“Por eso te digo que
quedan perdonados sus numerosos
pecados, porque ha
mostrado mucho amor”
(Lucas 7: 47)
Lecturas
1.
2
Samuel 12: 7 – 13
2.
Salmo 31: 1 – 11
3.
Gálatas 2: 16 – 21
4.
Lucas 7: 36 a 8: 3
Este relato de la mujer
perdonada es referido por los cuatro evangelistas, lo que demuestra la
importancia de su contenido: la actitud misericordiosa de Jesús con los
pecadores, como una de las características esenciales de la Buena Noticia,
centro de su ministerio, poniéndola en contraste cuestionador con la actitud de
los fariseos y similares, incapaces de trascender el horizonte limitadísimo de
la ley, para quienes el pecador merecía castigo sin contemplaciones. En
oposición, para Jesús es claro el valor
del ser humano más allá de sus errores.
Nuevamente volvemos
sobre uno de los motivos centrales de la revelación bíblica: la misericordia de
Dios, rasgo definitorio de su ser y de su quehacer, que Jesús lleva a su máxima
expresión. El relato es muy elocuente si nos fijamos en cada uno de los
personajes: la pecadora, Jesús, los fariseos, los tres con actitudes bien
divergentes, como quiere hacer notar el redactor del texto, para establecer los
contrastes y la fuerza del mensaje.
Veamos a cada uno:
-
La mujer pecadora: “Había en el pueblo una mujer
pecadora pública. Al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del
fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume y, poniéndose detrás, a los
pies de él, comenzó a llorar” (Lucas 7: 37 – 38).
-
El fariseo: “El fariseo que le había invitado,
al ver la escena, se decía para sí: si este fuera profeta, sabría quién y qué
clase de mujer es la que le está tocando: una pecadora” (Lucas 7: 39).
-
Jesús: “Simón, tengo algo que decirte. El
respondió: Di, maestro. Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos
denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos.
Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: supongo que aquel a quien perdonó
más. Jesús le dijo: has juzgado bien” (Lucas 7: 40 – 43).
Con gran nitidez queda
establecido una vez más que el Dios que se nos revela en Jesús es cercanía
amorosa con el ser humano, solidario con el pecador no con el pecado, por eso
perdona y abre al destinatario de este don la posibilidad de una vida
resignificada en el amor, recuperada en su autoestima, garantizada en la
esperanza de una vida que es restaurada por esta misericordia desbordante.
Hacemos una invitación
a involucrarnos afectiva y efectivamente en este dinamismo regenerador, dador
de sentido, salvador, liberador, que se inaugura con esta lógica de
misericordia, como elemento que define la conciencia y la praxis del
cristianismo original, el de Jesùs, el del cristianismo primitivo, el de
aquellos hombres y mujeres que han acertado con esta clave sustancial de
comprensión que tiene su centro en el valor del ser humano, en su dignidad, aùn
a pesar de sus pecados. Tal es el escàndalo del amor de Dios que conmueve los
cimientos de la tierra!
De esto da testimonio
Pablo en el texto de Gàlatas, que se nos propone hoy como segundo lectura, a
propósito de la justificación por la fe, no por las obras ni por la acumulación
de mèritos, sino por la amorosa iniciativa de Dios: “A pesar de todo, conscientes de
que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en
Jesucristo, también nosotros hemos creìdo en Cristo Jesùs. Tratamos asì de
conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley
pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Gàlatas 2: 15 –
16).
Dicièndolo de otra
manera, la conciencia paulina y de los cristianos de las comunidades del Nuevo
Testamento, es de tal alcance en esta materia de la total gratuidad del amor
del Padre manifestado en Jesucristo - en
este ámbito de la misericordia - que se
transforma por completo el paradigma religioso de ser grato a los ojos de Dios
acumulando pràcticas, siguiendo minuciosamente leyes y rituales, como en un
carrera desaforada por ajustar una contabilidad de cumplimientos que serìan los
garantes de la buena conciencia y de la “santidad”, descalificando asì a los
pecadores, a los que no cumplen, en un dualismo de buenos y malos, como este al
que estamos acostumbrados, desafortunadamente infiltrado en el mundo cristiano,
con olvido de lo màs peculiar de la enseñanza y pràctica del Señor Jesùs.
Esto es totalmente
revolucionario y marca un hito cualitativamente diferente en la captación y
experiencia de Dios, podemos así afirmar que aquí reside lo original del
cristianismo, tan frecuentemente olvidado. Tal lógica fue la que inspiró al fraile agustino Martín
Lutero (1483 – 1546) en su proceso de reforma de la Iglesia. El,
místico y apasionado, experto en las cartas de San Pablo, veía la fuerte y
angustiosa contradicción entre esta justificación por la fe y la multitud de
prácticas, observancias, cumplimientos, normas, indulgencias, que proliferaban
en la Iglesia Católica, hasta extremos similares a los del judaísmo legalista
de los tiempos de Jesús. La alternativa era: o la meritocracia aspirante a ser justificados
por la cantidad de obras o la apertura a la gracia justificante, libremente
acogida por el creyente. La Reforma Protestante fue un esfuerzo de retornar al
cristianismo original, al de Jesús, al contenido en los textos del Nuevo
Testamento.
