“Y el suceso se propagó
por toda Judea y por toda la región circunvecina”
(Lucas
7: 17)
Lecturas
1.
1 Reyes 17: 17 – 24
2.
Salmo 29: 2 – 13
3.
Gálatas 1: 11 – 19
4.
Lucas 7: 11 – 17
Una de las más
contundentes certezas del Evangelio es la predilección de Jesús por los
humildes, por los ignorados, por los débiles, por los enfermos, también por los
pecadores y por los condenados morales. Esta constatación escandaliza a quienes
se sentían – y se sienten! – fieles observantes de los preceptos religiosos,
superiores a todos los demás, a quienes desprecian por no estar a la altura de
su pretendida “santidad”.
Con esta preferencia, Jesús derriba los pedestales de
fariseos, maestros de la ley, sacerdotes, y demás dirigentes del judaísmo de su
tiempo, condición que se hace extensiva a todos los que en los diversos
momentos de la historia cultivan esa misma actitud de hipocresía religioso – moral, con la que
pretenden ganar el favor de Dios.
En cambio, quien se
experimenta frágil, limitado, contingente, necesitado de Dios y del prójimo, y
se abre al don de la gracia, adquiere carta de ciudadanía en el proyecto de
Jesús, sin las ya referidas pretensiones de grandeza.
En ese contexto, la
humilde viuda de Naím , que nos refiere hoy el relato de Lucas, se hace
acreedora al beneficio de la resurrección de su hijo, realizada por Jesús,
porque expresa necesidad y está dispuesta a ser agraciada por Dios, a través
del ministerio salvador de Jesús: “Al verla, el Señor se compadeció de ella y
le dijo: no llores. Luego, acercándose, tocó el féretro , y los que lo llevaban
se pararon. Dijo Jesús: joven ,a ti te digo: levántate. El muerto se incorporó
y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre” (Lucas 7: 13 – 15).
Justamente, el
evangelio de Lucas, que vamos a proclamar en los siguientes domingos, es
llamado el evangelio de la misericordia, porque destaca esta actitud de Jesús,
determinante en su conducta, de inclinarse ante el sufrimiento humano, ante la
pobreza, ante la humillación y la indignidad, para transmitir a estos prójimos
dolientes la fuerza liberadora del amor del Padre. Acompañado de sus
discípulos, recorre Galilea llevando a todos sus rincones la Buena Noticia y
ayudando a quienes se sentían abandonados.
El relato lucano es
elocuente en este sentido: la viuda pobre y desconsolada con su hijo muerto, la
muchedumbre solidaria que la acompaña, y Jesús que mira esta dolorosa realidad
con la compasión que le es propia, estilo que es mucho más que una piedad
ocasional, para convertirse en la solidaridad amorosa del mismo Dios, hecha
historia, feliz evidencia de restauración de la integridad humana, capacidad de
comunicar vida trascendente y dignidad al destinatario de su acción milagrosa.
El relato de 1 Reyes –
primera lectura de hoy – nos ayuda a conectar la lógica de la historia de
salvación, Dios que a través del profeta interviene siempre a favor de su
pueblo, perfecto paralelismo con el texto de Lucas: “Se tendió tres veces sobre el
niño, y clamó a Yahvé: Yahvé, Dios mío, que vuelva el aliento a este niño a su
cuerpo. Yahvé escuchó el grito de Elías. Volvió el aliento del niño a su cuerpo
y revivió” (1 Reyes 17: 21 – 22).
De Dios sólo puede
proceder la Vida, la plenitud del ser humano, ofrecida como gracia, esta es una
constante central en la revelación bíblica, que tiene su máxima expresión en
Jesús y en su ministerio de curar, perdonar, reconciliar, dignificar, liberar,
darse todo El para reivindicar al ser humano caído por el pecado, por la
muerte, por el egoísmo, por la injusticia.
Vale la pena también
caer en cuenta de un detalle del ambiente en el que se narra este milagro. Las
mujeres no contaban en aquella época, y
si eran viudas la situación era más denigrante, no tenían posibilidad de
desenvolverse ni social ni económicamente. Ellas tenían en los hijos varones la
posibilidad de redención. En este caso, era único, mayor razón para su dolor, y
también para la intervención de Jesús, devolviendo a la vida al joven ,
restableciendo así la esperanza de la madre, favoreciendo vitalmente a una
familia que estaba por echarse a pique.
