“Ustedes han oído que
se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo les digo: amen a
sus enemigos y rueguen por los que los persigan…”
(Mateo
5: 43 – 44)
Lecturas:
1.
Levítico 19: 1-2 y 17-18
2.
Salmo 102: 1-8 y 10-13
3.
1 Corintios 3: 16-23
4.
Mateo 5: 38-48
La vocación que todo
ser humano recibe de Dios es a ser santo, a ser perfecto, a cultivar una
excelente humanidad, participando de la propia perfección de Dios, en quien
destaca como sustancia de esta invitación el camino del amor incondicional, a
El mismo, y desde El a todos los seres humanos, con preferencia de los
humillados y ofendidos. Sólo hay santidad cuando el ser humano se despoja de
sus intereses particulares y trasciende hacia el Totalmente Otro que es Dios y, en
consecuencia, hacia el prójimo; no es posible una santidad desconectada de los demás.[1]
En esta clave se impone
revisar el concepto y la práctica del ser santo. Cierto estereotipo muy
extendido presenta una santidad con sabor de perfeccionismo angelical, de
desentendimiento de las cosas de la vida real, alejada de la cotidianidad, de
los gozos normales de la vida y de las fragilidades inherentes a todos los
humanos. Es una santidad insípida, desencarnada.
En marzo de 2018 el
Papa Francisco ha hecho pública la exhortación apostólica “Gaudete et Exsultate: sobre el llamado a la santidad en el mundo actual”: “Para ser santos no es necesario
ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la
tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la
posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar
mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos
viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada
día, allí donde cada uno se encuentra………. Sé santo luchando por el bien común y
renunciando a tus intereses personales”. [2] En
este rico texto el Obispo de Roma y pastor de la iglesia universal ofrece un rico panorama del ser humano que se
configura de modo excelente con el proyecto de Jesús.
Esta propuesta es de
siempre, y en estos tiempos cobra particular intensidad cuando vemos tantas
disminuciones de la grandeza a la que estamos llamados los seres humanos:
consumismo, indiferencia, hedonismo, individualismo, agresión al prójimo,
respaldo a estilos de vida violentos y egoístas, ausencia de solidaridad,
obsesión por el tener, vida baja en calorías éticas y espirituales, incapacidad
para compromisos de fondo y responsabilidades trascendentales, ambiciones de
poder y predominio de los intereses personales. [3]
En las lecturas de este
domingo se nos ofrece la alternativa de una santidad inserta en el mundo y
totalmente entregada al ejercicio de la projimidad, los tres textos ponen el camino de la santidad en el amor y en todos sus elementos concomitantes. No es
asunto exclusivamente cristiano, claro está, porque de esta convicción
participan las otras tradiciones
religiosas, las espiritualidades y los humanismos, pero en el caso concreto de
Jesús esta ruta es asumida en clave teologal, y en clave de los prójimos
humillados y ofendidos, y también – esto es de particularísimo relieve – de los
enemigos, de quienes nos hacen mal, de aquellos con quienes nos resulta más
costoso entrar en una relación constructiva.
La primera lectura proviene del código de santidad del libro del
Levítico – uno de los cinco textos del Pentateuco -, que plantea claramente la
responsabilidad con el prójimo: “No odies en tu corazón a tu hermano, pero
corrige a tu prójimo, para que no cargues con un pecado por su causa. No te
vengarás ni guardarás rencor a tus paisanos. Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. Yo, Yahvé”. [4]
Buena parte de este
código de santidad está orientada a la regulación del comportamiento social
dominado por el mandamiento del amor al prójimo. De acuerdo con esto, el camino
para llegar a Dios y lograr la santidad comienza con el respeto hacia la vida y
la dignidad del otro. Este criterio es esencial en la Ley y en los Profetas, es
lo que determina nuestra relación con
Dios. El no es un Dios ensimismado que demanda pleitesías y sometimientos
serviles, es de su esencia salir siempre
de sí mismo hacia el ser humano, nosotros somos
el prójimo de Dios, está siempre en proceso de desbordamiento
amoroso hacia nosotros.[5]
Cuando en el lenguaje
de los profetas leemos sus fuertes diatribas contra la religión de Israel , más
preocupada por la perfección del culto exterior, por la riqueza del templo, por
la solemnidad de las ceremonias, que por la justicia debida al prójimo, constatamos
la prioridad que la mejor tradición bíblica concede a la íntima conexión entre
santidad y projimidad, entre santidad y justicia, entre santidad y amor.
