domingo, 25 de noviembre de 2018

COMUNITAS MATUTINA 25 DE NOVIEMBRE SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO


“Todos podrán verlo, hasta los que le traspasaron; y por él harán duelo todas las razas de la tierra. Sí. Amén”
(Apocalipsis 1: 7)

Lecturas:
1.   Daniel 7: 13-14
2.   Salmo 92
3.   Apocalipsis 1: 5-8
4.   Juan 18: 33-37

“Mi reino no es de este mundo[1], dice tajantemente Jesús , respondiendo a Poncio Pilato, cuando el gobernador romano le interroga, una vez detenido por sus soldados, en el contexto de la pasión relatada por Juan, del que se toma el evangelio de este último domingo del año litúrgico. La frase no es casual, obedece a la mentalidad suya, al proyecto de Dios para cambiar de raíz la manera de relacionarnos con El, de ser humanos, de construír vínculos entendiendo a cada hombre y mujer como prójimos, de deshacer la lógica del poder y del dominio violento de unos sobre otros, de desarmar las ambiciones egoístas, de develar el engaño religioso de hacer de esta mediación una estructura para atemorizar conciencias, de disipar para siempre las imágenes de Dios – falsas, por supuesto – presentado como juez intransigente, como figura culpabilizante, como castigador, para revelar el rostro del Padre – Madre, misericordioso, compasivo, siempre dispuesto a tender su mano amorosa al ser humano y a su fragilidad, necesitada de sentido absoluto para su vida.
La imagen de rey, asignada a Jesús por la tradición de la Iglesia, y expresada en esta solemnidad con la que se consuma el año litúrgico, es llamada a purificaciones y revisiones críticas muy serias, desde el Evangelio mismo, puesto que el modo de Jesús no tiene nada que ver con la realeza mundana, con las altas cortes, con los poderes del mundo, con los estilos de la riqueza y de la espectacularidad. Lo suyo es un camino despojado ciento por ciento del culto a la personalidad, lo suyo es el amor, la cruz, la donación sacrificial de la vida, la preferencia por los más pobres, es un rey sin corona ni trono, sin ejércitos, sin palacios suntuosos, sin aduladores, quienes le acompañan y le siguen son los últimos del mundo.
En la película “Hermano sol, Hermana luna[2], que relata la vida y las opciones de Francisco de Asís, hay una escena bien diciente: están en la misa mayor de domingo en la catedral de Asís, que preside el obispo de esta ciudad italiana; se marca un contraste elocuente, el obispo, robusto, de rostro rozagante, con elegantes vestiduras litúrgicas; en la parte delantera del templo, los ricos de la ciudad, también con vestimentas propias de su condición, entre ellos Francisco y sus padres, ricos comerciantes; en la parte trasera, separados por una barrera, están los pobres, harapientos, con rostros al mismo tiempo de angustia y esperanza, saturados de hambre y necesidades. La cámara hace pases rápidos de uno a otro grupo y, también, enfoca, un majestuoso Cristo Rey que preside la catedral, adornado de pompas humanas, es un vaivén de cámara altamente expresivo. Y Francisco mira lo uno y lo otro, sorprendido, en crisis, no se siente bien estando en su medio de ricos, de repente lanza un grito, rebelión de quien empieza a entender que ser cristiano no es pertenecer a una estructura de poder, y sorprende y escandaliza al obispo y a la “distinguida” feligresía del lado delantero del templo. Y…. no se diga más!
Poner los pies sobre la tierra, explicitar la realidad felicísima de la encarnación, la del Dios “humanado”, como reza nuestra tradicional novena navideña, no es desconocer en lo más mínimo la divinidad de Jesús, su señorío, su carácter definitivo de salvador, redentor y liberador, no es en modo alguno minimizar el misterio de plenitud que el Padre Dios ha realizado en El para toda la humanidad, pero sí es rescatar y hacer evidente, en la mayor medida posible, que esta mediación decisiva se ha realizado en pequeñez, en pobreza, en amor desmedido, en entrega sin reservas de todo el ser, en cruz.
Tal es Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo: “Y de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ha ama y nos ha purificado con su sangre de nuestros pecados, al que  ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén[3]. A esta proclamación se llega por la experiencia de la fe pascual, que transforma radicalmente a los acobardados discípulos, sumergidos en la confusión después de la crucifixión, y también condicionados por sus propias ambigüedades personales y religiosas.
