domingo, 10 de junio de 2018

COMUNITAS MATUTINA 10 DE JUNIO DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO


“ Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”
(Marcos 3: 34 – 35)
Lecturas:
1.   Génesis 3: 9-15
2.   Salmo 129
3.   2 Corintios 4: 13 a  5: 1
4.   Marcos 3: 20-35
La leyenda de Prometeo encadenado, relato simbólico de la mitología griega, es un mensaje potente que nos recuerda a cada paso el eterno tema de la arrogancia y autosuficiencia del ser humano. Nos creemos medida de todo, logros de nuestra inteligencia, del conocimiento científico, de los desarrollos de la tecnología, nos llenan de vanidad y – desplazándolos de su realidad de medios y transformándolos en fines- hacemos de ellos absolutos y “razón” (?) para prescindir de la trascendencia hacia Dios y hacia los demás seres humanos, tornándolos  en argumentos de poder y de dominación.
Esta es una constante en la historia de la humanidad, factor determinante de guerras, violencias, opresiones, tiranías, dictaduras, absolutización de personas, ideologías, modelos políticos, diseños de la economía. Todo un pecado original! El siglo XX , tiempo de las mayores afirmaciones de la libertad, de la autonomía, de la dignidad humana, ha sido también el tiempo del nazismo, de los totalitarismos, de los campos de concentración, de las mayores manifestaciones de la barbarie decidida y realizada por unos cuantos en contra de sus semejantes.
Pasan con triste celebridad figuras como Stalin, Hitler, Pinochet, Videla, los Somoza de Nicaragua, Idi Amin Dada, Stroessner, Mao Tse Tung y, junto con ellos, los que presumen de demócratas y de respetuosos de las libertades – claro sofisma de distracción -  como Eisenhower, Nixon, De Gaulle, Trump, Bush, nuestros excluyentes dirigentes latinoamericanos, unos y otros responsables de grandes debacles para el ser humano.
El carácter prometeico de muchos de estos y de  estas, y de los modelos de “organización” (?) sociopolítica que surgen de su vanidoso poderío,  son penoso relato de los alcances del ser humano cuando prescinde del vínculo fundante con Dios y con el prójimo. A esto apuntan los relatos míticos del Génesis cuando testimonia sobre eso que llamamos el pecado original,  la primera lectura de este domingo, tomada del libro del Génesis: “Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: Dónde estás? Oí tus pasos por el jardín – respondió él - , y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí. El replicó: Y quién te dijo que estabas desnudo? Acaso has comido del árbol que yo te prohibí? El hombre respondió: la mujer que pusiste a mi lado me dió el fruto y yo comí de él. El Señor Dios dijo a la mujer: Por qué has hecho esto? La mujer respondió: la serpiente me sedujo y comí” (Génesis 3: 9-13).
Haciendo un repaso elemental de antropología teológica queda claro que este testimonio – como lo hacen los primeros once capítulos del Génesis – es una expresión creyente sobre la acción de Dios como creador, dador de vida, siempre comprometido con sus creaturas, donador de libertad y de dignidad, y también sobre el ejercicio de la libertad por parte del ser humano. Dios se propone, no se impone! El mito del fruto prohibido es un desafío a esta libertad, si esta se asume como vinculante y trascendente o si se asume como prepotencia y arrogancia. Ahí reside la tendencia pecaminosa de la humanidad, allí está el pecado original. Dios no ha creado seres “manchados” en su origen, de El sólo surge lo más bueno, lo mejor, es su gran dádiva para nosotros, para todas las creaturas, del ser humano depende el uso que dé a ese máximo ofrecimiento que es la libertad. Esta es la clave de comprensión de lo que en la tradición teológica judeo cristiana llamamos pecado original.
Todo el capítulo 3 del Génesis, del que se toma esta primera lectura de hoy, nos lleva a reflexionar sobre tal  condición, sobre el significado de nuestra vinculación fundante y fundamental con Dios, con todos los prójimos, con la realidad, con la naturaleza. Son ellos para nuestro disfrute  egoísta, para afirmarnos con violencia sobre todo, son recursos de poder? O son ellos realidades dignas y valiosas en sí mismas, con vocación de compartir, de comunión, de bien común, de vida digna para todos? La Palabra que la Iglesia nos propone este domingo nos guía hacia una captación sabia y trascendente con Aquel a quien Ignacio de Loyola llama “principio y fundamento”, y con todo lo que es distinto de nosotros, viéndolo inscrito en esa misma perspectiva de trascendencia.
Vincularse con Dios no es  asunto de sometimiento servil, de proyección de impotencia, de humillación, de idealizar una realidad así porque no se es capaz de afrontar con autonomía y decisión el reto de la historia. En la comprensión bíblica y en la buena teología – padres de la iglesia, magisterio de la misma, teólogos, concilios ecuménicos, interpretación bíblica, experiencia de las comunidades – el ser humano se asume como creatura, se fascina ante el misterio del Dios siempre mayor, se sabe tejido a un plan extraordinario de libertad y de dignidad, su condición de ser creado “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1: 27) es  esencia de la dignidad de cada varón, de cada mujer, de todo el mundo natural, de la realidad histórica. Dios no nos quiere ni minimizados ni envanecidos, ni disminuídos ni saturados de arrogancia, El nos quiere  amorosamente vinculados, trascendentes, creaturales, referidos siempre a El, al prójimo, a la vida en la diversidad de sus manifestaciones.
El Señor Jesucristo es el referente por excelencia de este dinamismo trascendental. En él somos asumidos por la divinidad y por la humanidad. Hermoso testimonio nos da Pablo en la segunda lectura: “Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. Nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida” (1 Corintios 4: 16).
