“Llegada
la hora sexta, la oscuridad cubrió toda la tierra hasta la hora nona. A la hora
nona gritó Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, lemá sabactaní? , que quiere
decir, Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”
(Marcos 15: 34)
Lecturas:
1.
Isaías 50: 4-7
2.
Salmo 21: 8-24
3.
Filipenses 2: 6-11
4.
Marcos 14:1 a 15:47
Viene nuevamente semana santa, el tiempo de mayor
intensidad religiosa en el mundo cristiano, católicos y evangélicos, ortodoxos
y reformados, pentecostales y anglicanos, y tantas otras denominaciones, se dedican con fervor a celebrar y hacer
memoria de los acontecimientos decisivos de la vida del Señor Jesucristo, su
pasión, su cruz, su extrema humillación, su juicio injusto, su muerte
crucificada, su pascua, la legitimación de su historia por el Padre Dios, el
desconcierto de los discípulos, el ensañamiento de las autoridades romanas y
judías, la vida nueva en el Espíritu, las comunidades del cristianismo
primitivo, el ímpetu apostólico, la ruptura con el judaísmo, la expansión
misionera, la fascinación cristocéntrica de los primeros siglos de este camino.
Será simplemente un tiempo de aglomeraciones, rituales
multitudinarios, repetición de lugares comunes, reafirmación de un pretendido
Dios sádico, sediento de sacrificios cruentos, que desea con vehemencia la
muerte de su Hijo para aplacar su ira con la humanidad pecadora? Primará el
espectáculo de las procesiones monumentales, estatuas barrocas y sangrientas,
vestimentas penitenciales, música lúgubre, énfasis desmedido en culpas y
pecados, rezos angustiados?
O, mejor, serán capaces nuestras comunidades, con sus pastores a la cabeza, de atinar con la Buena Noticia de vida plena
y de libertad de la que es portador este Señor, implicado en lo más dramático
de la condición humana, encarnado en el reverso de la historia, asumiendo todo
el dolor y toda la injusticia para resignificarlos en clave pascual, en la perspectiva del gozoso sentido teologal
de la existencia?
Nuestro anuncio de esta historia sabrá traspasar la
anécdota puntual para trascender a la historia real de las comunidades en las
que se celebra este misterio?
Resonarán en estas liturgias el clamor de los pobres
del mundo, la tragedia monumental que afecta a Siria, la gravísima injusticia
que se comete con nuestros hermanos de Venezuela, los interminables
desequilibrios del Africa subsahariana, el silencio vergonzante de los
condenados morales, el sufrimiento de millones de solitarios, el vacío
existencial de los fanáticos de la sociedad de consumo, la superficialidad de
los exitosos y competitivos, la pobreza moral de tantos gobernantes, la
perversidad de quienes se ensañan de modo violento contra sus semejantes, la
hipocresía de los que se pretenden dueños de la fe y de la moral? Aceptaremos
que la cruz de Jesucristo es juicio a los poderes del mundo y profecía de Dios
que anuncia el surgimiento de la nueva humanidad?
Porque si nos mueve apenas la curiosidad de aquellos
lugares donde las ceremonias y procesiones son suntuosas, turismo religioso sin
densidad espiritual, estamos – como se dice con gracioso colombianismo – “más
perdidos que embolatados”. Si nuestro motivo para esta temporada es una
purificación ocasional de la conciencia, cumplimientos formales tan
cuestionados por el mismo Jesús, inercia sociocultural de la religión,
mentalidad mágica y supersticiosa, podemos estar perdidos con respecto al ser y
a la identidad de Jesús, y simultáneamente con respecto a nuestra condición
humana.
Jesús es el lenguaje más contundente con el que Dios
garantiza que toma en serio al ser
humano, y no lo hace de manera pretenciosa, triunfalista, sino en modo de
anonadamiento, de vaciamiento de sí mismo, siguiendo aquella prefiguración con
la que Isaías diseña el perfil del Mesías: “El Señor Yahvé me ha abierto el oído , y no
me resistí ni me hice atrás. Ofrecí mi espalda a los golpes, mi cara a los que
mesaban mi barba, y no hurté mi rostro a insultos y salivazos” (Isaías
50: 5-6).
