domingo, 30 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 30 DE ABRIL DOMINGO III DE PASCUA

Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero èl desapareció de su vista”
(Lucas 24: 31)

Lecturas:
  1. Hechos 2: 14 y 22-33
  2. Salmo 15
  3. 1 Pedro 1: 17-21
  4. Lucas 24: 13-35

Vamos a pensar hoy en el significado de los testigos originales de la fe, a quienes debemos la transmisión de aquello que empezó hace màs de veinte siglos , que se ha propagado dando sentido y razón de vida a muchísimos seres humanos, la conciencia pascual que se suscitò en aquellos hombres y mujeres que inicialmente se intimidaron ante el poderío religioso de los dirigentes del templo de Jerusalèn y el político de las autoridades romanas.
Viven ellos un proceso de maduración creyente que hoy conocemos como experiencia pascual , pasan del desencanto al entusiasmo, dan el salto de sus temores y pesimismos a una existencia ciento por ciento resignificada en la persona de Jesùs Resucitado, el Viviente, dejan atrás sus falsos imaginarios religiosos y se encuentran felices con una realidad – comprendida y asumida desde la fe – que hace de ellos seres humanos totalmente nuevos, con la novedad de Dios manifestada en Jesucristo.
Así las cosas, en el texto de Hechos nos encontramos con Pedro pronunciando su primera predicación postpascual, que dirige tanto a los judíos presentes como a todos los habitantes de Jerusalèn: ”Ustedes lo mataron clavándole en la cruz por mano de unos impíos. Pero Dios lo resucitò librándolo de los dolores de la muerte, porque la muerte no podía tenerlo dominado” (Hechos 2: 23-24).
En todo el sermón se destacan tres elementos claves de esta “testimonialidad pascual” asumida por Pedro y los primeros discípulos: el Jesùs histórico acreditado por el Padre con milagros y señales de vida; su muerte injusta a manos de los jefes religiosos de Jerusalèn, y su resurrección obrada por Dios como iniciativa de salvación y plenitud para toda la humanidad. Tal constatación es esencial en el dinamismo de la Pascua y es el núcleo de la fuerza testimonial de la Iglesia que se transmite a lo largo de los siglos, por una experiencia de fe, tan densa y definitiva que moldea en su totalidad la vida de quienes se comprometen con ella.
El significado original de la palabra testigo lo podemos encontrar en su etimología que procede de la lengua griega: es mártir, que se refiere a aquella persona capaz de dar su vida por la realidad de la cual es testigo , avala con todo su ser aquello con lo que està totalmente comprometido porque en ello encuentra su plenitud de significado y de trascendencia. No en vano las grandes narrativas de los primeros siglos de historia cristiana son de mártires, que la Iglesia considera como la máxima identificación de un creyente con la persona de Jesùs.
El pasado 22 de abril el Papa Francisco visitò la iglesia romana de San Bartolomè que està dedicada a los mártires cristianos de los siglos XX y XXI, en donde brillan con nombre propio testigos insignes de nuestra fe como Monseñor Romero – Beato Oscar Romero -, San Maximiliano Kolbe, los innumerables hombres y mujeres que murieron por la fe en los campos de concentración del nazismo y del stalinismo, los que en Amèrica Latina acreditaron con su sacrificio el significado evangélico de la dignidad humana, y asì tantos que se inscriben en esa historia que para el cristianismo es gloriosa.
Refirièndose a estos testigos dijo Francisco: “Todos ellos son la sangre viva de la Iglesia. Son los testimonios que llevan adelante la Iglesia; aquellos que atestiguan que Jesùs ha resucitado, que Jesùs està vivo, y lo testifican con la coherencia de vida y con la fuerza del Espìritu Santo que han recibido como don”.
Pedro termina su discurso con un sello de autenticidad: “Pues bien, Dios ha resucitado a ese mismo Jesús, y de ello todos nosotros somos testigos” (Hechos 2:32). Los acontecimientos siguientes, como la formación de las primitivas comunidades de creyentes, el ánimo apostólico con el que divulgaron la Buena Noticia, el espíritu fraterno y solidario, el coraje con el que hicieron frente a las persecuciones e incomprensiones, hablan con elocuencia del talante pascual que para ellos provenía claramente del Señor Resucitado.
Cuando en la Iglesia nos anquilosamos y damos más importancia a lo normativo e institucional, oscureciendo lo carismático y profético, o cuando nos olvidamos que toda nuestra vida tiene que estar constituída como un lenguaje de esperanza, es porque abandonamos la experiencia profunda de encuentro con el Señor y nos dejamos dominar por la gris monotonía y por la falta de creatividad. Valgan estas alusiones al testimonio original de Pedro y de sus compañeros para estimularnos a asumir el ser seguidores de Jesús como testigos contemporáneos de su Pascua.
De modo particular, Pedro llama a mantener la fidelidad a Dios aún en las situaciones contradictorias de la vida, porque El nos libera de todo lo injusto e inhumano, y nos recuerda que el costo de esta liberación no es producto de los “precios” que compran el poder, sino del amor desmedido que se ha ofrecido como don para que la vida de todos los humanos tenga sentido, y sea libre y salvada del odio, de las esclavitudes, de la cultura de la muerte, de los designios egoístas de unos pocos: “Y ustedes saben muy bien que el costo de este rescate no se pagó con cosas corruptibles, como el oro o la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, que fue ofrecido en sacrificio como un cordero sin defecto ni mancha” (1 Pedro 1: 18-19).
Este tipo de lógica va en contravía de los poderes del mundo que someten al ser humano a interminables ignominias, así como las brutales dictaduras que en el siglo XX afrentaron la dignidad de millones de personas, el sistema económico obcecado en su búsqueda de la ganancia y del interés material desconociendo la necesidad de tantos que claman justicia, la sociedad de consumo con su construcción de paraísos artificiales, felicidades baratas que no dan plenitud.
El recurso constante a los testigos de la fe ha de ser acicate para movilizarnos desde la más densa vivencia pascual para dar paso a la cultura de la vida que tiene en el Resucitado su referente decisivo!!
