“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”
(Marcos 13: 31)
Lecturas:
1. Daniel 12: 1-4
2. Salmo 15
3. Hebreos 10: 11-18
4. Marcos 13: 24-32
Se acerca el final del año litúrgico, apenas queda el
domingo siguiente, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, luego inicia el
nuevo ciclo con el tiempo de Adviento, a partir del domingo 2 de diciembre.
Siguiendo la lógica de estos tiempos de la liturgia, que tienen una secuencia
muy coherente, orientada a presentar la totalidad de la fe cristiana, con la
propuesta dominical de sus lecturas, en esta final, los textos son relativos al
final de los tiempos. Esto, de entrada, puede verse como atemorizador, como
Dios que irrumpe para juzgar, castigar y condenar, así lo ha hecho cierta
visión bastante incompleta de nuestra fe, pero no es así. Lo que se nos
presenta es una teología de la esperanza que tiene su centralidad en el Señor
Jesucristo.
El pasaje de Daniel anuncia la intervención de Dios a
través de Miguel, el ángel encargado de la protección de su pueblo: “En
aquel tiempo surgirá Miguel, el gran príncipe que se ocupa de tu pueblo. Serán
tiempos difíciles como no los habrá habido desde que existen las naciones hasta
ese momento. Entonces se salvará tu pueblo, todos los inscritos en el libro”[1]. Estas palabras pertenecen al género bíblico
que se conoce como apocalíptico, una tendencia teológica surgida en el Antiguo
Testamento, con su correspondiente expresión literaria, plena de imágenes que
invitan a mantener viva la esperanza, a no sucumbir ante la idea de la
dominación absoluta de determinado poder, como sucedió a menudo en esos tiempos
bíblicos.
Este texto de Daniel es subversivo pues invita al rechazo del señorío absoluto de los dominadores
griegos de aquel entonces, que a punta de violencia se hacían ver como dueño de las personas, del tiempo, de todas sus
realidades. Tal rechazo tiene fundamento teologal, es Dios mismo el que convoca
a la subversión a través del liderazgo del profeta Daniel, Dios comprometido
con la libertad y con la dignidad de su pueblo: “Y tú, Daniel, guarda estas
palabras y sella el libro hasta el momento final. Muchos lo consultarán y
aumentarán su saber”[2].
El pueblo de Israel vivió varias opresiones a lo largo
de su historia: Babilonia, Grecia, Roma, también la de las tribus iniciales en
Egipto; es un elocuente retrato de la historia de la humanidad, los
totalitarismos de todos los tiempos , las invasiones de poderosos a naciones
débiles, los desplazamientos masivos de población, el exterminio étnico, el
sometimiento indignante, el despojo de las tierras, la destrucción de la
identidad cultural, las muchas vejaciones y humillaciones a que son sometidos
tantos seres humanos.
Pero también – como correlato profético y liberador –
está la tendencia a la libertad, la
afirmación emancipatoria, nuestra teología de la liberación con todo su
dinamismo promotor de los “cielos nuevos y de la nueva tierra”, los movimientos
sociales que concientizan, organizan y realizan la faena liberadora, las
experiencias espirituales profundas que – desde el encuentro con Dios y con el
prójimo – desencadenan en nosotros aquello de “hacernos cargo de la realidad”[3]
para transformarla. Muchos acusan al cristianismo de proponer una salvación más
allá de la historia, de contenidos totalmente sobrenaturales sin incidencia
histórica, es preciso asumir que ciertas interpretaciones así lo han hecho,
siguen haciéndolo, penosamente, pero la genuina fe cristiana tomada en sus
orígenes, desde su raigambre en el Antiguo Testamento, en la persona de Jesús y
en las comunidades de la Iglesia Apostólica, tuvieron una impronta ciento por
ciento encarnada en los diversos contextos sociales y culturales de su acontecer.[4]
Uno opta por creer en Dios y por seguir el camino de
Jesús para ser plenamente humano según el Evangelio, eso no nos dispensa de la
fragilidad, del sufrimiento, de los fracasos, de las derrotas históricas, pero
sí nos cualifica para afrontar con creatividad evangélica la dimensión
dramática de la vida, resignificándola desde una muy saludable teología de la
esperanza.[5]
Miremos en esta clave el sentido de las lecturas de este penúltimo domingo del
año litúrgico.
Por su parte,
el evangelio nos presenta una mínima parte del llamado “discurso escatológico”
de Marcos (les sugerimos leer y meditar todo el capítulo 13). Con las palabras
escatología-escatológico se alude al sentido último y definitivo de la
existencia en Dios, al significado pleno de la vida, a la superación del absurdo y de la muerte, al
Señor Jesucristo como la irrupción definitiva de Dios en la historia de la
humanidad para salvarla y liberarla . [6]
Es preciso aclarar que en ningún momento los
evangelistas hablan del fin del mundo, es una interpretación muy equivocada y
ampliamente difundida que no ha traído los mejores resultados ni a la fe del
creyente ni a su compromiso con el prójimo y con la historia. No era el interés
de Jesús predicar una tragedia cósmica, final dramático de la historia. Las
imágenes que utiliza la literatura apocalíptica y escatológica pueden asustar,
pero hay que explorar su significado; ellas eran una forma de describir la
caída de algún rey o de una nación opresora (como tendrán que caer las derechas
y las izquierdas que oprimen y destruyen sociedades enteras, los Maduro-Trump,
los Ortega-Bolsonaro, los Putin-Erdogan-Duterte, Bashar Al Assad, etc.).
