“Te voy a
hacer luz de las gentes para que mi salvación alcance hasta los confines de la
tierra”
(Isaías 49: 6)
Lecturas:
1.
Isaías 49: 1-6
2.
Salmo 138
3.
Hechos 13: 22-26
4.
Lucas 1: 57-66 y 80
Ya muchas veces hemos reflexionado sobre el
significado de los profetas y del profetismo en el Antiguo Testamento. Fueron
personas que no hicieron parte de la religión oficial de Israel, experimentaron
una profunda conciencia de Dios en sus vidas, se sintieron seducidos y
apasionados por El, por su causa, anunciaron los deseos de Dios – siempre de
justicia, de vida, de dignidad -, empeñaron todo su ser en esa faena,
denunciaron con vigor lo que no concordaba con ese proyecto, su mensaje fue profundamente
severo y exigente, a menudo implacable, su conciencia insobornable no soportaba
la injusticia, la corrupción de la religión, la manipulación de Dios, la
humillación a los seres humanos, principalmente a los más pobres y
escarnecidos.
Ser profeta es hablar y vivir en nombre de Dios:
“Yahvé me llamó desde el seno materno, ya desde el vientre recordó mi nombre.
Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de su mano me escondió, hizo de
mí saeta aguda, en su carcaj me guardó…..Yo decía: por nada me he fatigado, en
vano, por viento he gastado mi vigor. Pero Yahvé se ocupaba de mi causa, mi
recompensa estaba en mi Dios” (Isaías 49: 1-2 y 4).
Esta condición les valió ser incomprendidos,
perseguidos, humillados, su misión resultaba incomodísima para los reyes, los
sacerdotes, los principales de la nación, porque ponían el dedo en la llaga y
con valentía extraordinaria denunciaban la pecaminosidad y la corrupción. Por
esto, a menudo, el profeta se siente
atribulado por causa de la radicalidad de su misión, protesta ante Dios, vive
grandes contradicciones.
Las palabras de Jeremías resultan elocuentes en este
sentido: “Tú lo sabes, Yahvé, acuérdate de mí, visítame y véngame de mis
perseguidores. No prolongues tu ira contra mí, sabes que por ti soporto el oprobio.
Cuando tus palabras me llegaban , yo las devoraba; era tu palabra para mí gozo
y alegría del corazón, pues era reconocido por tu nombre, Yahvé, Dios Sebaot”
(Jeremías 15: 15-16).
En este domingo celebramos al último de los profetas
bíblicos, Juan el Bautista. El, inquieto siempre por las cosas de Dios,
sufriendo inmensamente por la incoherencia moral de los sacerdotes del templo y
de los dirigentes políticos, igualmente preocupado por la ligereza de muchos de
sus contemporáneos, consciente de que allí se vivía una religiosidad formal,
sin conversión del corazón, sin vida auténtica, inicia un movimiento de
renovación y se marcha al desierto – lugar simbólico del encuentro con Dios en
la cultura bíblica - y llama la atención
a sus paisanos sobre la baja calidad moral y espiritual de sus costumbres,
invita a la conversión y toma el símbolo del bautismo en las aguas del río
Jordán como señal de que se acepta la nueva manera de vida que él está
proponiendo.
La actividad del Bautista se sitúa en el desierto,
como la de otros movimientos contestatarios que cuestionan el arribismo de la
autoridades del templo y el despotismo del poder romano. Se identifica con la
actividad penitencial, su modo de vida es austero en extremo, estilo que no es
nada casual, se inscribe dentro de su invitación al cambio radical de orientación
de la existencia.
Tanbién se
refiere a sus compatriotas con apelativos
demasiado fuertes para cualquier oído medianamente sensible: “Decía
a la gente que acudía para que les bautizara: Raza de víboras: quién les ha
enseñado a huír de la ira inminente? Den, más bien, frutos de conversión, y no
anden diciendo en su interior: Tenemos por padre a Abrahán, pues les digo que
Dios puede dar de estas piedras hijos a Abrahán. Ya está el hacha preparada
junto a la raíz de los árboles, de modo que todo árbol que no dé buen fruto
será cortado y arrojado al fuego” (Lucas 3: 7-9).
Denuncia sin titubeos el servilismo de Herodes y de
sus hijos ante los invasores romanos; critica con dureza la veleidad de los
hermanos príncipes Filipo y Antipas, en disputa por la misma mujer; hace del
bautismo un símbolo del cambio de vida al que el pueblo de Dios está siempre
convocado a través de la misión profética.
Con este
quehacer va preparando los caminos de Dios para una novedad que habrá de
transformar la existencia de muchos en su tiempo, no lo sabe con certeza, pero
es el que allana los caminos para la irrupción de Jesús en la historia; así lo
atestiguan los relatos evangélicos: “Yo los bautizo con agua. Pero está a punto
de llegar alguien que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de
desatarle la correa de sus sandalias; él los bautizará con Espíritu Santo y
fuego” (Lucas 3: 16).
