domingo, 3 de junio de 2018

COMUNITAS MATUTINA 3 DE JUNIO SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO


“Tomen, este es mi cuerpo…Esta es mi sangre de la alianza que es derramada por muchos”
(Marcos 14: 22 y 24)
Lecturas:
1.   Exodo 24: 3-8
2.   Salmo 115
3.   Hebreos 9: 11-15
4.   Marcos 14: 12-16 y 22-26
Los sacramentos son signos que se refieren a realidades trascendentes, de carácter definitivo para la plenitud humana, que habitualmente no pueden entrar a través de nuestra percepción sensorial. Estos signos – el agua, los óleos, el pan, el vino, para señalar los más conocidos – nos remiten a lo significado, a aquella realidad proveniente de Dios que se vale de un lenguaje humano para comunicar la eficacia gratuita de sus dones, que nos hacen mejores personas según el modelo central que es el mismo Jesús, tal como nos los proponen los evangelios y los testimonios creyentes que dan origen a los textos del Nuevo Testamento.
José María Castillo es un teólogo español, de avanzada eclesial, siempre preocupado porque el lenguaje y prácticas de la fe y de la pastoral pierden su fuerza transformadora, se convierten en rituales desconectados de la realidad existencial, predominando  en ellos más lo jurídico-cultual que lo salvífico y liberador. A este asunto esencial de los sacramentos dedica un denso libro llamado “Símbolos de libertad: teología de los sacramentos”, escrito en 1980. Su pretensión es estudiar el sentido profundo de los sacramentos , en general y en particular de cada uno de ellos, remontarse a la tradición bíblica, someter a revisión crítica las deformaciones de interpretación y de vivencia cotidiana, y rescatar esa originalidad eficaz de Jesucristo que se implica encarnatoriamente en la realidad humana, histórica, para liberarla de sus ambigüedades,  siempre asumiendo que lo humano es el canal de significación para remitirnos al contenido original de vida de Dios en nosotros y de humanidad nueva, que logramos gracias al mismo Señor que se nos ofrece gratuitamente. Altamente recomendado para lectura, estudio y experiencia profunda de nuestra condición humana en clave teologal!
Veamos un breve párrafo del escrito referenciado, que nos ayuda a esclarecer el significado y valor de la realidad sacramental en la vida de la Iglesia: “La iglesia es fiel a Jesús cuando celebra, por la fuerza del Espíritu, los mismos gestos simbólicos que realizó Jesús; cuando se adhiere a su destino y comulga con su vida, cuando perdona los pecados y libera a los hombres de las fuerzas de esclavitud y de muerte que operan en la sociedad, cuando sana las raíces del mal y del sufrimiento que oprimen a todos los crucificados de la tierra. Cuando todo eso no son palabras, sino experiencias reales y concretas, vividas cada día en cada comunidad de fe, entonces cada una de esas comunidades expresa auténticamente tales experiencias mediante los símbolos fundamentales de nuestra fe a los que llamamos sacramentos” (CASTILLO, José María. Símbolos de libertad: teología de los sacramentos. Ediciones Sígueme, Salamanca,1981; página 458).
Estas consideraciones favorecen una mejor comprensión del sacramento eucarístico, que la Iglesia reconoce y celebra hoy con el nombre tradicional del Corpus Christi, el cuerpo y la sangre de Cristo. En la eucaristía, el signo no es el pan ni el vino en sí mismos, sino el pan partido, repartido y compartido, preparados para ser comidos y bebidos, la sangre como vida que se pone al servicio de todos los prójimos del mundo. En ambos casos, la realidad significada es el amor, que es el mismo Dios. Este Dios con su amor de ágape – amor que se dona todo sin reservas para dar vida, sentido pleno, salvación, liberación – está ofrecido incondicionalmente y tiene su relato definitivo, pleno, en el Señor Jesús, él mismo sacramento total del encuentro con Dios y con la humanidad.
Así, estamos en condiciones de captar que los sacramentos no son magias ni rituales que producen efectos automáticamente. Para asumirlos en toda su profundidad y significado el asunto esencial es la fe en Jesús, no como creencia conceptual, sino como experiencia de transformación de todo lo que somos en El, adquiriendo lo que la genuina tradición cristiana llama la “nueva humanidad”, tema muy constante en los escritos de Pablo. Se trata de tomar conciencia de Jesús y de comprometernos nosotros a ser como él, tal  es la jugada maestra del dinamismo sacramental en la Iglesia.
El partir el pan forma parte esencial de la esencia del signo. Jesús se hace presente en ese signo, no en la materialidad del pan o del vino, sino en el contenido teologal que se significa. Lo repetimos : es el pan partido, repartido, compartido. Es el mismo Jesús que se  deshace de la propiedad de su vida para darla toda sin reservas, ilimitadamente, con el amor que se desborda para participarnos la vitalidad de Dios, y para re-significar una humanidad ambiciosa, mezquina, egoísta, en una humanidad fraternal, solidaria, servicial, de diakonía y de koinonía (servicio y comunidad). Consecuencia primordial  de esta lógica sacramental es que nuestra vida se torne como la de Jesús, partida y compartida para bien de todo prójimo, principalmente – lo sabemos bien – del que es humillado y ofendido por el pecado de seres humanos egoístas.
