“No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para El todos viven” (Lucas 20: 38)
Lecturas:
Lecturas:
1.
2 Macabeos 7: 1 – 14
2.
Salmo 16: 1 – 8
3.
2 Tesalonicenses 2: 16 a 3: 5
4.
Lucas 20: 27 – 38
La clave de comprensión
de las lecturas de este domingo es la vitalidad definitiva de Dios, garantía que
da sentido total a la existencia humana, respuesta al gran interrogante por el
significado pleno de nuestra vida, respaldo a quienes viven en la rectitud y en
la justicia, y título de eternidad que legitima la no disolución de la persona
en el momento de la muerte. Este es un asunto crucial para todos nosotros, lo
constatamos en nuestra cotidianidad, y lo descubrimos en el esfuerzo de las
tradiciones espirituales y filosóficas para responder cabalmente a esta que
podemos afirmar es la cuestión por excelencia de la humanidad.
Si vamos a un encuentro
con la naturaleza, descubrimos maravillados la cadena interminable de la
vida y el dinamismo interno de ella misma para transmitirse de unos seres a
otros; esta, en la inagotable diversidad de sus manifestaciones, es un
renacimiento permanente. En este hecho fundamental podemos percibir la
proyección de eternidad que es la base de nuestra esperanza, en ese continuo
morir y resucitar las especies afirman con su propia identidad este prodigio
avasallador.
Sin embargo, gran
compañera de la vida es la muerte, con toda su correlatividad de limitaciones,
precariedad, contingencia, lugar donde estamos siempre en plan de pregunta, de
búsqueda, de afirmación de que no es posible que tanta maravilla sea
perecedera. El sabio jesuita Teilhard de Chardin[1] decía: “la muerte no es un accidente sobrevenido de
manera fortuita: forma parte integrante, por construcción, del proceso de la
creación”.
Don Miguel de Unamuno[2] , el maestro del sentimiento trágico de la vida,
rebelándose frente a la muerte y diciendo, que con razón, contra la razón o sin
ella, no le daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesaran de la vida,
porque él no pensaba dimitir. Esta insurrección unamuniana es la que habita en
la mayoría de los humanos, nos experimentamos finitos, frágiles, pero simultáneamente deseosos de la vida sin
fin, de la permanencia en nuestro ser original.[3]
En otras palabras, el
pensador Baruch Spinoza[4] ,
tomando la vocería de la humanidad, afirma que: “Un hombre libre en nada piensa
menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino
de la vida”.
Estos testimonios, y
muchos otros, nos ponen de frente al natural instinto vital que alberga en el
ser humano y en la naturaleza. Las lecturas de este domingo lo plantean, como
es obvio en clave cristiana, en una perspectiva teologal y de trascendencia
absoluta.
La primera lectura de
hoy, del libro segundo de los Macabeos, nos pone ante una historia donde la
muerte y la vida se juntan en misterioso y dramático binomio: “Siete hermanos fueron apresados junto con
su madre. El rey, para forzarlos a probar carne de puerco (prohibida por la
Ley), los flageló con azotes y nervios de buey. Uno de ellos, hablando en
nombre de los demás, decía así: Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar
las leyes de nuestros antepasados”[5]
El relato se inscribe
en el contexto de las luchas sostenidas contra los soberanos seleúcidas – entre
ellos Antíoco Epifanes – para conseguir la libertad religiosa y política del
pueblo judío, ahora dominados por estos invasores, deseosos de sofocar su
inquebrantable confianza en Dios y su fidelidad a la Ley. Esto nos conecta de
inmediato con los mártires y testigos de todos los tiempos de la historia,
enfrentados a los poderes que no soportan su rectitud y el carácter
insobornable de sus conciencias, y también con la multitud de víctimas de la
demencia de los violentos.
Así, uno después de
otro, estos hermanos Macabeos, con su heroica madre a la cabeza, van pasando al
martirio de modo inquebrantable, con afirmaciones como esta: “Tú,
criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo, a nosotros que
morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna” [6]
De ese mismo talante
son estas palabras de nuestro admirado mártir, San Oscar Arnulfo Romero[7] , Arzobispo mártir de San Salvador en Centro
América , pastor que dió la vida por su gente más humilde, de modo cruento,
como Jesús: “Sí, he sido frecuentemente amenazado de muerte, pero debo decirles que
como cristiano no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré
en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande
humildad. Ojalá, sí, se convencieran de que perderán su tiempo. Un obispo
morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás”.
Testimonios como este
abundan en la historia cristiana, en sus diversas épocas, evidencias elocuentísimas
de la esperanza que nos anima para dar sentido y resignificar esta fragilidad
que es inherente a nuestro ser.
