“Quien
dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”
(Mateo
16: 13)
Lecturas:
- Isaías 22: 19-23
- Salmo 137: 1-8
- Romanos 11: 33-36
- Mateo 16: 13-20
En
su bello y profundo libro “Imágenes deformadas de Jesús”, el
teólogo francés Bernard Sesboüé se dedica a estudiar con rigor
las respuestas a la pregunta que el mismo Jesús formula a Pedro y a
los discípulos:
“Quien dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mateo
16:13), ratificada con esta más directa: “Y
ustedes, quien dicen que soy?” (Mateo
16: 15). Es la cuestión central que nos formula el evangelio de este
domingo.
No
es una disquisición teológica para eruditos sino realidad de fondo
que interpela a cada creyente con el fin de hacer control de calidad
a la propia fe:
- Si estamos llevados simplemente por una inercia religiosa de tipo sociocultural, en la que la adscripción al cristianismo es uno más de los elementos de identidad social, acostumbrados a ser cristianos sin mayores incidencias en la generación de una manera de vivir cualificada por el Evangelio.
- Si nuestro cristianismo se inclina por definiciones incompletas de Jesús, mucho más divino que humano, o viceversa; un Jesús milagrero, con rasgos de extraterrestre, desentendido de la humanidad, especialmente de sus aspectos más dramáticos y dolorosos.
- O también el ejercicio de una fe condicionada por el sentimiento trágico de la vida, en la que se exalta en demasía el sufrimiento del Señor, con la abundante expresión de la religiosidad popular que no atina a detectar el fundamento pascual de la condición cristiana.
- O un Jesús melifluo y sentimental, ingenuo, sin la perspectiva crítica que se requiere para captar las complejidades de la humanidad y de la historia, con la consiguiente evidencia de prácticas religiosas aisladas de la realidad.
- O un Jesús que se reduce a ser caudillo y revolucionario social, identificándolo con unas determinadas tendencias políticas, convirtiéndolo en el gestor de unas reivindicaciones de justicia, realidades que de entrada son legítimas pero que no agotan todo lo que la auténtica tradición cristiana afirma y vive sobre la totalidad del misterio del Señor Jesucristo.
Altamente
recomendado para quienes se esmeran por cultivar una fe inteligente y
seria, este libro de Sesboüé hace un recorrido por el universo de
interpretaciones deformadas o insuficientes, con la sana intención
de purificar la práctica cristiana explicitando los elementos
esenciales de la fe en Jesucristo, tal como fue vivido y proclamado
por las comunidades que dieron origen a los escritos del Nuevo
Testamento.
Sean
estas reflexiones un llamado sensato para volver al diálogo que
propone el evangelio de este domingo, que así nos sintamos
interpelados por el mismo Jesús que hace preguntas serias a nuestra
fe, a la manera como asumimos su seguimiento y la configuración de
nuestra humanidad con la de El.
Pongamos
en todo nuestro ser las palabras de Pedro, que habla por él mismo y
por los demás discípulos, y digamos con convicción la respuesta a
la cuestión planteada por el Señor:
“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
(Mateo 16: 16), escueta y densa profesión de fe que condensa la fe
de las primeras comunidades cristianas, que luego vendrá a ser
heroico testimonio en la vida de esas cristiandades originales,
acreditadas a menudo con el martirio y la persecución.
Cómo
respondemos nosotros, desde este siglo XXI, a tal interrogante?
Nos aventuramos a vivir la fe en el Señor Jesús con todas las
implicaciones de su divinidad y de su humanidad? Se refleja eso en
nuestro ser cotidiano, en la totalidad de dimensiones que
constituyen nuestra condición humana, en la construcción de una
historia que refleje coherentemente la dignidad humana, con todas sus
evidencias de justicia, solidaridad, construcción del bien común,
respeto por la diversidad, inclusión, fraternidad y apertura
definitiva a la trascendencia de Dios?
Porque
la realidad divina y humana de Jesús, comprensión completa de la fe
cristiana, es para que cada ser humano que opta por esta alternativa
sea plenamente humano y plenamente divino, dejando que su historia
individual y comunitaria sea asumida en gracia por el Señor
Jesucristo.
