domingo, 4 de febrero de 2018

COMUNITAS MATUTINA 4 DE FEBRERO DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO

Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios”
(Marcos 1: 39)
Lecturas:
  1. Job 7: 1-7
  2. Salmo 146
  3. 1 Corintios 9: 16-23
  4. Marcos 1: 29-39

La más grande inquietud para el ser humano, raíz de interminables preguntas existenciales, reside en el problema del mal y en el misterio de la muerte. Por qué Dios – si existe preguntan muchos – permite la injusticia, el sufrimiento de los inocentes, la mala suerte de muchos justos, la inagotable cadena de violencias y atentados contra la dignidad humana , el “éxito” - ¿???- de los malvados? Qué pasa con el asunto esencial del derecho a la felicidad si el fantasma de la muerte nos acecha de continuo?
El esfuerzo de responder a estos interrogantes está en la base de muchos desarrollos existenciales, de las ofertas religiosas y espirituales, de actitudes vitales prácticas. Hay propuestas serias, razonables, consistentes, avaladas por las vidas coherentes de millones de seres humanos, que se lanzan a la aventura de la vida dotados de notable consistencia interior, sus relatos vitales – un Martin Luther King, una Ana Frank, por ejemplo – son indicadores de una estatura espiritual que sabe ir más allá de las contradicciones y extremas dificultades a las que se ven expuestos tantos hombres y mujeres.
Surgen también el sentimiento trágico de la vida, la desesperación extrema, la conciencia de que el absurdo rodea la humanidad y luego ingresa hasta sus más profundas entrañas convirtiendo en infierno tantos relatos vitales que más bien son historias sin horizonte. Ya lo expresaba Albert Camus (1913-1960) con dramático realismo, el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio!
Los textos que la Iglesia ofrece a nuestra consideración este domingo nos llevan a pensar, a orar, a discernir, sobre el problema del mal, sobre el sufrimiento que parece no tener respuesta, y también sobre la misión de Jesús, que sana, salva y libera de la angustia radical. La primera lectura, proveniente del clásico libro de Job, justamente está llena de preguntas radicales y aparentemente encerradas en el círculo de la tragedia: “Como un esclavo que suspira por la sombra, como un asalariado que espera su jornal, así me han tocado en herencia meses vacíos, me han sido asignadas noches de dolor. Al acostarme pienso: cuándo me levantaré? Pero la noche se hace muy larga y soy presa de la inquietud hasta la aurora” (Job 7: 2-4).
Job es el escrito clásico que enfrenta estos interrogantes y propone las diversas posturas ante el misterio de siempre, radical y estremecedor. Sabemos que no es un relato histórico sino una reflexión sapiencial, en el que el mundo del Antiguo Testamento encara el asunto más doloroso que podemos vivir los seres humanos.
La figura del justo afectado por vacíos, muertes, desposesiones, desarraigos, transita por todo el libro, primero viviendo su crisis y la correspondiente protesta, luego asediado por consejeros y amigos, que traen a cuento sus posturas: renegar de Dios, abdicar de la esperanza, entregarse fatalmente a la tragedia, refugiarse en una religión que elude la responsabilidad de afrontar el dolor. También le llegan las voces del sentido, las que lo alientan a no perder de vista el horizonte de lo definitivo, a permitir que la esperanza sí tenga un espacio razonable y decisivo en las posibilidades de los hombres.
El relato es una biografía de la humanidad, y una reflexión profunda sobre cómo se viven los procesos del mal y del amanecer a la novedad de una vida liberada y transfigurada desde la experiencia del Dios viviente, cuya intencionalidad irreversibel es estar siempre de parte del ser humano. Cómo llegar a ello? Cómo descubrirlo?
Delante de sus amigos, Job desnuda su corazón desencantado. Ellos, que defienden una teología desencarnada, distante de la vida real, no pueden comprender la queja suya, ni acompañarlo plenamente en su dolor. El grito de Job está presente en la cotidianidad de mucha gente, que enfrenta vidas de dificultad desmesurada. Job compara su historia con la de un eterno infeliz: “Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la felicidad” (Job 7: 7), es el lamento que quien perdió toda ilusión para salir de la oscuridad.
El texto contiene una reflexión sobre la presencia injustificada del mal en el mundo, ante lo cual necesitamos “justificar” también a quienes podrían resultar implicados en su existencia. A Dios, en primer lugar. Contra El solemos rebelarnos cuando vienen los fracasos, la muerte de los seres queridos, las bancarrotas económicas, las enfermedades, las injusticias que sufren a diario millones de prójimos.
