domingo, 19 de febrero de 2012

El Mensaje del Domingo , por Gabriel Jaime Pérez, S.J., VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B - Febrero 19 de 2012

En aquel tiempo entró Jesús otra vez a Cafarnaúm y se oyó que estaba en casa. E inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la Palabra. Entonces vinieron a él cuatro trayendo un paralítico. Y como no podían acercarse a él a causa de la multitud, descubrieron el techo de donde estaba, y haciendo una abertura, bajaron la camilla en que yacía el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.
Estaban allí sentados algunos escribas que cavilaban en sus corazones: “¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?” Y conociendo luego Jesús en su espíritu que cavilaban de este modo, les dijo: “¿Por qué cavilan así en sus corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico ‘tus pecados te son perdonados’, o ‘levántate, toma tu camilla y anda’? Pues para que sepan que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): “A ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Entonces él se levantó enseguida, y tomando su camilla salió delante de todos, de manera que todos se asombraron y glorificaron a Dios diciendo: “¡Nunca hemos visto tal cosa!”. (Marcos 2, 1-12)
Una vez más el Evangelio nos presenta a Jesús predicando y sanando, y el contenido de su predicación lo resume en “la Palabra”. No se trata de un mensaje cualquiera, sino del anuncio del Reino de Dios, es decir del poder del Amor misericordioso que es Dios mismo, que se revela en Jesús, la Palabra de Dios en persona, y que se manifiesta en el perdón juntamente con la curación de un hombre postrado por la parálisis. Meditemos en el sentido de este relato del Evangelio, teniendo en cuenta también las demás lecturas bíblicas del presente domingo [Isaías 43, 18-19; 21-22; 24-25; Salmo 41 (40); 2 Corintios 1, 18-22].

1.- “Haciendo una abertura, bajaron la camilla en que yacía el paralítico”
Lo primero que resalta es la fe de quienes superan la dificultad de llegar hasta Jesús por causa del gentío que se agolpaba junto a la casa. Las casas de aquel tiempo en Cafarnaúm -la ciudad pesquera de Galilea donde Jesús tuvo su residencia durante su vida pública antes de su pasión y muerte, y en general en toda aquella región, tenían una pequeña azotea sobre la cual era posible construir un segundo piso y a la que se subía mediante unas gradas de mampostería construidas por fuera. De esta forma podemos imaginarnos lo que hicieron quienes llevaban al paralítico para bajarlo en su camilla y ponerlo junto a Jesús.
A la luz de este relato, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Qué he hecho, que estoy haciendo y qué debería hacer para encontrarme con el Señor y que Él me libere de mis parálisis espirituales, a pesar de lo difícil que se presenta a veces este encuentro por causa de los obstáculos que pueden estar impidiéndome experimentar su acción sanadora? ¿Cuáles son esos obstáculos y qué podría hacer para superarlos?

2.- “Hijo, tus pecados quedan perdonados”
Un detalle sobresale en lo que Jesús le dice al paralítico: lo llama “hijo”, con lo cual está expresando el amor misericordioso de Dios Padre. La enfermedad era concebida en aquellos tiempos como una consecuencia de los pecados cometidos o heredados. Jesús se acomoda a esta concepción cultural, pero no para afirmar que necesariamente la enfermedad de aquel paralítico fuera consecuencia de sus culpas, sino para mostrar que todo ser humano necesita ser sanado primero que todo espiritualmente.  También para mostrar que Él mismo -Jesús- tiene el poder de perdonar los pecados porque es la manifestación en persona del Dios misericordioso que había dicho por medio del profeta Isaías, tal como lo expresa la primera lectura: “Yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isaías 43, 25).
Para los escribas o doctores de la Ley era inconcebible que un ser humano pudiera hacer lo que es privativo de Dios: perdonar los pecados. El Evangelio nos dice que estaban allí “sentados” varios de ellos. Podemos imaginarlos observando lo que ocurría desde su posición de superioridad despreciativa de los demás, con una actitud escéptica muy distinta de la fe que movía a las gentes sencillas y humildes a buscar a Jesús para ser enseñadas y sanadas por Él. Por eso, al oír lo que Jesús le dice al paralítico –“tus pecados quedan perdonados”-, aquellos doctores juzgan esto como una blasfemia -un insulto a Dios-. Pero Jesús les demuestra, a ellos y a todos, el poder de la misericordia divina que Él encarna.
Un poder que Él iba a transmitir a quienes, por una vocación y una misión específicas, les encomendaría el ministerio sacramental de la reconciliación. En este sacramento, a través de la absolución realizada por el sacerdote, es Dios mismo quien muestra eficazmente su misericordia en virtud de la mediación redentora de Jesucristo y con la acción purificadora y renovadora de su Espíritu, cuando reconocemos y expresamos sinceramente nuestra necesidad de ser sanados espiritualmente y le decimos: Ten misericordia de mí, sáname porque he pecado contra ti [Salmo 41 (40), 4].

3.- “Levántate y anda”
Al final del relato evangélico de hoy resaltan estas palabras que también podemos considerar dirigidas por nuestro Señor Jesucristo a nosotros, como una invitación a no dejarnos vencer por la parálisis espiritual. Esta situación de parálisis ocurre cuando las ataduras del egoísmo y de nuestros apegos nos impiden andar ágilmente por el camino que nos conduce a la verdadera felicidad.
Que resuene entonces para cada uno de nosotros esta palabra animadora y sanadora del Señor: “levántate y anda”. Y que también nosotros, con la fuerza del Espíritu Santo que Él mismo ha puesto en nuestros corazones -como escribe el apóstol san Pablo en la segunda lectura de hoy (1 Corintios 1, 22)- podamos transmitirles ese mismo ánimo renovador a las personas con las que convivimos o nos encontramos, mediante nuestra disposición a comprender y ayudar a quienes reconocen su necesidad de ser salvados y sanados.-

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