Lecturas
1.
Levítico
19: 1-2 y 17-18
2.
Salmo
102: 1-4 y 8-13
3.
1
Corintios 3: 16 – 23
4.
Mateo
5: 38 – 48
Afirmar que Dios es misericordioso ilimitadamente, desmedido
en su generosidad con el género humano, no es uno de esos estereotipos
piadosos, lugares comunes de tipo religioso, que hacen parte ordinaria de
nuestro lenguaje cristiano. El testimonio creyente consignado en los textos
bíblicos expresa la experiencia muy concreta en este sentido, vivida por las
diversas comunidades que en su momento constituyeron el pueblo de Israel, eso
lo escribieron porque lo vivieron y porque dió sentido definitivo a sus vidas.
La cultura hebrea no
es de “rollos” sino de experiencias, lo suyo es una sabiduría desde la vivencia
existencial concreta y, en particular, desde esta conciencia del Dios misericordioso que marca un fundamento clave en su historia,
porque así lo viven y sienten.
Esta misericordia teologal debe tener su correlato en la
humanidad creyente. Si Dios es el santo por excelencia, esto debe ser
correspondido con la santidad de los seres humanos que se confían a El. Cuando
decimos que los hombres son relato de Dios, nos estamos refiriendo justamente a
este requerimiento.
Y en especial, esto se
aterriza en la capacidad de perdón, particularmente a quien no nos ama, al
enemigo, al que nos hace mal, elemento típico del seguimiento de Jesús y rasgo
distintivo de quien lo toma en serio. Este es un detalle concreto de la
santidad del Padre, evidenciada por Jesús , con la aspiración de traducirse en la santidad misericordiosa de todo el
pueblo creyente, y de cada uno en particular.
Miremos lo que nos propone Levítico, en la primera lectura de
este domingo: “Yahvé dijo a Moisés: Dí a toda la comunidad de los israelitas, sean
santos , porque yo, Yahvé, su Dios,soy
santo” (Levítico 19: 1-2) y a
continuación les especifica una connotación propia de ese ser santos: “ No
odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo para que no cargues
con un pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor a tus paisanos.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé” (Levítico 19: 17 – 18).
El Levítico es uno de los libros que forman el Pentateuco, en los
que se consignan las convicciones sustanciales de la fe de Israel, su
experiencia del Dios creador, la conciencia del pecado como desorden que afecta
la armonía original, los compromisos mutuos entre Yahvé y el pueblo , que
conocemos como alianza, y los diversos tipos de legislación que ordenan la vida
social y espiritual de nuestros padres en la fe.
El Levítico destaca particularmente las
leyes referidas a los sacerdotes (por la tribu de Leví, de sacerdotes), lo que
ellos deben vivir y enseñar. Vale destacar como notable de este texto el señalamiento de las condiciones
existenciales para participar con autenticidad en el culto público, lo que es
grato a Dios, la pureza exterior que debe ser un reflejo de la pureza interior.
Digamos , en general, que Levítico enseña actitudes de humanidad como garantía
de un culto y de una existencia auténticos, una genuina ética de la santidad.
Pues bien, reconozcamos que esto de no dejarnos sumergir en
el odio, ni de alimentar rencores y realizar venganzas, y de amar al prójimo
como a nosotros mismos, es una radical exigencia, de alto costo por todo lo que
supone, y que debe ser central en la identidad y práctica de quien se siente
llamado a vivir en los caminos de Dios y en el proyecto de Jesús. Para ser
santos es imperativo perdonar!
En este contexto, el texto del evangelio de Mateo, completa y
perfecciona todo lo que nos propone Levítico: “Han oído que se dijo: amarás a
tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo les digo: amen a sus enemigos y
rueguen por los que los persiguen” (Mateo 5:43 – 44). Con el
planteamiento que nos hace Jesús, seguimos en la misma dinámica del domingo
anterior, en el que veíamos la relación de superación que el Maestro propone
con respecto a la ley antigua: han oído que se les dijo….. pero yo les digo…..
Qué quiere decir? Que el malvado también es hermano nuestro,
que hay que devolver bien por mal, aclarando que amar al enemigo NO es amar el
mal realizado por él. El referente fundamental es el mismo Señor Jesús,
humillado y ofendido, injustamente condenado, vilipendiado, crucificado, sin
invocar venganza y confrontando severamente a uno de los que le
acompañaban por intentarla: “Vuelve
tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada perecerán a espada”
(Mateo 26: 52).
Si doy la “otra mejilla” para ser golpeado es muy probable
que con esto yo esté confrontando la conciencia del agresor: “Han
oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pues yo les digo que no
resistan al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele
también la otra….” (Mateo 5: 38 – 39). Esto resulta escandaloso para la
lógica instintiva de retaliación, de desquite, que es lo que da origen a lo que
el inolvidable obispo brasilero Dom Helder Pessoa Cámara (1909 –
1999) , llamaba “espiral de violencia”, el ciclo interminable en el que un
ataque es respondido de la misma manera y esto sin parar, generando destrucción
, sufrimiento, desolación. La historia de nuestro país es dolorosamente
elocuente en este tipo de cosas!!