Este anticipo del Antiguo Testamento también está
asumido por Pablo, quien afirma que: “Tengan entre ustedes los mismos
sentimientos que Cristo: el cual, siendo de condición divina, no reivindicó su
derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando
condición de esclavo” (Filipenses 2: 5-7). Esto lo expresa el griego
del Nuevo Testamento con la palabra kenosis , que significa despojo total de sí
mismo, renuncia a toda pretensión de poder y de prestigio, rechazo del vano
honor del mundo, ruptura con la vanagloria, identificación con los condenados
de la tierra, cruz, soledad.
Con esta última constatación hay que hacer frente a la
interpretación cristiana – distorsionada ciertamente – que exalta el
sufrimiento por sí mismo, que entiende la realidad como valle de lágrimas, que
se traduce en un ser humano debilitado por un Dios tirano, sumiéndolo en el
morbo de la culpa y en la angustia como modo habitual de estar en la historia.
Es imperativo afirmar que esto no tiene nada que ver con el querer de Dios y
con la originalidad liberadora del proyecto de Jesús. El asunto se entiende, se
vive, se capta con sentido, cuando lo integramos desde la perspectiva total de
la vida que se ofrece a Dios y a la humanidad, para que esa misma vida se
vuelva abundancia de dignidad, de amor, de justicia, de apertura trascendente
al Padre y al prójimo, tendencia reiterada de nuestras convicciones evangélicas
y humanistas.
Lo verdaderamente importante en el relato de la pasión
está más allá de lo que se puede narrar. Lo que los textos nos quieren
transmitir hay que buscarlo en la actitud de Jesús que refleja plenitud de
humanidad. La jugada maestra no está en la misma muerte suya sino en detectar
por qué lo mataron, y cuáles fueron las consecuencias de esa muerte para los discípulos.
Semana Santa es tiempo privilegiado para plantearnos la revisión crítica,
exigente, responsable, de nuestros esquemas teológicos y existenciales sobre el
valor de esta muerte en la cruz y, junto con ella, las muertes de la humanidad,
siguiendo aquello de “pasión de Cristo, pasión del mundo”.
En general, los seres humanos estamos haciendo siempre
cálculos y previsiones, hasta la misma caridad y solidaridad son medidas,
“prudentes”, dando hasta que sintamos que corremos riesgos, incomodidades,
rupturas, poniendo límites “razonables” a la entrega. Amo al prójimo pero hasta
aquí no más, de aquí en adelante me expongo demasiado. Vale decir que todo esto
es egoísmo camuflado de piedad.
Por feliz oposición, nos encontrarnos escuetamente con
el drama del Señor crucificado, con los muchísimos dramas y crucifixiones del
ser humano, y con esto se nos conmueve hasta las más hondas raíces del ser y del
hacer. Nunca debemos olvidar que a Jesús lo mataron los jefes del pueblo judío,
porque lo rechazaban frontalmente: “Los sumos sacerdotes y el sanedrín en
pleno andaban buscando contra Jesús un testimonio para darle muerte, pero no lo
encontraban. Eran muchos los que lo acusaban en falso, pero los testimonios no
coincidían” (Marcos 14: 55-56).
Ellos rechazaban
sus enseñanzas, su persona, su manera de hablar de Dios, su acercamiento
exquisito y compasivo a pecadores, pobres, enfermos, excluídos, desposeídos,
humillados, su afirmación tajante de que la ley está el servicio del ser
humano, su revelación de Dios como Padre de misericordia denunciando la
falsedad de la imagen de juez vengativo e implacable, todo ello cimentado en su pretensión de igualarse a Dios, no desde los
caminos de la autosuficiencia, pero
siempre en la disposición del más radical amor por todos los seres
humanos, con la conocida predilección por los condenados de la tierra.
A Jesús lo mataron porque denunció con fuerza a las
autoridades religiosas que, con su manera de entender la religión, oprimían al
pueblo con cargas insoportables y humillantes. El no era un insensato y
masoquista que se expuso irresponsablemente a la muerte violenta, tenía claro
que sus opciones y sus actuaciones lo hacían potencial víctima del odio
político-religioso de los dirigentes y de la animosidad de la turba que se
dejaba manipular por sus “guías”, como sigue sucediendo en tantos lugares del
planeta, incluído nuestro polarizado país.
La expresión dramática que refiere Marcos es elocuente
en grado sumo: “Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir angustia.
Les dijo entonces: mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense aquí y
vigilen. El se adelantó un poco, cayó en tierra y suplicaba que a ser posible
pasara de él aquella hora. Decía: Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta
de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieres tú “(Marcos
14: 33-37). En este orden de cosas, lo que nos importa es descubrir las
poderosas razones que Jesús tenía para para seguir diciendo lo que tenía que
decir y haciendo lo que tenia que hacer, a pesar de que estaba seguro de que
eso le costaría la vida , decisión del
infamante juicio del sanedrín, con el natural temor propio de su
humanidad.
