“Regresó
con ellos, fue a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre guardaba todas
estas cosas en su corazón”
(Lucas 2: 51)
Lecturas:
1. Eclesiástico 3: 2-6 y 12-14
2. Salmo 127
3. Colosenses 3: 12-21
4. Lucas 2: 41-52
Celebramos hoy la fiesta de
la Sagrada Familia. En ella reconocemos
un aspecto clave de la encarnación: la realidad familiar de José, María y Jesús;
el afecto hondo de ellos entre sí, la sobriedad de su vida doméstica, su
laboriosidad y su espiritualidad, lo grandioso de su minoridad, ese estilo de
Nazaret que ratifica el lenguaje del Dios que se empequeñece, que no persigue
la vanagloria, que se siente más que satisfecho con esa existencia marginal,
pero no por ello menos valiosa y dotada de humanismo y de espíritu revelador de
la lógica del Padre Dios, siempre inusitado y sorprendente.
Los textos de la liturgia aluden
a temas familiares. En la primera
lectura, del libro del Eclesiástico,
escuchamos los consejos que un hombre, Ben Sirac, que vivió varios siglos antes
de Jesucristo, da a sus hijos: “ Escuchen hijos míos a su padre, háganlo y
se salvarán. Porque el Señor quiere que el padre sea respetado por los hijos y
afirma la autoridad de la madre sobre ellos. El que honra a su padre alcanza el
perdón de sus pecados, el que respeta a su madre amontona tesoros; el que honra
a su padre se alegrará de sus hijos y cuando rece será escuchado; quien honra a
su padre tendrá larga vida, quien obedece al Señor, honra a su madre. Quien
respeta al Señor honra a sus padres y sirve a los que lo engendraron”.[1]
El respeto y la veneración de éstos hacia sus padres es cosa agradable
a los ojos de Dios, que éste no dejará sin recompensa. Los hijos que veneren a
sus padres serán venerados a su vez por sus propios hijos. Todos estos
consejos, aun conservando hoy plena validez, parecen insuficientes, puesto que
están dados desde una mentalidad meramente rural, en la que otros aspectos de
la vida familiar no son tenidos en cuenta. No sólo importa hablar hoy del
respeto que los hijos deben a los padres, sino de la actitud de éstos con
relación a los hijos. Esta insuficiencia resulta particularmente notable en
momentos como los actuales, cuando la familia tiene planteados problemas de
pérdida de sus funciones.
Mediante la percepción directa experiencial y también valiéndonos de
los estudios de las ciencias humanas y sociales podemos acceder a un
conocimiento más completo de la diversidad de variables que afectan a la
familia. No es pretensión de estas reflexiones ser profetas de desgracias, por
esto reconocemos el sentido decisivo que el mundo familiar tiene en la
formación del ser humano, sus valores y fortalezas, pero también proponemos una
apertura crítica para hacernos conscientes de lo que deteriora la natural
armonía que se espera de este núcleo original de la humanidad.
Los criterios de la cultura “light”, la alarmante superficialidad
vigente en muchos medios de la sociedad, la tan trajinada sociedad de consumo,
el deslumbramiento que se produce en las personas a través de la creación de
necesidades artificiales y la ficción paradisíaca que pretende tener, la
esclavitud del trabajo y la premura de los tiempos desmedidamente ocupados sin
espacio para la ternura y el deleite hogareños, la subcultura de la velocidad,
vivir siempre de prisa sin lugar para el sujeto interior, los fantasmas
pretendidamente liberadores que surgen de los medios masivos de comunicación,
el desinterés por el ser humano y por su dignidad, se infiltran en la familia,
se propagan con dramática metástasis generando seres humanos de baja densidad
ética y espiritual.
Es especialmente importante reflexionar a partir de la notable
deshumanización que se vive en el mundo. El ámbito
familiar en el que se origina el ser humano, donde se
orienta su crecimiento y se modela su identidad, donde se inculca una visión
valórica de la vida, donde se propicia que el niño y adolescente asuma ser
honesto, solidario, servicial, auténtico, donde aprenda a vivir en comunidad y
donde interiorice el valor de cada ser humano, sigue teniendo un peso notable,
muy notable. Por eso, en lenguaje
cristiano y también humano no podemos subestimar el alto significado de la
familia.
Cuando hay tantos seres humanos que se entregan sin reservas a
promover la injusticia, la exclusión social, a maltratar sistemáticamente a los
demás, a hacer del dinero y de la comodidad material sus prioridades
existenciales, nos preguntamos si en estas gentes hubo una dinámica familiar
que favoreció un crecimiento en integridad o si, por el contrario, lo que
vieron de niños fueron padres ansiosos de
poder, de capacidad adquisitiva desmedida, de hipotecarse acríticamente a los
criterios de la sociedad de consumo, de desconocer el valor de las personas y
de formar (o de-formar) a sus hijos
fuera de la lógica del bien común y del
sentido de trascendencia.
Desde una perspectiva
cristiana, la familia continúa teniendo una función insustituible: ser una
comunidad de amor en donde los que la integran puedan abrirse a los demás con
una total sinceridad y confianza. Dejando aparte los consejos que en último
lugar da san Pablo en el texto de Colosenses que es la segunda lectura de hoy,
y que son puramente circunstanciales y muy ligados a las costumbres y
mentalidad de la época, la exhortación a la mansedumbre, a la paciencia, al
perdón y, sobre todo, al amor, es algo
decisivo para la familia de
nuestro tiempo: “Por tanto, como elegidos de Dios, consagrados y amados, revístanse de
sentimientos de profunda compasión, de amabilidad, de bondad, de mansedumbre,
de paciencia; sopórtense mutuamente; perdónense si alguien tiene queja de otro;
el Señor los ha perdonado, hagan ustedes lo mismo. Y por encima de todo el
amor, que es el broche de la perfección”[2]
El evangelio de Lucas en
el que se nos cuenta la pérdida del niño Jesús en el Templo, fue escrito
probablemente unos cincuenta años después de este suceso. Doce años es,
aproximadamente, la época en que los niños comienzan a sentirse independientes.