En el texto de la
segunda lectura – de la primera carta a los Corintios – Pablo considera al ser
humano como templo de Dios y morada del Espíritu: “Acaso no saben ustedes que son
templo de Dios, y que el Espíritu de Dios vive en ustedes? Si alguno destruye
el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y
ese templo son ustedes mismos” . [6]
Esto lo podemos definir
como la esencia teologal de la dignidad humana. Cada persona es presencia concreta
de Dios en la historia. Decir esto equivale a establecer la primacía del ser
humano por encima de cualquier otro interés , confronta cualquier escala de
valores, las más habituales estructuradas sobre el dinero, sobre los apellidos,
sobre los títulos, sobre el poder y, en general, sobre tantas distinciones y
jerarquizaciones introducidas por el pecado.[7]
Pablo está llamando la
atención a los cristianos de Corinto sobre su condición de templos del Espíritu
y al mismo tiempo les advierte sobre los peligros que los amenazan,
provenientes de aquellos que pretenden anular el mensaje del Señor Crucificado,
de su donación amorosa y definitiva, para dar paso a discursos de “sabiduría
humana”, permeados por la ambiciosa
dominación de unos sobre otros, por el desconocimiento de la identificación de
Dios con la debilidad de los humanos y de su solidaridad con los últimos del mundo.
Así, el ser humano
viene a ser un sacramento de Dios, una significación eficaz de su presencia,
acompañada de la gracia que transforma y que propicia la entrega, el servicio,
la abnegación, la atención a cada persona, el reconocimiento de su valor, sin
diferencias ni categorías. Dios se dice a sí mismo en el ser humano,
constituído como prójimo. [8]
Esto que decimos suele
ser lugar común, profesado por la declaración universal de los
derechos humanos, también por las constituciones de los estados, por los
programas de los partidos políticos, por las tradiciones religiosas, todo el
mundo lo sabe, pero al verificar su impacto en las relaciones
efectivas entre los hombres nos encontramos con la escandalosa distancia con
respecto a estos ideales.
Las legiones de
migrantes que huyen de la violencia y del hambre, los millones de seres humanos
descartados por el sistema excluyente del mercado y del consumismo desmedido,
el rechazo de los países ricos para que estos colectivos ingresen a sus territorios,
la segregación racial, las afrentas a la libertad religiosa, la infame
perversidad del sistema económico vigente en el mundo, las interminables
violencias contra los indefensos, y tantos hechos contrarios a esas
proclamaciones nos hacen ver que en la raíz de muchos corazones no alberga una
sensibilidad humanitaria ni una aceptación del valor esencial de lo humano.[9]
Por eso, las palabras
de Pablo tienen tanta resonancia para nosotros, que nos decimos seguidores de
Jesús. El dice que el verdadero templo donde habita Dios son las personas. Es
en ellas, en el amor a ellas donde se da el auténtico culto a Dios,
especialmente en aquellos cuya dignidad ha sido profanada por el pecado de la
injusticia.
En estos años recientes
hemos escuchado al Papa Francisco profesar esta convicción del valor sustancial
del ser humano, y rechazar enfáticamente la economía de mercado y la sociedad
de consumo que produce seres humanos descartables , porque el referido sistema no los considera
productivos sino engorrosos. En esta perspectiva de la fe cristiana y en la
sensibilidad de otras tradiciones religiosas y humanistas, también muy
respetables, estamos llamados a afirmar la sacralidad de todas las formas de
vida, destacando la centralidad del ser humano.