Es desde la cruz, desde lo humano, desde su marginalidad y pobreza, desde su afianzamiento en los condenados de la tierra, desde donde se descubre su señorío. No es un Habsburgo ni un Tudor ni  un Borbón, no viene de la Casa Blanca ni del Kremlin, es el hijo de un carpintero y de una humilde mujer judía, ambos de  transparencia a prueba de fuego y de radical certeza de la fundamentalidad de Dios en sus vidas. Los sorprendidos discípulos y las comunidades de la Iglesia Apostólica empiezan a vivir una nueva visión de Dios, de la vida, de sí mismos, de la humanidad, de su maestro y amigo Jesús de Nazareth. Es algo procesual, lento, que despierta en ellos esta convicción: “Dice el Señor Dios, el Todopoderoso: Yo soy el Alfa y la Omega. Aquel que es, que era y que va a venir[4].
En estos términos descubrimos una feliz anticipación en las palabras del profeta Daniel, primera lectura de hoy: “Yo seguía mirando, y en la visión nocturna ví venir sobre las nubes del cielo alguien parecido a un ser humano que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino no será destruido[5]. Se alude aquí a un hombre que supera con creces la condición humana, inserto él en Dios y Dios en él, no de modo individual, sino asumiendo salvíficamente a toda la humanidad, es el modelo, el paradigma de una nueva manera de ser humanos que se asimila a los bienaventurados del Señor.
La arrogancia de los poderes del tiempo y contexto de Jesús, el político romano y el religioso judío, no admite que un hombre del pueblo entusiasme a la pobrecía y ponga en jaque a los fariseos y a los maestros de la ley, se escandalizan con su pretensión de ejercer misericordia en nombre de Dios y de acoger sin reservas a todos los parias morales y socioeconómicos, ven en él a una peligrosa y subversiva competencia, por eso deciden ajusticiarlo para escarmiento del mismo Jesús y de todos los que le siguen, dejando claro en manos de quienes está el poder, como sucede siempre en la historia, también hoy, en los medios políticos y sociales y económicos y religiosos.
El diálogo entre Pilato y Jesús, según el evangelio de hoy, revela dónde reside la realeza de Jesús: “Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús: dices eso por tu cuenta o es que otros te lo han dicho de mí? Pilato contestó: acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. Qué has hecho? Respondió Jesús: mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos, pero mi Reino no es de aquí”[6].
Jesús no llega a este momento para defender una doctrina o una disciplina religiosa. El está dispuesto a dar su vida por el ser humano, por su verdadera realidad y dignidad. Cuando Jesús se llama a sí mismo “Hijo del hombre” se refiere al ser humano auténtico, así lo formulan los autores de los cuatro relatos evangélicos, con la certeza de que en Jesús el Cristo se define al genuino hombre, a la genuina mujer. Estas son su realidad y su realeza. Su intención es que todos-as se identifiquen con Dios a través de él para manifestar la verdadera calidad humana.
Poco después de este párrafo, que nos propone el evangelio de hoy, Pilato saca afuera a Jesús, después de ser azotado, y dice a la multitud: “Aquí tienen al hombre[7]. Jesús no es solamente el modelo del nuevo ser humano sino que pide a quienes le siguen que demuestren con su vida la respuesta al referente que es él. Todo el que se identifique con él será rey, tal es la meta que Dios quiere para todos, pero no reyes de poder, sino reyes  servidores. No se trata de que un hombre reine sobre todos, sino un Reino donde todos se experimenten reyes, en igual dignidad, asentada en Dios.
Sólo en este contexto podemos apreciar la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios. Los judíos del tiempo de Jesús entendían esta categoría como una victoria de ellos sobre los paganos, de los “buenos” sobre los “malos”. Jesús predica algo diametralmente opuesto: un Reino sin exclusión, del que forman parte las prostitutas, los pecadores, los marginados, también los paganos (llamados comúnmente “gentiles”), los que van hacia Dios a través de religiones diferentes de la hegemonía cristiana, los no creyentes y los agnósticos, todos, sin excepción.
Esto no sucedió sólo a los judíos de aquel tiempo, también en muchos ambientes cristianos de todas las épocas ha llegado esta tentación de creerse dueños de la verdad salvadora, excluyendo con argumentos “religiosos” a esa inmensidad de hombres y mujeres que no están formalmente inscritos en el cristianismo. Nada más apartado del proyecto de Jesús que estas pretensiones segregacionistas!
Jesús es Rey y Mesías porque nos salva del egocentrismo, del poder, de la ambición materialista, de la indiferencia ante el prójimo y – desde su cruz y pobreza – nos entroniza con él en una nueva humanidad donde todos somos poseedores de igual dignidad, de igual realeza. Esto no lo pueden entender ni los monarcas ni los poderosos, su mente es incapaz de tal apertura!






