domingo, 24 de junio de 2018

COMUNITAS MATUTINA 24 DE JUNIO SOLEMNIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA


“Te voy a hacer luz de las gentes para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra”
(Isaías 49: 6)
Lecturas:
1.   Isaías 49: 1-6
2.   Salmo 138
3.   Hechos 13: 22-26
4.   Lucas 1: 57-66 y 80
Ya muchas veces hemos reflexionado sobre el significado de los profetas y del profetismo en el Antiguo Testamento. Fueron personas que no hicieron parte de la religión oficial de Israel, experimentaron una profunda conciencia de Dios en sus vidas, se sintieron seducidos y apasionados por El, por su causa, anunciaron los deseos de Dios – siempre de justicia, de vida, de dignidad -, empeñaron todo su ser en esa faena, denunciaron con vigor lo que no concordaba con ese proyecto, su mensaje fue profundamente severo y exigente, a menudo implacable, su conciencia insobornable no soportaba la injusticia, la corrupción de la religión, la manipulación de Dios, la humillación a los seres humanos, principalmente a los más pobres y escarnecidos.
Ser profeta es hablar y vivir en nombre de Dios: “Yahvé me llamó desde el seno materno, ya desde el vientre recordó mi nombre. Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de su mano me escondió, hizo de mí saeta aguda, en su carcaj me guardó…..Yo decía: por nada me he fatigado, en vano, por viento he gastado mi vigor. Pero Yahvé se ocupaba de mi causa, mi recompensa estaba en mi Dios” (Isaías 49: 1-2 y 4).
Esta condición les valió ser incomprendidos, perseguidos, humillados, su misión resultaba incomodísima para los reyes, los sacerdotes, los principales de la nación, porque ponían el dedo en la llaga y con valentía extraordinaria denunciaban la pecaminosidad y la corrupción. Por esto,  a menudo, el profeta se siente atribulado por causa de la radicalidad de su misión, protesta ante Dios, vive grandes contradicciones.
Las palabras de Jeremías resultan elocuentes en este sentido: “Tú lo sabes, Yahvé, acuérdate de mí, visítame y véngame de mis perseguidores. No prolongues tu ira contra mí, sabes que por ti soporto el oprobio. Cuando tus palabras me llegaban , yo las devoraba; era tu palabra para mí gozo y alegría del corazón, pues era reconocido por tu nombre, Yahvé, Dios Sebaot” (Jeremías 15: 15-16).
En este domingo celebramos al último de los profetas bíblicos, Juan el Bautista. El, inquieto siempre por las cosas de Dios, sufriendo inmensamente por la incoherencia moral de los sacerdotes del templo y de los dirigentes políticos, igualmente preocupado por la ligereza de muchos de sus contemporáneos, consciente de que allí se vivía una religiosidad formal, sin conversión del corazón, sin vida auténtica, inicia un movimiento de renovación y se marcha al desierto – lugar simbólico del encuentro con Dios en la cultura bíblica -  y llama la atención a sus paisanos sobre la baja calidad moral y espiritual de sus costumbres, invita a la conversión y toma el símbolo del bautismo en las aguas del río Jordán como señal de que se acepta la nueva manera de vida que él está proponiendo.
La actividad del Bautista se sitúa en el desierto, como la de otros movimientos contestatarios que cuestionan el arribismo de la autoridades del templo y el despotismo del poder romano. Se identifica con la actividad penitencial, su modo de vida es austero en extremo, estilo que no es nada casual, se inscribe dentro de su invitación al cambio radical de orientación de la existencia.
Tanbién  se refiere a sus compatriotas con  apelativos demasiado fuertes para cualquier oído medianamente sensible: “Decía a la gente que acudía para que les bautizara: Raza de víboras: quién les ha enseñado a huír de la ira inminente? Den, más bien, frutos de conversión, y no anden diciendo en su interior: Tenemos por padre a Abrahán, pues les digo que Dios puede dar de estas piedras hijos a Abrahán. Ya está el hacha preparada junto a la raíz de los árboles, de modo que todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Lucas 3: 7-9).
Denuncia sin titubeos el servilismo de Herodes y de sus hijos ante los invasores romanos; critica con dureza la veleidad de los hermanos príncipes Filipo y Antipas, en disputa por la misma mujer; hace del bautismo un símbolo del cambio de vida al que el pueblo de Dios está siempre convocado a través de la misión profética.
 Con este quehacer va preparando los caminos de Dios para una novedad que habrá de transformar la existencia de muchos en su tiempo, no lo sabe con certeza, pero es el que allana los caminos para la irrupción de Jesús en la historia; así lo atestiguan los relatos evangélicos: “Yo los bautizo con agua. Pero está a punto de llegar alguien que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de sus sandalias; él los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lucas 3: 16).
