
[4]
Hebreos 5: 1-2
[5]
Marcos 10: 46
[6]
Marcos 10: 48
[7]
Marcos 10: 51
[8]
Marcos 10: 48
[9]
Marcos 10: 51-52
[10] Francisco. Exhortación
Apostólica Evangelii Gaudium La Alegría
del Evangelio, número 264.