Los discípulos de Emaús, cuya desilusión tipifica todos los desencantos humanos, y también los imaginarios distorsionados sobre Dios, sobre Jesús, sobre la relación creyente, constituyen mucho más que una relación cronológica de algo puntual sucedido después de la muerte del Señor, y van más bien a cuestionar esa expectativa que tenían los judíos y, con ellos, los discípulos, sobre un Mesías triunfante y espectacular: “Qué faltos de comprensión son ustedes y qué lentos para creer todo lo que dijeron los profetas. Acaso no tenía que sufrir el Mesías estas cosas antes de ser glorificado?” (Lucas 24:25-26), les dice Jesús, a quien aún no han reconocido como el Viviente, sometiendo a juicio esa visión mesiánica tan ajena a la abnegación y a la donación amorosa de la vida.
Serán las Escrituras las primeras gotas que Jesús echa en los ojos del corazón de estos dos caminantes confundidos, para que puedan ver y entender que no es con el triunfalismo mesiánico, sino con el sufrimiento del siervo de Yahvé, como se conquista el Reino de Dios; un sufrimiento que no es masoquismo sino un asumir conscientemente las consecuencias de amar sin medida a la humanidad, actitud de difícil comprensión en una sociedad condicionada por la sed de dominio de unos sobre otros, tendencia que mata a quien se interpone en el camino de sus ambiciones, como Jesús.
Por la vida, hasta dar la misma vida, es lo que El comunica a estos dos compañeros. Este relato es una pieza de extraordinaria belleza teológica, no es la narración ingenua de un hecho sucedido así puntualmente, sino una composición elaborada simbólicamente para dar el mensaje de la Vida de Dios en Jesús, a partir del dramatismo de la cruz, el elocuente lenguaje de Dios que afirma que es dando la vida hasta lo último, amando incondicionalmente, despojándose de todo interés personal, asumiendo la vida de todo prójimo como la gran causa que constituye los proyectos existenciales de mayor autenticidad.
Un relato así nos lleva al verdadero sentido de las apariciones del Resucitado que es participar de esa experiencia pascual que tuvieron los primeros cristianos, eso es lo que le tiene que pasar a quienes siguen a Jesús: “Y se dijeron uno al otro: no es verdad que el corazón nos ardía en el pecho cuando nos venía hablando por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lucas 24: 32)
Este denso simbolismo pascual no trae consigo el manual de explicaciones, su mensaje es “abierto”, susceptible de múltiples interpretaciones, conservando – claro está – su esencial clave de Pascua, que es el común denominador de estas narrativas en las que Jesús de diversas maneras se presenta a los discípulos.
Como ellos, también nosotros padecemos de limitaciones a la hora de captar lo más genuino de la fe, nos dejamos llevar por la conocida y empobrecedora rutina religiosa, por reducir la condición creyente a cumplimientos sin fuerza transformadora, por no vislumbrar el influjo totalizante y liberador del relato de Jesús, de su vida, de su pasión, de su muerte, en el que Dios nos llama a descubrir la profundidad de nuestro ser y a superar los límites que nos imponen los “establecimientos” de todo tipo, los políticos, los sociales, los económicos, los religiosos, realidades que se impone dejar atrás para ingresar con Jesús en la vida ilimitada de Dios.
Cómo resucitar en este mundo del capitalismo salvaje, de los gobiernos torpes y de las economías deshumanizantes, de los mercados excluyentes, de los nuevos fundamentalismos políticos y religiosos, del consumismo enfermizo y esclavizante, de la dignidad humana siempre conculcada? Como hacer de nuestras vidas un genuino testimonio pascual, como el de Pedro y sus compañeros, cómo conectarnos con ese torrente de vitalidad en el que es el mismísimo Dios su origen y fundamento? Responder a estas cuestiones es la gran tarea del buen vivir!

domingo, 23 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 23 DE ABRIL II DOMINGO DE PASCUA

Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia y mediante la Resurrecciòn de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para ustedes”
(1 Pedro 1: 3)
Lecturas:
  1. Hechos 2: 42-47
  2. Salmo 117: 2-4;13-15 y 22-24
  3. 1 Pedro 1: 3-9
  4. Juan 20: 19-31
La consideración introductoria que proponemos para este domingo es la de hacer un esfuerzo imaginativo para ponernos en el contexto de los primeros discípulos de Jesùs, los que en su vida histórica le siguen y empiezan a ser formados por èl, con los tropiezos y contradicciones bien conocidos según refieren los relatos evangélicos, cuando imaginaban ellos que lo que estaba por venir era una triunfante revolución social y religiosa con las evidencias temporales de liderazgo y poderío, a lo que aspiraban, como dice Mateo en el capìtulo 20 a propósito de la petición que le hiciera la madre de los hijos de Zebedeo.
Y he aquí que lo que resulta es una implacable persecución a Jesùs por parte de los dirigentes religiosos, la acusación de blasfemo y hereje, el juicio y la condena a muerte, la victoria de las fuerzas del mal y, finalmente, lo que desde la perspectiva humana es un fracaso rotundo: muerto en cruz como un delincuente.
Ante esto, còmo reaccionan sus seguidores?:”Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron” (Mateo 26:56), “Todos lo abandonaron y huyeron” (Marcos 14:50), crisis y desencanto total, sentimiento de derrota como lo expresan los dos caminantes de Emaùs a su misterioso acompañante: “El les dijo: què ha ocurrido? Ellos le contestaron: lo de Jesùs el Nazareno, un profeta poderoso en obras y palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo: còmo nuestros sumos sacerdotes y magistrados lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que iba a ser èl quien liberarìa a Israel; pero, con todas esas cosas, llevamos ya tres días desde que eso pasò” (Lucas 24: 19-21).
Entonces, còmo se da en estos abatidos discípulos la evolución hacia la experiencia pascual? Còmo resultan transformados por el Resucitado? Còmo viven ellos la conciencia de que El està vivo y les anima para siempre? A responder este interrogante concurren las lecturas de este y de los siguientes domingos del tiempo pascual, sabiendo de antemano que para poder captar su sentido debemos dar el salto del texto literal a la dimensión de la fe, tal como la vivieron estos cristianos originales.
Para comprenderlo mejor vayamos a nuestras vivencias de fracaso y recuperación, a la forma como salimos de situaciones de abatimiento , cuando después de abandonos y frustraciones volvemos a vivir con sentido y felicidad. De todo eso podemos afirmar que son verdaderas resurrecciones.