Con tales  elementos podemos apreciar la importancia de Juan el Bautista, no es un aparecido ocasional, la suya es una presencia que – siguiendo la lógica del profetismo bíblico – anuncia la irrupción definitiva del Reino de Dios y su justicia, denuncia las contradicciones de su tiempo y prepara el terreno para el Ungido que viene a comunicar la Buena Noticia de la vida, de la implicación decisivamente salvadora de Dios en la historia de la humanidad.
El relato del evangelio de Lucas  matiza dos aspectos bien importantes: el de la misericordia de Dios que se manifiesta en favor del pueblo, al quitarle la afrenta que pesaba sobre la esterilidad de Isabel, la madre de Juan, y el significado del nombre del hijo, que es “Dios ha mostrado su favor”, con la cual se subraya la acción de la misericordia divina para beneficio y bendición de todo el pueblo: “Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz y tuvo un hijo. Sus parientes y vecinos, al oír que el Señor le había mostrado tanta misericordia, se congratulaban con ella” (Lucas 3: 57).
Verificar estos   acontecimientos es puro providencialismo? Actuaciones mágicas de   un Dios lejano que  interviene de modo extraordinario para hacerse propaganda? Desconoce  este proceder los alcances de la libertad y de la inteligencia de los humanos? No se nos olvide que estamos ante un lenguaje literario propio de esa cultura, que trasciende hasta nuestro tiempo gracias al testimonio teologal que contiene y a la experiencia fundante de Dios que invita a la libertad y a la plena realización y salvación de la humanidad.
Buena invitación para que cada uno repase su propia biografía, entendida como historia de salvación, evocando aquellas experiencias que más nos han determinado, felices o dolorosas, de las que hemos surgido más enriquecidos, más humanos, más genuinos, viendo en todo ello la acción de un Dios empeñado en nuestra felicidad.
Ser testigos de esto tiene relación directa con el profetismo, porque no nos estamos refiriendo a logros que son resultado de un puro esfuerzo humano, sino a un misterio de apasionante y liberadora gratuidad en el que estamos todos felizmente incluídos.
Isabel y Zacarías, desconcertados porque en su ancianidad eran fértiles; nosotros, perplejos con cosas que se nos antojaban imposibles e insuperables, de repente transformados en gente de coraje, dispuestos a no dejarnos arrollar por la incoherencia y por el miedo, conscientes de nuestras grandes fragilidades pero, al mismo, tiempo, fuertes con la fuerza de los testigos profundos, como Juan el Bautista, como los profetas bíblicos, viviendo así una novedosa humanidad inscrita en la trascendencia de Dios, que se vuelve todo hacia nosotros en la persona de Jesús.
Los profetas definitivos son esos hombres y mujeres que, en tiempos de desolación y de tragedia, de sin sentido y de absurdo, emergen como relatos de vida, de libertad, de afirmación de la dignidad humana desde la experiencia de Dios.
Las hechos penosos de corrupción de gobernantes y de jueces, las injusticias de los gobiernos de los países más ricos del mundo en contra de los inmigrantes que pugnan por entrar allí para escapar de la miseria y de la guerra, las muchas componendas interesadas que perjudican siempre a los más pobres, el mensaje disolvente de que sólo se es feliz si se puede comerciar y consumir, la precariedad moral de tanta gente, la poca sensibilidad que se tiene ante las víctimas, la reiterada elección de dirigentes que siempre van al mismo modelo de injusticia, la indiferencia de los acomodados, la retórica vacía de muchos lenguajes  religiosos, son realidades que claman un trabajo profético de hondura, hombres y mujeres poseídos por Dios y por la humanidad para promover movimientos de conversión , como el que en su momento suscitó el Bautista.
Dice Pablo a los judíos, aludiendo a la misión de Juan: “Hermanos, hijos de la raza de Abrahán, y cuantos entre ustedes temen a Dios: a ustedes ha sido enviada esta palabra de salvación” (Hechos 13: 26), pero esa palabra no acontece de modo mágico, cuenta con nuestra libertad y con nuestra responsabilidad, con nuestra disposición para vivir de modo profético, anunciando que Dios está totalmente de parte del ser humano, y denunciando todo lo que fractura ese proyecto de gracia y de amor. Así, trabajamos para preparar el terreno a Jesús, para hacerlo creíble, para que su Buena Noticia sea vigente, para que muchos en el mundo vivan con sentido y con esperanza teologales.
Cuando nos comprometemos en esta tarea de profetismo estamos disponiendo las condiciones de posibilidad para que el Reino de Dios y su justicia sea felizmente efectivo y transforme la vida de tantos seres humanos que van por la vida clamando reconocimiento y dignidad.

domingo, 17 de junio de 2018

COMUNITAS MATUTINA 17 DE JUNIO DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO


