“Reconoce
hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios – allá arriba en el cielo, y
aquí abajo en la tierra – y no hay otro”
(Deuteronomio 4: 30)
Lecturas:
1.
Deuteronomio 4: 32-40
2.
Salmo 32
3.
Romanos 8: 14-17
4.
Mateo 28: 16-20
En el libro del Génesis se nos dice:” Y
Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y
mujer” (Génesis 1: 27), esta afirmación está en la base misma de la
revelación judeo cristiana, es la constatación creyente de que Dios se implica
gratuitamente en el ser humano y lo hace partícipe de su misma naturaleza. Es
una afirmación colosal, en nosotros está la impronta de la divinidad,
fundamento de la concepción cristiana del ser humano. No podemos entender a
Dios si no entendemos al hombre varón-mujer y lo asumimos en su dignidad. Todo
lo de Dios es para la humanidad, incondicionalmente. El asunto que ocupa
prioritariamente a Dios es la plenitud, la salvación, la liberación del ser
humano.
Por muchos caminos de la vida vamos distorsionando
este pensamiento, y vamos – los humanos – creando a Dios a nuestra medida,
proyectando en una pretendida imagen divina antojos que surgen de nuestros
egoísmos, de nuestros deseos de justificar tal o cual pretensión, de asignarle
legitimaciones de decisiones nuestras, muchas de ellas marcadas por la ambición
de poder y por ese pecaminoso deseo de dominar al prójimo y de negarle el
derecho a su libertad.
Así surgen las falsas imágenes de Dios, que tienen su correlativo
en falsas imágenes de lo humano. Dios justiciero, Dios intransigente, Dios que
prohíbe, Dios vengativo, Dios vigilante, Dios que castiga, Dios terrorífico;
son proyecciones neuróticas, manipulaciones de Dios, utilizaciones apocadas que
van en detrimento de los humanos creando también una imagen antipática de las mediaciones religiosas. Muchas de estas
ideas de Dios deben ser superadas porque no propician la fe que libera y la
vida auténtica que se debe derivar de ella.
La fe cristiana, en sus más de veinte siglos de
historia, se ha ido inculturando en diversos medios sociales, en maneras de
interpretación, en instrumentos conceptuales, que intentan explicar a los
creyentes, también a los que no creen, esa realidad de Dios que se ha
manifestado en Jesucristo, comprensión que se hace viable gracias a la acción
del Espíritu. Para esto se acude a las categorías de pensamiento propias de tal
o cual momento del desarrollo histórico de la cultura y de la pluralidad de
ámbitos sociales. Son esfuerzos loables que corresponden a un determinado
contexto y que resultan relevantes para el mismo, pero, cuando la misma evolución cultural los supera ,
resultan inadecuados y, a menudo, incomprensibles.
Después de su inserción en el mundo judío, el
cristianismo se expandió en el imperio romano y recurrió a la filosofía griega
aristotélico-platónica para interpretar y comunicar la fe naciente, era el
lenguaje propio de aquellos tiempos. Pero captar la realidad de Dios con esas categorías, e integrarla en la existencia cotidiana de
nuestro tiempo, ahora resulta
insuficiente y dificulta mucho el anuncio de la Buena Noticia. Dios no se puede
reducir a un malabarismo conceptual porque empobrece la posibilidad de llevar
una vida en El! Una buena formulación teológica debe ser significativa, capaz
de conferir significado existencial esperanzador, para ello debe ser coherente
con una buena formulación antropológica.
Cada día se nos hace más compleja la comprensión del
misterio. justamente por su comunicación en mediaciones tan lejanas de nuestra cultura.
La Palabra de este domingo, dedicado a celebrar la realidad trinitaria de Dios,
el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, nos invita a trascender las palabras
mismas, las herramientas de interpretación, para dejarnos poseer por El, para
llenarnos de su vitalidad, para constituirse en el principio y fundamento de lo
que somos y hacemos, para orientarnos en la línea del sentido definitivo.
