“Todos
podrán verlo, hasta los que le traspasaron; y por él harán duelo todas las
razas de la tierra. Sí. Amén”
(Apocalipsis 1: 7)
Lecturas:
1.
Daniel 7: 13-14
2.
Salmo 92
3.
Apocalipsis 1: 5-8
4.
Juan 18: 33-37
“Mi reino no es de este mundo”[1],
dice tajantemente Jesús , respondiendo a Poncio Pilato, cuando el gobernador
romano le interroga, una vez detenido por sus soldados, en el contexto de la
pasión relatada por Juan, del que se toma el evangelio de este último domingo
del año litúrgico. La frase no es casual, obedece a la mentalidad suya, al
proyecto de Dios para cambiar de raíz la manera de relacionarnos con El, de ser
humanos, de construír vínculos entendiendo a cada hombre y mujer como prójimos,
de deshacer la lógica del poder y del dominio violento de unos sobre otros, de
desarmar las ambiciones egoístas, de develar el engaño religioso de hacer de
esta mediación una estructura para atemorizar conciencias, de disipar para
siempre las imágenes de Dios – falsas, por supuesto – presentado como juez
intransigente, como figura culpabilizante, como castigador, para revelar el
rostro del Padre – Madre, misericordioso, compasivo, siempre dispuesto a tender
su mano amorosa al ser humano y a su fragilidad, necesitada de sentido absoluto
para su vida.
La imagen de rey, asignada a Jesús por la tradición de
la Iglesia, y expresada en esta solemnidad con la que se consuma el año
litúrgico, es llamada a purificaciones y revisiones críticas muy serias, desde
el Evangelio mismo, puesto que el modo de Jesús no tiene nada que ver con la
realeza mundana, con las altas cortes, con los poderes del mundo, con los
estilos de la riqueza y de la espectacularidad. Lo suyo es un camino despojado ciento
por ciento del culto a la personalidad, lo suyo es el amor, la cruz, la
donación sacrificial de la vida, la preferencia por los más pobres, es un rey
sin corona ni trono, sin ejércitos, sin palacios suntuosos, sin aduladores,
quienes le acompañan y le siguen son los últimos del mundo.
En la película “Hermano sol, Hermana luna” [2],
que relata la vida y las opciones de Francisco de Asís, hay una escena bien
diciente: están en la misa mayor de domingo en la catedral de Asís, que preside
el obispo de esta ciudad italiana; se marca un contraste elocuente, el obispo,
robusto, de rostro rozagante, con elegantes vestiduras litúrgicas; en la parte
delantera del templo, los ricos de la ciudad, también con vestimentas propias
de su condición, entre ellos Francisco y sus padres, ricos comerciantes; en la
parte trasera, separados por una barrera, están los pobres, harapientos, con
rostros al mismo tiempo de angustia y esperanza, saturados de hambre y
necesidades. La cámara hace pases rápidos de uno a otro grupo y, también,
enfoca, un majestuoso Cristo Rey que preside la catedral, adornado de pompas
humanas, es un vaivén de cámara altamente expresivo. Y Francisco mira lo uno y
lo otro, sorprendido, en crisis, no se siente bien estando en su medio de
ricos, de repente lanza un grito, rebelión de quien empieza a entender que ser
cristiano no es pertenecer a una estructura de poder, y sorprende y escandaliza
al obispo y a la “distinguida” feligresía del lado delantero del templo. Y…. no
se diga más!
Poner los pies sobre la tierra, explicitar la realidad
felicísima de la encarnación, la del Dios “humanado”, como reza nuestra
tradicional novena navideña, no es desconocer en lo más mínimo la divinidad de
Jesús, su señorío, su carácter definitivo de salvador, redentor y liberador, no
es en modo alguno minimizar el misterio de plenitud que el Padre Dios ha
realizado en El para toda la humanidad, pero sí es rescatar y hacer evidente,
en la mayor medida posible, que esta mediación decisiva se ha realizado en
pequeñez, en pobreza, en amor desmedido, en entrega sin reservas de todo el
ser, en cruz.
Tal es Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo: “Y
de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos,
el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ha ama y nos ha purificado
con su sangre de nuestros pecados, al que ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes
para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Amén”[3]. A esta proclamación se
llega por la experiencia de la fe pascual, que transforma radicalmente a los
acobardados discípulos, sumergidos en la confusión después de la crucifixión, y
también condicionados por sus propias ambigüedades personales y religiosas.
