“Entonces
se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero èl desapareció de
su vista”
(Lucas
24: 31)
Lecturas:
- Hechos 2: 14 y 22-33
- Salmo 15
- 1 Pedro 1: 17-21
- Lucas 24: 13-35
Vamos
a pensar hoy en el significado de los testigos originales de la fe, a
quienes debemos la transmisión de aquello que empezó hace màs de
veinte siglos , que se ha propagado dando sentido y razón de vida a
muchísimos seres humanos, la conciencia pascual que se suscitò en
aquellos hombres y mujeres que inicialmente se intimidaron ante el
poderío religioso de los dirigentes del templo de Jerusalèn y el
político de las autoridades romanas.
Viven
ellos un proceso de maduración creyente que hoy conocemos como
experiencia pascual , pasan del desencanto al entusiasmo, dan el
salto de sus temores y pesimismos a una existencia ciento por ciento
resignificada en la persona de Jesùs Resucitado, el Viviente, dejan
atrás sus falsos imaginarios religiosos y se encuentran felices con
una realidad – comprendida y asumida desde la fe – que hace de
ellos seres humanos totalmente nuevos, con la novedad de Dios
manifestada en Jesucristo.
Así
las cosas, en el texto de Hechos nos encontramos con Pedro
pronunciando su primera predicación postpascual, que dirige tanto a
los judíos presentes como a todos los habitantes de Jerusalèn:
”Ustedes lo mataron clavándole en la cruz por mano de unos impíos.
Pero Dios lo resucitò librándolo de los dolores de la muerte,
porque la muerte no podía tenerlo dominado” (Hechos
2: 23-24).
En
todo el sermón se destacan tres elementos claves de esta
“testimonialidad pascual” asumida por Pedro y los primeros
discípulos: el Jesùs histórico acreditado por el Padre con
milagros y señales de vida; su muerte injusta a manos de los jefes
religiosos de Jerusalèn, y su resurrección obrada por Dios como
iniciativa de salvación y plenitud para toda la humanidad. Tal
constatación es esencial en el dinamismo de la Pascua y es el núcleo
de la fuerza testimonial de la Iglesia que se transmite a lo largo de
los siglos, por una experiencia de fe, tan densa y definitiva que
moldea en su totalidad la vida de quienes se comprometen con ella.
El
significado original de la palabra testigo lo podemos encontrar en su
etimología que procede de la lengua griega: es mártir, que se
refiere a aquella persona capaz de dar su vida por la realidad de la
cual es testigo , avala con todo su ser aquello con lo que està
totalmente comprometido porque en ello encuentra su plenitud de
significado y de trascendencia. No en vano las grandes narrativas de
los primeros siglos de historia cristiana son de mártires, que la
Iglesia considera como la máxima identificación de un creyente con
la persona de Jesùs.
El
pasado 22 de abril el Papa Francisco visitò la iglesia romana de
San Bartolomè que està dedicada a los mártires cristianos de los
siglos XX y XXI, en donde brillan con nombre propio testigos insignes
de nuestra fe como Monseñor Romero – Beato Oscar Romero -, San
Maximiliano Kolbe, los innumerables hombres y mujeres que murieron
por la fe en los campos de concentración del nazismo y del
stalinismo, los que en Amèrica Latina acreditaron con su sacrificio
el significado evangélico de la dignidad humana, y asì tantos que
se inscriben en esa historia que para el cristianismo es gloriosa.
Refirièndose
a estos testigos dijo Francisco: “Todos
ellos son la sangre viva de la Iglesia. Son los testimonios que
llevan adelante la Iglesia; aquellos que atestiguan que Jesùs ha
resucitado, que Jesùs està vivo, y lo testifican con la coherencia
de vida y con la fuerza del Espìritu Santo que han recibido como
don”.
Pedro
termina su discurso con un sello de autenticidad:
“Pues bien, Dios ha resucitado a ese mismo Jesús, y de ello todos
nosotros somos testigos”
(Hechos 2:32). Los acontecimientos siguientes, como la formación de
las primitivas comunidades de creyentes, el ánimo apostólico con el
que divulgaron la Buena Noticia, el espíritu fraterno y solidario,
el coraje con el que hicieron frente a las persecuciones e
incomprensiones, hablan con elocuencia del talante pascual que para
ellos provenía claramente del Señor Resucitado.
Cuando
en la Iglesia nos anquilosamos y damos más importancia a lo
normativo e institucional, oscureciendo lo carismático y profético,
o cuando nos olvidamos que toda nuestra vida tiene que estar
constituída como un lenguaje de esperanza, es porque abandonamos la
experiencia profunda de encuentro con el Señor y nos dejamos dominar
por la gris monotonía y por la falta de creatividad. Valgan estas
alusiones al testimonio original de Pedro y de sus compañeros para
estimularnos a asumir el ser seguidores de Jesús como testigos
contemporáneos de su Pascua.
