domingo, 20 de agosto de 2017

COMUNITAS MATUTINA 20 DE AGOSTO DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO

Entonces Jesús le contestó: Mujer, qué fe tan grande tienes. Que se cumplan tus deseos”
(Mateo 15: 28)
Lecturas:
  1. Isaías 56: 1-7
  2. Salmo 66
  3. Romanos 11: 13-15 y 29-32
  4. Mateo 15: 21-28
Las lecturas de este domingo nos ponen ante una exigencia radical del cristianismo original, el propio de Jesús, el vivido por las comunidades primitivas, es la conciencia y la experiencia de que la intención salvadora de Dios no se reduce a tal o cual pueblo elegido, a tal o cual congregación de creyentes, lo propio de esta novedosa condición se evidencia en un Dios que es para todos los seres humanos, sin excepción, un Dios apasionante que se explicita en la pluralidad y en la diversidad, maravilloso antecedente de lo que hoy conocemos como ecumenismo y como diálogo interreligioso.
Así, veamos lo que nos plantean la primera lectura, del profeta Isaías y el texto de Mateo.
Al regresar del exilio que vivieron los israelitas en Babilonia, fuerte cautividad que duró un poco más de cincuenta años, los discípulos del profeta Isaías, empeñados en una renovación espiritual profunda, proponen a este nuevo Israel que deje atrás su exclusivismo religioso-nacionalista para que se abra a los valores de la universalidad , animando a promover la gran causa de la justicia que acoge sin distingos a todos los seres humanos.
Es sabido que el pueblo de Israel se sentía el concesionario absoluto de Dios, en sus creencias no estaba el reconocimiento de la validez de los caminos religiosos distintos del propio. Los textos de hoy nos sugieren el camino de la apertura y de la vivencia armónica de la pluralidad.
La iniciativa no pretende desconocer la rica diversidad religiosa de los pueblos vecinos ni tampoco unificarla en una sola religión, sino mover a este Israel postexílico a aceptar con respeto y espíritu de diálogo la multiplicidad de creencias. Estos discípulos de Isaías son conscientes de los peligros que subyacen en el nacionalismo exacerbado y en la tendencia religiosa fundamentalista que lo acompaña, con las conductas bien conocidas de desprecio de los demás, de afianzamiento extremista de las que se consideran únicas verdades, y de la falsa superioridad que se niega al diálogo y al reconocimiento respetuoso de lo diverso.
Las palabras de la primera lectura de este domingo pertenecen al llamado Tercer Isaías, texto que se caracteriza por su visión universal de la salvación y de superación de las estrechas fronteras religiosas de Israel para dar paso a una actitud abierta a todas las posibilidades de fe entonces conocidas, mentalidad que se respira en palabras como estas: “A los extranjeros que se hayan dado al Señor, para servirlo, para amar al Señor y ser sus servidores, que guarden el sábado sin profanarlo y perseveren en mi alianza, los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración; aceptaré sobre mi altar sus ofrendas, porque mi casa es casa de oración, y a mi casa la llamarán todos los pueblos casa de oración” (Isaías 56: 6-7).
Cada pueblo sólo puede ser superior a sí mismo en cada momento de la historia, un saludable sentido ético y ecuménico no puede admitir superioridades violentas y aniquilantes, como las muy penosas que hemos visto en estos días en los acontecimientos de Charlottesville, en Estados Unidos, con su penoso mensaje de supremacía racista de parte de los blancos fanáticos, desafortunadamente llamándose cristianos! La genuina superioridad consiste en transformar esas decadentes tendencias en una conciencia de sus propias potencialidades de apertura universalista y de esfuerzo de comunión.
El nuevo templo de Jerusalén, como símbolo de la esperanza del pueblo liberado, debía convertirse en una institución que animara los procesos de integración universal, abierta a todos los creyentes en el Dios de la justicia y del amor, cuya genuina religión tiene su raíz en el respeto por los más débiles y excluídos.
Desafortunadamente el entusiasmo renovador de los profetas que promulgaban este mensaje no tuvo eco suficiente y se quedó en el aire como un ideal lejano. Y el templo siguió siendo el fortín de los poderosos y explotadores del pueblo humilde, el lugar donde almacenaban sus riquezas mal habidas.
