“
Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo:
Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese
es mi hermano, mi hermana y mi madre”
(Marcos 3: 34 – 35)
Lecturas:
1.
Génesis 3: 9-15
2.
Salmo 129
3.
2 Corintios 4: 13
a 5: 1
4.
Marcos 3: 20-35
La
leyenda de Prometeo encadenado, relato simbólico de la mitología griega, es un
mensaje potente que nos recuerda a cada paso el eterno tema de la arrogancia y
autosuficiencia del ser humano. Nos creemos medida de todo, logros de nuestra
inteligencia, del conocimiento científico, de los desarrollos de la tecnología,
nos llenan de vanidad y – desplazándolos de su realidad de medios y
transformándolos en fines- hacemos de ellos absolutos y “razón” (?) para
prescindir de la trascendencia hacia Dios y hacia los demás seres humanos,
tornándolos en argumentos de poder y de
dominación.
Esta
es una constante en la historia de la humanidad, factor determinante de
guerras, violencias, opresiones, tiranías, dictaduras, absolutización de
personas, ideologías, modelos políticos, diseños de la economía. Todo un pecado
original! El siglo XX , tiempo de las mayores afirmaciones de la libertad, de
la autonomía, de la dignidad humana, ha sido también el tiempo del nazismo, de
los totalitarismos, de los campos de concentración, de las mayores
manifestaciones de la barbarie decidida y realizada por unos cuantos en contra
de sus semejantes.
Pasan
con triste celebridad figuras como Stalin, Hitler, Pinochet, Videla, los Somoza
de Nicaragua, Idi Amin Dada, Stroessner, Mao Tse Tung y, junto con ellos, los
que presumen de demócratas y de respetuosos de las libertades – claro sofisma
de distracción - como Eisenhower, Nixon,
De Gaulle, Trump, Bush, nuestros excluyentes dirigentes latinoamericanos, unos
y otros responsables de grandes debacles para el ser humano.
El
carácter prometeico de muchos de estos y de
estas, y de los modelos de “organización” (?) sociopolítica que surgen
de su vanidoso poderío, son penoso
relato de los alcances del ser humano cuando prescinde del vínculo fundante con
Dios y con el prójimo. A esto apuntan los relatos míticos del Génesis cuando
testimonia sobre eso que llamamos el pecado original, la primera lectura de este domingo, tomada del
libro del Génesis: “Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: Dónde estás? Oí tus
pasos por el jardín – respondió él - , y tuve miedo porque estaba desnudo. Por
eso me escondí. El replicó: Y quién te dijo que estabas desnudo? Acaso has
comido del árbol que yo te prohibí? El hombre respondió: la mujer que pusiste a
mi lado me dió el fruto y yo comí de él. El Señor Dios dijo a la mujer: Por qué
has hecho esto? La mujer respondió: la serpiente me sedujo y comí” (Génesis
3: 9-13).
Haciendo
un repaso elemental de antropología teológica queda claro que este testimonio –
como lo hacen los primeros once capítulos del Génesis – es una expresión
creyente sobre la acción de Dios como creador, dador de vida, siempre
comprometido con sus creaturas, donador de libertad y de dignidad, y también sobre
el ejercicio de la libertad por parte del ser humano. Dios se propone, no se
impone! El mito del fruto prohibido es un desafío a esta libertad, si esta se
asume como vinculante y trascendente o si se asume como prepotencia y
arrogancia. Ahí reside la tendencia pecaminosa de la humanidad, allí está el
pecado original. Dios no ha creado seres “manchados” en su origen, de El sólo
surge lo más bueno, lo mejor, es su gran dádiva para nosotros, para todas las
creaturas, del ser humano depende el uso que dé a ese máximo ofrecimiento que
es la libertad. Esta es la clave de comprensión de lo que en la tradición
teológica judeo cristiana llamamos pecado original.