Creer
en Jesús, seguir a Jesús, no es un asunto de momentos rituales ,
abarca la totalidad de la existencia con la pretensión de que todo
lo que constituye a un ser humano esté permeado por El hasta
configurar una nueva manera de ser, saludable, realista, una
narrativa del acontecer liberador de Dios que se dice plenamente en
el relato original y originante del Señor Jesucristo, decidiendo con
libertad tomar el camino de la nueva humanidad que el Padre nos
ofrece en Jesùs:
“Pero esto no tiene nada que ver con lo que han aprendido de Cristo
si es que han oído hablar de él y en él han sido enseñados
conforme a la verdad de Jesús: en cuanto a su vida anterior,
despójense del hombre viejo, que se corrompe dejándose seducir por
deseos rastreros, renueven su mente espiritual y revístanse del
Hombre Nuevo, creado según Dios, que se manifiesta en una vida justa
y en la verdad santa”
(Efesios 4: 20-24).
A
este proceso San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales,
le llama “conocimiento interno”, lo expresa el santo en la
tercera petición preparatoria de la segunda etapa de los ejercicios:
“Demandar
lo que quiero; será aquí demandar conocimiento interno del Señor,
que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga”
(Ejercicios
Espirituales # 104), lleva a que todo lo que somos como humanos se
deje configurar por la persona de Jesús, en el mayor nivel posible
de apasionamiento y de amor.
Hay
algo más. Por eso nos vamos a fijar con detalle en la segunda parte
del texto de Mateo:
“Jesús le dijo: dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te
lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo! Pues
yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra constituiré mi
Iglesia, y el imperio de la muerte no la vencerá”
(Mateo 16: 17-18).
Jesús
se propone construír una comunidad de hombres nuevos, en la que se
viva plenamente la Buena Noticia que él anuncia, sacramento eficaz
de su presencia en la historia, para ello requiere que esta sea
cimentada sobre una piedra fundamental, el sillar o roca en la que se
asienta el edificio, entendiendo como tal a la comunidad de los
primeros discípulos, que tiene su punto de partida en Pedro , él y
ellos testigos originales de la vida y ministerio del Señor, ahora
redimensionados por la experiencia pascual que los ha hecho pasar
del temor y la confusión al coraje apostólico y a la capacidad de
dar la vida por esta causa.
Pedro
es una figura vinculante en el cristianismo primitivo, en él se
condensa el ser humano creyente, con sus grandes virtudes e
innegables limitaciones, como lo refieren los mismos relatos
evangélicos en diversos pasajes.
Este
mismo Pedro, en un determinado momento temeroso y cobarde, como nos
sucede también a nosotros, es después cabeza de los discípulos y
el más entusiasta testigo de Jesucristo: “Bendito
sea Dios, padre de Nuestro Señor Jesucristo que, según su gran
misericordia y por la resurrección de Jesucristo de la muerte, nos
ha hecho renacer para una esperanza viva, a una herencia que no puede
destruirse, ni mancharse, ni marchitarse, reservada para ustedes en
el cielo”
(1 Pedro 1:3-4).
Qué
sentimientos y preguntas provoca en nosotros Pedro, primero
invadido de temores y de imaginarios mundanos, y luego el más
corajudo de los apóstoles? Pedro, pastor de la primera comunidad de
cristianos de Roma, es la roca en la que se afianza la solidez
evangélica de la Iglesia. El es ahora el gran afirmador del Señor
Jesús, llegando a ratificarlo con la ofrenda martirial de su vida,
y dando testimonio de la esperanza definitiva con la que Dios
garantiza que todo lo humano adquiere plenitud gracias a la mediación
liberadora del Señor Jesucristo.
Profunda
evocación esta que tiene mayor relieve ahora cuando se aproxima la
visita apostólica de Francisco, Obispo de Roma, sucesor de Pedro,
cuyo ministerio ejerce: “A
ti te daré las llaves del reino de los cielos, lo que ates en la
tierra quedará atado en el cielo, lo que desates en la tierra
quedará desatado en el cielo” (Mateo
16: 19).
El
servicio de Pedro no puede ser un poder del mundo, ejercido con
talante autoritario y vertical, sino servicio, que es lo que
significa la palabra ministerio, y este consiste en el anuncio de la
Buena Noticia del Padre Dios presentada por el Señor Jesús para que
toda la humanidad tenga las mejores y más decisivas razones para la
esperanza, afianzando su dignidad de personas, promoviendo la
construcción de sociedades equitativas, denunciando las permanentes
idolatrías que amenazan la libertad, acreditando que la humanidad
adquiere su pleno significado cuando se inserta en la divinidad
mediante la acción salvadora de Jesús, viviendo densamente la
sacramentalidad de la Iglesia como presencia histórica y eficaz de
la misión salvadora que El nos ha traìdo.