Cada vez que parte un ser querido, o vivimos
nuestras propias situaciones límite, vivimos la pregunta mayor por la razón de
nuestra vida, y nos ponemos en búsqueda de la respuesta, de la que hacen parte
tantas bellas historias de fe y de amor, de donación amorosa de la existencia,
de ofrendas con heroísmo, desde los primeros siglos del cristianismo hasta
nuestros días.
Es también esencial ,
en este orden de cosas, preguntarnos con la mayor responsabilidad moral por las
víctimas de la violencia y de la injusticia:
-
En Colombia estamos estremecidos por el
asesinato de 8 niños y adolescentes, reclutados a la fuerza por una disidencia
de la guerrilla de las FARC, y baleados sin piedad por miembros del ejército, padeciendo a dos
fuegos la brutalidad de unos y de otros, y añadiendo a eso la irresponsable
retórica del alto gobierno colombiano ante la magnitud de la tragedia que
afecta a varias humildes familias del departamento del Caquetá.
-
La tragedia de Tacueyó, en la que caen
la gobernadora indígena y cuatro de sus acompañantes, seguida al otro día por
el asesinato de un grupo de jóvenes ingenieros y topógrafos, a manos de bandas
pagadas por narcotraficantes.
-
La dolorosa estela de victimas de
paramilitares, narcotraficantes, guerrilleros, falsos positivos del ejército,
es una legión de muertos inocentes, cuya tragedia clama reivindicación y
justicia, esta última tan demorada e ineficiente.
-
Leemos el texto de los siete hermanos
Macabeos y de su valerosa madre en esta óptica de las víctimas de los malvados,
de le indispensable reivindicación de aquellas y de la definitiva vitalidad que
surge de la fe en Dios, que no se nos puede quedar en el “contentillo” de la
vida de ultratumba sino en la justicia pascual que se empieza a realizar en la
historia.[8]
Para los judíos no hubo
una idea clara de la resurrección en los comienzos de su historia. Son los
últimos escritos del Antiguo Testamento, los más próximos al tiempo de Jesús,
los que empiezan a dar fe de esta certeza en la vida eterna, como Daniel, 2
Macabeos y Sabiduría. Contribuyó mucho a implantar esta convicción la idea de
que quienes morían por ser fieles a Dios y a sus mandamientos debían recibir una
recompensa definitiva. Justamente, estos hermanos Macabeos y su madre acreditan
con su martirio la confianza en este Dios que respalda plenamente su fidelidad
con el premio de una vitalidad que se inserta totalmente en El y que, en
consecuencia, es inagotable.
Pero esta afirmación
debemos enraizarla en la realidad histórica concreta de nuestras gentes
sufrientes, porque no podemos cometer la irresponsabilidad tantas veces
manifiesta, de consolar a los pobres y vulnerados con “otra vida” en la que
serán recompensados, si no nos implicamos a realizar en esta historia el
trabajo de liberación y de justicia. [9]
Pasando al evangelio,
nos encontramos con las habituales trampas que los hombres religiosos judíos
pretendían poner a Jesús: “Se acercaron algunos de los saduceos, los
que sostienen que no hay resurrección, y le preguntaron: Maestro, Moisés nos
dejo escrito que si a uno se le muere un hermano casado y sin hijos, deberá
tomar como mujer a la viuda para dar descendencia a su hermano…….” [10]
Los saduceos eran uno de los grupos religiosos
contemporáneos de Jesús, pertenecían a la aristocracia social y económica, su
visión religiosa era profundamente conservadora y discrepaban totalmente de
todo movimiento de reivindicación de los pobres y humildes, lo que da a
entender que los mensajes y actitudes de Jesús en relación con los excluídos
les repugnaban hasta el escándalo.
El les responde,
limitándose a indicar la diferencia radical entre la vida presente y la futura:
“Los
hijos de este mundo toman mujer o marido, pero los que lleguen a ser dignos de
tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos
tomarán mujer ni ellos marido, ni pueden ya morir , porque son como ángeles, y
son hijos de Dios por ser hijos de la resurrección” . [11]
A la luz de este texto,
la comparación con los ángeles significa que la humanidad en estas condiciones , que proceden de Dios mismo, pasa
a una forma nueva de existencia, inmortal, en la que no están sujetos a las
leyes del matrimonio ni a las de procreación, con lo que desarma la capciosa
cuestión que le proponen los saduceos, dando el salto cualitativo de Dios como
el garante por excelencia del ser humano que vive en justicia y rectitud, y
poniendo en tela de juicio la obsesión legalista propia de estos personajes.