Con tales elementos podemos apreciar la importancia de
Juan el Bautista, no es un aparecido ocasional, la suya es una presencia que –
siguiendo la lógica del profetismo bíblico – anuncia la irrupción definitiva
del Reino de Dios y su justicia, denuncia las contradicciones de su tiempo y
prepara el terreno para el Ungido que viene a comunicar la Buena Noticia de la
vida, de la implicación decisivamente salvadora de Dios en la historia de la
humanidad.
El relato del evangelio de Lucas matiza dos aspectos bien importantes: el de
la misericordia de Dios que se manifiesta en favor del pueblo, al quitarle la
afrenta que pesaba sobre la esterilidad de Isabel, la madre de Juan, y el
significado del nombre del hijo, que es “Dios ha mostrado su favor”, con la
cual se subraya la acción de la misericordia divina para beneficio y bendición
de todo el pueblo: “Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz y tuvo un hijo. Sus
parientes y vecinos, al oír que el Señor le había mostrado tanta misericordia,
se congratulaban con ella” (Lucas 3: 57).
Verificar estos
acontecimientos es puro
providencialismo? Actuaciones mágicas de un Dios lejano que interviene de modo extraordinario para hacerse
propaganda? Desconoce este proceder los
alcances de la libertad y de la inteligencia de los humanos? No se nos olvide
que estamos ante un lenguaje literario propio de esa cultura, que trasciende
hasta nuestro tiempo gracias al testimonio teologal que contiene y a la
experiencia fundante de Dios que invita a la libertad y a la plena realización
y salvación de la humanidad.
Buena invitación para que cada uno repase su propia
biografía, entendida como historia de salvación, evocando aquellas experiencias
que más nos han determinado, felices o dolorosas, de las que hemos surgido más
enriquecidos, más humanos, más genuinos, viendo en todo ello la acción de un
Dios empeñado en nuestra felicidad.
Ser testigos de esto tiene relación directa con el
profetismo, porque no nos estamos refiriendo a logros que son resultado de un
puro esfuerzo humano, sino a un misterio de apasionante y liberadora gratuidad
en el que estamos todos felizmente incluídos.
Isabel y Zacarías, desconcertados porque en su
ancianidad eran fértiles; nosotros, perplejos con cosas que se nos antojaban
imposibles e insuperables, de repente transformados en gente de coraje,
dispuestos a no dejarnos arrollar por la incoherencia y por el miedo,
conscientes de nuestras grandes fragilidades pero, al mismo, tiempo, fuertes
con la fuerza de los testigos profundos, como Juan el Bautista, como los
profetas bíblicos, viviendo así una novedosa humanidad inscrita en la
trascendencia de Dios, que se vuelve todo hacia nosotros en la persona de
Jesús.
Los profetas definitivos son esos hombres y mujeres
que, en tiempos de desolación y de tragedia, de sin sentido y de absurdo,
emergen como relatos de vida, de libertad, de afirmación de la dignidad humana
desde la experiencia de Dios.
Las hechos penosos de corrupción de gobernantes y de
jueces, las injusticias de los gobiernos de los países más ricos del mundo en
contra de los inmigrantes que pugnan por entrar allí para escapar de la miseria
y de la guerra, las muchas componendas interesadas que perjudican siempre a los
más pobres, el mensaje disolvente de que sólo se es feliz si se puede comerciar
y consumir, la precariedad moral de tanta gente, la poca sensibilidad que se
tiene ante las víctimas, la reiterada elección de dirigentes que siempre van al
mismo modelo de injusticia, la indiferencia de los acomodados, la retórica
vacía de muchos lenguajes religiosos,
son realidades que claman un trabajo profético de hondura, hombres y mujeres
poseídos por Dios y por la humanidad para promover movimientos de conversión ,
como el que en su momento suscitó el Bautista.
Dice Pablo a los judíos, aludiendo a la misión de
Juan: “Hermanos, hijos de la raza de Abrahán, y cuantos entre ustedes temen a
Dios: a ustedes ha sido enviada esta palabra de salvación” (Hechos 13:
26), pero esa palabra no acontece de modo mágico, cuenta con nuestra libertad y
con nuestra responsabilidad, con nuestra disposición para vivir de modo
profético, anunciando que Dios está totalmente de parte del ser humano, y
denunciando todo lo que fractura ese proyecto de gracia y de amor. Así,
trabajamos para preparar el terreno a Jesús, para hacerlo creíble, para que su
Buena Noticia sea vigente, para que muchos en el mundo vivan con sentido y con
esperanza teologales.
Cuando nos comprometemos en esta tarea de profetismo
estamos disponiendo las condiciones de posibilidad para que el Reino de Dios y
su justicia sea felizmente efectivo y transforme la vida de tantos seres
humanos que van por la vida clamando reconocimiento y dignidad.