Para Jesús lo esencial es anunciar los efectos
liberadores de su evangelio: “De la higuera aprendan esta parábola:
cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, saben que el verano está
cerca. Así también ustedes, cuando vean que sucede esto, sepan que El está
cerca, a las puertas. Yo les aseguro que no pasará esta generación hasta que
todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán”[7].
La Buena Noticia debe propiciar el resquebrajamiento de todos los sistemas de
injusticia, de todo lo que procede del pecado y de la cultura de la muerte.
Jesús sabe que la única forma de redireccionar el
rumbo de la historia por los horizontes queridos por el Padre es haciendo caer
todas esas realidades que hacen fracasar al ser humano sumergiéndolo en una
condenación abominable. Por eso, la acción escatológica es esencialmente
liberadora y, en consecuencia, esperanzadora. Nosotros, discípulos, estamos
llamados a realizar esta tarea de permanente configuración de la historia.
A Jesús, el Mesías,
solo lo podemos conocer siguiéndolo, este seguimiento no se queda en ir
detrás de él; implica, además, tomar su lugar, esto es responsabilidad
histórica para nosotros, creyentes, asumiendo su propuesta como propia , luchando hasta el final por su realización.
Nuestro compromiso con la transformación de lo injusto, de lo que frustra y
mata al ser humano, es el gran criterio para valorar la calidad de la
evangelización; ya sabemos que el camino de Jesús no se reduce a observancias
religiosas simples, muchas ellas tan sombrías, sino a fecundar la historia con
esta apasionante semilla teologal que hace emerger una nueva condición humana,
cuya consumación es Jesucristo, Señor de la Historia (es lo que celebraremos el
domingo siguiente).
Toda esta teología apocalíptica no se refiere a un fin
trágico del mundo, a un cataclismo devastador, a un consumirse todo para no
dejar vestigios de vida. Se trata de la consumación, de la realización plena
del ser humano, de su historia en Dios. Desde luego, en el tiempo de Jesús se
creía que esta intervención era inminente. Eso explica, para poner un buen
ejemplo, los contenidos y el estilo de la predicación de Juan el Bautista: se
despoja de toda comodidad material, es radical en sus planteamientos, critica
con la mayor severidad a la religión oficial, se va al desierto, escenario
desolado que en la Biblia simboliza el espacio privilegiado para el encuentro
con Dios. Pero cuando captan que esa inminencia no llega, se empieza a vivir la
tensión entre la espera del fin y la necesidad de preocuparse con
responsabilidad de la vida presente.
Se sigue esperando el fin, pero la comunidad se
dispone para la permanencia!
En la segunda lectura – carta a los Hebreos – dice lo
siguiente, que se inscribe en la perspectiva de esperanza que proponemos:
“Todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo
reiteradamente los mismo sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. El, por
el contrario, tras haber ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó
a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces que sus enemigos
sean puestos como escabel de sus pies. Mediante una sola oblación ha llevado a
la perfección definitiva a todos los santificados”[8].
La mediación de Jesús replantea la totalidad de la historia porque lo que él
ofrece no es un ritual desvinculado de la realidad sino su propia vida
encarnada en lo real, en lo existencial, en lo histórico, el sí se hace cargo
de la realidad – como lo plantea el mártir jesuita Ignacio Ellacuría - , lo hace encarnatoriamente, semejante a
nosotros en todo, menos en el pecado.
La concepción cristiana del ser humano, de su
historia, de la realidad, no se desentiende de nada de lo que nos concierne,
nos sabe frágiles pero también dotados de grandeza, esto se constata en la
interacción de la fe: Dios que se comunica gratuitamente y nuestra libertad que
lo acoge. Este es el binomio que implanta la esperanza. Vamos de camino con los
pies bien puestos en la tierra, con mirada de futuro!
[4] THEISSEN,Gerd.
El movimiento de Jesús: historia de una revolución social de los valores.
Salamanca. Sígueme, 2006; AGUIRRE MONASTERIO,Rafael. Ensayo sobre los orígenes
del cristianismo. Stella (Navarra). Verbo Divino, 2007. RICHARD,Pablo. El
movimiento de Jesús antes de la Iglesia. Santander. Sal Terrae, 2009.
[5] ALBAR MARIN,
Lázaro. La fuerza de la esperanza. Madrid. San Pablo, 2013. MOLTMANN; Jürgen.
Teología de la esperanza. Salamanca. Sígueme, 1976.
[6] BORDONI,
Marcelo. Jesús nuestra esperanza: ensayo de escatología en prospectiva
trinitaria. Salamanca. Secretariado Trinitario, 2001.
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