Todo
el capítulo 3 del Génesis, del que se toma esta primera lectura de hoy, nos
lleva a reflexionar sobre tal condición,
sobre el significado de nuestra vinculación fundante y fundamental con Dios,
con todos los prójimos, con la realidad, con la naturaleza. Son ellos para
nuestro disfrute egoísta, para
afirmarnos con violencia sobre todo, son recursos de poder? O son ellos
realidades dignas y valiosas en sí mismas, con vocación de compartir, de
comunión, de bien común, de vida digna para todos? La Palabra que la Iglesia
nos propone este domingo nos guía hacia una captación sabia y trascendente con
Aquel a quien Ignacio de Loyola llama “principio y fundamento”, y con todo lo
que es distinto de nosotros, viéndolo inscrito en esa misma perspectiva de
trascendencia.
Vincularse
con Dios no es asunto de sometimiento
servil, de proyección de impotencia, de humillación, de idealizar una realidad
así porque no se es capaz de afrontar con autonomía y decisión el reto de la
historia. En la comprensión bíblica y en la buena teología – padres de la
iglesia, magisterio de la misma, teólogos, concilios ecuménicos, interpretación
bíblica, experiencia de las comunidades – el ser humano se asume como creatura,
se fascina ante el misterio del Dios siempre mayor, se sabe tejido a un plan
extraordinario de libertad y de dignidad, su condición de ser creado “a
imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1: 27) es esencia de la dignidad de cada varón, de cada
mujer, de todo el mundo natural, de la realidad histórica. Dios no nos quiere
ni minimizados ni envanecidos, ni disminuídos ni saturados de arrogancia, El
nos quiere amorosamente vinculados,
trascendentes, creaturales, referidos siempre a El, al prójimo, a la vida en la
diversidad de sus manifestaciones.
El
Señor Jesucristo es el referente por excelencia de este dinamismo
trascendental. En él somos asumidos por la divinidad y por la humanidad.
Hermoso testimonio nos da Pablo en la segunda lectura: “Por eso, no nos desanimamos:
aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se
va renovando día a día. Nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una
gloria eterna, que supera toda medida” (1 Corintios 4: 16).
Gracias
a la mediación salvadora y liberadora de Jesús adquirimos definitiva
consistencia teologal y antropológica, las dos realidades se juntan en
maravillosa síntesis, obra del amor de Dios, y nos asimilan a una nueva manera
de ser totalmente avalada por El.
Esto
contiene total solidez histórica, total solidez de trascendencia, y nos quita
la ceguera que causan el orgullo, la soberbia, la autosuficiencia, el deseo
prepotente de negar nuestra creaturalidad. Convertirse a esto es garantía de
una vida fraternal, solidaria, servicial, deseosa siempre de salir de sí misma
para hacer bien a todos, sin excepción, desde una profunda experiencia del Dios
que se nos revela en Jesucristo.
A
él lo juzgaron desquiciado, loco, insensato, por dedicarse de tiempo completo a
predicar cosas así, a promoverlas, a
realizar la profecía de un mundo nuevo y esperanzador, a desacralizar el
tinglado religioso y político de su tiempo, a indicar con certeza que Dios está
inserto en la humanidad, en su historia, que Dios es totalmente para el ser
humano, y lo es en modo misericordioso, compasivo, generador de sentido y
esperanza. Es notable el énfasis de los textos evangélicos en este sentido, una
de las grandes constantes del ministerio público de Jesús.
Mucha
gente descubrió en él, en su palabra y en su acción, una señal llena de
esperanza, gentes siempre maltratadas por los poderes religiosos y políticos,
siempre desconocidas en su dignidad, ven en él algo diferente, algo muy fino y
sensible, algo cargado de vitalidad, y por eso acuden a escucharle, a entrar en
contacto con su propuesta: “Jesús regresó a la casa, y de nuevo se
juntó tanta gente que ni siquiera podían comer” (Marcos 3: 20), es el
entusiasmo que causan el reino de Dios y su justicia!.
Le
buscan deseosos, la gente está fascinada con su enseñanza, con su capacidad
para expulsar espíritus malignos, con su actitud de cercanía y delicadeza, con
sus señales de restauración del ser humano abatido por el pecado y por la
enfermedad, reconocen que Dios actúa en él, se sienten atendidos y reconocidos
por su ministerio, no le resultan invisibles, se inclina amoroso sobre cada
persona que se le aproxima con la ilusión de recuperar su dignidad, su
felicidad, su salud.