“También decía: el Reino de Dios es como el caso de un hombre que siembra el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo”
(Marcos 4: 26-27)

Lecturas:
1.   Ezequiel 17: 22-24
2.   Salmo 91
3.   2 Corintios 5: 6-10
4.   Marcos 4: 26-34
Una estrategia sabia y bien conocida que Jesús utilizó para enseñar sobre el Reino de Dios fueron las parábolas: imágenes, metáforas, comparaciones, de extrema sencillez, todas ellas inculturadas en la realidad de sus oyentes, campesinos, pastores, pescadores, amas de casa. Con un lenguaje pertinente y lleno de realismo los introdujo en esa novedad de vida en la que se fundamenta su misión: una existencia libre en el amor de Dios, acogedora y misericordiosa para todos, con  esas notas de inclusión y de fraternidad que caracterizan su propuesta, ajena a los formalismos de la religión judía, reconocedora del valor de cada persona, y con la paternidad-maternidad de Dios como garantía y fundamento.
El capítulo 4 del evangelio de Marcos, del que se toma el relato evangélico de este domingo,  nos presenta varias de ellas: la de la semilla que crece por sí sola y la del grano de mostaza. La gran virtud que ellas tienen es la de superar los obstáculos más obvios e inmediatos del entendimiento.
 Frente a las interpretaciones dispendiosas y oscuras que hacían los maestros de la ley, llenas de prohibiciones y castigos, las palabras de Jesús se imponen con una claridad demoledora, hablan de la cotidianidad: “Con qué podremos comparar el reino de Dios, o con qué parábola lo explicaremos? Es como un grano de mostaza en el momento de sembrarlo, es más pequeño que cualquier semilla que se siembra en la tierra. Pero una vez sembrado, crece y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra” (Marcos 4: 30-32).
El campesino que salva su cosecha, el ama de casa que busca con afán una moneda que se le extravió, le persona que al cocinar administra con tino la sal, el sembrador que deposita la semilla en distintos tipos de terreno, Si nos remitimos al Antiguo Testamento también encontraremos ricas referencias en este sentido, como la que nos ofrece la primera lectura: “Y todos los árboles del campo sabrán que yo, Yahvé, humillo al árbol elevado y elevo al árbol humilde, hago secarse al  árbol verde y reverdecer al seco” (Ezequiel 17: 24).
De igual manera, Pablo en 2 Corintios acude al símil del cuerpo como domicilio provisional, y sin embargo imprescindible, para alcanzar residencia permanente en el cuerpo resucitado de Jesús: “Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso, bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle” (2 Corintios 5: 8-9).
El profeta Ezequiel compara la acción de Dios con la de un campesino que reforesta las cumbres áridas con cedros que se caracterizan por su tamaño excepcional, por la duración de su madera y por su singular belleza. El nuevo Israel será un rebrote joven plantado en lo alto de los montes de Judá; atrás quedarán la soberbia de la monarquía y todos los peligros de su fascinación por el poder: “También yo tomaré un tallo de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa; en la alta montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto, y se hará un cedro magnífico” (Ezequiel 17: 22-23).
Mediante esta imagen el profeta anuncia la caída de los reyes y sacerdotes infieles a Yahvé, y promueve la exaltación de los humildes, de aquellos que, discretamente , viven fiel y generosamente su compromiso con la Alianza. Tiene la esperanza de que su pueblo renazca después del exilio y su estilo perdure como lo hacen los cedros que pueden durar hasta dos mil años.
Las parábolas de Jesús, en cambio, no hablan desde la perspectiva de los árboles grandes, sino de los arbustos que pueden crecer en los jardines sin derribar la casa ni secar las otras hortalizas. La primera habla de la fuerza interna de la semilla, que opera prácticamente sin que el campesino se percate. Si encuentra las condiciones favorables, florecerá. La labor del agricultor se limita a preparar el terreno para que dé garantías de cultivo fecundo. La semilla, así implantada, nos habla de la gratuidad del don de Dios manifestado en el Reino: “La tierra da el fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega” (Marcos 4: 28-29).
El Reino fue la pasión determinante de Jesús, es el protagonista de su misión, su causa primera. Las parábolas beben de esta mentalidad, orientadas a un público habituado a escuchar a fariseos, sacerdotes del templo y maestros de la ley, cargados de milimetrías jurídicas y rituales, con alta capacidad de complicar la vida de la gente, e incluso de excluírlos de la posibilidad del acceso a Dios, el estilo cercano de Jesús contrasta radicalmente con ellos y se impone por su elemental nitidez, en la que no sólo se está planteando un modo pedagógico sino la manifestación del Dios que en él se revela: el Dios de todos, el Dios de la mesa fraterna, el del perdón y la misericordia, el que exalta a los humildes y derriba a los soberbios, el que sana y rehace al ser humano, el que libera de ataduras imposibles.