Es clave aquí recordar,
como dato esencial de la mentalidad evangélica, que los relatos de milagros no
son anécdotas de prodigios, de acciones extraordinarias, sino acciones cargadas
de contenido teologal, en cuanto que son señales de las nuevas y decisivas
realidades de vida de las que Jesús es portador, en orden a una nueva humanidad
resignificada por el amor del Padre.
Es esencial esta
advertencia para los creyentes razonables empeñados en el cultivo de una fe
seria y comprometida, con el fin de contrarrestar el efecto de los
fundamentalismos religiosos ahora tan de moda, y muy imbuídos ellos por el
liderazgo de sacerdotes y pastores con pretendidos poderes de sanación,
“gancho” para embaucar incautos desesperados!
Podemos descubrir un
simbolismo profundo entre la muchedumbre que acompaña a la viuda identificados
con la muerte y sin solución para ese hecho extremo y Jesús y el gentío que le
acompaña, que vienen transformados por la Vida que él mismo les está
comunicando. La muerte y la Vida se encuentran, pero esta es más fuerte que la
muerte y termina por asumirlos a todos.
Así, proclaman la gloria de Dios que les ha
llevado a la vida:” El temor se apoderó de todos y alababan a Dios , diciendo: un gran
profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo. Y el suceso
se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina” (Lucas 7:
16 – 17).
En el lenguaje propio
de las relatos evangélicos se dice que “sentir compasión”, que se expresa con
el verbo griego ezplaknizomai, quiere
decir experimentar un dolor profundo,
incluso físico, cuando se constata el sufrimiento de los demás, como una
apropiación total de ese dolor de los otros, lo que mueve a ejercer la
misericordia, la cercanía amorosa, la reconstrucción de los afectados por el
mal en sus múltiples evidencias.
Este hecho nos hace
comprender los alcances del amor de Jesús, reflejo total del amor de Dios. La
compasión es así, el modo más certero de hablar de una genuina humanidad. Dios
se despliega ilimitadamente en Jesús, y él en nosotros, invitándonos a adoptar
este modo de misericordia – compasión como central en nuestro proyecto de vida.
Este elemento es
definitivo para redescubrir la originalidad cristiana, a menudo contaminada por mentalidades poco
vitales, muy legalistas y basadas en cumplimientos exteriores sin hacer recurso
a la conversión del corazón.
Cabe evocar las
palabras de Ignacio Ellacuría (1930 – 1989), uno de los jesuitas mártires en la
Universidad Centro Americana de San
Salvador, a propósito de Monseñor Romero: “Con Monseñor Romero, Dios pasó
por El Salvador”, testimonio de la cercanía misericordiosa de este
pastor, que se apropió totalmente del dolor de su pueblo, indignándose contra
los poderes de muerte que lo asesinaban, y se dejó llevar por Dios,
configurándose martirialmente con su Señor Jesús y con sus comunidades.
La insistencia del Papa
Francisco – tan notable por su énfasis – en que la Iglesia debe dejar de ser
autorreferencial, renunciar a poderes y privilegios, abandonar estilos de vida
mundanos, y dedicarse de lleno al servicio de anunciar la Buena Noticia y
realizar la misericordia en todos sus quehaceres pastorales, tiene aquí su
raíz.
La credibilidad
eclesial no proviene de su importancia social, de sus instituciones muy
consolidadas, de sus bienes materiales, de sus estrategias de política eclesiástica.
Tal credibilidad tiene su fundamento en
este Señor Jesús que es enviado de Dios para bien de todos, sin excepción, como
han hecho los hombres y mujeres que han tomado en serio el evangelio,
dedicándose a vivirlo a favor de sus hermanos.
Pablo – según el
testimonio que nos presenta hoy la carta a los Gálatas - experimenta en su
propio ser este beneficio, que transformó radicalmente su existencia, pasando
del fanatismo farisaico a la pasión por el reino de Dios y su justicia: “Las
iglesias de Cristo en Judea no me conocían personalmente; solamente habían oído
decir: El que antes nos perseguia ahora anuncia la buena nueva de la fe que
entonces quería destruír. Y alababan a Dios por mi causa” (Gálatas 1:
22 – 24). Pablo es, en el cristianismo primitivo, testigo elocuente de esta
misericordia que lo salvó del fundamentalismo y lo dedicó totalmente al Dios de
la vida, revelado en Jesucristo.
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