Amar al enemigo es una de las exigencias más fuertes del
evangelio, así lo han vivido honestamente tantos hombres y mujeres que han apostado su vida a este proyecto, como
nuestro queridísimo Monseñor Romero, como los mártires del cristianismo primitivo
que iban gozosos a la muerte en el circo romano, como el beato Miguel
Agustín Pro SJ (1891 – 1927) que muere fusilado en en México, como consecuencia de una injusta
acusación, sin exclamar el más mínimo odio por sus jueces y acusadores.
De remate tenemos que insistir en que la práctica del amor a
los enemigos ha de ser una inevitable consecuencia de la santidad y la
misericordia del Padre de Jesús, actuando en nosotros: “ Ustedes, pues, sean perfectos
como es perfecto su Padre del cielo” (Mateo 5: 48).
Qué pensar de todo esto en medio de las fuertes
polarizaciones que se viven en nuestro tiempo?
Los odios ancestrales vigentes en Colombia, cada día con nuevas e
inquietantes evidencias, políticos que
se descalifican unos a otros, extremismos de derecha y de izquierda que atizan
constantemente un rencor de mucho tiempo, fundamentalismos que lesionan en su
raíz un proyecto razonable de convivencia y de cultura ciudadana, grupos
violentos que reclaman para sí unos determinados proyectos políticos que no son
otra cosa que disfraces para su inagotable capacidad destructora.
O lo que ahora se padece en la lejana Ucrania y en nuestra
entrañable y cercana Venezuela, gobiernos desatinados, grupos políticos que se
aprovechan del caos, intransigencias rabiosas, y en la mitad de la
confrontación el pueblo padeciendo siempre los excesos de unos y de otros. De
qué manera los cristianos de todas las denominaciones aportamos a una cultura
de la reconciliación? Cómo inspiramos con esta especificidad evangélica del
perdón a una sociedad serena, equilibrada, posibilitadora del respeto a los
derechos de todos? Cómo superamos entre
todos estas patologías de muerte?
El cristianismo que se inculca y el que practicamos es de
rituales superficiales, de religiosidad baladí? O de verdad estamos empeñados en una
configuración constante y creciente del sujeto creyente, personal y comunitario,
que resulte en una genuina adultez en la fe, en la que se den las mejores
condiciones para el perdón y la reconciliación?
Por aquí van las juiciosas reflexiones que hace Pablo a los
cristianos de Corinto, en las que se sigue con lo que hemos escuchado los
domingos anteriores en la Palabra, una sabiduría cualitativamente nueva, la de
la cruz, que nos habita teologalmente para generar en nosotros la nueva humanidad de Jesucristo.
Cuando nos dice: “No saben que son templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en Ustedes? “ (1 Corintios 3: 16), se está
refiriendo a esa misma santidad de Levítico y a seguir la perfección del Padre,
propuesta por Mateo.
Esto no se obtiene por voluntarismo, ni por abundancia de
prácticas religiosas o cumplimiento literal de normas y rituales….. Aquí
acontece Dios que generosamente se comunica dotándonos de gracia y contando con
la respuesta de nuestra libertad.
Es cierto que la
gracia de Dios, que se nos transmite eficazmente por medio del Señor Jesús,
constituye un nuevo ser humano, determinado por el Espíritu. Y esta novedad es
la que hace posible que seamos templo de Dios y que adquiramos esa novedosa
sabiduría, en los términos en que Pablo la vive y la propone.
Un ser humano así asumido se hace capaz de santidad, de ser
perfecto como es perfecto el Padre, de perdonar a los enemigos, de erradicar de
sí el odio y el resentimiento, de ser un permanente trabajador de la
misericordia.
Pablo escribe esta carta a los cristianos de Corinto como
respuesta a una que ellos le escribieron con una serie de preguntas sobre
Jesús, sobre la nueva condición de vida en El. Esta era una ciudad de mala
fama, rica, llena de posibilidades materiales, pero desordenada en sus
costumbres y estilos. En ella vivió Pablo hacia los años 50-51 d.c., ejerció su ministerio formando esta
comunidad, cuando salió de allí fue informado de dos problemas concretos: la
tentación de varios de ellos de volver al paganismo y las divisiones y
contradicciones que agudizaban el conflicto comunitario.
Esta contextualización nos ayuda a una mejor comprensión y
vivencia del texto paulino, con su intento de inculcarles que la sabiduría de
Dios trasciende y supera lo que él llama necedad e insensatez, y con su énfasis
manifestado en: “Así que nadie se gloríe en las personas, pues todo es de Ustedes: ya
sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro…,
todo es de Ustedes. Y Ustedes son de Cristo, y Cristo, de Dios” (1
Corintios 3: 21 – 23).
Es decir, que siempre estaremos en el contraste de
sabidurías, la insensatez y el reduccionismo de un tipo de lógica calculadora y
utilitaria frente a la disposición teologal y cristocéntrica del amor que se da
sin reservas, para dar vida en abundancia, y para propiciar el perdón y la
reconciliación.
Estamos en el mundo, sin ser del mundo, lo nuestro no es el
poder, ni la guerra, ni el dinero, ni el éxito social, lo nuestro – en clave
del seguimiento de Jesús – es amar como El, vivir como El, hacer vivir a otros
como El, perdonar como El, ser santos como El!