Lecturas
1.
Levìtico
13: 1 – 2 y 44 – 46
2.
Salmo
31: 1 – 11
3.
1
Corintios 10: 31 a 11: 1
4.
Marcos
1: 40 – 45
Hoy abordamos el asunto gravísimo de la exclusión y
condenación de las personas por razones religiosas y morales, sociales y
económicas, culturales y étnicas. Para esto, los textos de Levìtico y de Marcos
nos ponen frente a la impureza decretada formalmente por la institución
religiosa judía con respecto a los leprosos, símbolo para aquella cultura de la
“maldición de Dios”, reflejo según ellos de su pecado y de su distanciamiento
deliberado de El.
En el capìtulo 13 de Levìtico se tratan las diversas enfermedades
de la piel, y a todas ellas – con la designación genérica de lepra – se les
atribuye la condición de castigo divino por causa del empecinamiento pecaminoso
de quienes la padecen.
En consecuencia, estas
personas son declaradas impuras por los sacerdotes, y quedan automáticamente excomulgadas
de la comunidad humana y creyente: “ El sacerdote lo declararà impuro por lepra
en la cabeza. El que ha sido declarado enfermo de lepra andarà harapiento y
despeinado, con la barba tapada e irà gritando: Impuro, impuro! Mientras le
dure la afección seguirà impuro. Vivirà apartado y tendrá su morada fuera del
campamento” (Levìtico 13: 44 – 46).
En varios lugares del Antiguo Testamento encontramos relatos
que refieren esta situación, y en todas ellas , invariablemente, se manifiesta
la impureza moral y ritual, también social, que conlleva esta patología
asociada a la condena religioso – moral.
Quien es vìctima de
esto debe presentarse ante el sacerdote, único autorizado para “certificar” que
la persona està enferma y, declarada oficialmente impura , debiendo separarse
totalmente del culto, de la comunidad , de su familia, de todo vìnculo social,
situación que sòlo podrá superar cuando cesen los efectos del mal, y sea
incluìdo de nuevo, mediante la acreditación pública de pureza por parte del
sacerdote: “ El Señor dijo a Moisès y a Aaròn: cuando alguno tenga una inflamación,
una erupción o una mancha en la piel que parezca lepra, será llevado ante
Aaròn, el sacerdote, o cualquiera de sus hijos sacerdotes. ….Despuès de
examinarlo, el sacerdote lo declararà impuro” (Levìtico 13: 1- 3)
En línea con la función sacerdotal de separar lo sagrado de
lo profano, lo puro de lo impuro, mentalidad tìpicamente maniquea y dualista,
estamos ante un hecho que desafortunadamente sigue presente en muchos contextos
religiosos y sociales. Es la estigmatización, la condena, que se realizan con
intransigencia y fundamentalismo, con rigidez inmisericorde, acudiendo a Dios
como legitimador de tal excomunión.
Pensemos en toda esta problemática de señalamiento de
aquellos a quienes unos criterios religiosos y morales etiquetan como malos,
disfuncionales, deshonestos, impuros, herejes, puestos públicamente como
vergonzantes. Vienen a la memoria los condenados por su conducta sexual, por
discrepar del sistema establecido, los que se equivocan y quieren redimirse,
los atacados con virulencia por los guardianes de la religión y por los
“dueños” de la moral y de las costumbres.
Què pensar y sentir ante esto? El relato de Marcos lo aclara con la sencilla
narrativa del encuentro entre Jesùs y el leproso. Donde nos situamos: en la
condena farisaica? En la humilde conciencia de quien se siente necesitado de
salvación? En la solidaridad sanante del Señor? Hagamos el ejercicio de
responder honestamente cada una de las tres preguntas.
El enfermo se aproxima con la esperanza de ser curado, y no se atiene a
la rigurosa ley que le prohíbe acercarse a otras personas; se arrodilla ante
Jesùs en señal del màs profundo respeto y confía plenamente en su poder sanador;
todo depende de que quiera, no de que pueda: “ Se le acercò un leproso y
arrodillándose le suplicò: si quieres, puedes sanarme” (Marcos 1: 40).
Es muy fuerte en el
contexto contemporáneo de Jesùs la mentalidad que hace ver a estos enfermos
como muertos vivientes, totalmente despreciados y alejados de toda posibilidad de relación y
de aceptación. Los responsables de tal legislación estaban firmemente
convencidos de que con esta medida
protegían la pureza de toda la comunidad!
Pero la fe del leproso y el amor de Jesùs desbordan con creces estas circunstancias,
hacen realidad la Buena Noticia del reino de Dios, porque también El siente
como propio el dolor de este prójimo, a quien ve como tal y no como un
condenado y excomulgado, experimentando honda compasión: “El se compadeció, extendió la
mano, lo tocò y le dijo: lo quiero, queda sano. Al instante se le fue la lepra
y quedó sano” (Marcos 1: 41 – 42).
Tres verbos muestran la cercanìa de Jesùs con los marginados:
compadecerse, extender la mano y tocar. No se conforma con estar cerca sino que
transforma la realidad de marginación sanando al leproso, lo restablece física
y espiritualmente. He aquí una de las grandes señales del reino de Dios y su justicia
traducida en el ministerio misericordioso y liberador de Jesùs.