Naturalmente, vienen a
la mente y al corazón dos cuestiones de gran calado:
-
Entonces podemos llevar una vida de
pecado, de desorden moral, despreocupadamente, a sabiendas de que, al final,
seremos perdonados?
-
Podemos desentendernos de las
tradicionales prácticas cristianas, deberes propios del estado de vida,
práctica sacramental, compromisos inherentes a nuestra condición de bautizados,
porque las obras no cuentan?
Interesantísimo y
sustancial asunto para reflexionar, orar, discernir y tomar determinaciones
humana y cristianamente responsables, control de calidad de la madurez de
nuestra fe. Lo podemos ilustrar con la
historia del rey David, el gran monarca de Israel, cuyo gravísimo pecado fue exponer a su más leal servidor, Urías, el
hitita, a la muerte segura, para luego quedarse con su esposa, Betsabé, como lo
narra el capítulo 11 de 2 Samuel, un crimen condenable, máxime teniendo en
cuenta la esperada ejemplaridad de su conducta como rey.
El profeta Natán lo confrontó con la mayor
severidad:” Por qué has menospreciado a Yahvé haciendo lo que le parecía mal? Has
matado a espada a Urías el hitita, has tomado a su mujer por mujer tuya y has
hecho que lo ejecutara la espada de los amonitas….” (2 Samuel 12: 9). Y
el rey, consciente y ahora sí responsable de su gravísima infidelidad, se
expresa así: “He pecado contra Yahvé. Respondió Natán a David: También Yahvé ha
perdonado tu pecado: no morirás. Pero por haber ultrajado a Yahvé con ese
hecho, el hijo que te ha nacido morirá sin remedio” (2 Samuel 12: 13 –
14).
Qué decir? Basta
hacernos conscientes de que alguien nos ama para que todo cambie en nuestra
vida, para que experimentemos un crecimiento hacia lo mejor, hacia lo más
digno, hacia lo más recto, no en la perspectiva del rígido acatamiento de leyes
y normas, sino en la respuesta generosa a ese amor siempre mayor que no
restringe esfuerzos para dar
oportunidades de existencia limpia a cada persona, a los implicados en esta
dinámica del amor gratuito y misericordiosa.
Así entendemos la justificación por la fe, el
perdón de los pecados, y la vivencia de las obras, no en clave de “contabilidad autojustificante” sino de
aceptación libre de la iniciativa del Padre en Jesucristo. Esto es lo que Jesús
quiso decirnos de Dios: “Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me
diste agua para los pies. No me diste el beso de saludo, pero ella, desde que
entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite, pero
ella ha ungido mis pies con perfume. Por esto te digo que quedan perdonados sus
numerosos pecados, porque ha mostrado mucho amor” (Lucas 7: 44 – 47).
Por parte de Dios,
siempre existe la disposición al perdón y a la reconfiguración amorosa del ser
humano que ha roto ese vínculo fundante y fundamental. Nosotros somos los que
tenemos que cambiar de actitud – como David, como esta mujer - , así podemos
descubrir esta cualitativa novedad que nos libera del sentimiento de fracaso y
frustración que trae consigo tal ruptura. El descubrir que Dios nos sigue
amando, a pesar de esto, debe llevarnos a una confianza absoluta y total en El.
Esa confianza es la clave de todo futuro verdaderamente humano.
Este es el sentido del
sacramento de la reconciliación, lo vemos claro en esta mujer que muestra un
agradecimiento tan grande, sabedora de que el perdón recibido era el resultado
de un amor incondicional hacia ella. En esta experiencia nos descubrimos en
nuestro auténtico ser, captamos así mismo el valor de los demás, y contemplamos
con fascinación el misterio de este Dios Padre – Madre, misericordia pura, que
no se mide en su donación de sí mismo al ser humano para que este halle el
mejor y más
apasionante sentido de la vida.
Esto tiene
consecuencias decisivas para la vida individual y social. Valga esta reflexión
para la necesidad urgente y esencial que tenemos en Colombia de un proceso de
paz. Mucho más que una bandera política o un programa de gobierno, es una
exigencia de la dignidad humana, del respeto que merecemos todos los habitantes
y ciudadanos de este país, del valor de vivir con tranquilidad, en condiciones
de libertad, de vitalidad, de la posibilidad real de llevar todo nuestro
proyecto vital sin el temor a los señores de la muerte.
Y un comentario final y
de especial importancia: los tres versículos finales del evangelio de hoy hacen
referencia al ministerio testimonial de las mujeres que seguían a Jesús, en su tarea de anunciar la Buena
Noticia: “ Le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de
espíritus malignos y enfermedades” (Lucas 8: 1-2), evidenciando aquello que nos ocupa en la
reflexión de este domingo, quien ha recibido tanto amor se suma con la
totalidad de su ser y de su quehacer a esta tarea maravillosa de comunicar a todos
que Dios está totalmente de nuestra parte, es un nuevo proyecto de vida, la
radical novedad del ser humano en Dios:” Ahora estoy crucificado con Cristo; yo ya no
vivo, pero Cristo vive en mí. Todavía vivo en la carne, pero mi vida está
afianzada en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí”
(Gálatas 2: 19 – 20).
No hay comentarios:
Publicar un comentario