Vale la pena reflexionar críticamente – desde el Evangelio – por qué durante mucho tiempo en la Iglesia desapareció la perspectiva del Reino y se impuso la de lo institucional y jurídico, con marcado acento en las jerarquías, en las normas y en los rituales, a estos se les sustrajo su dinamismo profético y carismático. Tal mentalidad se hizo especialmente fuerte durante la Contrarreforma, el período barroco, bajo las determinaciones del Concilio de Trento, siglos más tarde fortalecidas con el Vaticano I. Predomina el modelo clerical-eclesiástico , la práctica cristiana es cumplimiento de requisitos, y la encarnación en las realidades de la historia es desconocida, en la mayoría de los casos.
Con la recuperación del texto bíblico, y con los nuevos métodos de interpretación del mismo, cuyos pioneros fueron los cristianos protestantes, se da un paso significativo en la comprensión del hecho cristiano, que favorece el rescate de la lógica del Reino, la realidad de la encarnación, el Jesús histórico, la inculturación del evangelio, la sintonía con la historia y con la experiencia existencial de la humanidad, el diálogo de la Iglesia con la cultura moderna.
 Debemos esta extraordinaria tarea a hombres como Juan XXIII y Pablo VI, a teólogos  y biblistas como Henri de Lubac, Yves Congar, Karl Rahner, Agustín Bea, a pastores como Giacomo Lercaro, Leo Joseph Suenens, Helder Cámara, con las posteriores aplicaciones latinoamericanas en la II Asamblea General de Obispos de América Latina reunida en Medellín en agosto de 1968 y en la Teología de la Liberación.
Hay que subrayar que el tema del Reino de Dios, su redescubrimiento, a partir de los hechos referidos, es sin duda el asunto teológico-pastoral que más ha transformado a la Iglesia en los últimos 55 años. La centralidad del Reino le da un nuevo carácter a la Iglesia, pasamos de tener el centro en ella a recuperar nada menos que al mismo Señor Jesús y a su proyecto de vida, yendo  a lo más genuino de él y de su misión. La Iglesia no puede anunciarse a sí misma, el Reino es el  que le da identidad y sentido. En este proceso, la lógica contenida en las parábolas es definitiva y definitoria.
La pasión por hacer efectiva la gran utopía del Reino es la intención original de Jesús, su causa determinante. Esto es normativo para todo aquel que le quiera tomar en serio, que se diga cristiano raizal, y que quiera hacer que su proyecto de vida sea sólidamente evangélico.
Las parábolas no apuntan a una meta específica preconcebida, ellas portan un espíritu, un ideal, que se va concretando según tiempos, personas, comunidades, contextos de realidad. Desde lo que cada uno es en el núcleo de su ser, debe desplegar todas las posibilidades sin pretender saber con exactitud a donde le llevará tal experiencia. Lo importante es que viva en perspectiva del Reino, que lo apueste todo por esta dimensión, esto impulsa, inspira, anima, orienta hacia una vida profundamente teologal y profundamente humana.
En cada una de las dos parábolas de hoy se quiere destacar un aspecto de esa realidad potencial dentro de la semilla. En la primera, su vitalidad, la potencia que tiene para desarrollarse por sí misma. En la segunda, destaca la desproporción entre la pequeñez de la semilla y la planta que de ella surge. Parece imposible que de una semilla apenas perceptible, surja en muy poco tiempo , una planta de gran porte.
Pongámonos en estado de pregunta: hemos descubierto y aceptado el Reino de Dios y hemos aportado unas condiciones indispensables para que pueda desplegar su propia energía? Estamos dando oportunidad a la semilla, al grano de mostaza? Somos conscientes de que seguir a Jesús es mucho más que la pertenencia formal a una entidad prestadora de servicios religiosos? Qué aquí lo determinante es dejar que Dios, su gracia, nos asuman, y que, en esa potente gratuidad, nos vayamos haciendo nuevos en Jesús, gracias a la fuerza transformadora del Espíritu? Germina en nosotros el Reino de Dios, su justicia?
La clave es la gratuidad del don de Dios, tiene capacidad propia pero requiere de la acogida de nuestra libertad, hay que sembrar la semilla con esperanza y con paciencia histórica, aportando lo mejor de nosotros pero con la certeza de que es gracia, regalo, con un Dios  desbordante de amor y de generosidad. Trabajemos con ahinco para que esto sea efectivo, para que en la Iglesia toda, y en cada comunidad particular se destaquen los aspectos proféticos, evangélicos, carismáticos, que todo lo institucional esté al servicio  de las semillas que se despliegan con abundancia!

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