Recordamos las angustias extremas vividas en el confesionario
cuando el sacerdote se ponìa iracundo y condenatorio ante las “lepras” morales
de quienes iban allì, como el leproso, con la expectativa y la confianza de ser
perdonados y restituìdos en su integridad. Muchos no encontraron aquí el
ejercicio de la misericordia sino la implacable dureza de un tribunal
desconocedor de la compasión .
Sucede esto aùn? Si
sigue pasando , debemos ponernos en alerta y generar un movimiento de
indignación evangélica, al estilo de Jesùs, para volver por los fueros de la
comprensión de la fragilidad humana y de la terapéutica sacramental que es
salud , solidaridad, reivindicación, perdón, redención.
Luego, Jesùs ordena al curado: “Cuidado con decírselo a nadie. Ve
a presentarte al sacerdote y, para que le conste, lleva la ofrenda de la
sanación establecida por Moisès” (Marcos 1: 44) .
Cabe recordar un
elemento central en Marcos que los
estudiosos del texto bíblico llaman el “secreto mesiánico”, asunto que
atraviesa todos los relatos de este evangelio y que se entiende como la
intención de Jesùs de pasar desapercibido, hoy conocido por nosotros como el
“bajo perfil”, cuya comprensión se completa en la experiencia pascual, cuando
los discípulos abatidos por la muerte de Jesùs, ahora viven una transformación
radical, un novedoso entusiasmo apostólico, desde el cual desvelan el secreto y
captan que esa discreción del Maestro era una estrategia para permitir llegar a
la cabal inteligencia de su resurrección.
El leproso desobedece, no hace caso, ni se calla ni acude al
sacerdote: “Pero al salir, aquel hombre se puso a proclamar y a divulgar màs el
hecho, de modo que Jesùs ya no podía presentarse en público en ninguna ciudad,
sino que se quedaba fuera, en lugares despoblados. Y aùn asì, de todas partes
acudìan a èl” (Marcos 1: 45).
Es decir, el ahora
curado se convierte en un evangelizador que propaga las acciones liberadoras de
Jesùs, con su clamor testimonia el inmenso beneficio que le ha sido dispensado,
recordando aquello de la filosofía tomista: el bien es difusivo de sì.
Valoremos el contraste entre la declaración de impureza, con
la maldición y la condena que acompañan esta circunstancia, totalmente
determinada por una actitud lejana del
genuino amor de Dios, y la disposición de Jesùs que se compadece, toca y sana,
entra en contacto con el excluìdo, no se detiene ante la prohibición, con el
peligro de ser también reconocido como impuro, y comunica a este hombre la
vitalidad de Dios, rehacièndolo en su dignidad y dándole la posibilidad de
retornar al encuentro amoroso con El, con sus semejantes, dejando atrás los
efectos del anatema y de la maldición.
Vayamos entonces a la carga simbólica de los relatos
evangélicos, que siempre quieren que nos identifiquemos con ellos. En este
caso, con el leproso. Todos llevamos dentro algo de lo que nos sentimos
culpables. Podemos negarnos a admitirlo, escondiendo la cabeza y eludiendo la
aceptación de la responsabilidad; o podemos reconocerlo y acudir humildemente a
Jesùs, al ministerio eclesial, con la misma certeza de aquel hombre: “ si
quieres, puedes sanarme” (Marcos 1: 40), confiados en que en El
encontramos la salud y la novedad cualitativa que nos reconcilia y nos incluye
en la comunión con Dios y con la humanidad.
No es Dios quien excluye sino nuestras leyes e instituciones;
no es Dios quien margina, sino nosotros; tal vez es esto una proyección
neurótica, una obsesión con la pureza de los demás porque la nuestra propia es
bastante turbia e impresentable? Todos esos predicadores que condenan muy
seguramente esconden en sì mismos
realidades de dudosa ortografía moral,
e, incapaces de aceptarlas, adoptan el modelo de jueces de vidas y conciencias,
totalmente olvidados de la amorosa cercanìa del Padre y de la exquisitez de
Jesùs en su trato con los condenados de la tierra, El siempre en plan de
incluir, de sanar, de liberar, de redimir.
Seguirle significa no escandalizarnos ante las
impurezas humanas, y practicar siempre la acogida y la misericordia, dando
prioridad , como El, a la persona por
encima de la norma, asumiendo que esta es al servicio del ser humano, y no al revés,
ganando siempre en compasión y en solidaridad, dando a todos , en nombre del
Padre, las mejores y màs contundentes razones para la esperanza.
Traigamos a la mente el testimonio de esas personas que
ofrecen apoyo y amistad incondicionales a prostitutas, a indigentes, a enfermos
de sida, a abandonados y humillados por la pretendida “moralidad” de la
sociedad y también, en no pocos casos, de la religión. Estos hombres y mujeres
viven con toda intensidad aquello de que en el corazón de Dios caben todos, El
buen Dios primero presente en los hermanos sufrientes y
humillados, cultivando en estos la conciencia de dignidad, del amor del Padre,
de su cercanìa redentora. Este asunto es normativo e indispensable para quien
quiera tomar en serio el proyecto de Jesùs!
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