Es desde la cruz, desde lo humano, desde su
marginalidad y pobreza, desde su afianzamiento en los condenados de la tierra,
desde donde se descubre su señorío. No es un Habsburgo ni un Tudor ni un Borbón, no viene de la Casa Blanca ni del
Kremlin, es el hijo de un carpintero y de una humilde mujer judía, ambos
de transparencia a prueba de fuego y de
radical certeza de la fundamentalidad de Dios en sus vidas. Los sorprendidos
discípulos y las comunidades de la Iglesia Apostólica empiezan a vivir una
nueva visión de Dios, de la vida, de sí mismos, de la humanidad, de su maestro
y amigo Jesús de Nazareth. Es algo procesual, lento, que despierta en ellos
esta convicción: “Dice el Señor Dios, el Todopoderoso: Yo soy el Alfa y la Omega. Aquel
que es, que era y que va a venir”[4].
En estos términos descubrimos una feliz anticipación
en las palabras del profeta Daniel, primera lectura de hoy: “Yo
seguía mirando, y en la visión nocturna ví venir sobre las nubes del cielo
alguien parecido a un ser humano que se dirigió hacia el anciano y fue
presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino, y todos los pueblos,
naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino no
será destruido”[5].
Se alude aquí a un hombre que supera con creces la condición humana, inserto él
en Dios y Dios en él, no de modo individual, sino asumiendo salvíficamente a
toda la humanidad, es el modelo, el paradigma de una nueva manera de ser
humanos que se asimila a los bienaventurados del Señor.
La arrogancia de los poderes del tiempo y contexto de
Jesús, el político romano y el religioso judío, no admite que un hombre del
pueblo entusiasme a la pobrecía y ponga en jaque a los fariseos y a los
maestros de la ley, se escandalizan con su pretensión de ejercer misericordia
en nombre de Dios y de acoger sin reservas a todos los parias morales y
socioeconómicos, ven en él a una peligrosa y subversiva competencia, por eso
deciden ajusticiarlo para escarmiento del mismo Jesús y de todos los que le
siguen, dejando claro en manos de quienes está el poder, como sucede siempre en
la historia, también hoy, en los medios políticos y sociales y económicos y
religiosos.
El diálogo entre Pilato y Jesús, según el evangelio de
hoy, revela dónde reside la realeza de Jesús: “Eres tú el rey de los judíos?
Respondió Jesús: dices eso por tu cuenta o es que otros te lo han dicho de mí?
Pilato contestó: acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han
entregado a mí. Qué has hecho? Respondió Jesús: mi Reino no es de este mundo.
Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese
entregado a los judíos, pero mi Reino no es de aquí”[6].
Jesús no llega a este momento para defender una
doctrina o una disciplina religiosa. El está dispuesto a dar su vida por el ser
humano, por su verdadera realidad y dignidad. Cuando Jesús se llama a sí mismo “Hijo
del hombre” se refiere al ser humano auténtico, así lo formulan los
autores de los cuatro relatos evangélicos, con la certeza de que en Jesús el
Cristo se define al genuino hombre, a la genuina mujer. Estas son su realidad y
su realeza. Su intención es que todos-as se identifiquen con Dios a través de
él para manifestar la verdadera calidad humana.
Poco después de este párrafo, que nos propone el
evangelio de hoy, Pilato saca afuera a Jesús, después de ser azotado, y dice a
la multitud: “Aquí tienen al hombre”[7].
Jesús no es solamente el modelo del nuevo ser humano sino que pide a quienes le
siguen que demuestren con su vida la respuesta al referente que es él. Todo el
que se identifique con él será rey, tal es la meta que Dios quiere para todos,
pero no reyes de poder, sino reyes
servidores. No se trata de que un hombre reine sobre todos, sino un
Reino donde todos se experimenten reyes, en igual dignidad, asentada en Dios.
Sólo en este contexto podemos apreciar la predicación
de Jesús sobre el Reino de Dios. Los judíos del tiempo de Jesús entendían esta
categoría como una victoria de ellos sobre los paganos, de los “buenos” sobre
los “malos”. Jesús predica algo diametralmente opuesto: un Reino sin exclusión,
del que forman parte las prostitutas, los pecadores, los marginados, también
los paganos (llamados comúnmente “gentiles”), los que van hacia Dios a través
de religiones diferentes de la hegemonía cristiana, los no creyentes y los
agnósticos, todos, sin excepción.
Esto no sucedió sólo a los judíos de aquel tiempo,
también en muchos ambientes cristianos de todas las épocas ha llegado esta
tentación de creerse dueños de la verdad salvadora, excluyendo con argumentos
“religiosos” a esa inmensidad de hombres y mujeres que no están formalmente
inscritos en el cristianismo. Nada más apartado del proyecto de Jesús que estas
pretensiones segregacionistas!
Jesús es Rey y Mesías porque nos salva del
egocentrismo, del poder, de la ambición materialista, de la indiferencia ante
el prójimo y – desde su cruz y pobreza – nos entroniza con él en una nueva
humanidad donde todos somos poseedores de igual dignidad, de igual realeza.
Esto no lo pueden entender ni los monarcas ni los poderosos, su mente es
incapaz de tal apertura!