Este preámbulo lo podemos manifestar afirmando que la resurrección de Jesùs no es un simple acontecer individual en el que el Padre favorece al Hijo sacándolo de la oscuridad de la muerte. Lo que aquí sucede – y esto es esencial en la fe cristiana – es la re-creaciòn del ser humano y, por tanto, la llegada de eso que en el Nuevo Testamento se llama nueva creación y/o nueva humanidad: “El es el principio, el Primogènito de entre los muertos, para que sea El el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en èl toda la plenitud y reconciliar por El y para El todas las cosas” (Colosenses 1: 18-20).
El evangelio de hoy y la primera lectura (Hechos de los Apòstoles) nos proponen ese horizonte hacia el que la Pascua nos orienta: una nueva manera de ser humanos en Jesucristo, una condición ideal de comunión y de participación, una garantía inagotable de sentido, la superación – no mágica, por supuesto – de todo lo que limita al ser humano, empezando por las precariedades que agobiaban a esos discípulos, tal como sucede también con nosotros.
El que haya imperfecciones en la evolución hacia esta novedosa cualidad pascual no quiere decir que sea imposible de lograr, justamente la conciencia de esos discípulos transformados reconoce que Jesùs lo apostò todo a ese proyecto y el Padre lo legitimò con la resurrección, asunto fundamental al que estamos llamados todos los humanos, teniendo siempre en cuenta la disposición de nuestra libertad que acoge tal don.
Vivir pascualmente es vivir 100% en y para el proyecto de Jesùs, es decidir desarrollar todas nuestras posibilidades humanas de amor, de libertad, de solidaridad, de esperanza, de fraternidad, de dignidad, configurándonos con El. Por tal razón – decisiva por cierto – esto es mucho màs que el apéndice religioso de la vida, paupérrima percepción a la que se ha llegado por la deficiencia evidente de muchos lenguajes y formas de lo religioso cristiano, cuando estas se olvidan del fundamento pascual y se limitan a doctrinas, normativas y pràcticas rituales descontextualizadas.
Dice el texto de Juan que “los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos” (Juan 20. 19), y presenta el caso de Tomás el incrédulo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20: 25), actitudes claramente prepascuales, evidencias de inseguridades, desconfianzas y temor de que les pudiese suceder lo mismo que a Jesús, o incapacidad para la aventura de la fe en el caso de Tomás.
La referencia última alude a actitudes humanas como la de una religiosidad cómoda que no corre el riesgo de vivir las consecuencias de la fe en clave profética, limitada a observancias cultuales que no transforman la vida, instalados en la aparente buena conciencia de los que no hacen nada malo pero tampoco nada bueno, y se escandalizan ante las propuestas de asumir la originalidad del evangelio, como los actuales detractores de Francisco ante su osadía extraordinaria de pedir a la Iglesia coherencia con el proyecto de Jesús.
Como relato típico de Juan este texto de hoy abunda en fuerza simbólica, cada palabra y cada gesto contienen los elementos de la nueva realidad de vida a la que convoca el Resucitado:
  • El saludo de Jesús, tres veces desea la paz a los discípulos presentes, invitación a permanecer en El a pesar de las contradicciones que puedan sobrevenir como consecuencia del seguimiento.
  • Las manos, el costado, las pruebas y la fe: el mismo Crucificado es ahora el Resucitado, hay una consistencia perfecta entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, asumiendo el dolor de la cruz trasciende a la vitalidad de Dios en la Pascua, indicando así mismo que este es el futuro del ser humano, si desea tomar en serio este camino.
  • Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Juan 20:20), es una constatación de la transformación que se ha operado en ellos, suceso que no acontece de un momento a otro, por una mera comprobación física sino por un proceso gradual de maduración en la fe.
  • Como el Padre me envió, también yo los envío” (Juan 20:21), es la misión, nuevo imperativo de comunicar a toda la humanidad que hay una Buena Noticia que llena de sentido y esperanza la vida de todos, que la muerte, el pecado, la injusticia no tienen la palabra decisoria sobre los humanos, que Dios en Jesús se ha pronunciado decisivamente a favor de la nueva humanidad que se encarna en El.
  • Con Jesús vienen el poder del Espíritu y de la reconciliación, señales de la nueva vida, superación de la fuerza destructora del pecado, que va en contra de la realización del ser humano, y adquisición – gracias a El – de la posibilidad de vivir la humanidad siempre en clave teologal.
  • La nueva comunidad de discípulos, tal como es referida en Hechos, es señal inequívoca del acontecer pascual: “Acudían diariamente al templo con perseverancia y con un mismo espíritu: partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo” (Hechos 2: 46-47). Sólo en una genuina experiencia comunitaria se puede descubrir a Jesús vivo.
Esta última parte es especialmente esencial para comprender el proceso de la fe pascual, los que huyeron aterrados ante la muerte de Jesús y ante el poderío judío y romano, son ahora los testigos de la experiencia pascual, y lo hacen comunitariamente, eclesialmente, unos en Jerusalén y otros en Galilea, donde empiezan a surgir los relatos evangélicos, y más tarde las comunidades de Pablo, en el Asia Menor y en Roma. Podemos entonces afirmar que la sustancia de la Iglesia es eminentemente pascual, es el Resucitado el que la anima con su definitiva vitalidad.
Las apariciones, tal como son referidas por los escritos evangélicos, están totalmente asociadas a la fe. Jesús sólo se manifiesta a los que tenían vínculos con él, a los que se habían interesado en su proyecto de vida y en su seguimiento. En ningún lugar del Nuevo Testamento se habla del hecho de la resurrección en sí mismo sino del testimonio de las comunidades que lo testimonian a El como El Viviente, esta certeza atraviesa todo el Nuevo Testamento.
En la Iglesia universal y en cada comunidad cristiana particular todo tiene sentido cuando ellas – si se nos permite la expresión – “se dejan vivir por Jesús”, cuando lo pascual totaliza su ser y su quehacer, cuando esto no es una historieta trasnochada sino un acontecimiento real, con toda su capacidad de dejar atrás el absurdo y de hacer creíble y factible un futuro en el que el sentido pleno es el Dios que en Jesús se nos revela.