No impone nuevas disciplinas religiosas, ni
condena con fanatismo moralista, habla de amor, experimenta a Dios como Padre y
lo comparte con todos, pone en aprietos a los dirigentes religiosos, siempre
con sus imposiciones carentes de
sensibilidad: “Los escribas que habían venido de Jerusalén decía: está poseído por
Belzebú y expulsa a los demonios por el poder del príncipe de los demonios.
Jesús los llamó y por medio de comparaciones les explicó: Cómo Satanás va a
expulsar a Satanás? Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y
una familia dividida tampoco puede subsistir” (Marcos 3: 22 – 24).
Los
maestros de la ley, y similares, se ponen en camino para difamar a Jesús,
presentándolo como diabólico, saben que con él su modelo fundamentalista-intransigente
pierde, ven amenazadas sus seguridades religiosas y políticas. Reconocen –
aunque no lo asuman públicamente – que en él está aconteciendo una novedosa
realidad de vida que pone a Dios como garante de la misma. Esto no lo soportan,
por eso emprenden su campaña de calumnia y de agresión. Es la mala conciencia
de los perversos que no aguanta la insobornable realidad de los justos!
También
a los suyos, su familia, les parece que está extraviado, que perdió la cordura:
“Entonces
llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, lo mandaron llamar. La
multitud estaba sentada alrededor de Jesús, y le dijeron: tu madre y tus
hermanos te buscan ahí fuera” (Marcos 3: 31 – 32). Sus familiares
parecen preocupados y enfadados por lo que se dice de él, que está fuera de sí.
En una sociedad como aquella, el honor de familia era un valor fundamental,
perderlo era una mancha, un desprestigio, de ahí la inquietud que les asalta,
lo quieren poner “en orden”. No es posible que uno de los nuestros se vaya en
contra de la ortodoxia religiosa del judaísmo!
Pero
Jesús es el hombre de la libertad, de la seguridad en Dios, no se esconde ni
evade el compromiso que lo pone de frente a toda una comunidad, a un universo
religioso, y lo afronta con su temple teologal. Les confronta con inteligencia
y serenidad, buscando que comprendan que las acusaciones no tienen fundamento y
que reconozcan que quien le mueve a liberar a las personas de sus opresiones es
el mismo Espíritu Santo, el Aliento de Dios: “El les respondió: Quién es mi
madre y quiénes son mis hermanos? Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban
sentados alrededor de él , dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el
que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”
(Marcos 3: 33 – 35).
Ya
sabemos cuál es la voluntad de Dios, esta no se puede ideologizar ni
tampoco utilizar como instrumento para justificar
arbitrariedades de la suficiencia humana. La “locura” de Jesús es implicarse
con todo lo humano, desbordarse de amor, no dejar que el egoísmo y la
injusticia destruyan la humanidad, enfrentarse a todo poder de opresión, hacer
vigente la dignidad de cada persona, afirmar que la vinculación con el Padre es
definitivamente salvadora, instaurar la
nueva humanidad, dejar claro que el ser humano – así visto y asumido – tiene
garantía teologal: “Nosotros sabemos, en efecto, que si esta tienda de campaña – nuestra
morada terrenal – es destruída, tenemos una casa permanente en el cielo, no
construída por el hombre, sino por Dios” (2 Corintios 5: 1).
Delante
de este Jesús valiente y libre, debemos preguntarnos cuántas veces nosotros,
que nos decimos cristianos, que nos decimos ser su gente, enmascaramos nuestros
miedos ante la novedad liberadora de Dios y matizamos con conceptos
sofisticados para descalificar lo que resulta inadmisible a nuestra comodidad:
que dónde hay liberación, esperanza, sentido de la vida, salud, dignidad, actúa
con potencia el Espíritu de Dios, el que nos dispensa de ser arrogantes como
Prometeo encadenado!
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