Para Lucas, esta primera subida de Jesús a Jerusalén es el presagio de su subida
pascual y por ello, estos acontecimientos hay que leerlos a la luz de la muerte
y resurrección del Señor.
La
sabiduría de Cristo ha consistido para Lucas en entregarse desde su joven edad
“a su Padre”, sin que esto quiera decir que supiera ya adónde le llevaría esa
entrega. Pero en ella va incluida ciertamente la decisión de anteponer su
cumplimiento a toda otra consideración. Sus padres no tienen aún esa sabiduría.
María parece que llega a presentirla. Pero, de todas formas, respetan ya en su
hijo una vocación que trasciende el medio familiar. Y esto es algo muy valioso
para cada una de nuestras familias. La educación de los hijos tiene que
comenzar por una actitud de sincero respeto. Si no, es imposible que surja la
compresión y el amor.
Dios, especialista en
modelar seres humanos de primera, acude a todos los recursos para que esto sea
posible. La “estrategia” teologal es una pedagogía de constante y creciente
humanización, en la familia tenemos el espacio por excelencia para que esto sea
posible. Los hijos no son propiedad privada de los padres, la patria potestad
tiene un compromiso particular con la educación para la libertad y para la
capacidad de decidir la vida responsablemente. La escena muy conocida de Jesús,
extraviado de sus padres y en densa plática con los maestros de la ley, nos
conecta con este tema central de la vida familiar: “Al verlo, se quedaron
desconcertados, y su madre le dijo: Hijo, por qué nos has hecho esto? Mira que
tu padre y yo te buscábamos angustiados. El replicó: por qué me buscaban? No
sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?”[3]
Lucas nos presenta a la
familia de Jesús cumpliendo sus deberes religiosos . El niño desconcierta a sus
padres quedándose por su cuenta en la ciudad de Jerusalén. A los tres días, un
lapso de tiempo cargado de significación simbólica, lo encuentran. Sigue un
diálogo difícil, suena a desencuentro; comienza con un reproche que presenta la
cita evangélica del párrafo anterior. La
inquietud de José y María surge de la angustia experimentada, el evento es
profundamente simbólico y relativo a la misión: “los asuntos de mi padre”
constituyen la cuestión por excelencia en la vida de Jesús, a ellos dedica el
ejercicio de la amorosa libertad aprendida en el hogar de Nazareth. El reino de
Dios y su justicia totalizan su proyecto vital. La escena es mucho más que una
anécdota casual, el evangelista subraya este aspecto para referirse al
crecimiento teologal de Jesús, central, decisivo y decisorio.
La fe, la confianza,
suponen siempre un itinerario. En cuanto creyentes, María y José maduran su fe
en medio de perplejidades, angustias y gozos. Las cosas se harán paulatinamente
más claras. Lucas hace notar que María “conservaba todas estas cosas en su corazón”[4] . La meditación de María le permite profundizar en el sentido de la
misión de Jesús. Su particular cercanía a él no la exime del proceso, por
momentos difícil, que lleva a la comprensión de los designios de Dios. Ella es
como primera discípula, la primera evangelizada por Jesús.
No es fácil entender los
planes de Dios, sintonizar con El resulta muy exigente porque nos obliga a
replantear de raíz la orientación de nuestra existencia, desbarata muchos de
nuestros planes. Hay tres exigencias fundamentales para entrar
en comunión con Dios: 1) Buscarlo , José y María se pusieron en esa tarea,
disciernen, quedan perplejos pero no se paralizan, a pesar del costo que les
demandan las opciones de su hijo, se aventuran a esa exploración, y lo logran.
2) Creer en Él , María es la que ha creído, confianza plena en el Padre,
sabiduría espiritual que intuye la apasionante tarea de plenitud y libertad
contenida en ese proyecto. 3) Meditar la
Palabra de Dios , hacerla propia, interiorizarla, convertirla en la estructura
fundante del propio ser, eso hace María, que conservaba todo esto en su
corazón.
El “no entender” alude a
la sorprendente “lógica” de Dios, lo suyo no transita por los caminos
habituales del ser humano que persigue el éxito, el hacer carrera de ascensos y
de buscar privilegios y aplausos, obtener los indicadores materiales que dan
prestigio. Lo de Dios es dar la vida por amor para hacer posible que muchos o
todos tengan vida, eso demanda el sacrificio mayor de renunciar a las
comodidades de una existencia tranquila, carente de complicaciones y de
abnegación.
Esto se hace concreto en
el hijo de María y de José, él es el relato mayor de un nuevo modo de vida –
Buena Noticia – que tiene en la ofrenda de sí mismo – hasta la muerte y muerte
de cruz – la expresión de máxima credibilidad del amor de Dios. Sólo el amor es
digno de fe, Dios se hace totalmente creíble en Jesús de Nazareth, por eso es
constituído como Señor y Salvador. El surge en el hogar de esos dos creyentes
raizales, la jovencita judía que no se anda con rodeos para aceptar el plan del
Padre, y el discreto varón, su esposo, que se hace testigo y cómplice de la
mayor faena de amor en la historia de la humanidad.
En esta familia nace la
nueva humanidad, el gran asunto de Dios para nosotros.