“También
decía: el Reino de Dios es como el caso de un hombre que siembra el grano en la
tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que
él sepa cómo”
(Marcos 4: 26-27)
Lecturas:
1.
Ezequiel 17: 22-24
2.
Salmo 91
3.
2 Corintios 5: 6-10
4.
Marcos 4: 26-34
Una
estrategia sabia y bien conocida que Jesús utilizó para enseñar sobre el Reino
de Dios fueron las parábolas: imágenes, metáforas, comparaciones, de extrema
sencillez, todas ellas inculturadas en la realidad de sus oyentes, campesinos,
pastores, pescadores, amas de casa. Con un lenguaje pertinente y lleno de
realismo los introdujo en esa novedad de vida en la que se fundamenta su
misión: una existencia libre en el amor de Dios, acogedora y misericordiosa
para todos, con esas notas de inclusión
y de fraternidad que caracterizan su propuesta, ajena a los formalismos de la
religión judía, reconocedora del valor de cada persona, y con la
paternidad-maternidad de Dios como garantía y fundamento.
El
capítulo 4 del evangelio de Marcos, del que se toma el relato evangélico de
este domingo, nos presenta varias de
ellas: la de la semilla que crece por sí sola y la del grano de mostaza. La
gran virtud que ellas tienen es la de superar los obstáculos más obvios e
inmediatos del entendimiento.
Frente a las interpretaciones dispendiosas y
oscuras que hacían los maestros de la ley, llenas de prohibiciones y castigos,
las palabras de Jesús se imponen con una claridad demoledora, hablan de la
cotidianidad: “Con qué podremos comparar el reino de Dios, o con qué parábola lo
explicaremos? Es como un grano de mostaza en el momento de sembrarlo, es más
pequeño que cualquier semilla que se siembra en la tierra. Pero una vez sembrado,
crece y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que
las aves del cielo anidan a su sombra” (Marcos 4: 30-32).
El
campesino que salva su cosecha, el ama de casa que busca con afán una moneda
que se le extravió, le persona que al cocinar administra con tino la sal, el
sembrador que deposita la semilla en distintos tipos de terreno, Si nos
remitimos al Antiguo Testamento también encontraremos ricas referencias en este
sentido, como la que nos ofrece la primera lectura: “Y todos los árboles del campo
sabrán que yo, Yahvé, humillo al árbol elevado y elevo al árbol humilde, hago
secarse al árbol verde y reverdecer al
seco” (Ezequiel 17: 24).
De
igual manera, Pablo en 2 Corintios acude al símil del cuerpo como domicilio
provisional, y sin embargo imprescindible, para alcanzar residencia permanente
en el cuerpo resucitado de Jesús: “Estamos, pues, llenos de buen ánimo y
preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso, bien en
nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle” (2
Corintios 5: 8-9).
El
profeta Ezequiel compara la acción de Dios con la de un campesino que reforesta
las cumbres áridas con cedros que se caracterizan por su tamaño excepcional,
por la duración de su madera y por su singular belleza. El nuevo Israel será un
rebrote joven plantado en lo alto de los montes de Judá; atrás quedarán la soberbia
de la monarquía y todos los peligros de su fascinación por el poder: “También
yo tomaré un tallo de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré
un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa; en la alta
montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto, y se hará un
cedro magnífico” (Ezequiel 17: 22-23).
Mediante
esta imagen el profeta anuncia la caída de los reyes y sacerdotes infieles a
Yahvé, y promueve la exaltación de los humildes, de aquellos que, discretamente
, viven fiel y generosamente su compromiso con la Alianza. Tiene la esperanza
de que su pueblo renazca después del exilio y su estilo perdure como lo hacen
los cedros que pueden durar hasta dos mil años.
Las
parábolas de Jesús, en cambio, no hablan desde la perspectiva de los árboles
grandes, sino de los arbustos que pueden crecer en los jardines sin derribar la
casa ni secar las otras hortalizas. La primera habla de la fuerza interna de la
semilla, que opera prácticamente sin que el campesino se percate. Si encuentra
las condiciones favorables, florecerá. La labor del agricultor se limita a
preparar el terreno para que dé garantías de cultivo fecundo. La semilla, así
implantada, nos habla de la gratuidad del don de Dios manifestado en el Reino: “La
tierra da el fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo
abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la
hoz, porque ha llegado la siega” (Marcos 4: 28-29).
El
Reino fue la pasión determinante de Jesús, es el protagonista de su misión, su
causa primera. Las parábolas beben de esta mentalidad, orientadas a un público
habituado a escuchar a fariseos, sacerdotes del templo y maestros de la ley,
cargados de milimetrías jurídicas y rituales, con alta capacidad de complicar
la vida de la gente, e incluso de excluírlos de la posibilidad del acceso a
Dios, el estilo cercano de Jesús contrasta radicalmente con ellos y se impone
por su elemental nitidez, en la que no sólo se está planteando un modo
pedagógico sino la manifestación del Dios que en él se revela: el Dios de
todos, el Dios de la mesa fraterna, el del perdón y la misericordia, el que
exalta a los humildes y derriba a los soberbios, el que sana y rehace al ser
humano, el que libera de ataduras imposibles.