[1] Juan 18: 36
[2] FRANCO ZEFIRELLI. Hermano sol, hermana luna. 1972.
[3] Apocalipsis 1: 5-6
[4] Apocalipsis 1: 8
[5] Daniel 7: 13-14
[6] Juan 18: 33-36
[7] Juan 19: 5

domingo, 18 de noviembre de 2018

COMUNITAS MATUTINA 18 DE NOVIEMBRE DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO


“El cielo y la tierra pasarán,  pero mis palabras no pasarán”
(Marcos 13: 31)

Lecturas:
1.   Daniel 12: 1-4
2.   Salmo 15
3.   Hebreos 10: 11-18
4.   Marcos 13: 24-32

Se acerca el final del año litúrgico, apenas queda el domingo siguiente, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, luego inicia el nuevo ciclo con el tiempo de Adviento, a partir del domingo 2 de diciembre. Siguiendo la lógica de estos tiempos de la liturgia, que tienen una secuencia muy coherente, orientada a presentar la totalidad de la fe cristiana, con la propuesta dominical de sus lecturas, en esta final, los textos son relativos al final de los tiempos. Esto, de entrada, puede verse como atemorizador, como Dios que irrumpe para juzgar, castigar y condenar, así lo ha hecho cierta visión bastante incompleta de nuestra fe, pero no es así. Lo que se nos presenta es una teología de la esperanza que tiene su centralidad en el Señor Jesucristo.
El pasaje de Daniel anuncia la intervención de Dios a través de Miguel, el ángel encargado de la protección de su pueblo: “En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran príncipe que se ocupa de tu pueblo. Serán tiempos difíciles como no los habrá habido desde que existen las naciones hasta ese momento. Entonces se salvará tu pueblo, todos los inscritos en el libro”[1].  Estas palabras pertenecen al género bíblico que se conoce como apocalíptico, una tendencia teológica surgida en el Antiguo Testamento, con su correspondiente expresión literaria, plena de imágenes que invitan a mantener viva la esperanza, a no sucumbir ante la idea de la dominación absoluta de determinado poder, como sucedió a menudo en esos tiempos bíblicos.
Este texto de Daniel es subversivo pues invita al rechazo  del señorío absoluto de los dominadores griegos de aquel entonces, que a punta de violencia se hacían ver como dueño  de las personas, del tiempo, de todas sus realidades. Tal rechazo tiene fundamento teologal, es Dios mismo el que convoca a la subversión a través del liderazgo del profeta Daniel, Dios comprometido con la libertad y con la dignidad de su pueblo: “Y tú, Daniel, guarda estas palabras y sella el libro hasta el momento final. Muchos lo consultarán y aumentarán su saber[2].
El pueblo de Israel vivió varias opresiones a lo largo de su historia: Babilonia, Grecia, Roma, también la de las tribus iniciales en Egipto; es un elocuente retrato de la historia de la humanidad, los totalitarismos de todos los tiempos , las invasiones de poderosos a naciones débiles, los desplazamientos masivos de población, el exterminio étnico, el sometimiento indignante, el despojo de las tierras, la destrucción de la identidad cultural, las muchas vejaciones y humillaciones a que son sometidos tantos seres humanos.