La mezquindad de estos
hombres, siempre preocupados por los rigores del cumplimiento legal y ritual,
sin horizontes para captar la realidad de un Dios misericordioso y compasivo,
desbordante de vida y de solidaridad, es puesta una vez más al descubierto por
la sagacidad de Jesús, que no es simple estrategia sino comunicación del nuevo
orden de vida del que El es portador, el reino de Dios y su justicia, proyecto
que totaliza al ser humano cuando ofrece su libertad para ser abarcado por El.[12]
La razón de nuestro ser
no está en nosotros, sino en ese al que llamamos el Totalmente Otro, es Dios de
quien venimos afirmando que es el
principio y fundamento de todo lo que somos y hacemos, conscientes de que lo limitado
y frágil nos es propio , haciendo de ese ámbito la plataforma de nuestra
proyección a lo eterno y a lo
definitivo.
Los discípulos de Jesús
vivieron el fracaso y el desconcierto de la muerte trágica de su maestro, y
tuvieron que descender al abismo de esta desolación, pero en la experiencia
pascual este hombre crucificado se redimensionó, gracias a la legitimación
salvífica del Padre Dios, y los implicó a ellos en este nuevo y total sentido
de vida, la que no se termina, porque es la propia de Dios.
El remate de la
respuesta de Jesús a los saduceos es contundente: “No es un Dios de muertos, sino
de vivos, porque para El todos viven”[13]
, lenguaje que es de la misma naturaleza que el de Pablo, en la segunda
lectura de hoy: “Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos
ha amado y nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza
dichosa, los consuele y los afiance en toda obra y palabra buena” [14]
Transitamos por la vida
entre luces y sombras, con esperanza trabajamos por implantar el reino en esta
historia nuestra, reconociendo la dignidad de todos los humanos, viviendo en
radical projimidad y servicio, haciéndonos solidarios de quienes sufren para
restaurarlos en su integridad, sabedores de que el Dios de la vida, revelado en
Jesucristo, es nuestro respaldo, el único que no falla.
Y esto en la Colombia
de hoy, en la América Latina de hoy, en el mundo de hoy, es tarea profética
para frenar el poder destructor de la muerte y de la injusticia, para frenar la
demencia del capital y del poder, afirmando con potencia humana y teologal que
la palabra definitiva sobre la humanidad la tiene el Dios nuestro, señor de la
libertad y de la justicia.
[1]
1881-1955. Científico jesuita francés notable por su estudio de la evolución
desde la materia inanimada hasta lo que él llamó el nivel de la
complejidad-conciencia presente en la racionalidad del ser humano. Su trabajo
es definitivo para el diálogo entre la ciencia y la fe, superando el
antagonismo promovido por algunos fundamentalistas de la razón ilustrada y por
otros ídem del cristianismo católico, que juzgaban incompatibles las certezas
de la fe con los hallazgos del conocimiento científico.
[2]
1864-1936. Ya referido en las notas de pie de páginas de estas reflexiones
dominicales con su apasionada inquietud por el misterio de Dios, por el
misterio del mal, por el misterio del sentido definitivo de la vida.
[3]
UNAMUNO, Miguel de. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los
pueblos. Madrid. Biblioteca Nueva, 1999.
[4]
1632-1677. Pensador holandés de origen judío sefardí, cuyos antepasados se
remontan a España. De sus obras destacamos “Tratado teológico – político”,
“Tratado de la reforma del entendimiento”, “Pensamientos metafísicos”.
[5] 2
Macabeos 7: 1-2
[6] 2
Macabeos 7: 9
[7]
1917-1980. Véase BROCKMAN, James R. La palabra queda: vida de Monseñor Oscar
Arnulfo Romero. UCA editores. San Salvador, 2015. ROMERO, Oscar Arnulfo. Diario
desde 31 de marzo 1978 hasta 20 de marzo de 1980. Fundación Monseñor Romero.
San Salvador, 2015. ROMERO, Oscar Arnulfo. La voz de los sin voz: la palabra
viva de Monseñor Romero. UCA editores. San Salvador, 1986. Junto a muchos
hombres y mujeres que han dado cruentamente su vida por causa de la fe y de la
justicia, San OSCAR ROMERO es un icono de esa muy generosa disposición para dar
la vida sin reservas, evidenciado con ello el gesto máximo de amor al que se
refiere el evangelista Juan: “Nadie tiene mayor amor que el que es capaz de dar
la vida por las personas que ama” (Juan 15: 13).
[8]
CASTILLO, José María. Víctimas del pecado. Trotta. Madrid, 2010.
[9]
ELLACURIA, Ignacio. Filosofía de la realidad histórica. UCA editores. San
Salvador, 1995. SOBRINO, Jon. La fe en Jesucristo: ensayo desde las víctimas.
Trotta. Madrid, 1999.
[10]
Lucas 20: 27-28
[11]
Lucas 20: 34-36
[12]
CASTILLO, José María. El reino de Dios: por la vida y la dignidad de los seres
humanos. Desclée de Brower. Bilbao, 1999.
[13]
Lucas 20: 38
[14] 2
Tesalonicenses 2: 16-17
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