Gracias a la mediación salvadora y liberadora de Jesús adquirimos definitiva consistencia teologal y antropológica, las dos realidades se juntan en maravillosa síntesis, obra del amor de Dios, y nos asimilan a una nueva manera de ser totalmente avalada por El.
Esto contiene total solidez histórica, total solidez de trascendencia, y nos quita la ceguera que causan el orgullo, la soberbia, la autosuficiencia, el deseo prepotente de negar nuestra creaturalidad. Convertirse a esto es garantía de una vida fraternal, solidaria, servicial, deseosa siempre de salir de sí misma para hacer bien a todos, sin excepción, desde una profunda experiencia del Dios que se nos revela en Jesucristo.
A él lo juzgaron desquiciado, loco, insensato, por dedicarse de tiempo completo a predicar cosas así, a promoverlas,  a realizar la profecía de un mundo nuevo y esperanzador, a desacralizar el tinglado religioso y político de su tiempo, a indicar con certeza que Dios está inserto en la humanidad, en su historia, que Dios es totalmente para el ser humano, y lo es en modo misericordioso, compasivo, generador de sentido y esperanza. Es notable el énfasis de los textos evangélicos en este sentido, una de las grandes constantes del ministerio público de Jesús.
Mucha gente descubrió en él, en su palabra y en su acción, una señal llena de esperanza, gentes siempre maltratadas por los poderes religiosos y políticos, siempre desconocidas en su dignidad, ven en él algo diferente, algo muy fino y sensible, algo cargado de vitalidad, y por eso acuden a escucharle, a entrar en contacto con su propuesta: “Jesús regresó a la casa, y de nuevo se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer” (Marcos 3: 20), es el entusiasmo que causan el reino de Dios y su justicia!.
Le buscan deseosos, la gente está fascinada con su enseñanza, con su capacidad para expulsar espíritus malignos, con su actitud de cercanía y delicadeza, con sus señales de restauración del ser humano abatido por el pecado y por la enfermedad, reconocen que Dios actúa en él, se sienten atendidos y reconocidos por su ministerio, no le resultan invisibles, se inclina amoroso sobre cada persona que se le aproxima con la ilusión de recuperar su dignidad, su felicidad, su salud.
 No impone nuevas disciplinas religiosas, ni condena con fanatismo moralista, habla de amor, experimenta a Dios como Padre y lo comparte con todos, pone en aprietos a los dirigentes religiosos, siempre con sus imposiciones  carentes de sensibilidad: “Los escribas que habían venido de Jerusalén decía: está poseído por Belzebú y expulsa a los demonios por el poder del príncipe de los demonios. Jesús los llamó y por medio de comparaciones les explicó: Cómo Satanás va a expulsar a Satanás? Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir” (Marcos 3: 22 – 24).
Los maestros de la ley, y similares, se ponen en camino para difamar a Jesús, presentándolo como diabólico, saben que con él su modelo fundamentalista-intransigente pierde, ven amenazadas sus seguridades religiosas y políticas. Reconocen – aunque no lo asuman públicamente – que en él está aconteciendo una novedosa realidad de vida que pone a Dios como garante de la misma. Esto no lo soportan, por eso emprenden su campaña de calumnia y de agresión. Es la mala conciencia de los perversos que no aguanta la insobornable realidad de los justos!
También a los suyos, su familia, les parece que está extraviado, que perdió la cordura: “Entonces llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, lo mandaron llamar. La multitud estaba sentada alrededor de Jesús, y le dijeron: tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera” (Marcos 3: 31 – 32). Sus familiares parecen preocupados y enfadados por lo que se dice de él, que está fuera de sí. En una sociedad como aquella, el honor de familia era un valor fundamental, perderlo era una mancha, un desprestigio, de ahí la inquietud que les asalta, lo quieren poner “en orden”. No es posible que uno de los nuestros se vaya en contra de la ortodoxia religiosa del judaísmo!
Pero Jesús es el hombre de la libertad, de la seguridad en Dios, no se esconde ni evade el compromiso que lo pone de frente a toda una comunidad, a un universo religioso, y lo afronta con su temple teologal. Les confronta con inteligencia y serenidad, buscando que comprendan que las acusaciones no tienen fundamento y que reconozcan que quien le mueve a liberar a las personas de sus opresiones es el mismo Espíritu Santo, el Aliento de Dios: “El les respondió: Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él , dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3: 33 – 35). 
Ya sabemos cuál es la voluntad de Dios, esta no se puede ideologizar ni tampoco  utilizar  como instrumento para justificar arbitrariedades de la suficiencia humana. La “locura” de Jesús es implicarse con todo lo humano, desbordarse de amor, no dejar que el egoísmo y la injusticia destruyan la humanidad, enfrentarse a todo poder de opresión, hacer vigente la dignidad de cada persona, afirmar que la vinculación con el Padre es definitivamente  salvadora, instaurar la nueva humanidad, dejar claro que el ser humano – así visto y asumido – tiene garantía teologal: “Nosotros sabemos, en efecto, que si esta tienda de campaña – nuestra morada terrenal – es destruída, tenemos una casa permanente en el cielo, no construída por el hombre, sino por Dios” (2 Corintios 5: 1).
Delante de este Jesús valiente y libre, debemos preguntarnos cuántas veces nosotros, que nos decimos cristianos, que nos decimos ser su gente, enmascaramos nuestros miedos ante la novedad liberadora de Dios y matizamos con conceptos sofisticados para descalificar lo que resulta inadmisible a nuestra comodidad: que dónde hay liberación, esperanza, sentido de la vida, salud, dignidad, actúa con potencia el Espíritu de Dios, el que nos dispensa de ser arrogantes como Prometeo encadenado!

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