Lecturas
1.
Hechos
2: 14 y 36 – 41
2.
Salmo
22: 1 – 6
3.
1
Pedro 2: 20 – 25
4.
Juan
10: 1- 10
En la iglesia universal, en sus comunidades particulares, en
las muchas denominaciones que profesan a Jesús como señor y salvador, lo clave
es que El sea el determinante del modo de vivir el Evangelio y de seguir su
camino. Esta afirmación parece una verdad de Perogrullo, pero se impone
explicitarla porque encontramos con frecuencia que en algunos ámbitos que se dicen
cristianos lo que predomina suele ser ajeno al Señor.
Motivaciones de poder religioso, cristianismo ideologizado,
predominio de determinaciones jurídicas sobre la fe y vida de las comunidades,
ritualismo, exceso de protagonismo de sacerdotes y pastores, búsqueda de poder
y politización, presencia de mercenarios del ministerio, excesivo aparato
institucional, son realidades pecaminosas que desdibujan lo que es central en
la vida eclesial.
Por eso, la parábola del buen pastor, referida por el
evangelio de este IV domingo de Pascua, nos pone en alerta ante esta
centralidad: “Les aseguro que yo soy la puerta del rebaño” (Juan 10: 7), es
un tipo de expresión propio del evangelio de Juan, similar a otras, en las que
queda claro que lo que Dios Padre –
Madre hace a través de Jesús es lo decisivo para quienes quieran tomarlo en
serio y configurar su vida según su proyecto.
Esto nos da para un buen discernimiento personal y
comunitario sobre qué es lo que decide nuestra vida en la Iglesia y nuestro
estilo cristiano. Si estamos aquí como usuarios de una gran empresa prestadora
de servicios religiosos, o llevados por una inercia social, o apegados a unos
ritos por razones de identidad cultural, o buscando un refugio porque no somos
capaces de afrontar la crudeza de la historia y de la realidad, también porque
nos dejamos llevar por un sentimiento de superioridad moral , entonces nos
convertimos en un club de perfectos “incontaminados”, despreciando al común de
personas, o – finalmente – porque nos gustan las modas religiosas (apariciones,
milagrerismos, sectarismo, fundamentalismo,etc.).
Nada de eso tiene que ver con el Buen Pastor que es El y con
nuestra pertenencia al rebaño, siguiendo la bella y sencilla imagen que nos hoy
nos propone Juan. El relato habla de los mercenarios : “Les aseguro, el que no entra por
la puerta en el redil, sino saltando por otra parte, es ladrón y bandido” (Juan
10: 1), de los que se valen de subterfugios para engañar a los ovejas, de los
que no hacen posible captar y vivir qué es lo esencial para congregar a ese
rebaño.
Una sana reflexión a propósito de esto es esclarecer el sentido del
ministerio ordenado en la Iglesia. Como sabemos esta palabra viene del latín “minister”,
que quiere decir criado, servidor, el que realiza los menesteres más humildes.
Fijémonos que ministerio y menester son palabras de igual
naturaleza. En lenguaje de Iglesia el ministerio es el servicio que se ordena a
toda la comunidad de los creyentes para garantizar que toda ella viva en la
centralidad de Jesucristo, el Buen Pastor: “Yo soy la puerta, quien entra por
mí se salvará, podrá entrar y salir y encontrar pastos” (Juan 10: 9).
Y lo remata con esto más contundente: “Yo vine para que tengan vida, una
gran vitalidad” (Juan 10: 10). El rebaño vive unido, animado, con un
mismo sentido, porque participa de la vitalidad de Dios, y el que la hace
posible, efectiva, real, es el Señor Jesús, con el ejercicio de su pastoreo.
En coherencia con esto, la ministerialidad eclesial debe
estar siempre asentada sobre este aspecto original y originante, un servicio
para facilitar el anuncio y vivencia de la Buena Noticia, un permanente ejercicio de remisión a la
realidad misma del Señor, un configurar seres humanos y comunidades para que
vivan identificados con este proyecto fundacional de la fe, hacer de la propia vida un relato de esta
dedicación amorosa e incondicional a todos los hermanos, animados por la
presencia del Viviente, que es el garante del ministerio y de la comunidad.
A este Buen Pastor:
-
Le
escuchamos, porque las ovejas “reconocen su voz” (Juan 10: 4)
-
Le
acogemos , porque “las ovejas oyen su voz, él llama a las
suyas por su nombre y las saca” (Juan 10: 3).
-
Le
seguimos, porque “ cuando ha sacado a todas las suyas, camina delante de ellas, y ellas
detrás de él” (Juan 10: 4).
-
Es
vital caminar detrás de Jesús porque “ a un
extraño no lo siguen, sino que escapan de él, porque no reconocen la voz de los
extraños” (Juan 10: 5).
