“Tomen,
este es mi cuerpo…Esta es mi sangre de la alianza que es derramada por muchos”
(Marcos 14: 22 y 24)
Lecturas:
1.
Exodo 24: 3-8
2.
Salmo 115
3.
Hebreos 9: 11-15
4.
Marcos 14: 12-16 y 22-26
Los sacramentos son signos que se refieren a
realidades trascendentes, de carácter definitivo para la plenitud humana, que
habitualmente no pueden entrar a través de nuestra percepción sensorial. Estos
signos – el agua, los óleos, el pan, el vino, para señalar los más conocidos –
nos remiten a lo significado, a aquella realidad proveniente de Dios que se
vale de un lenguaje humano para comunicar la eficacia gratuita de sus dones,
que nos hacen mejores personas según el modelo central que es el mismo Jesús,
tal como nos los proponen los evangelios y los testimonios creyentes que dan
origen a los textos del Nuevo Testamento.
José María Castillo es un teólogo español, de avanzada
eclesial, siempre preocupado porque el lenguaje y prácticas de la fe y de la
pastoral pierden su fuerza transformadora, se convierten en rituales
desconectados de la realidad existencial, predominando en ellos más lo jurídico-cultual que lo
salvífico y liberador. A este asunto esencial de los sacramentos dedica un
denso libro llamado “Símbolos de libertad: teología de los sacramentos”, escrito en
1980. Su pretensión es estudiar el sentido profundo de los sacramentos , en
general y en particular de cada uno de ellos, remontarse a la tradición
bíblica, someter a revisión crítica las deformaciones de interpretación y de
vivencia cotidiana, y rescatar esa originalidad eficaz de Jesucristo que se
implica encarnatoriamente en la realidad humana, histórica, para liberarla de
sus ambigüedades, siempre asumiendo que
lo humano es el canal de significación para remitirnos al contenido original de
vida de Dios en nosotros y de humanidad nueva, que logramos gracias al mismo
Señor que se nos ofrece gratuitamente. Altamente recomendado para lectura,
estudio y experiencia profunda de nuestra condición humana en clave teologal!
Veamos un breve párrafo del escrito referenciado, que
nos ayuda a esclarecer el significado y valor de la realidad sacramental en la
vida de la Iglesia: “La iglesia es fiel a Jesús cuando celebra, por la fuerza del Espíritu,
los mismos gestos simbólicos que realizó Jesús; cuando se adhiere a su destino
y comulga con su vida, cuando perdona los pecados y libera a los hombres de las
fuerzas de esclavitud y de muerte que operan en la sociedad, cuando sana las
raíces del mal y del sufrimiento que oprimen a todos los crucificados de la tierra.
Cuando todo eso no son palabras, sino experiencias reales y concretas, vividas
cada día en cada comunidad de fe, entonces cada una de esas comunidades expresa
auténticamente tales experiencias mediante los símbolos fundamentales de
nuestra fe a los que llamamos sacramentos” (CASTILLO, José María.
Símbolos de libertad: teología de los sacramentos. Ediciones Sígueme,
Salamanca,1981; página 458).
Estas consideraciones favorecen una mejor comprensión
del sacramento eucarístico, que la Iglesia reconoce y celebra hoy con el nombre
tradicional del Corpus Christi, el cuerpo y la sangre de Cristo. En la
eucaristía, el signo no es el pan ni el vino en sí mismos, sino el pan partido,
repartido y compartido, preparados para ser comidos y bebidos, la sangre como vida
que se pone al servicio de todos los prójimos del mundo. En ambos casos, la
realidad significada es el amor, que es el mismo Dios. Este Dios con su amor de
ágape – amor que se dona todo sin reservas para dar vida, sentido pleno,
salvación, liberación – está ofrecido incondicionalmente y tiene su relato
definitivo, pleno, en el Señor Jesús, él mismo sacramento total del encuentro
con Dios y con la humanidad.
Así, estamos en condiciones de captar que los
sacramentos no son magias ni rituales que producen efectos automáticamente.
Para asumirlos en toda su profundidad y significado el asunto esencial es la fe
en Jesús, no como creencia conceptual, sino como experiencia de transformación
de todo lo que somos en El, adquiriendo lo que la genuina tradición cristiana
llama la “nueva humanidad”, tema muy constante en los escritos de Pablo. Se
trata de tomar conciencia de Jesús y de comprometernos nosotros a ser como él,
tal es la jugada maestra del dinamismo
sacramental en la Iglesia.
El partir el pan forma parte esencial de la esencia
del signo. Jesús se hace presente en ese signo, no en la materialidad del pan o
del vino, sino en el contenido teologal que se significa. Lo repetimos : es el
pan partido, repartido, compartido. Es el mismo Jesús que se deshace de la propiedad de su vida para darla
toda sin reservas, ilimitadamente, con el amor que se desborda para
participarnos la vitalidad de Dios, y para re-significar una humanidad
ambiciosa, mezquina, egoísta, en una humanidad fraternal, solidaria, servicial,
de diakonía y de koinonía (servicio y comunidad). Consecuencia primordial de esta lógica sacramental es que nuestra
vida se torne como la de Jesús, partida y compartida para bien de todo prójimo,
principalmente – lo sabemos bien – del que es humillado y ofendido por el
pecado de seres humanos egoístas.