Solamente cuando decidimos configurar nuestra humanidad con Jesús, y llevar una existencia consecuente con esto, podemos experimentarle, sentir su vida haciéndonos nuevos, mejores seres humanos, y esto es lo que nos permite afirmar que no se trata del recuerdo de un pasado lejano sino de una plenificante y real experiencia , como la que palpita en estas palabras: “Ustedes aman a Jesucristo, aun sin haberle visto; creen en él, aunque de momento no le vean. Y lo hacen rebosantes de alegría indescriptible y gloriosa, alcanzando así la meta de la fe, que es la salvación” (1 Pedro 1:8-9).

domingo, 16 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 16 DE ABRIL DOMINGO DE PASCUA

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vió lo que había pasado, y creyó”
(Juan 20: 8)

Lecturas:
  1. Hechos 10: 34-43
  2. Salmo 117:1-2;16-17 y 22-23
  3. Colosenses 3: 1-4
  4. Juan 20:1-9
El relato del evangelio correspondiente a este domingo es bastante escueto, sus protagonistas no son ni el Padre Dios, ni Jesús, tampoco habla explícitamente del hecho pascual. Sus actores son tres, al evangelista le interesa poner de relieve las reacciones de cada uno de estos personajes:
  • María Magdalena se alarma al ver que no hay cadáver en el sepulcro, sale corriendo a avisar de la desaparición.
  • Pedro parece un inspector, entra también al sepulcro, advierte que las vendas están en el suelo y el sudario, enrollado, en lugar aparte. Pero no pasa por su mente sacar alguna conclusión “pascual”.
  • El discípulo, a quien el evangelista llama el amado por Jesús, corre más que Simón Pedro, llega primero que él, ve lo mismo que Pedro, “y vió lo que había pasado, y creyó” (Juan 20: 8).
De un modo tan simple, el relato de Juan nos pone a pensar en actitudes muy humanas, aunque de signo contrario, se puede pensar que es un fraude (María), o quedar perplejo (Pedro), o arriesgarse a dar el salto misterioso y apasionante de la fe (el discípulo amado). Las comunidades primitivas tienen el atrevimiento de vivir en la tercera postura, así lo testimonian las lecturas que vamos a leer durante esta temporada de Pascua.
Cómo vivimos nosotros hoy nuestra fe? Es un asunto de inercia sociocultural? Creemos que somos cristianos por un simple hecho sociológico, sin implicar la Pascua de Jesús en nuestro ser y en nuestro quehacer? Crédulos tal vez ante las improvisaciones y superficialidades de tantos predicadores sin fundamento? Nos dejamos dominar por el utilitarismo de la vida diaria, solo damos crédito a lo que es palpable y verificable mediante indicadores y medidas? Con cuàl de los tres personajes nos identificamos?
Esos primeros discípulos de Jesús, los que luego viven la experiencia transformadora de la Pascua, eran humanos, demasiado humanos, en diversos momentos de las narraciones evangélicas se constatan sus fragilidades, sus dificultades para captar la irreversible originalidad del Maestro, condicionados como estaban por el establecimiento religioso judío que imaginaba un Mesias poderoso, triunfante, espectacular, sin sacrificio ni abnegación, realidades estas que les parecían inadmisibles.
Somos nosotros así? Cuál es nuestra postura ante el trágico drama de Jesús? Tenemos mentalidad para dimensionar los alcances de su condena a muerte y de su extrema humillación y, conectando con esto, establecemos el vínculo entre el Crucificado y el Resucitado? No olvidemos que la experiencia pascual es , ante todo, un asunto de fe, la clave del cristianismo, con capacidad decisiva para transformar la vida de quienes se dejan tomar por su significado, como sucedió en el caso de Pedro y de sus testarudos compañeros.
Pues ustedes murieron, y Dios les tiene reservado el vivir con Cristo. Cristo mismo es la vida de ustedes. Cuando él aparezca, ustedes también aparecerán con él llenos de gloria” (Colosenses 3: 3-4), esta convicción que afirma la segunda lectura surge de una vivencia profundamente real, transformadora, y al mismo tiempo capaz de re-significar por completo, y felizmente, esa realidad.
Vienen así a cuento la inmensa legión de nuestras limitaciones y precariedades, nuestros dolores y penurias, nuestras muertes lentas, todo lo que nos desilusiona y hace sufrir, junto con ellas viene igualmente ese universo de las costumbres religiosas, de las creencias recibidas sin mayor entusiasmo, de la flojera de la fe, de ese ser cristianos que no seduce ni enamora, de esa deficiente idea de que el cristianismo se queda en un conjunto de prácticas rituales y de verdades sin implicación en nuestra vida.
Aquí es donde tiene que acontecer el impacto pascual, como se deduce de esas vigorosas palabras de Pedro, antes tan contradictorio y en un momento dado cobarde como nadie: “Esto pudo hacerlo porque Dios estaba con él, y nosotros somos testigos de todo lo que hizo Jesús en la región de Judea y en Jerusalén. Después lo mataron, colgándolo en una cruz. Pero Dios lo resucitó al tercer día, e hizo que se nos apareciera a nosotros. No se apareció a todo el pueblo, sino a nosotros, a quienes Dios había escogido de antemano como testigos” (Hechos 10:39-41).
El Pedro que dice este discurso, convicto y confeso de felicidad pascual, es el mismo temeroso y lleno de fragilidades referidas por las narraciones evangélicas, ahora resuelto testigo de la radical novedad con la que Dios Padre ha legitimado toda la misión y el ser de Jesús. Esto está en la base del cristianismo primitivo, y es lo que debe seguir vigente en las comunidades actuales que profesan a Jesucristo como Señor y Salvador.
Jesús había alcanzado la VIDA antes de morir, era el agua viva, como se hace constar en el hermoso diálogo con la mujer samaritana, proclamado hace varios domingos. Jesús nació del Espíritu, vive por el Padre, todo su ser está dotado de vitalidad teologal, de la que es el portador primero, esa es la verdadera vida que siempre celebramos los cristianos, no la simple reanimación de un cadáver, por eso èl no está preocupado de lo que pueda suceder con su vida biológica. Lo que a él verdaderamente le interesa es la VIDA que alcanzó durante su vida.