El culto que se inaugura con Jesús supera definitivamente el concepto y práctica de la mediación religiosa concebida como un poder asignado a algunos constituídos en jerarquía, él mismo es la ofrenda grata a Dios y a la humanidad, es el don de su propia vida para darnos a todos la abundancia de la vida que Dios nos comunica, esta es la novedad del culto que Jesús establece. Este es contenido central de la carta a los Hebreos, de la que se toma la segunda lectura de este domingo: “En cambio, Cristo se presentó como sumo sacerdote de los bienes futuros, oficiando en una tienda mayor y más perfecta , no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario, una vez para siempre, no presentando sangre de machos cabríos ni de novillos, sino su propia sangre. De este modo consiguió una liberación definitiva” (Hebreos 9: 11-12).
Se  ratifica lo dicho: la realidad sacramental significada es Jesús como don, es Dios-ágape manifestado en Jesús. La eucaristía resume la actitud vital de Jesús, amar sin medida dando todo de sí, ese es el genuino ser de Dios. Es el Hijo que significa con total eficacia el amor del Padre. En el sacramento eucarístico se significa la relación de Dios con cada ser humano, y esto hace que nos constituyamos como una comunidad en torno al pan partido y compartido que es el mismo Jesús, él es el centro de esta sacramentalidad que, al mismo tiempo, nos sacramentaliza invitándonos a ser hombres y mujeres de y para la comunidad. La eucaristía no es una devoción piadosa particular sino una construcción sacramental comunitaria de hombres y mujeres que se dejan tocar por esta gracia y viven en conformidad con ella.
En el contexto de la celebración pascual propia de los judíos, Jesús vive los acontecimientos definitivos de su pasión, de la ofrenda total de su cuerpo y de su sangre, y, reunido con sus discípulos, expresa el sentido total de su existencia y de su misión: “Mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomen, este es mi cuerpo. Tomó luego una copa y, después de dar las gracias, se la pasó y bebieron todos de ella. Y les dijo: esta es mi sangre de la alianza , que es derramada por muchos” (Marcos 14: 22-24) . El escueto relato de Marcos tiene suficiente elocuencia: Jesús es el don de Dios para plenitud y salvación de la humanidad, El nos indica el camino de la mesa servida y compartida como signo eficaz de una manera de ser y de vivir, en comunión y en participación solidaria.
El carácter genuino del sacramento eucarístico nos compromete a dejar atrás un modelo de religiosidad individualista, saturado de prácticas piadosas y de rituales, sin mayor impacto en la transformación de las relaciones sociales, para dar paso a la originalidad de Jesús. El fin último de la eucaristía es hacer presente con los signos del pan y del vino el  ágape que nos funde con Dios y nos abre a los demás, hasta sentirlos también fundidos en Dios. Esta es la gracia del sacramento que celebramos en este domingo, pan partido, repartido, compartido, vida que se ofrece para todos, sangre derramada que da a todos la  vitalidad del amor de Dios que nos hace comunidad a partir del Evangelio. Vivir así es Buena Noticia para quienes viven desencantados por la egoístas rupturas que introduce el pecado de la injusticia y de la dominación.
Jesús no nos manda, de buenas a primeras, a “ir a misa”, obligatoriamente, y a comulgar, porque sí. Esta es la creencia de muchos, mal inculcada por una catequesis deficiente e incompleta. El asunto serio, comprometedor, es tomar el pan – símbolo de nuestra persona, de nuestros bienes, de nuestra vida entera – y partirlo, como Jesús, para repartirlo y compartirlo con quienes son nuestros prójimos de cada día.
Hay que recuperar el significado profundo del rito que Jesús realiza. La sangre que se derrama por todos significa la muerte crucificada de Jesús, que padeció como evidencia de su amor a todos los seres humanos, beber de esta copa lleva consigo aceptar la muerte de Jesús y comprometerse con él y como él a dar la vida por todos, de manera cruenta e incruenta, como se nos vayan presentando las circunstancias existenciales. Nuestro entrañable Monseñor Romero – que será canonizado el próximo 14 de octubre – muere asesinado mientras celebra la eucaristía, aquel 24 de marzo de 1980, y cae con el vino del cáliz mezclado con su propia sangre de pastor y mártir. Dramática y hermosa combinación de una vida que, como la de Jesús, se dio plenamente para afirmar la dignidad de sus hermanos más pobres y vilipendiados por la brutalidad del  régimen de aquellos años en El Salvador!
Comer el pan y beber la copa son actos inseparables; quiere decir que no se puede aceptar la muerte de Jesús sin aceptar su entrega hasta el fin, y que el compromiso de quien sigue a Jesús incluye una entrega como la suya. Este es el verdadero significado de la eucaristía. No podemos seguir reduciendo al misterio adorable de este sacramento a una presencia en sí, encerrada en ella, como una majestad lejana, sino como el mismísimo Dios encarnado, implicado totalmente en el ser humano, involucrado en nuestra historia, para donarnos la vitalidad suya que nos humaniza y nos libera del egoísmo y de la injusticia. Así, la mesa eucarística es pan compartido, sangre derramada, signo de la nueva humanidad de la que él es portador.

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