“Decìa
a todos: Si alguno quiere venir en pos de mì, niéguese a sì mismo, tome su cruz
cada dìa y sígame”
(Lucas
9: 23)
Lecturas:
1.
Zacarìas 12: 10 – 11
2.
Salmo 62: 2 – 9
3.
Gàlatas 3: 26 – 29
4.
Lucas 9: 18 – 24
Desde siempre conocemos
en la tradición cristiana una asociación entre iniciativa de Dios, gracia de
Dios y sufrimiento, pero , en honor al legìtimo origen de este vìnculo, se
impone un recurso fundante y fundamental (no fundamentalista) a los textos y
contextos bíblicos para purificar esta realidad de los desafortunados masoquismos, autocastigos y demás concepciones
erradas que ensalzan el dolor por sì mismo. Los textos de este domingo nos
ofrecen la perspectiva clave, cuya raíz se encuentra en la experiencia de
Jesùs, y en la de quienes libremente
optan por seguir su camino.
Lo primero que tenemos
que reconocer es esta tendencia humana, permanente y creciente, de afirmar el
ego, de buscar la propia comodidad, de privilegiar los intereses individuales
que màs nos satisfacen, de garantizar beneficio y ganancia en todo, de
lucrarnos en lo económico y en lo material, de evadir el compromiso y la
responsabilidad que nos demandan sacrificio, abnegación, solidaridad, servicio
a los demás, entrega de la vida.
Esto – penosamente –
està muy establecido en la vida de muchas personas, propio de
ambientes marcados por la ideología del éxito y de la competencia. El
mundo està clasificado , entre otros elementos, por lo importante y por lo no
importante. Aquello primero es lo ganancioso, lo que tiene brillo social, lo
que es aplaudido y adulado por los mismos que viven en ese tipo de lógica; lo
segundo es lo despreciable, lo ínfimo, lo que no cuenta.
Una manera de abordarlo
es el acceso fácil a recursos económicos, al poder adquisitivo y, con ello, a
la entrada en los círculos del poder. Si hemos visto la serie de televisión “House
of Cards”, encontramos allì personajes, situaciones, actitudes,
prioridades, conductas, totalmente imbuìdas de esta mentalidad. Es un trabajo
televisivo muy bien hecho que demuestra todo aquello que Nicolàs Maquiavelo
tipificò con su cèlebre lema “el fin justifica los medios”.
Què decir a todo esto
desde las convicciones y experiencia cristianas? Escuchemos la invitación de
Jesùs: “Si alguno quiere venir en pos de mì, niéguese a sì mismo, tome su cruz
cada dìa y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderà; pero quien
pierda su vida por mì, la salvarà” (Lucas 9: 23-24). Tal es la
respuesta que El propone cuando conversa con sus discípulos a propósito de la
gran pregunta: “Quièn dice la gente que soy yo?” (Lucas 9: 18).
Es definitivo
comprender el contexto en el que se da esta conversación. Tengamos en cuenta
que no es un relato estrictamente
histórico, sino un planteamiento
teológico, esencial para asumir el seguimiento de Jesùs y para nuestro estilo
de vida en general.
De lo que se trata es
de captar què significa ser Mesìas para Jesùs, proceso que se da a partir de la experiencia pascual,
cuando los discípulos finalmente entienden que en esa humanidad del hombre
Jesùs de Nazareth ha acontecido la divinidad que lo constituye Señor y Salvador.
El evangelio nos dice
que Jesús oraba a solas, acompañado de sus discípulos, dato esencial para comprender el contexto en el que
El hace su famosa pregunta; es desde su experiencia de Dios, desde su
sustentación en Dios, principio y fundamento, desde su referencia decisiva a la
voluntad del Padre, desde donde él plantea esta cuestión, en cuya respuesta se
juega esta nueva realidad.
Jesús llama a Dios, “Abba”, Padre, término
hebreo que alude a la máxima confianza y cariño del hijo hacia su papá,
equivalente a un grado altísimo de intimidad y cercanía. Descubrirse
fundamentado en Dios, es fuente de inesperada plenitud. Dios será en él,
revelación de la más alta humanidad. En Jesús no hay pretensiones humanas de
dominar a otros, de ser importante, de constituirse en poder, su gran
pretensión es la determinación teologal de su vida, de sus opciones, de sus
valores constitutivos, de sus actuaciones.
En él lo que destaca es el obsequio total de
todo su ser para dar vida a los demás, principalmente a los menospreciados, el
que afronta la humillación y la ignominia, el que tiene que padecer las
incomprensiones de los suyos, “varón de dolores”, justamente por no
renunciar a lo humano que hay en él.