Una tal certeza nos permite mirar todo lo que somos y hacemos con óptica distinta. Vamos por la vida creciendo, realizando bonitos proyectos de amor, de libertad, de felicidad, construímos vínculos profundos con otras personas, nos empeñamos en transformar la realidad para hacerla más humana, luchamos con pasión por la justicia y por nobles causas de dignidad, dejamos huella, pero también padecemos contradicciones, crisis y soledades, fracasos y desencantos, enfermedades y desposesiones y, finalmente, la muerte. Esta es la condición humana.
Ante la inevitabilidad del drama final surge la pregunta por el sentido de la vida, si ha valido la pena tanto esfuerzo para concluír en esto que a muchos se les antoja como el absurdo sin respuesta. Surgen rápidamente las muchas actitudes humanas : el sentimiento trágico, la angustia sin retorno, los paraísos artificiales, las vidas auténticas y profundamente éticas y comprometidas, también la resignación, el deseo de trascender y de permanecer.
Jesús se crucifica y con él todos los dramas humanos, los sinsentidos, las tragedias, las interminables limitaciones, las muertes de siempre, adquiriendo en èl una nueva dimensión, la de Dios, la de esa vitalidad que es la permanencia en el amor, èl se convierte asì en el gran legitimador de todos los trabajos humanos de autenticidad, de felicidad, de significación amorosa de la existencia, de solidaridad, de justicia.
Jesùs sigue vivo, pero de otra manera, su presencia resucitada no es la de un cuerpo muerto que sorprende a todos, su vitalidad trasciende las contingencias de la historia y del ser humano, y nos asume en ese orden definitivo, como el que manifestó a la samaritana y a Nicodemo: “El que beba del agua que yo le darè nunca volverá a tener sed, porque el agua que yo le darè se convertirá en èl en manantial que brotarà dándole vida eterna” (Juan 5:14), y: “Te aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).
La esperanza de que nuestro ser e identidad personal no se aniquile con la muerte se llama salvación-liberaciòn, sabiendo que en buen contexto cristiano esas realidades no empiezan a partir del momento de la muerte. En todo ser humano que decide ser radicalmente prójimo de sus prójimos, en todo el que apuesta por el amor servicial y por la fraternidad, en todo el que se desgasta para dar sentido a la vida de los demás, Dios empieza a suceder participándole su vida inagotable, y esto gracias a la mediación pascual de Jesùs.
El nos indica con su vida que esa es la meta de todo ser humano, desposeerse de todo interés personal, afirmar enfáticamente que los caminos de sentido no son los del poder y de la riqueza, de los privilegios y de la barata felicidad del mercado, que la referencia radical a Dios encuentra su concreción plena en la ofrenda de todo lo que se es, justamente a partir de la conciencia del don, de la gratuidad pura del Padre que se da todo para que nuestra historia se inscriba en El a través de Jesùs.
Marìa Magdalena, Pedro, el otro discípulo, son como nosotros, o – mejor - somos nosotros, con nuestras vacilaciones, con nuestras perplejidades, pero también con nuestra pasión por vivir la aventura decisiva en la que todo lo nuestro estarà lleno de significado y marcado por la esperanza de ese Dios situado totalmente de parte de la humanidad.
El sepulcro vacío es un fuerte simbolismo, propio de Juan, para afirmar que Jesùs no està sometido a las limitaciones del ser humano, que la suya es una vida existente en Dios, y que es su deseo que todos nosotros tengamos abierta esa posibilidad, certeza que hace decir al poeta y mìstico Ernesto Cardenal (Granada, Nicaragua, 1925):
Un despertar.
Como cuando uno sueña que se està cayendo en un hoyo y se despierta
Al momento de caer.
Condenados a volver a la pre-vida?
(Chardin pregunta) O a la sub-vida?
No, Mejìa, no, Gutièrrez.
Lo que hubo con el cuerpo de Jesùs.
Ese evento en la historia:
Un sepulcro vacío.
El Hades ha sido vencido.
La muerte ya no tiene sentido.
La vida tiene sentido.
El hierro de tu sangre volverá al corazón de la tierra.
Pero detrás de eso espera la sorpresa.
No un mundo como el del sueño, sino tan real
Que realidad anterior y sueño parecerán igual.
(De Càntico Còsmico, 1989).
La pregunta de Pablo, de indiscutible sentido pascual, también es la nuestra desafiando con contundente argumento el poder siniestro de las tinieblas: “Dònde està, oh muerte tu victoria? Dònde està, oh muerte, tu aguijòn?” (1 Corintios 15: 55).

domingo, 9 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 9 DE ABRIL DOMINGO DE RAMOS - SEMANA SANTA

Ofrecì mi espalda a los golpes, mi cara a los que mesaban mi barba, y no hurtè mi rostro a insultos y salivazos. Pero el Señor Yahvè me ayuda, por eso no sentía los insultos; y ofrecí mi cara como el pedernal, sabiendo que no quedarìa defraudado”
(Isaìas 50: 6-7)
Lecturas:
  1. Isaìas 50: 4-7
  2. Salmo 21: 8-9;17-20;23-24
  3. Filipenses 2: 6-11
  4. Mateo 26: 14 a 27:66 (relato de la pasión)

En su escrito “Còmo anunciar hoy la cruz de Nuestro Señor Jesucristo” el reconocido teólogo Leonardo Boff, de Brasil, comienza diciendo: “Cambian los clavos, otros son los verdugos; la vìctima sigue siendo la misma: Cristo que es crucificado y agoniza en los pobres, oprimidos y pequeños. Còmo denunciar hoy los verdugos? Còmo alertar a la “turbamulta” que es, en su inconsciencia, seducida y manipulada por la destreza de las raposas de este mundo? Còmo traducir, en la predicación, la primacía paulina de la sabiduría de la cruz?
Que sea este fuerte interrogante una invitación profunda para situar esta semana santa de 2017 en el contexto real de la vida del mundo y de Colombia, poniéndonos deliberadamente del lado de los millones de víctimas de siempre – Siria, Mocoa, Haitì, Iraq, Africa subsahariana y demás – y adoptando desde la misma cruz del Señor una postura de la màs severa confrontación a quienes con su pecado determinan este escandaloso cùmulo de injusticias y de crucifixiones.