Siguiendo el estilo
radical que nos propone Jesús verificamos que en el texto de Mateo se da un
paso adelante : ” También han oído que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo.
Pero yo les digo: amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen. Así
ustedes serán hijos de su Padre que está en el cielo; pues El hace que su sol
salga sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque
si ustedes aman solamente a quienes los aman, qué premio recibirán?” . [10]
Así, Jesús supera el
mandamiento antiguo que permite el odio al enemigo, expresado en la ley del
talión: “ojo por ojo y diente por diente” [11]
legitimación del rencor y de la venganza, raíz de tantos conflictos y
desavenencias en la humanidad. Lo que Jesús pide se sale del circulo de los habituales afectos que
tenemos: familia, amigos, grupos de pertenencia, personas con quienes nos
identificamos y, en cambio, nos proyecta
a los que parecerían no merecer nuestro amor, o incluso parecerían merecer
nuestro desamor.
Ser perfectos como Dios
significa vivir un amor sin límites,
dejando atrás la pobre lógica de esa ley , y conformando una sociedad en la que
la justicia, la compasión, la misericordia, la solidaridad, sean los ejes articuladores de las relaciones
humanas que la articulan. El Evangelio
de Jesús es radical y supera con creces los mínimos de nuestra justicia
limitada, que él mismo cuestiona con rigor cuando dice: “Y si saludan solamente a sus
hermanos, qué hacen de extraordinario? Hasta los paganos se portan así. Sean
ustedes perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto” . [12]
Cuando simplemente
dejamos de hacer el mal no alcanzamos el bien moral supremo, la santidad,
porque podemos estar pecando por omisión del bien, paradójicamente. Esta
propuesta del amor a los enemigos, de altísima exigencia espiritual y ética, es
el salto cualitativo que marca la diferencia, donde salimos de nuestro
confortable ámbito de cumplimientos mínimos para entrar en la radicalidad del
amor que nos asemeja a Dios.
Para lograrlo se impone
una experiencia espiritual profunda, mística, que nos lleva a contemplar el
misterio indecible de Dios en el misterio del ser humano, verdadero santuario
que nos hace salir del intimismo cómodo para construír un modo de vida que
sienta con el otro, que experimente el dolor del otro, y que también nos
confiera la osadía de desarmar al enemigo con esa expresión sobreabundante de
amor que es el perdón. Como el que se hace tan indispensable en esta hora de la
historia colombiana.
Es típica del Evangelio
esta propuesta de amar a los enemigos, el amor humanamente más inasequible y
más difícil de justificar.
[1]
Juan Miguel Bestani. Santidad y felicidad
en el siglo XXI. Lumen. Buenos Aires, 2019.
[2]
Papa Francisco. Exhortación Apostólica
“Gaudete et Exsultate: sobre el llamado a la santidad en el mundo actual.
Tipografía Políglota Vaticana. Ciudad del Vaticano, 2018; número 14, página 12.
[3]
Enrique Rojas. El hombre light: una vida
sin valores. Ediciones Temas de Hoy. Madrid, 1998.
[4]
Levítico 19: 17-18
[5]
Juan Martín Velasco. La experiencia
cristiana de Dios. Trotta. Madrid, 1995.
[6]
1 Corintios 3: 16-17
[7]
Loida Lucía Sardiñas Iglesias. Dignidad
humana: concepto y fundamentación en clave teológica latinoamericana. Ediciones
Universidad Santo Tomás. Bogotá, 2019.
[8]
Edward Schylleebeckx. Los hombres, relato
de Dios. Sígueme. Salamanca, 2003.
[9]
Samanta Paz y Miño. La deshumanización de
la sociedad. Revista electrónica
Razón y Palabra. Volumen 21; octubre-diciembre 2017; páginas 688-697.
[10]
Mateo 5: 43-46
[11]
Mateo 5: 38
[12]
Mateo 5: 47-48