De
modo particular, Pedro llama a mantener la fidelidad a Dios aún en
las situaciones contradictorias de la vida, porque El nos libera de
todo lo injusto e inhumano, y nos recuerda que el costo de esta
liberación no es producto de los “precios” que compran el poder,
sino del amor desmedido que se ha ofrecido como don para que la vida
de todos los humanos tenga sentido, y sea libre y salvada del odio,
de las esclavitudes, de la cultura de la muerte, de los designios
egoístas de unos pocos: “Y
ustedes saben muy bien que el costo de este rescate no se pagó con
cosas corruptibles, como el oro o la plata, sino con la sangre
preciosa de Cristo, que fue ofrecido en sacrificio como un cordero
sin defecto ni mancha” (1
Pedro 1: 18-19).
Este
tipo de lógica va en contravía de los poderes del mundo que
someten al ser humano a interminables ignominias, así como las
brutales dictaduras que en el siglo XX afrentaron la dignidad de
millones de personas, el sistema económico obcecado en su búsqueda
de la ganancia y del interés material desconociendo la necesidad de
tantos que claman justicia, la sociedad de consumo con su
construcción de paraísos artificiales, felicidades baratas que no
dan plenitud.
El
recurso constante a los testigos de la fe ha de ser acicate para
movilizarnos desde la más densa vivencia pascual para dar paso a la
cultura de la vida que tiene en el Resucitado su referente decisivo!!
Los
discípulos de Emaús, cuya desilusión tipifica todos los
desencantos humanos, y también los imaginarios distorsionados sobre
Dios, sobre Jesús, sobre la relación creyente, constituyen mucho
más que una relación cronológica de algo puntual sucedido después
de la muerte del Señor, y van más bien a cuestionar esa expectativa
que tenían los judíos y, con ellos, los discípulos, sobre un
Mesías triunfante y espectacular:
“Qué faltos de comprensión son ustedes y qué lentos para creer
todo lo que dijeron los profetas. Acaso no tenía que sufrir el
Mesías estas cosas antes de ser glorificado?”
(Lucas 24:25-26), les dice Jesús, a quien aún no han reconocido
como el Viviente, sometiendo a juicio esa visión mesiánica tan
ajena a la abnegación y a la donación amorosa de la vida.
Serán
las Escrituras las primeras gotas que Jesús echa en los ojos del
corazón de estos dos caminantes confundidos, para que puedan ver y
entender que no es con el triunfalismo mesiánico, sino con el
sufrimiento del siervo de Yahvé, como se conquista el Reino de Dios;
un sufrimiento que no es masoquismo sino un asumir conscientemente
las consecuencias de amar sin medida a la humanidad, actitud de
difícil comprensión en una sociedad condicionada por la sed de
dominio de unos sobre otros, tendencia que mata a quien se interpone
en el camino de sus ambiciones, como Jesús.
Por
la vida, hasta dar la misma vida, es lo que El comunica a estos dos
compañeros. Este relato es una pieza de extraordinaria belleza
teológica, no es la narración ingenua de un hecho sucedido así
puntualmente, sino una composición elaborada simbólicamente para
dar el mensaje de la Vida de Dios en Jesús, a partir del dramatismo
de la cruz, el elocuente lenguaje de Dios que afirma que es dando la
vida hasta lo último, amando incondicionalmente, despojándose de
todo interés personal, asumiendo la vida de todo prójimo como la
gran causa que constituye los proyectos existenciales de mayor
autenticidad.
Un
relato así nos lleva al verdadero sentido de las apariciones del
Resucitado que es participar de esa experiencia pascual que tuvieron
los primeros cristianos, eso es lo que le tiene que pasar a quienes
siguen a Jesús: “Y
se dijeron uno al otro: no es verdad que el corazón nos ardía en el
pecho cuando nos venía hablando por el camino y nos explicaba las
Escrituras?”
(Lucas 24: 32)
Este
denso simbolismo pascual no trae consigo el manual de explicaciones,
su mensaje es “abierto”, susceptible de múltiples
interpretaciones, conservando – claro está – su esencial clave
de Pascua, que es el común denominador de estas narrativas en las
que Jesús de diversas maneras se presenta a los discípulos.
Como
ellos, también nosotros padecemos de limitaciones a la hora de
captar lo más genuino de la fe, nos dejamos llevar por la conocida y
empobrecedora rutina religiosa, por reducir la condición creyente a
cumplimientos sin fuerza transformadora, por no vislumbrar el influjo
totalizante y liberador del relato de Jesús, de su vida, de su
pasión, de su muerte, en el que Dios nos llama a descubrir la
profundidad de nuestro ser y a superar los límites que nos imponen
los “establecimientos” de todo tipo, los políticos, los
sociales, los económicos, los religiosos, realidades que se impone
dejar atrás para ingresar con Jesús en la vida ilimitada de Dios.
Cómo
resucitar en este mundo del capitalismo salvaje, de los gobiernos
torpes y de las economías deshumanizantes, de los mercados
excluyentes, de los nuevos fundamentalismos políticos y religiosos,
del consumismo enfermizo y esclavizante, de la dignidad humana
siempre conculcada? Como hacer de nuestras vidas un genuino
testimonio pascual, como el de Pedro y sus compañeros, cómo
conectarnos con ese torrente de vitalidad en el que es el mismísimo
Dios su origen y fundamento? Responder a estas cuestiones es la gran
tarea del buen vivir!