En los tiempos de la segunda guerra mundial (1939 – 1945), y en los años que la siguieron, floreció en Europa el existencialismo ateo, dramático, saturado de absurdo, como resultado del desencanto que significó para ese continente - que se ha preciado desde hace siglos de culto y civilizado – la tragedia de una conflagración que destruyó más de cincuenta millones de vidas, con sus fatídicos campos de concentración como Auschwitz, Dachau, Lubianka, con la barbarie del nazismo y del terror staliniano.
Qué quedaba? El ser y la nada, la peste, la náusea, como rezan los títulos de algunos libros de Jean Paul Sartre (1905-1980), tal vez el mayor profeta de tan gran desilusión.
Cómo respondemos desde la fe cristiana a esta cuestión radical? Nos vamos por las ramas con una religiosidad evasiva, que aliena a las personas y las refugia en el paraíso artificial de rezos, inciensos, piedades desconectadas de la responsabilidad de transformar las condiciones del dolor? O recibimos de Dios mismo, de Jesús, el desafío de hacer frente con entereza espiritual, como la suya en la injusta tragedia de su cruz?
Jesús entra a hacer parte de la vida de las personas en su cotidianidad, en sus gozos y esperanzas, en sus vacíos y en sus inquietudes. El domingo anterior lo vimos sanando a un endemoniado, y exorcizando la ideología del mal, desafiando las fuerzas posesivas que destruyen la integridad del ser humano. Hoy, lo acompañamos con Simón y Andrés a la casa de Pedro: “Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se lo dijeron de inmediato. El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos” (Marcos 1: 29-31). Y después sigue entregado a muchos otros, curando y devolviendo el encanto de vivir.
La suegra de Pedro recupera su salud y su capacidad de servicio. Cuántas veces nos hemos visto sometidos a crisis profundas, a desarraigos totales, a situaciones en las que nos parecía haber perdido toda ilusión! Y cuántas veces vinieron también experiencias gratuitas de rescate, de solidaridad y cercanía liberadora, de volver a vislumbrar la esperanza en medio del sufrimiento! Manos amigas, solidaridades entrañables, Dios que escribe derecho con letras torcidas, miles de prójimos como nuevos Job que regresan a un amanecer purificados y fraguados por el dolor, ahora más sólidos, madurados definitivamente para el sentido y las mejores razones para vivir con significado.
No podemos ignorar nunca las grandes tragedias de la humanidad, somos insistentes en ese aspecto. Los millones de personas afectados por la pobreza y el desarraigo de su hábitat, las víctimas del mal encarnado en seres humanos que deciden arrasar y asesinar, la arrogancia de gobernantes cuyas determinaciones matan y desalojan, la perversidad del modelo económico neoliberal bien conocido por su potencia causante de miseria, las mil “razones” irrazonables que segregan, fracturan, agreden, disuelven la felicidad del prójimo. Seguir el camino de Jesús es ir con El a las calles de la vida y trabajar con su mismo estilo para erradicar el mal, aunque esto suene a faena quijotesca e imposible.
Anunciar hoy el Reino de Dios y su justicia no es cuestión de palabras piadosas, de formalidades rituales, de juicios moralistas, de imposición de obligaciones tediosas, de Jesús nos viene el imperativo de luchar contra el mal, de ser evangélicamente constructivos y redentores, de sanar y rehabilitar a los hermanos disminuídos por el mal, de ponernos incondicionalmente a su servicio, de ejercer la más radical projimidad, de acompañar y dignificar la vida, de reencantar la creación.
Marcos, en el evangelio de hoy, indica que: “Por la mañana, antes de que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto, allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron le dijeron: todos te andan buscando” (Marcos 1: 35-37). Su trabajo sanador no surge de una condición milagrera sin más, como la de tantos taumaturgos baratos que circulan por el mundo prometiendo el oro y el moro, lo suyo es la tarea de Dios, por eso intima permanentemente con el Padre, a El va con el dolor de su gente, y de El sale para devolver a muchos el encanto de vivir: “Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido. Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios” (Marcos 1: 38-39).
Jesús, inserto en lo más hondo de los sufrimientos humanos, encarnado en la pasión por la vida que bulle en toda tragedia, se acerca compasivamente a todos, no se fatiga en su ministerio de curación, va hasta la cruz por esta causa que moviliza todo su ser, y se constituye en referencia fundante para todos los que quieran tomarle en serio, que no es otra cosa que tomar en serio a Dios, a la vida, a la humanidad que clama por ser liberada del dominio del mal.
No es la muerte la que tiene la última palabra sobre la vida humana, ni sus fatídicos mensajeros, es Dios el que decide lo definitivo para nosotros, y lo suyo es vitalidad sin límites, dignidad, esperanza, trascendencia, sentido total de la existencia. Queremos hacer parte de esta misión?

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