Le mataron por afirmar, con hechos y palabras, de
marcada intensidad, que el valor del ser humano concreto está por encima de la
Ley y del templo, y, junto con eso, por
poner a Dios como garante de esta convicción, englobante de toda su acción
salvadora y liberadora. Conscientemente decidió ir a Jerusalén en esos días de
pascua, donde estaba el peligro. Demostró que la manera plena de ser fiel a
Dios es ponerse del lado del oprimido. No se puede pensar en la muerte de Jesús
desconectándola de su vida, su muerte fue consecuencia clara de su vida. No fue
una programación fatalista del Padre,
sino un dramático acto de libertad, en el que la humanidad ha sido
abierta a la plenitud de sentido en Dios.
Cuando Jesús comparece ante el tribunal que lo va a
juzgar y a condenar, manifiesta con entereza cuál es el fundamento de su
conducta: “Entonces, se levantó el Sumo Sacerdote y, poniéndose en medio,
preguntó a Jesús: No respondes nada? No oyes lo que estos atestiguan contra ti?
Pero él seguía callado y no respondía nada. El Sumo Sacerdote le preguntó de
nuevo: Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Jesús respondió: Sí, yo soy, y
verán al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder y venir entre las nubes
del cielo. El Sumo Sacerdote se rasgó las túnicas y dijo: Qué necesidad tenemos
ya de testigos? Acaban de oír la blasfemia. Qué les parece? Todos juzgaron quer
era reo de muerte” (Marcos 14: 60-64).
Poner a Dios
como aval de todo su actuar, equipararse a El, es gravísimo delito para la
religión judía, identificándolo como blasfemia, que es mucho más que un simple
lenguaje, es postura existencial, que
también pone en tela de juicio la lógica religiosa y moral del judaísmo de ese
tiempo, porque relativiza su capacidad de mediación y abre a una nueva
perspectiva que está en el mismo Jesús, con lo que se rompe definitivamente la
sacralidad de ese establecimiento.
Con la pasión de Jesús Dios asume la tragedia de la
condición humana, sus múltiples crucifixiones, sus padecimientos del mal
decidido por otros, su pregunta permanente por el sentido último de la vida, la
incertidumbre que producen los muchos sufrimientos, pero también la búsqueda
permanente de las mejores razones para
la esperanza. Por eso no podemos seguir explicando la muerte de Jesús como el
rescate exigido por Dios para aplacar la deuda del pecado. Una interpretación
así desconoce la idea de Dios que Jesús desplegó en su vida. Un Dios que es
Padre-Madre amoroso no casa muy con el señor implacable que exige sin piedad
que se le pague hasta el último centavo de la deuda.
Para los discípulos la muerte de Jesús fue una
conmoción que, aunque inicialmente los dejó en derrota, luego los llevó al
descubrimiento de su genuino ser. Esto implicó un proceso de maduración
interior, la fe pascual que les permitió encontrar que el hombre Jesús de
Nazareth fue exaltado como el Señor, el Mesías, el Cristo, el Hijo, realidad
que no se da de un momento a otro sino como resultado de una evolución en la
que el Espíritu va suscitando esa experiencia que es el punto clave de la fe.
Sobre esta
base, hagamos el ejercicio de hacernos conscientes de nuestras precariedades e
incertidumbres, eso sí, abiertas a algo definitivo, superando el ser
recipientes pasivos de un discurso religioso, muy a menudo irrelevante, para
pasar a ser sujetos activos de la vida en el Espíritu, en la que este nos
infunde la conciencia cristológica que es definitiva en orden a replantear en
su raíz nuestra condición humana, en términos de apertura total al misterio de
Dios.
Por todo esto: “Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que
está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en
los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que
Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2: 9-11).
La interpretación de la muerte de Jesús determina
nuestro ser cristiano y nuestro ser humano. No es subir a la cruz con él, sino
a ayudar a bajar de sus cruces a tantos crucificados del mundo. Jesús, muriendo
de esa manera, hace presente a un Dios sin pizca de poder, pero desbordante de
amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El
poder de Dios se manifiesta en la vida de quien es capaz de amar entregando
todo lo que es. Sólo el amor es digno de fe!