Pero también – como correlato profético y liberador – está la tendencia a la libertad,  la afirmación emancipatoria, nuestra teología de la liberación con todo su dinamismo promotor de los “cielos nuevos y de la nueva tierra”, los movimientos sociales que concientizan, organizan y realizan la faena liberadora, las experiencias espirituales profundas que – desde el encuentro con Dios y con el prójimo – desencadenan en nosotros aquello de “hacernos cargo de la realidad”[3] para transformarla. Muchos acusan al cristianismo de proponer una salvación más allá de la historia, de contenidos totalmente sobrenaturales sin incidencia histórica, es preciso asumir que ciertas interpretaciones así lo han hecho, siguen haciéndolo, penosamente, pero la genuina fe cristiana tomada en sus orígenes, desde su raigambre en el Antiguo Testamento, en la persona de Jesús y en las comunidades de la Iglesia Apostólica, tuvieron una impronta ciento por ciento encarnada en los diversos contextos sociales y culturales de su acontecer.[4]
Uno opta por creer en Dios y por seguir el camino de Jesús para ser plenamente humano según el Evangelio, eso no nos dispensa de la fragilidad, del sufrimiento, de los fracasos, de las derrotas históricas, pero sí nos cualifica para afrontar con creatividad evangélica la dimensión dramática de la vida, resignificándola desde una muy saludable teología de la esperanza.[5] Miremos en esta clave el sentido de las lecturas de este penúltimo domingo del año litúrgico.
Por su  parte, el evangelio nos presenta una mínima parte del llamado “discurso escatológico” de Marcos (les sugerimos leer y meditar todo el capítulo 13). Con las palabras escatología-escatológico se alude al sentido último y definitivo de la existencia en Dios, al significado pleno de la vida,  a la superación del absurdo y de la muerte, al Señor Jesucristo como la irrupción definitiva de Dios en la historia de la humanidad para salvarla y liberarla . [6]
Es preciso aclarar que en ningún momento los evangelistas hablan del fin del mundo,  es una interpretación muy equivocada y ampliamente difundida que no ha traído los mejores resultados ni a la fe del creyente ni a su compromiso con el prójimo y con la historia. No era el interés de Jesús predicar una tragedia cósmica, final dramático de la historia. Las imágenes que utiliza la literatura apocalíptica y escatológica pueden asustar, pero hay que explorar su significado; ellas eran una forma de describir la caída de algún rey o de una nación opresora (como tendrán que caer las derechas y las izquierdas que oprimen y destruyen sociedades enteras, los Maduro-Trump, los Ortega-Bolsonaro, los Putin-Erdogan-Duterte,  Bashar Al Assad, etc.).
Para Jesús lo esencial es anunciar los efectos liberadores de su evangelio: “De la higuera aprendan esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, saben que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que sucede esto, sepan que El está cerca, a las puertas. Yo les aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán”[7]. La Buena Noticia debe propiciar el resquebrajamiento de todos los sistemas de injusticia, de todo lo que procede del pecado y de la cultura de la muerte.
Jesús sabe que la única forma de redireccionar el rumbo de la historia por los horizontes queridos por el Padre es haciendo caer todas esas realidades que hacen fracasar al ser humano sumergiéndolo en una condenación abominable. Por eso, la acción escatológica es esencialmente liberadora y, en consecuencia, esperanzadora. Nosotros, discípulos, estamos llamados a realizar esta tarea de permanente configuración de la historia.
