“Y
fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando
demonios”
(Marcos
1: 39)
Lecturas:
- Job 7: 1-7
- Salmo 146
- 1 Corintios 9: 16-23
- Marcos 1: 29-39
La más grande inquietud para el ser humano, raíz de interminables preguntas existenciales, reside en el problema del mal y en el misterio de la muerte. Por qué Dios – si existe preguntan muchos – permite la injusticia, el sufrimiento de los inocentes, la mala suerte de muchos justos, la inagotable cadena de violencias y atentados contra la dignidad humana , el “éxito” - ¿???- de los malvados? Qué pasa con el asunto esencial del derecho a la felicidad si el fantasma de la muerte nos acecha de continuo?
El
esfuerzo de responder a estos interrogantes está en la base de
muchos desarrollos existenciales, de las ofertas religiosas y
espirituales, de actitudes vitales prácticas. Hay propuestas serias,
razonables, consistentes, avaladas por las vidas coherentes de
millones de seres humanos, que se lanzan a la aventura de la vida
dotados de notable consistencia interior, sus relatos vitales – un
Martin Luther King, una Ana Frank, por ejemplo – son indicadores de
una estatura espiritual que sabe ir más allá de las contradicciones
y extremas dificultades a las que se ven expuestos tantos hombres y
mujeres.
Surgen
también el sentimiento trágico de la vida, la desesperación
extrema, la conciencia de que el absurdo rodea la humanidad y luego
ingresa hasta sus más profundas entrañas convirtiendo en infierno
tantos relatos vitales que más bien son historias sin horizonte. Ya
lo expresaba Albert Camus (1913-1960) con dramático realismo, el
único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio!
Los
textos que la Iglesia ofrece a nuestra consideración este domingo
nos llevan a pensar, a orar, a discernir, sobre el problema del mal,
sobre el sufrimiento que parece no tener respuesta, y también sobre
la misión de Jesús, que sana, salva y libera de la angustia
radical. La primera lectura, proveniente del clásico libro de Job,
justamente está llena de preguntas radicales y aparentemente
encerradas en el círculo de la tragedia: “Como
un esclavo que suspira por la sombra, como un asalariado que espera
su jornal, así me han tocado en herencia meses vacíos, me han sido
asignadas noches de dolor. Al acostarme pienso: cuándo me levantaré?
Pero la noche se hace muy larga y soy presa de la inquietud hasta la
aurora”
(Job 7: 2-4).
Job
es el escrito clásico que enfrenta estos interrogantes y propone las
diversas posturas ante el misterio de siempre, radical y
estremecedor. Sabemos que no es un relato histórico sino una
reflexión sapiencial, en el que el mundo del Antiguo Testamento
encara el asunto más doloroso que podemos vivir los seres humanos.
La
figura del justo afectado por vacíos, muertes, desposesiones,
desarraigos, transita por todo el libro, primero viviendo su crisis y
la correspondiente protesta, luego asediado por consejeros y amigos,
que traen a cuento sus posturas: renegar de Dios, abdicar de la
esperanza, entregarse fatalmente a la tragedia, refugiarse en una
religión que elude la responsabilidad de afrontar el dolor. También
le llegan las voces del sentido, las que lo alientan a no perder de
vista el horizonte de lo definitivo, a permitir que la esperanza sí
tenga un espacio razonable y decisivo en las posibilidades de los
hombres.
El
relato es una biografía de la humanidad, y una reflexión profunda
sobre cómo se viven los procesos del mal y del amanecer a la novedad
de una vida liberada y transfigurada desde la experiencia del Dios
viviente, cuya intencionalidad irreversibel es estar siempre de
parte del ser humano. Cómo llegar a ello? Cómo descubrirlo?
Delante
de sus amigos, Job desnuda su corazón desencantado. Ellos, que
defienden una teología desencarnada, distante de la vida real, no
pueden comprender la queja suya, ni acompañarlo plenamente en su
dolor. El grito de Job está presente en la cotidianidad de mucha
gente, que enfrenta vidas de dificultad desmesurada. Job compara su
historia con la de un eterno infeliz: “Recuerda
que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la felicidad”
(Job 7: 7), es el lamento que quien perdió toda ilusión para salir
de la oscuridad.
El
texto contiene una reflexión sobre la presencia injustificada del
mal en el mundo, ante lo cual necesitamos “justificar” también a
quienes podrían resultar implicados en su existencia. A Dios, en
primer lugar. Contra El solemos rebelarnos cuando vienen los
fracasos, la muerte de los seres queridos, las bancarrotas
económicas, las enfermedades, las injusticias que sufren a diario
millones de prójimos.
En
los tiempos de la segunda guerra mundial (1939 – 1945), y en los
años que la siguieron, floreció en Europa el existencialismo ateo,
dramático, saturado de absurdo, como resultado del desencanto que
significó para ese continente - que se ha preciado desde hace
siglos de culto y civilizado – la tragedia de una conflagración
que destruyó más de cincuenta millones de vidas, con sus fatídicos
campos de concentración como Auschwitz, Dachau, Lubianka, con la
barbarie del nazismo y del terror staliniano.
