“Entonces
Jesús le contestó: Mujer, qué fe tan grande tienes. Que se cumplan
tus deseos”
(Mateo
15: 28)
Lecturas:
- Isaías 56: 1-7
- Salmo 66
- Romanos 11: 13-15 y 29-32
- Mateo 15: 21-28
Las
lecturas de este domingo nos ponen ante una exigencia radical del
cristianismo original, el propio de Jesús, el vivido por las
comunidades primitivas, es la conciencia y la experiencia de que la
intención salvadora de Dios no se reduce a tal o cual pueblo
elegido, a tal o cual congregación de creyentes, lo propio de esta
novedosa condición se evidencia en un Dios que es para todos los
seres humanos, sin excepción, un Dios apasionante que se explicita
en la pluralidad y en la diversidad, maravilloso antecedente de lo
que hoy conocemos como ecumenismo y como diálogo interreligioso.
Así,
veamos lo que nos plantean la primera lectura, del profeta Isaías y
el texto de Mateo.
Al
regresar del exilio que vivieron los israelitas en Babilonia, fuerte
cautividad que duró un poco más de cincuenta años, los discípulos
del profeta Isaías, empeñados en una renovación espiritual
profunda, proponen a este nuevo Israel que deje atrás su
exclusivismo religioso-nacionalista para que se abra a los valores de
la universalidad , animando a promover la gran causa de la justicia
que acoge sin distingos a todos los seres humanos.
Es
sabido que el pueblo de Israel se sentía el concesionario absoluto
de Dios, en sus creencias no estaba el reconocimiento de la validez
de los caminos religiosos distintos del propio. Los textos de hoy nos
sugieren el camino de la apertura y de la vivencia armónica de la
pluralidad.
La
iniciativa no pretende desconocer la rica diversidad religiosa de los
pueblos vecinos ni tampoco unificarla en una sola religión, sino
mover a este Israel postexílico a aceptar con respeto y espíritu
de diálogo la multiplicidad de creencias. Estos discípulos de
Isaías son conscientes de los peligros que subyacen en el
nacionalismo exacerbado y en la tendencia religiosa fundamentalista
que lo acompaña, con las conductas bien conocidas de desprecio de
los demás, de afianzamiento extremista de las que se consideran
únicas verdades, y de la falsa superioridad que se niega al diálogo
y al reconocimiento respetuoso de lo diverso.
Las
palabras de la primera lectura de este domingo pertenecen al llamado
Tercer Isaías, texto que se caracteriza por su visión universal de
la salvación y de superación de las estrechas fronteras religiosas
de Israel para dar paso a una actitud abierta a todas las
posibilidades de fe entonces conocidas, mentalidad que se respira en
palabras como estas: “A
los extranjeros que se hayan dado al Señor, para servirlo, para amar
al Señor y ser sus servidores, que guarden el sábado sin profanarlo
y perseveren en mi alianza, los traeré a mi monte santo, los
alegraré en mi casa de oración; aceptaré sobre mi altar sus
ofrendas, porque mi casa es casa de oración, y a mi casa la llamarán
todos los pueblos casa de oración”
(Isaías 56: 6-7).
Cada
pueblo sólo puede ser superior a sí mismo en cada momento de la
historia, un saludable sentido ético y ecuménico no puede admitir
superioridades violentas y aniquilantes, como las muy penosas que
hemos visto en estos días en los acontecimientos de Charlottesville,
en Estados Unidos, con su penoso mensaje de supremacía racista de
parte de los blancos fanáticos, desafortunadamente llamándose
cristianos! La genuina superioridad consiste en transformar esas
decadentes tendencias en una conciencia de sus propias
potencialidades de apertura universalista y de esfuerzo de comunión.
El
nuevo templo de Jerusalén, como símbolo de la esperanza del pueblo
liberado, debía convertirse en una institución que animara los
procesos de integración universal, abierta a todos los creyentes en
el Dios de la justicia y del amor, cuya genuina religión tiene su
raíz en el respeto por los más débiles y excluídos.
Desafortunadamente
el entusiasmo renovador de los profetas que promulgaban este mensaje
no tuvo eco suficiente y se quedó en el aire como un ideal lejano. Y
el templo siguió siendo el fortín de los poderosos y explotadores
del pueblo humilde, el lugar donde almacenaban sus riquezas mal
habidas.