Al ir considerando en nuestra experiencia orante y existencial a Jesùs sometido a humillación, ignominia, juicio, condena, muerte, El nos llama a considerar lo mismo en la humanidad real que vive absurdas y trágicas condiciones de muerte injusta. Los tres centenares de muertos en Mocoa, los muchos miles arrojados de su vivienda por la furia de la naturaleza, combinada con el desgreño en materia de prevención, son un doloroso lenguaje que nos entra – queramos o no – en la crudeza de eso que vamos a llamar pasión de Cristo, pasión del mundo.
Hay muchas interpretaciones de la pasión del Señor Jesùs, y pràcticas y mentalidades religiosas que se corresponden con una o con otra. La clave està en que esta realidad sucedida hace un poco màs de veinte siglos sea significativa para nosotros, creyentes del siglo XXI, y tenga peso en términos de transformar nuestra vida en la misma perspectiva en que El orientò su existencia, es decir, vida de Dios en El, vida de Dios en nosotros, humanidad y divinidad sucediendo en dramática pero esperanzadora simultaneidad.
Jesùs es consciente de lo que le va a suceder y acepta su destino, porque este drama tiene total coherencia en relación con toda su vida y con su predicación, no en el sentido equìvoco de adivinación del futuro sino en el de la consistencia teologal de todo su ser y quehacer, que es revelar la misericordia de Dios y hacerla efectiva en los condenados de la tierra, convirtiéndose en esperanza para todos estos, y desarmando la hipocresía legalista y ritual de la religión de los sacerdotes del templo y maestros de la ley, grupo que se empeña en buscar su muerte condenándolo como reo de blasfemia y de gravísima contradicción a sus tradiciones religiosas.
Hagamos un simple recuento de algunos aspectos de su pasión:
  • Judas se vende al poder, este le paga, y asì consolida la traición a su maestro y la entrega del mismo para ser llevado al juicio. Algùn parecido con cosas que suceden en nuestro tiempo?
  • En el llamado huerto de Getsemanì experimenta la muy humana angustia ante lo que empieza a suceder, pero finalmente acepta con dolorosa entereza: “Padre mìo, si es posible, que pase de mì esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tù” (Mateo 26: 39).
  • Esta aceptación no es de el acatamiento a un Dios sàdico que se complace en el sufrimiento de la humanidad, en la tragedia de su hijo y enviado, sino la conciencia de que la libertad con la que ha procedido ante el poder religioso del judaísmo y político de Roma, lo lleva a este desenlace, en el que El està testimoniando el carácter definitivo del amor de Dios como garantía de sentido para toda la humanidad.
  • Toda su vida – y ahora resumiendo la misma en la crudeza de su pasión – es una identificación radical, encarnatoria, desbordante de amor y solidaridad, con el sufrimiento de la humanidad. Implicaciòn que resulta salvadora, liberadora y redentora, convirtiéndose también en referencia normativa para todos los que se empeñen en tomar en serio su seguimiento y su proyecto.
  • Jesùs rechaza todo recurso a la violencia y a las manifestaciones de poder, afirmando con ello algo esencial en su lógica: la primacía del amor que se expresa en la donación cruenta de su vida en la cruz: “En esto, uno de los que estaban con Jesùs echò mano a su espada , la sacò e , hiriendo al siervo del sumo sacerdote, le llevò la oreja. Le dijo entonces Jesùs: Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada perecerán a espada” (Mateo 26: 51-52)
  • El juicio que se hace a Jesùs es claramente injusto y fundamentado en los falsos testimonios de unos testigos acomodados al interés de los sacerdotes del templo, es el cinismo del poder del sanedrín judío que no escatima esfuerzos para acabar con èl, que también abandona a Judas a su desesperación cuando este se da cuenta de su fatal acto de traición.
  • Cuando constatamos el mal que recae sobre tantos inocentes surge la pregunta por la posibilidad de la intervención de Dios, o también una gran indignación por su silencio. Què pasa?: “El Señor Yahvè me ha abierto el oído, y no me resistì ni me hice atrás. Ofrecì mi espalda a los golpes, mi cara a los que mesaban mi barba, y no hurtè mi rostro a insultos y salivazos” (Isaìas 50: 5-6), dice este llamado tercer càntico del Siervo doliente de Yahvè, con el que el profeta Isaìas prefigura el mesianismo crucificado de Jesùs, en el que reconocemos la verdadera indignación-denuncia ante la malignidad del poder que destruye al inocente.
  • San Ignacio de Loyola, en las consideraciones introductorias de la tercera etapa de sus Ejercicios Espirituales, en las que entra en la pasión del Señor, dice: “considerar còmo la divinidad se esconde, es a saber, còmo podría destruir a sus enemigos y no lo hace, y còmo deja padecer la sacratísima humanidad tan crudelísimamente” (Ejercicios Espirituales No. 196). La muerte de Jesùs supone el culmen de su debilidad, afirmación del lenguaje de Dios que no es el del poder ni el de la espectacularidad sino el del amor que se deshace de toda pretensión humana: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no codiciò el ser igual a Dios, sino que se despojò de sì mismo tomando condición de esclavo” (Filipenses 2:6-7).
  • La entrada de Jesùs en Jerusalèn, montado sobre un asno y aclamado por sus seguidores, no es un acto triunfal como el de un poderoso que ingresa al “hall” de la fama, es un gesto profético, una indicación que hace el evangelista para resaltar su misión en medio de los pobres, que son quienes lo reciben viendo en El la cercanìa y la solidaridad de Dios con su causa: “Hosanna al hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor! Hosanna en las alturas! Al entrar en Jerusalèn, toda la ciudad se conmovió. Quien es este? Se preguntaban. Y la gente decía: este es el profeta Jesùs, de Nazaret de Galilea” (Mateo 21: 9-11).
Reiteramos lo ya dicho: su muerte se entiende en conexión con la totalidad de su vida y de su misión, extirpemos de nuestras mentalidades toda lectura de la pasión como el querer de un Dios sàdico, interpretación que ha dado pie a muchas creencias distorsionadas y a pràcticas religiosas que exaltan el sufrimiento por sì mismo, dando un tono pesimista y sombrìo a la presentación del cristianismo.
Jesùs murió por ser fiel a su Padre, con las connotaciones que conocemos bien de su misión de reconstrucción integral del ser humano , configurando lo destruido por el pecado y por la injusticia de unos en contra de otros, asociando totalmente todo su ministerio al deseo de este Dios compasivo, cercano, solidario, misericordioso, plenamente identificado con la plenitud histórica y trascendente de la humanidad.