Qué
quedaba? El ser y la nada, la peste, la náusea, como rezan los
títulos de algunos libros de Jean Paul Sartre (1905-1980), tal vez
el mayor profeta de tan gran desilusión.
Cómo
respondemos desde la fe cristiana a esta cuestión radical? Nos vamos
por las ramas con una religiosidad evasiva, que aliena a las personas
y las refugia en el paraíso artificial de rezos, inciensos, piedades
desconectadas de la responsabilidad de transformar las condiciones
del dolor? O recibimos de Dios mismo, de Jesús, el desafío de hacer
frente con entereza espiritual, como la suya en la injusta tragedia
de su cruz?
Jesús
entra a hacer parte de la vida de las personas en su cotidianidad, en
sus gozos y esperanzas, en sus vacíos y en sus inquietudes. El
domingo anterior lo vimos sanando a un endemoniado, y exorcizando la
ideología del mal, desafiando las fuerzas posesivas que destruyen la
integridad del ser humano. Hoy, lo acompañamos con Simón y Andrés
a la casa de Pedro: “Cuando
salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y
Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se lo
dijeron de inmediato. El se acercó, la tomó de la mano y la hizo
levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos”
(Marcos
1: 29-31). Y después sigue entregado a muchos otros, curando y
devolviendo el encanto de vivir.
La
suegra de Pedro recupera su salud y su capacidad de servicio. Cuántas
veces nos hemos visto sometidos a crisis profundas, a desarraigos
totales, a situaciones en las que nos parecía haber perdido toda
ilusión! Y cuántas veces vinieron también experiencias gratuitas
de rescate, de solidaridad y cercanía liberadora, de volver a
vislumbrar la esperanza en medio del sufrimiento! Manos amigas,
solidaridades entrañables, Dios que escribe derecho con letras
torcidas, miles de prójimos como nuevos Job que regresan a un
amanecer purificados y fraguados por el dolor, ahora más sólidos,
madurados definitivamente para el sentido y las mejores razones para
vivir con significado.
No
podemos ignorar nunca las grandes tragedias de la humanidad, somos
insistentes en ese aspecto. Los millones de personas afectados por la
pobreza y el desarraigo de su hábitat, las víctimas del mal
encarnado en seres humanos que deciden arrasar y asesinar, la
arrogancia de gobernantes cuyas determinaciones matan y desalojan, la
perversidad del modelo económico neoliberal bien conocido por su
potencia causante de miseria, las mil “razones” irrazonables que
segregan, fracturan, agreden, disuelven la felicidad del prójimo.
Seguir el camino de Jesús es ir con El a las calles de la vida y
trabajar con su mismo estilo para erradicar el mal, aunque esto suene
a faena quijotesca e imposible.
Anunciar
hoy el Reino de Dios y su justicia no es cuestión de palabras
piadosas, de formalidades rituales, de juicios moralistas, de
imposición de obligaciones tediosas, de Jesús nos viene el
imperativo de luchar contra el mal, de ser evangélicamente
constructivos y redentores, de sanar y rehabilitar a los hermanos
disminuídos por el mal, de ponernos incondicionalmente a su
servicio, de ejercer la más radical projimidad, de acompañar y
dignificar la vida, de reencantar la creación.
Marcos,
en el evangelio de hoy, indica que: “Por
la mañana, antes de que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue
a un lugar desierto, allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo
con sus compañeros, y cuando lo encontraron le dijeron: todos te
andan buscando”
(Marcos 1: 35-37). Su trabajo sanador no surge de una condición
milagrera sin más, como la de tantos taumaturgos baratos que
circulan por el mundo prometiendo el oro y el moro, lo suyo es la
tarea de Dios, por eso intima permanentemente con el Padre, a El va
con el dolor de su gente, y de El sale para devolver a muchos el
encanto de vivir: “Vayamos
a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque
para eso he salido. Y fue predicando en las sinagogas de toda la
Galilea y expulsando demonios”
(Marcos 1: 38-39).
Jesús,
inserto en lo más hondo de los sufrimientos humanos, encarnado en la
pasión por la vida que bulle en toda tragedia, se acerca
compasivamente a todos, no se fatiga en su ministerio de curación,
va hasta la cruz por esta causa que moviliza todo su ser, y se
constituye en referencia fundante para todos los que quieran tomarle
en serio, que no es otra cosa que tomar en serio a Dios, a la vida, a
la humanidad que clama por ser liberada del dominio del mal.
No
es la muerte la que tiene la última palabra sobre la vida humana, ni
sus fatídicos mensajeros, es Dios el que decide lo definitivo para
nosotros, y lo suyo es vitalidad sin límites, dignidad, esperanza,
trascendencia, sentido total de la existencia. Queremos hacer parte
de esta misión?
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