Dejemos que las palabras de Pablo nos introduzcan en
la osadía de cre, en la profundidad liberadora del misterio del Dios que es
Trinidad: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en
el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios
Abba!, es decir : Padre!” (Romanos 8: 14-15). De la misma manera que no
podemos imaginar la vida como algo separado del ser que está vivo, no podemos
imaginar lo divino separado de todo ser creado que, por el mero hecho de
existir, está traspasado de Dios. Este es el asunto esencial en la gozosa
verificación de la Trinidad: estamos totalmente tomados por Dios, asumidos por
El, esto ni hipoteca nuestra autonomía ni rebaja nuestra dignidad. Todo lo
contrario, es la máxima posibilidad de potenciar nuestro ser y de hacerlo pleno
y feliz.
A menudo, tanto en el pensamiento filosófico como en
el pragmatismo de la cotidianidad, nos encontramos con personas que, en
ejercicio de libertad y de rectísima intención, se profesan no creyentes,
ateos, porque les resulta de enorme dificultad acceder a un Dios lejano, o
autoritario, o creador de males e injusticias, o legitimador de lo mismo.
Muchas de las afirmaciones del ateísmo radical proceden de una afirmación, igualmente radical, de la soberanía y de la
dignidad humanas. Podemos decir – y con esto no pretendemos escandalizar – que
el Espíritu Santo trabaja a través de los ateos para conmover la comodidad de
los creyentes que manipulan a Dios y lo utilizan para justificaciones
mezquinas.
Recordamos así el libro del periodista español Juan
Arias, titulado “El Dios en quien no creo”, publicado por allá en los años
setenta, y escrito en un lenguaje bastante realista y cotidiano. Lo suyo fue
verificar la multiplicidad de imágenes de Dios, muchas de ellas correspondientes
a lo que Marx llamó “la religión opio del pueblo”, con frecuencia figuras
empobrecedoras de Dios, lleno de
envidias y pasiones desordenadas, deseoso de castigar a la humanidad, de volcar
sobre ella sus iras y venganzas, Dios opresor y creador de milimetrías
jurídico-morales, Dios que no apasiona ni enamora. De ese tipo de Dios es
imperativo ser ateo, porque no corresponde con el Padre del amor, de la
libertad, de la dignidad humana, el que Jesucristo nos ha revelado como
plenamente comprometido con nuestra salvación y con nuestra liberación.
A este último, el genuino, corresponde la primera
lectura de hoy, del libro del Deuteronomio, que nos dice, recordando a los
israelitas y a nosotros la originalidad liberadora de Dios: “Pregúntale
al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al
hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez
algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. Qué pueblo oyó la voz de Dios
que hablaba desde el fuego , como la oíste tú, y pudo sobrevivir? O que Dios
intentó venir a tomar para sí una nación
de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con mano
poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu
Dios, lo hizo por ustedes en Egipto, delante de tus mismos ojos?”
(Deuteronomio 4: 30-34).
La experiencia histórica, muy real, de los israelitas,
según consta en este testimonio, es que Dios se hizo todo para ellos
liberándolos de la opresión egipcia, rescatándolos de la ignominia de la
esclavitud, resignificando su dignidad como pueblo, inspirando a Moisés y a sus
líderes para llevarlos por el camino de una definitiva libertad. Tal
acontecimiento es para Israel fundante de sus convicciones de fe y materia de
permanente gratitud y celebración, lo mismo que esencia de una nueva manera de
vida liberada. Dios es el Señor salvador y liberador, y esta conciencia empieza a partir de una concreción
existencial, perceptible históricamente.
Este mismo Dios es el Dios de Jesús, que no es el Dios
de aquellos piadosos maestros de la ley y fariseos, de los sacerdotes del
templo, es Dios de excluídos y de marginados, de enfermos y tarados, incluso de
los irreligiosos e inmorales. El evangelio no puede ser más claro: “Les
aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al reino
de Dios. En efecto, Juan vino a ustedes por el camino de la justicia y no
creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él.
Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído
en él” (Mateo 21: 31-32).