Pensemos, así, en personas y realidades que esconden la
autenticidad del ministerio y el buen pastoreo: los pederastas y pedófilos –
indignante e inaceptable pecado - , los que adoptan modelos clericales y
anticomunitarios, los que se hacen burócratas de la religión, los que se
vuelven jueces intransigentes, los que se consideran superiores a los bautizados,
los que creen que el ministerio es un escalafón de mayor santidad, los que
subestiman a los laicos, en definitiva, aquellos en los que penosamente se cumplen las palabras del
Maestro: “El ladrón no viene más que a robar, matar y destrozar” (Juan
10: 10).
Por contraste – felicísimo por cierto !- se impone en este
camino cristiano tener siempre presente aquello de que “Nadie tiene amor más grande que
aquel que es capaz de dar la vida por las personas que ama” ( Juan 15:
13), partiendo de la cruz del Señor como referente esencial de todo ministerio.
Y con El , Pedro
y Pablo, y los cristianos primeros, el vigoroso Ambrosio , obispo de
Milán; Agustín, pastor de Hipona; Carlos Borromeo, el aristocrático
cardenal que dejó las alturas de su carrera eclesiástica para servir como
pastor abnegado también en Milán; o San Damián de Veuster, que se
intercambió y crucificó con los leprosos en la isla de Molokai; el gigante Francisco
Javier, que finalmente cedió al “acoso evangélico” de su amigo Ignacio
de Loyola para ser el gran caminante de la fe en el Lejano Oriente;
Jerzy Popielusko, asesinado por sicarios al servicio del régimen polaco a comienzos de los 80’s; el
humilde y evangélico cardenal argentino Eduardo Pironio, figura clave en la
renovación de la iglesia latinoamericana en los años del post-concilio; o los
heroicos jesuitas de la Universidad Centroamericana de San Salvador,
mártires como su entrañable arzobispo Romero, defensores con su
vida de la dignidad de los humillados de ese país.
Ellos, y muchos otros, son los pastores dignos de crédito,
ellos reivindican la santidad y la dedicación del ministerio, en ellos se
cumple cabalmente aquello de que “yo soy la puerta del rebaño” (Juan
10: 7). Y su pastoreo es una
prolongación maravillosa del pastoreo de Jesús.
Pero esto no es un aspecto exclusivo de quienes dedican su
vida a este servicio, esto debe cualificar y distinguir a la totalidad de los
creyentes, porque todos somos beneficiarios de los méritos salvadores y
liberadores de Jesús, todo bautizado ha de estar permeado de esta
sacramentalidad fundante de dar la vida para hacer rebaño – comunidad: “Nuestros
pecados él los llevó en su cuerpo al madero, para que , muertos al pecado, vivamos
para la justicia. Sus cicatrices nos curaron. Ustedes eran como ovejas
extraviadas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus almas”
(1 Pedro 2: 24 – 25).
La consideración atenta de esta Palabra debe llevarnos a un
proceso permanente de rescate de lo esencial en la Iglesia, el Espíritu de
Jesús, su estilo descalzo, su pedagogía de la cercanía, su preferencia por
pecadores, marginales, abandonados, enfermos, su despojo de galas y
vanaglorias, su pasión por el Padre Dios, la sinceridad que lo llevó a
confrontar la institución religiosa, su lejanía del poder. Menesteres –
ministerios como estos son los que han de caracterizar el servicio en la
Iglesia.
Esto es para que la ella sea siempre cristocéntrica,
abandonando modelos y prácticas que no
tienen nada que ver con el Evangelio, estilos mundanos, estructuras de
burocracia,desconexión con las realidades de la humanidad, talante modoso y
amanerado, para dar el paso a un pastoreo limpio, servicial, comunitario, de “
a pie”, como lo inspira ahora Francisco, obispo de Roma.
Un pastoreo pascual, como el que inspiró a Pedro para decir:
“Pedro
se puso en pie con los once y alzando la voz les dirigió la palabra: por tanto,
que toda la casa de Israel reconozca que a este Jesús que han crucificado, Dios
lo ha nombrado Señor y Mesías” (Hechos
2: 14.36).
La vida de este hombre y la de sus compañeros, después del
acontecimiento pascual, se hizo sustancialmente nueva y fue dotada por Dios de
una capacidad testimonial que llegó hasta el mismo martirio, a dar crédito con
la propia vida de que Jesús es el pastor
por excelencia, en quien se congregan las ovejas que aspiran a responder la
gran pregunta del sentido de la vida.
Cuando hay hombres y mujeres que lo apuestan todo por este
pastoreo, cuando les duele el dolor de la humanidad, y los apasiona todo lo que
hace felices a sus hermanos, aquí hay Pascua, es una VIDA que no se acaba ,
como la que hace decir al poeta Pedro Miguel Lamet:
Luego, pequeño, hecho niño otra vez
Se perdió entre las sombras sin ruido
En pos del huerto oscuro de la muerte.
Jerusalem moría con el hombre.
El hombre desde entonces, hecho un Dios,
Brilló con luz perdida al sol del universo.
Se supo una sonrisa
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