Su profetismo escandaliza e incomoda a los poderosos, como sucede siempre que un cristiano sigue fielmente este mismo camino y clava su palabra profética en la maldad moral, en la corrupción, en todo lo que deshumaniza, en la manipulación de Dios y de la religión para justificar perversidades totalmente opuestas a la voluntad del Padre.
Al demostrar que para El es màs importante el amor que la conservación de la vida, Jesùs nos enseña el camino hacia lo definitivo, hacia lo que puede potenciar con autenticidad todo lo nuestro en cuanto humanos, el verdadero ser donde trascendemos y permanecemos en esa vitalidad que El nos obsequia en nombre de Dios.
Jesùs en la cruz llega al máximo grado de humanidad, ahì reside admirablemente la divinidad: “ Alrededor de la hora nona, clamò Jesùs con fuerte voz: Elì, Elì, lemà sabactanì!, esto es: Dios mio, Dios mìo, por què me has abandonado?” (Mateo 27: 46), clamor que expresa el dramatismo y la angustia extrema de lo que vive en ese patíbulo, castigado por la injusticia de unos poderes religiosos y políticos, abandonado por los suyos, también confrontando con su desvalimiento a los poderosos y a los injustos que se ensañan con él, repitiendo el mismo gesto en todas las cruces con las que el pecado de los humanos ajusticia a los inocentes.
La verdadera vida sucede cuando morimos al ego y a todo su universo de arrogancias y despropósitos, cuando el amor determina nuestras motivaciones y las traduce en conductas de servicio y de solidaridad, cuando nos desposeemos , como Jesùs, de intereses personales para dar paso a la comunión que suscita en nosotros el amor del Padre, cuando la pasión por la projimidad se convierte en el “leit motiv” de nuestro relato vital.
Jesús crucificado es el lenguaje contundente de Dios en el que suceden plenamente su humanidad y su divinidad, asumiendo lo más humano de nosotros – la muerte – y situándola definitivamente en la perspectiva de Dios: “Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (Mateo 27: 50), que es el tránsito hacia la vida verdadera.
La cruz de Jesús fue el resultado de un anuncio cuestionador y de una práctica liberadora, hechos en nombre de Dios y del derecho del ser humano a que su vida tenga un sentido que trascienda los límites de la muerte, del pecado y de la injusticia. Permaneció en el amor a pesar del odio extremo que lo victimizó.
Por todo esto: “Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra, en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2: 9-11)

domingo, 2 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 2 DE ABRIL DOMINGO V DE CUARESMA



“Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes”
(Romanos 8: 11)
Lecturas:
1.   Ezequiel 37:12-14
2.   Salmo 129: 1-8
3.   Romanos: 8-13
4.   Juan 11: 1-45
La vida de los seres humanos es una gran paradoja, nos sabemos limitados y finitos pero al mismo tiempo tenemos el máximo deseo de vivir siempre y de permanecer más allá de estas fronteras de la precariedad. Son incontables las evidencias de esta realidad, cada uno desde su propio relato vital puede dar cuenta de ellas, pequeñas y grandes muertes de cada día, abandonos y soledades, fracasos y vacíos, también plenitudes y amores profundos, ilusiones que se tornan realidad.
Dice con singular belleza y densidad espiritual el poeta argentino Osvaldo Pol, S.J. (1935-2016):
No tiene el tiempo trabazón ni rieles
Fuera de la constelación de tus heridas.
Tu cuerpo se me vuelve rosa con cinco pétalos de sangre.
Piedra de donde parten las fuentes saciadoras.
Despierta, despierta ya inaugurando vida y amanecer y lucha.
Despójate la niebla y el silencio
Y vence, una vez más.
Yo y el tiempo y la piedra y la rosa
Tan sólo en tu victoria somos.
Claramente tenemos en esta expresión la conciencia de lo que somos, fragilidad, muerte, pero….pasión por la vida. La Palabra que se nos ofrece este V domingo de Cuaresma es el reconocimiento teologal de esta realidad, en la que los seres humanos estamos cabalmente  definidos e identificados.
Ezequiel – de cuyo texto tenemos la primera lectura -  es el profeta del exilio, ejerció su ministerio con los desterrados de Babilonia entre los años 593 y 571 antes de Cristo. Conocemos por la historia esta durísima prueba que sufrió el pueblo de Israel cuando fueron invadidos por el imperio de Babilonia, conquistados y desposeídos de su tierra, de su libertad, de los símbolos que constituían su identidad sociopolítica y religiosa.
Ante esto, el profeta se duele por la suerte de su gente, expuestos a morir lejos de su patria, pero, en nombre de su fidelidad a Yahvé, sello que define su misión, se presenta también como testigo de la esperanza que se origina en El: “Por eso profetiza y diles: Voy a abrir sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré de nuevo al suelo de Israel” (Ezequiel 37: 12).
En el Antiguo Testamento, en general, no había una esperanza de inmortalidad,  esta se colmaba con las bendiciones “materiales” que para ellos eran clarísimas muestra del favor  de Dios: descendencia abundante, larga vida, tierra prometida donde asentarse, existencia digna, justicia para todos.
La evolución hacia la expectativa de vida eterna se concreta en los últimos libros del Antiguo Testamento, como Sabiduría, Macabeos, Daniel. Esta conciencia surge en la clave de la doctrina bíblica de la retribución: cómo va a premiar Dios a los justos?  Vienen aquí las más densas preguntas por el misterio del mal, por las tragedias que aquejan a muchos inocentes, por la justificación de la existencia.
Mientras tanto, la ilusión de todo-a buen israelita, justo y creyente, es la de acoger los dones materiales con los que Yahvé expresa su complacencia por este buen vivir. Eso lo asume el profeta diciendo: “Infundiré mi espíritu en ustedes y vivirán; los estableceré en su suelo, y sabrán que yo, Yahvé, lo digo y lo hago – oráculo de Yahvé – “ (Ezequiel 37: 14).