Por
eso, siglos más tarde, tiene lugar esa escena paradigmática en la
que Jesús arroja con violencia a los mercaderes que hacían su
agosto en el lugar sagrado y los fustiga con palabras de gran
severidad: “Llegaron
a Jerusalén y, entrando en el templo, se puso a echar a los que
vendían y compraban en el templo, volcó las mesas de los cambistas
y las sillas de los que vendían palomas, y no dejaba a nadie
transportar objetos por el templo. Y les dijo: está escrito, mi casa
será casa de oración y ustedes la han convertido en guarida de
bandidos”
(Marcos 11: 15-17).
Este
enfrentamiento tiene la intención de devolver al templo su
significación de baluarte de la justicia y de acogida gratuita a
todos los que se acercaban al lugar.
En
ese proceso de ruptura con la decadencia del templo y con la élite
que lo manipulaba se enmarca el episodio de la mujer cananea, que nos
propone el evangelio de este domingo. Jesús se había retirado hacia
una región extranjera, Tiro y Sidón, no muy lejana de Galilea. Las
fuertes presiones del poder central judío imponían grandes
limitaciones a la actividad misionera de Jesús. Su obra a favor de
los pobres, enfermos y marginados, encontraba gran resistencia,
justamente porque abría el horizonte religioso y ponía en crisis el
exclusivismo religioso judío.
El
encuentro con la mujer cananea, doblemente marginal por su condición
de mujer y de extranjera, transforma todos los paradigmas con los que
Jesús interpretaba su misión. Es una escena dura que nos sorprende
bastante porque al comienzo Jesús se muestra displicente ante la
insistente mujer que clamaba por la curación de su hija:
“Desde allí se marchó a la región de Tiro Y Sidón. Una mujer
cananea de la zona salió gritando: Ten compasión de mí, Señor,
hijo de David!, mi hija es maltratada por un demonio. El no respondió
una palabra. Se acercaron los discípulos y le suplicaron: despídela,
que viene gritando detrás de nosotros. El contestó: He sido
enviado solamente a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”
(Mateo 15: 21-24).
Los
discípulos, movidos más por la impaciencia que por la compasión,
median ante Jesús para poner fin a los ruegos de la mujer. El
evangelista, entonces, pone en boca de Jesús una respuesta típica
de un predicador judío: “Sólo
me han enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”
(Mateo 15: 24). Por fortuna, la mujer haciendo a un lado prejuicios
raciales y religiosos, corta el camino a Jesús y lo obliga a
dialogar, ella – si vale la pena la expresión – “catequiza”
a Jesús, la sorpresa suya es grande cuando constata en ella una fe
que contrastaba con la incredulidad y escepticismo de sus paisanos
judíos.
Con
este incidente, Jesús comprende que no puede excluír a los
auténticos creyentes, los que saltan con convicción los límites de
tal o cual religión para acceder al Dios de la solidaridad y de la
justicia: “Entonces
Jesús le contestó: Mujer, qué fe tan grande tienes. Que se cumplan
tus deseos. Y la hija quedó curada en aquel momento” (Mateo
15: 28).
También
hoy se dan marcadas exclusiones y actitudes de proscripción y
desconocimiento de la pluralidad de creencias, se castiga y se
condena a muchos porque son “distintos” en sus convicciones, en
su cultura, en su sensibilidad espiritual, en su sexualidad, en su
condición socioeconómica, en su raza, incluyendo actitudes de estas
en muchos ambientes que se dicen cristianos y guardianes de la moral
y de la religión, como las muy conocidas y deplorables del programa
de televisión “Un café con Galat”, de abierta tendencia
fundamentalista y farisaica.
La
misión del reino de Dios y su justicia trasciende fronteras y
reconoce como objetivo suyo el acoger con misericordia y solidaridad
a todo ser humano que busca ser reconocido en su dignidad y acogido
para reintegrarlo en la dignidad que le han quitado tantas
condenaciones.
El
Dios que se nos revela en Jesucristo es Padre-Madre, inabarcablemente
plural en sus manifestaciones, en sus intenciones, en los caminos que
nos traza para que nuestra vida sea plena y bienaventurada. Las
religiones, tomadas en serio, no pueden constituirse en obstáculos
al plan de Dios, sino en mediaciones de profunda densidad espiritual
y humanista, de tal envergadura que promuevan entre todos los seres
humanos la disposición para el diálogo, para la construcción
conjunta de alternativas de convivencia pacífica, de bien común, de
fraternidad.
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