Este Dios, así manifestado de modo tan contundente,
llena de sentido la vida de quienes se sienten perdidos, no es un Dios en plan
de juicio y condenación, sino de misericordia, de solidaridad, de cercanía
redentora, transformadora del desencanto en esperanza y novedosa vitalidad. El
mensaje de Jesús escandalizó porque hablaba de un Dios que se da todo a todos
sin necesidad de merecimientos y de superioridades religiosas, en Jesús se nos
hace explícito un Dios desmedido de amor y de generosidad liberadora.
Esa experiencia que Jesús tuvo del Padre-Abba, íntima,
de amor ilimitado, es la que nos debe orientar en nuestra búsqueda de sentido.
El se enfrentó a las falsas concepciones de los judíos de su tiempo, esfuerzo
que le costó ser juzgado como hereje y
como blasfemo, y , finalmente, ser crucificado en castigo por su herejía que
contradecía aquellas tradiciones religiosas.
La forma en que Jesús nos habla de Dios, como
amor-salvación para todos, se inspira directamente en su experiencia personal.
La experiencia básica de Jesús fue la experiencia de Dios en su propio ser.
Dios lo era todo para él, y decidió corresponder a este amor siendo todo para
los demás. Asumió la seductora fidelidad de Dios y respondió siendo fiel a sí
mismo, y siendo fiel a todos los seres humanos, primeramente a los
desalentados, a los castigados, a los humillados y ofendidos. Al llamar a Dios
Abba-Padrecito abre un horizonte totalmente nuevo para nuestras relaciones con
el Absoluto: “Y decía: Abba Padre, todo te es posible. Aleja de mí este cáliz, pero
que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Marcos 14: 36).
En la lengua de Jesús , el arameo, el tratamiento de
Abba al papá es la expresión de mayor cariño a quien le dio la vida, manifiesta
total intimidad y comunión de amor. Nos lleva a descubrir que la base de una
experiencia religiosa liberadora es nuestra condición de creaturas. Así, nos
descubrimos sustentados por la permanente acción creadora de Dios. El modo
finito-limitado de ser nosotros demuestra que no nos damos la existencia, es
Dios principio y fundamento del ser humano, de la creación, de la historia,
esta no es una creencia fundamentalista, fanática, desconocedora de la
autonomía de la realidad, ni de servil sumisión del hombre a Dios, sino el
feliz descubrimiento del vínculo teologal de la existencia que nos inscribe en
la mayor vinculación que puede suceder a los humanos para hacernos
definitivamente dignos y libres.
Descubrir a Dios como fundamento es fuente de insospechada
humanidad, y esta se vive, gracias al dinamismo de la Trinidad, en términos de
filiación y de fraternidad, como Jesús: “El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu
para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos
herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él,
para ser glorificados con él” (Romanos 8: 16-17). El trabajo del
Espíritu Santo es infundirnos este don y hacernos conscientes de ser sus
portadores, es el más completo lenguaje para hablar de dignidad humana, de
derecho a la libertad.
Dios es agape – amor de fraternidad, amor de comunión
desinteresada – y por eso se da totalmente. La fidelidad de Dios es lo primero – pura iniciativa
gratuita – y verdadero fundamento de una actitud humana. Dios es la realidad que
posibilita el encuentro con un “tú” para convertirse en “nosotros”, El es ese
“tú” ilimitado que se experimenta en todo encuentro humano de amor y de
comunión. A través del ser humano descubrimos a Dios, esto es lo que se hace
evidente en Jesús, en él adquiere un nuevo significado - siempre liberador – nuestra relación con
Dios y con todos los seres humanos: esta es la decisiva incidencia trinitaria
en la configuración salvada y liberada de nuestra condición humana! Gracias al
dinamismo transformador del Espíritu Santo.
Ante tan nítido descubrimiento de salvación podemos
entender las palabras de Jesús, consciente de que este don no puede permanecer
oculto, debe ser comunicado a todos como Buena Noticia , raíz de una nueva humanidad: “ Vayan,
entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en
el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir
todo lo que les ha mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo”
(Mateo 28: 19.20).