Esto lo prefigura el
profeta Zacarías – primera lectura de hoy – en estos términos: “En
cuanto a aquel a quien traspasaron, harán duelo por él como se llora a un hijo
único, y le llorarán amargamente como se llora a un primogénito. Aquel día será
grande el duelo en Jerusalén….” (Zacarías 12: 10 – 11). Conecta así con la tradición de Isaías, profeta de primer
orden en Israel, con sus cuatro cánticos del siervo doliente de Yahvé, en los
que se delinea un tipo de mesianismo que nada tiene que ver con la gloria ni
con la espectacularidad, totalmente ajeno al vano honor del mundo:” No
tenía apariencia ni presencia; carecía de aspecto que pudiésemos estimar.
Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro
por no verle. Despreciable, un don nadie. Y de hecho cargó con nuestros males y
soportó todas nuestras dolencias” (Isaías 53: 2 – 4).
Podemos apreciar las
respuestas que dan los discípulos, hasta la de Pedro:” El Cristo de Dios” (Lucas
9: 20). Claramente todo el relato lleva a entender que el mesianismo de Jesús
defrauda las esperanzas que los judíos tenían en un salvador triunfante, poderoso,
lleno de gloria , convicción de la que también participaban la mayoría de sus
seguidores inmediatos, como se puede apreciar en varios textos de los
evangelios.
En la frase “Porque
quien quiera salvar su vida, la perderá” (Lucas 9: 24), está contenida
la advertencia de Jesús, en este nuevo orden de renuncia al ego, de despojo
total de sí mismo, de desprendimiento de los apegos, de disposición para la
entrega incondicional de la vida, como presupuesto para dar vida a todos, para
llenar de sentido la existencia de los seres humanos de todos los tiempos, para
anunciar una Buena Noticia que llena de esperanza a todos, pero principalmente
a los últimos y a los excluídos.
Los discípulos sólo
lo pudieron entender a partir de la experiencia pascual, en vida de
Jesús se sintieron respaldados por un ser de excepcionales condiciones, que los
dignificó, pero también los confrontó, pero nunca imaginaron la sorpresa
definitiva que surgiría del inmenso dolor de la pasión y de la cruz. Una vez
sucedidos los dolorosos acontecimientos, fueron dándose cuenta que allí había
algo más que un simple ser humano, y en esa misma humanidad doliente,
crucificada, humillada y ofendida, hallaron la divinidad.
De aquí se sigue la
gran consecuencia de esta revelación:” El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser
reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; lo matarán y
resucitará al tercer día” (Lucas 9: 22). Queda entonces claro que este
camino de entrega lleva a la plenitud, a
la salvación, a la bienaventuranza, garantía de una vida sustentada en en Dios y
en el prójimo, pero no a través de los designios humanos de fama y de triunfo,
de exaltación y vanagloria.
Así podemos entender a aquellos-as que han vivido y viven
el genuino “conocimiento interno” de Jesús, como los mártires del cristianismo
primitivo, como Pedro y Pablo y todos aquellos de la Iglesia Apostólica, que
tuvieron el coraje de enfrentarse a los poderes políticos y religiosos de su
tiempo, según se refiere en Hechos de los Apóstoles, a los que han decidido
llevar vida de austeridad y de servicio a sus hermanos, a los que han querido
reivindicar la dignidad de los más débiles y humillados del mundo, a los que se
niegan a la pompa y al lujo, a los que asumen el espíritu de las
bienaventuranzas como clave de la verdadera felicidad.
Romero, los mártires
trapenses cuya gesta se narra en la bella película “Dioses y Hombres”, los
cristianos silenciosos que viven a carta cabal su coherencia evangélica,
sirviendo generosamente a la humanidad, los que rehúyen aplausos y recompensas,
los que se remiten a este inmenso amor en la abnegación, sin exaltar el
sufrimiento como tortura autoinfligida, los que no ahorran de su ser para dar
sentido a la vida de sus hermanos. Tal es la legión de los que han tomado en serio la
invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
cada día y sígame” (Lucas 9: 23).
Sabemos muy bien que
esta es una gran preocupación del Papa
Francisco, totalmente arraigada en esta determinación del Señor Jesús, que debe
ser imperativa para todo cristiano responsable y serio. Que la Iglesia renuncie
a privilegios seculares, a estilos mundanos, a aspectos antievangélicos, que
deje de ser autorreferencial, como él mismo dice a menudo, que se empeñe en
dedicarse al anuncio de la Buena Noticia, que opte por los más pobres, que deje
de lado la política eclesiástica para vivir definitivamente según el Evangelio.
Jesús es la plenitud de
lo humano. No es la humanidad la que tiene que convertirse en divinidad, porque
esta se hace presente en la divinidad. Ser cada día más humanos es lo que nos
convierte en manifestación de lo divino, así lo testimonia Pablo: “Los
que se han bautizado en Cristo se han revestido de El, de modo que ya no hay
judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes
son uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3: 27).
En esa humanidad fina y
misericordiosa, que se aproxima con amor a todo doliente, en esa humanidad
crucificada, en esa teologalidad y en esa projimidad, reside la divinidad. Tal
es la auténtica respuesta a la pregunta de Jesús, en la que no sólo se
esclarece él, sino nosotros también. En el Señor Jesus descubrimos la identidad
de Dios y también la del ser humano!.
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