Por eso, siglos más tarde, tiene lugar esa escena paradigmática en la que Jesús arroja con violencia a los mercaderes que hacían su agosto en el lugar sagrado y los fustiga con palabras de gran severidad: “Llegaron a Jerusalén y, entrando en el templo, se puso a echar a los que vendían y compraban en el templo, volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas, y no dejaba a nadie transportar objetos por el templo. Y les dijo: está escrito, mi casa será casa de oración y ustedes la han convertido en guarida de bandidos” (Marcos 11: 15-17).
Este enfrentamiento tiene la intención de devolver al templo su significación de baluarte de la justicia y de acogida gratuita a todos los que se acercaban al lugar.
En ese proceso de ruptura con la decadencia del templo y con la élite que lo manipulaba se enmarca el episodio de la mujer cananea, que nos propone el evangelio de este domingo. Jesús se había retirado hacia una región extranjera, Tiro y Sidón, no muy lejana de Galilea. Las fuertes presiones del poder central judío imponían grandes limitaciones a la actividad misionera de Jesús. Su obra a favor de los pobres, enfermos y marginados, encontraba gran resistencia, justamente porque abría el horizonte religioso y ponía en crisis el exclusivismo religioso judío.
El encuentro con la mujer cananea, doblemente marginal por su condición de mujer y de extranjera, transforma todos los paradigmas con los que Jesús interpretaba su misión. Es una escena dura que nos sorprende bastante porque al comienzo Jesús se muestra displicente ante la insistente mujer que clamaba por la curación de su hija: “Desde allí se marchó a la región de Tiro Y Sidón. Una mujer cananea de la zona salió gritando: Ten compasión de mí, Señor, hijo de David!, mi hija es maltratada por un demonio. El no respondió una palabra. Se acercaron los discípulos y le suplicaron: despídela, que viene gritando detrás de nosotros. El contestó: He sido enviado solamente a las ovejas descarriadas de la casa de Israel” (Mateo 15: 21-24).
Los discípulos, movidos más por la impaciencia que por la compasión, median ante Jesús para poner fin a los ruegos de la mujer. El evangelista, entonces, pone en boca de Jesús una respuesta típica de un predicador judío: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel” (Mateo 15: 24). Por fortuna, la mujer haciendo a un lado prejuicios raciales y religiosos, corta el camino a Jesús y lo obliga a dialogar, ella – si vale la pena la expresión – “catequiza” a Jesús, la sorpresa suya es grande cuando constata en ella una fe que contrastaba con la incredulidad y escepticismo de sus paisanos judíos.
Con este incidente, Jesús comprende que no puede excluír a los auténticos creyentes, los que saltan con convicción los límites de tal o cual religión para acceder al Dios de la solidaridad y de la justicia: “Entonces Jesús le contestó: Mujer, qué fe tan grande tienes. Que se cumplan tus deseos. Y la hija quedó curada en aquel momento” (Mateo 15: 28).
También hoy se dan marcadas exclusiones y actitudes de proscripción y desconocimiento de la pluralidad de creencias, se castiga y se condena a muchos porque son “distintos” en sus convicciones, en su cultura, en su sensibilidad espiritual, en su sexualidad, en su condición socioeconómica, en su raza, incluyendo actitudes de estas en muchos ambientes que se dicen cristianos y guardianes de la moral y de la religión, como las muy conocidas y deplorables del programa de televisión “Un café con Galat”, de abierta tendencia fundamentalista y farisaica.
La misión del reino de Dios y su justicia trasciende fronteras y reconoce como objetivo suyo el acoger con misericordia y solidaridad a todo ser humano que busca ser reconocido en su dignidad y acogido para reintegrarlo en la dignidad que le han quitado tantas condenaciones.
El Dios que se nos revela en Jesucristo es Padre-Madre, inabarcablemente plural en sus manifestaciones, en sus intenciones, en los caminos que nos traza para que nuestra vida sea plena y bienaventurada. Las religiones, tomadas en serio, no pueden constituirse en obstáculos al plan de Dios, sino en mediaciones de profunda densidad espiritual y humanista, de tal envergadura que promuevan entre todos los seres humanos la disposición para el diálogo, para la construcción conjunta de alternativas de convivencia pacífica, de bien común, de fraternidad.

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