Valgan estas consideraciones para situarnos en las legítimas aspiraciones de la humanidad, tener una calidad de vida que corresponda con su dignidad, lograr que los grandes ideales  se vean cumplidos, disfrutar del amor en la relación de pareja y en la paternidad-maternidad, llevar a cabo proyectos que hagan del mundo un ámbito más y más humano, vale decir, constatar que la felicidad no es un concepto vano sino una feliz realidad que se va haciendo con todo este esfuerzo. Quienes somos creyentes vemos en esto la combinación formidable de la gracia de Dios y las respuestas de la libertad humana.
Con esto, cómo anunciar la vida de Dios a quienes son desposeídos de sus condiciones de dignidad, desplazados de su hábitat, vilipendiados por las injusticias de la sociedad y de la economía, maltratados por el absurdo de la violencia, silenciados por el egoísmo de los poderosos? La salvación cristiana es liberación integral, plenitud humana en la historia y trascendencia definitiva en la vitalidad inagotable del Padre que ha evidenciado su intención salvadora en el Señor Jesucristo.
Hace cincuenta años el Papa de aquella época, Pablo VI (su ministerio fue entre 1963-1978), promulgaba su encíclica “Populorum Progressio” en la que se refería al tema central de la justicia social y al desarrollo integral de la totalidad del ser humano, tomado individual y colectivamente, denunciaba la malignidad del sistema económico vigente por beneficiar a unos pocos y excluír a la inmensa mayoría, integrando este acontecer humano de posibilidades para todos con la esperanza de la vida plena en Dios.
Valgan la referencia del profeta Ezequiel y la evocación de Pablo VI para hablar con fuerza evangélica de una vida verdadera, vida de Dios, que ha de traducirse también en la materialidad de las condiciones de dignidad accesibles para todos. Lo que en 1967 denunciaba este papa sigue vigente en 2017.
La vida en el Espíritu nos saca de la muerte que causan el egoísmo estéril, la injusticia, el pecado, la codicia, la falta de solidaridad, el desconocimiento del prójimo, el dar la espalda a Dios: “Así que los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas ustedes no viven según la carne, sino según el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes” (Romanos 8: 8).
En la concepción paulina “vivir según la carne” es vivir en el pecado, en el rechazo del amor de Dios y del prójimo, en el creerse el ser humano que así obra la medida de todo, en la absolutización del ego y de las satisfacciones que no trascienden. Todo esto es el mundo de la muerte, es la negación del amor definitivo, la no aceptación de la vitalidad del Padre.
Por eso es perfectamente lógico que estos textos se nos propongan en Cuaresma, para que hagamos conciencia de todo aquello que nos impide vivir en sentido teologal y humano,  y nos dejemos asumir por la Vida que reconfigura todo nuestro ser y nuestro quehacer: “Pero si con el Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, ustedes vivirán” (Romanos 8: 13).
Esto nos ayuda a ponernos más cabalmente en el contexto del relato de Juan, la resurrección de Lázaro,  el último de los siete signos que articulan este cuarto evangelio (el agua convertida en vino en las bodas de Caná, la curación del hijo del oficial del rey, la curación en la piscina de Betesda, la multiplicación de los panes y los peces, Jesús caminando sobre las aguas, la curación del ciego de nacimiento). En todos ellos el evangelista afirma a Jesús como Señor de la vida, justamente antes de enfrentarse al dramatismo de la cruz y de la muerte. Como sabemos, todo este evangelio es de gran densidad simbólica, su intencionalidad es clara, en Jesús el ser humano es asumido para pasar de la muerte a la vida.
Los judíos observantes, que no aceptaban a Jesús en lo más mínimo, sienten que el gesto de devolver a Lázaro a la vida y el entusiasmo de la gente que empieza a creer más y más en El, son  una provocación para sus ortodoxas convicciones y prácticas religiosas. Con esto, tienen todos los argumentos para juzgarlo como blasfemo y someterlo al juicio y a la condenación a muerte.
Por oposición, este relato es un testimonio creyente de señalada solidez para aseverar lo mismo que dice Jesús a Marta, la hermana del fallecido Lázaro: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. Crees esto?” (Juan 11:25-26). Este asunto es el que estructura todo el evangelio de Juan, llega a su culmen con Lázaro que vuelve a la vida gracias a Jesús.
La línea programática de esta narración teologal-pascual se formula así: “En verdad, en verdad les digo que llega la hora (ya estamos en ella) en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Juan 5:25).
Junto a esta confirmación vale la pena destacar la exquisita solidaridad de Jesús ante la muerte de su amigo, se conmueve profundamente, y así lo expresa a sus hermanas,  gesto que denota la genuina humanidad suya, como todos los que refieren los evangelistas cuando ve el sufrimiento de las multitudes, sus dolores y carencias, y los clamores de consuelo y misericordia.
Lázaro somos nosotros limitados por la muerte y por todas las demás contingencias humanas. Las hermanas son la nueva comunidad que se va a beneficiar de la vitalidad de Dios de la que Jesús es portador en totalidad, también estamos ahí. El no viene a prolongar la vida física sino a comunicar la vida de Dios, la garantía de acceder a esta es adherir a Jesús. El que asume ser como El queda definitivamente involucrado en esa vida. La muerte no es el trágico fin de la condición humana, es lo que Jesús quiere demostrar a Marta.
Al quitar la losa desaparece simbólicamente la frontera entre los vivos y los muertos: “Dijo Jesús: quiten la piedra. Marta, la hermana del muerto, le advirtió: Señor, ya huele, es el cuarto día. Replicó Jesús: no te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:39-40).
La vida de Jesús es la vida misma de Dios, con El nuestro destino no es el sepulcro ni el absurdo. El ser humano que no nace a la nueva vida permanece atado de pies y manos, por eso El “desata”: “Dicho esto, gritó con fuerte voz: Lázaro, sal afuera! El muerto salió, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dijo: desátenlo y déjenlo andar” (Juan 11: 43-44).
Salir de la tumba, como Lázaro, es dejar atrás y para siempre todo lo que deshumaniza y mata, todo lo pecaminoso, todo lo que esclaviza. Salir de los lugares de muerte donde campean la injusticia y el desamor para hacer el tránsito pascual a la vitalidad incontenible que viene con Jesús. Todo el ser y el quehacer de Dios está impregnado de vitalidad,  es lo que legitima todas las esperanzas humanas de sentido, de permanencia y  plenitud.

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