A Jesús, el Mesías,  solo lo podemos conocer siguiéndolo, este seguimiento no se queda en ir detrás de él; implica, además, tomar su lugar, esto es responsabilidad histórica para nosotros, creyentes, asumiendo su propuesta como propia ,  luchando hasta el final por su realización. Nuestro compromiso con la transformación de lo injusto, de lo que frustra y mata al ser humano, es el gran criterio para valorar la calidad de la evangelización; ya sabemos que el camino de Jesús no se reduce a observancias religiosas simples, muchas ellas tan sombrías, sino a fecundar la historia con esta apasionante semilla teologal que hace emerger una nueva condición humana, cuya consumación es Jesucristo, Señor de la Historia (es lo que celebraremos el domingo siguiente).
Toda esta teología apocalíptica no se refiere a un fin trágico del mundo, a un cataclismo devastador, a un consumirse todo para no dejar vestigios de vida. Se trata de la consumación, de la realización plena del ser humano, de su historia en Dios. Desde luego, en el tiempo de Jesús se creía que esta intervención era inminente. Eso explica, para poner un buen ejemplo, los contenidos y el estilo de la predicación de Juan el Bautista: se despoja de toda comodidad material, es radical en sus planteamientos, critica con la mayor severidad a la religión oficial, se va al desierto, escenario desolado que en la Biblia simboliza el espacio privilegiado para el encuentro con Dios. Pero cuando captan que esa inminencia no llega, se empieza a vivir la tensión entre la espera del fin y la necesidad de preocuparse con responsabilidad de la vida presente.
Se sigue esperando el fin, pero la comunidad se dispone para la permanencia!
En la segunda lectura – carta a los Hebreos – dice lo siguiente, que se inscribe en la perspectiva de esperanza que proponemos: “Todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismo sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. El, por el contrario, tras haber ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies. Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección definitiva a todos los santificados[8]. La mediación de Jesús replantea la totalidad de la historia porque lo que él ofrece no es un ritual desvinculado de la realidad sino su propia vida encarnada en lo real, en lo existencial, en lo histórico, el sí se hace cargo de la realidad – como lo plantea el mártir jesuita Ignacio Ellacuría -  , lo hace encarnatoriamente, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado.
La concepción cristiana del ser humano, de su historia, de la realidad, no se desentiende de nada de lo que nos concierne, nos sabe frágiles pero también dotados de grandeza, esto se constata en la interacción de la fe: Dios que se comunica gratuitamente y nuestra libertad que lo acoge. Este es el binomio que implanta la esperanza. Vamos de camino con los pies bien puestos en la tierra, con mirada de futuro!



[1] Daniel 12: 1
[2] Daniel 12: 4
[3] ELLACURIA, Ignacio. Filosofía de la realidad histórica. San Salvador. UCA Editores, 1999.
[4] THEISSEN,Gerd. El movimiento de Jesús: historia de una revolución social de los valores. Salamanca. Sígueme, 2006; AGUIRRE MONASTERIO,Rafael. Ensayo sobre los orígenes del cristianismo. Stella (Navarra). Verbo Divino, 2007. RICHARD,Pablo. El movimiento de Jesús antes de la Iglesia. Santander. Sal Terrae, 2009.
[5] ALBAR MARIN, Lázaro. La fuerza de la esperanza. Madrid. San Pablo, 2013. MOLTMANN; Jürgen. Teología de la esperanza. Salamanca. Sígueme, 1976.
[6] BORDONI, Marcelo. Jesús nuestra esperanza: ensayo de escatología en prospectiva trinitaria. Salamanca. Secretariado Trinitario, 2001.
[7] Marcos 13: 28-31
[8] Hebreos 10: 11-14

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