Vale
la pena reflexionar críticamente – desde el Evangelio – por qué durante mucho
tiempo en la Iglesia desapareció la perspectiva del Reino y se impuso la de lo
institucional y jurídico, con marcado acento en las jerarquías, en las normas y
en los rituales, a estos se les sustrajo su dinamismo profético y carismático.
Tal mentalidad se hizo especialmente fuerte durante la Contrarreforma, el
período barroco, bajo las determinaciones del Concilio de Trento, siglos más
tarde fortalecidas con el Vaticano I. Predomina el modelo clerical-eclesiástico
, la práctica cristiana es cumplimiento de requisitos, y la encarnación en las
realidades de la historia es desconocida, en la mayoría de los casos.
Con
la recuperación del texto bíblico, y con los nuevos métodos de interpretación
del mismo, cuyos pioneros fueron los cristianos protestantes, se da un paso
significativo en la comprensión del hecho cristiano, que favorece el rescate de
la lógica del Reino, la realidad de la encarnación, el Jesús histórico, la inculturación
del evangelio, la sintonía con la historia y con la experiencia existencial de
la humanidad, el diálogo de la Iglesia con la cultura moderna.
Debemos esta extraordinaria tarea a hombres
como Juan XXIII y Pablo VI, a teólogos y
biblistas como Henri de Lubac, Yves Congar, Karl Rahner, Agustín Bea, a
pastores como Giacomo Lercaro, Leo Joseph Suenens, Helder Cámara, con las
posteriores aplicaciones latinoamericanas en la II Asamblea General de Obispos
de América Latina reunida en Medellín en agosto de 1968 y en la Teología de la
Liberación.
Hay
que subrayar que el tema del Reino de Dios, su redescubrimiento, a partir de
los hechos referidos, es sin duda el asunto teológico-pastoral que más ha
transformado a la Iglesia en los últimos 55 años. La centralidad del Reino le
da un nuevo carácter a la Iglesia, pasamos de tener el centro en ella a
recuperar nada menos que al mismo Señor Jesús y a su proyecto de vida, yendo a lo más genuino de él y de su misión. La
Iglesia no puede anunciarse a sí misma, el Reino es el que le da identidad y sentido. En este
proceso, la lógica contenida en las parábolas es definitiva y definitoria.
La
pasión por hacer efectiva la gran utopía del Reino es la intención original de
Jesús, su causa determinante. Esto es normativo para todo aquel que le quiera
tomar en serio, que se diga cristiano raizal, y que quiera hacer que su
proyecto de vida sea sólidamente evangélico.
Las
parábolas no apuntan a una meta específica preconcebida, ellas portan un
espíritu, un ideal, que se va concretando según tiempos, personas, comunidades,
contextos de realidad. Desde lo que cada uno es en el núcleo de su ser, debe
desplegar todas las posibilidades sin pretender saber con exactitud a donde le
llevará tal experiencia. Lo importante es que viva en perspectiva del Reino,
que lo apueste todo por esta dimensión, esto impulsa, inspira, anima, orienta
hacia una vida profundamente teologal y profundamente humana.
En
cada una de las dos parábolas de hoy se quiere destacar un aspecto de esa
realidad potencial dentro de la semilla. En la primera, su vitalidad, la
potencia que tiene para desarrollarse por sí misma. En la segunda, destaca la
desproporción entre la pequeñez de la semilla y la planta que de ella surge.
Parece imposible que de una semilla apenas perceptible, surja en muy poco
tiempo , una planta de gran porte.
Pongámonos
en estado de pregunta: hemos descubierto y aceptado el Reino de Dios y hemos
aportado unas condiciones indispensables para que pueda desplegar su propia
energía? Estamos dando oportunidad a la semilla, al grano de mostaza? Somos
conscientes de que seguir a Jesús es mucho más que la pertenencia formal a una
entidad prestadora de servicios religiosos? Qué aquí lo determinante es dejar
que Dios, su gracia, nos asuman, y que, en esa potente gratuidad, nos vayamos
haciendo nuevos en Jesús, gracias a la fuerza transformadora del Espíritu?
Germina en nosotros el Reino de Dios, su justicia?
La
clave es la gratuidad del don de Dios, tiene capacidad propia pero requiere de
la acogida de nuestra libertad, hay que sembrar la semilla con esperanza y con
paciencia histórica, aportando lo mejor de nosotros pero con la certeza de que
es gracia, regalo, con un Dios desbordante de amor y de generosidad.
Trabajemos con ahinco para que esto sea efectivo, para que en la Iglesia toda,
y en cada comunidad particular se destaquen los aspectos proféticos,
evangélicos, carismáticos, que todo lo institucional esté al servicio de las semillas que se despliegan con
abundancia!
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