El culto que se inaugura con Jesús supera
definitivamente el concepto y práctica de la mediación religiosa concebida como
un poder asignado a algunos constituídos en jerarquía, él mismo es la ofrenda
grata a Dios y a la humanidad, es el don de su propia vida para darnos a todos
la abundancia de la vida que Dios nos comunica, esta es la novedad del culto
que Jesús establece. Este es contenido central de la carta a los Hebreos, de la
que se toma la segunda lectura de este domingo: “En cambio, Cristo se presentó
como sumo sacerdote de los bienes futuros, oficiando en una tienda mayor y más
perfecta , no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y
penetró en el santuario, una vez para siempre, no presentando sangre de machos
cabríos ni de novillos, sino su propia sangre. De este modo consiguió una
liberación definitiva” (Hebreos 9: 11-12).
Se ratifica lo
dicho: la realidad sacramental significada es Jesús como don, es Dios-ágape
manifestado en Jesús. La eucaristía resume la actitud vital de Jesús, amar sin
medida dando todo de sí, ese es el genuino ser de Dios. Es el Hijo que
significa con total eficacia el amor del Padre. En el sacramento eucarístico se
significa la relación de Dios con cada ser humano, y esto hace que nos
constituyamos como una comunidad en torno al pan partido y compartido que es el
mismo Jesús, él es el centro de esta sacramentalidad que, al mismo tiempo, nos
sacramentaliza invitándonos a ser hombres y mujeres de y para la comunidad. La
eucaristía no es una devoción piadosa particular sino una construcción
sacramental comunitaria de hombres y mujeres que se dejan tocar por esta gracia
y viven en conformidad con ella.
En el contexto de la celebración pascual propia de los
judíos, Jesús vive los acontecimientos definitivos de su pasión, de la ofrenda
total de su cuerpo y de su sangre, y, reunido con sus discípulos, expresa el
sentido total de su existencia y de su misión: “Mientras estaban comiendo, tomó
pan, lo bendijo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomen, este es mi cuerpo. Tomó
luego una copa y, después de dar las gracias, se la pasó y bebieron todos de
ella. Y les dijo: esta es mi sangre de la alianza , que es derramada por
muchos” (Marcos 14: 22-24) . El escueto relato de Marcos tiene
suficiente elocuencia: Jesús es el don de Dios para plenitud y salvación de la
humanidad, El nos indica el camino de la mesa servida y compartida como signo
eficaz de una manera de ser y de vivir, en comunión y en participación
solidaria.
El carácter genuino del sacramento eucarístico nos
compromete a dejar atrás un modelo de religiosidad individualista, saturado de
prácticas piadosas y de rituales, sin mayor impacto en la transformación de las
relaciones sociales, para dar paso a la originalidad de Jesús. El fin último de
la eucaristía es hacer presente con los signos del pan y del vino el ágape que nos funde con Dios y nos abre a los
demás, hasta sentirlos también fundidos en Dios. Esta es la gracia del
sacramento que celebramos en este domingo, pan partido, repartido, compartido,
vida que se ofrece para todos, sangre derramada que da a todos la vitalidad del amor de Dios que nos hace
comunidad a partir del Evangelio. Vivir así es Buena Noticia para quienes viven
desencantados por la egoístas rupturas que introduce el pecado de la injusticia
y de la dominación.
Jesús no nos manda, de buenas a primeras, a “ir a
misa”, obligatoriamente, y a comulgar, porque sí. Esta es la creencia de
muchos, mal inculcada por una catequesis deficiente e incompleta. El asunto
serio, comprometedor, es tomar el pan – símbolo de nuestra persona, de nuestros
bienes, de nuestra vida entera – y partirlo, como Jesús, para repartirlo y
compartirlo con quienes son nuestros prójimos de cada día.
Hay que recuperar el significado profundo del rito que
Jesús realiza. La sangre que se derrama por todos significa la muerte
crucificada de Jesús, que padeció como evidencia de su amor a todos los seres
humanos, beber de esta copa lleva consigo aceptar la muerte de Jesús y
comprometerse con él y como él a dar la vida por todos, de manera cruenta e
incruenta, como se nos vayan presentando las circunstancias existenciales.
Nuestro entrañable Monseñor Romero – que será canonizado el próximo 14 de
octubre – muere asesinado mientras celebra la eucaristía, aquel 24 de marzo de
1980, y cae con el vino del cáliz mezclado con su propia sangre de pastor y
mártir. Dramática y hermosa combinación de una vida que, como la de Jesús, se
dio plenamente para afirmar la dignidad de sus hermanos más pobres y
vilipendiados por la brutalidad del
régimen de aquellos años en El Salvador!
Comer el pan y beber la copa son actos inseparables;
quiere decir que no se puede aceptar la muerte de Jesús sin aceptar su entrega
hasta el fin, y que el compromiso de quien sigue a Jesús incluye una entrega
como la suya. Este es el verdadero significado de la eucaristía. No podemos
seguir reduciendo al misterio adorable de este sacramento a una presencia en
sí, encerrada en ella, como una majestad lejana, sino como el mismísimo Dios
encarnado, implicado totalmente en el ser humano, involucrado en nuestra
historia, para donarnos la vitalidad suya que nos humaniza y nos libera del
egoísmo y de la injusticia. Así, la mesa eucarística es pan compartido, sangre
derramada, signo de la nueva humanidad de la que él es portador.
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