“He venido a arrojar un
fuego sobre la tierra, y cuànto desearìa que ya hubiera prendido!”
(Lucas
12: 49)
Lecturas:
1.
Jeremìas 38: 4 – 10
2.
Salmo 39: 2 – 4 y 18
3.
Hebreos 12: 1 – 4
4.
Lucas 12: 49 – 53
Con mucha frecuencia en
la historia de estos veinte siglos nos encontramos a la Iglesia y a los
cristianos convertidos en soportes esenciales del orden establecido (o màs
bien, desorden?) , realidad que muy a menudo està plagada de injusticias y
atropellos contra la humanidad, contrariando asì y de manera gravísima el
espíritu original de Jesùs y de su Buena Noticia.
Esta constatación no
procede de una àcida actitud en permanente plan de crìtica demoledora sino del
deseo sincero de fidelidad al Señor y a la humanidad doliente a la que El nos
envía para salvar y liberar del poder del mal, del pecado y de la injusticia.
Por esta razón
fundamental debemos estar siempre en proceso de vuelta a los orígenes de la fe
para explicitar el talante de profecía y libertad, de enfático rechazo de la
manipulación de Dios y de la mediación religiosa, de dominación del ser humano
atribuyendo esto a una pretendida voluntad de Dios, que en últimas no es otra
cosa que la manifestación de la pecaminosidad de hombres concretos que se
ensañan en contra de sus prójimos.
Si lo nuestro en
materia de fe y de convicciones cristianas es la seriedad para seguir el camino
de Jesùs, vamos a ver claramente que El se presenta como signo de
contradicción, tal como lo plantea el texto de Lucas que consideramos en este
domingo: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y cuànto desearìa que ya
hubiera prendido!” (Lucas 12: 49).
Tal expresión , de claro contexto apocalíptico, se refiere a la misión
de Jesùs que es poner fin a los aspectos malos e injustos del mundo para que
surja el reino de Dios, tarea que no es de buen recibo por parte de quienes son
los “dueños” del poder, que ven en el profeta a un enemigo de sus intereses y
manejos y, en consecuencia, a alguien indeseable a quien hay que someter o
eliminar.
La mentalidad
apocalíptica, propia del tiempo de Jesùs, tenía ante sì la imagen de una gran
confrontación entre las fuerzas del bien y las del mal, tipificadas aquellas en
Jesùs, y las últimas en el imperio romano y en la institución religiosa judía,
que encarnaban la dominación de conciencias, cuerpos y bienes, utilizando
recurrentemente a Dios como legitimador de ese sistema que iba en contravía del
proyecto de Jesùs de perdonar, de incluir, de sanar, de liberar, de dar nuevas
alternativas de vida y dignidad a los eternamente oprimidos.
Con la imagen del
conflicto familiar quiere enfatizar el
carácter dramático y contradictor de su misión: “Porque desde ahora habrá cinco
en una familia y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres”
(Lucas 12: 51), queriendo decir con esto que su proyecto no es el de una cómoda
conformidad religiosa ni el de una silenciosa adaptación a eso que para El es
claramente injusticia y negación de la voluntad de Dios, que es siempre vida,
justicia, amor, misericordia.
La primera lectura ,
del profeta Jeremìas, es una alusión a esta animadversión que los perversos
sienten por las gentes de conciencia limpia y de trabajo comprometido para
denunciar todo lo que disuelve la dignidad de las creaturas: “Aquellos
notables dijeron al rey: hay que condenar a muerte a ese hombre, porque con eso
desmoraliza a los guerreros que quedan en esta ciudad y a toda la plebe,
diciéndoles tales cosas” (Jeremìas 38: 4).
Estas palabras son similares
a muchas que se han pronunciado en la historia de la humanidad, con las que los
poderosos atentan contra los honestos, contra los que ponen el dedo en la
llaga, contra los de conciencia insobornable.
Asì, nos vienen a la memoria los mártires de la
justicia en nuestro país, cuando en los siniestros años ochenta y noventa se
enfrentaron a la corrupción del narcotráfico, presente en los facinerosos que
delinquieron y en la institucionalidad que se dejó pervertir.
Asì también los profetas que, en nombre de la fe en Dios y de su
correspondiente afirmación de la dignidad de sus hijos, señalaron con severidad y vigor las lacras de
gobernantes, militares, terratenientes, manteniendo al pueblo en miseria, y
silenciando con violencia la expresión de su inconformidad, como nuestro Beato
Romero de Amèrica, y tantos cristianos sinceros que han ofrendado su vida en
forma similar al Señor Jesùs, para establecer el reino de Dios y su justicia.
Se trata de proponer
unos valores definitivos que parten del mismo Dios, orientados a la rectitud de
vida, al cuidado de la misma, a la responsabilidad ante El y ante los demás, a
la conciencia honesta y siempre dispuesta a la pulcritud, al reconocimiento de
la dignidad de cada persona, a la protección de todo lo creado, realidades
siempre conculcadas por aquellos que buscan mantener su supremacía maltratando y
destruyendo las evidencias de la bienaventuranza.
Este trabajo de
denuncia y anuncio no resulta simpático para el “orden establecido” porque lo
pone en contradicción y lo desajusta en todo su sistema, poniendo en evidencia
su malignidad.
El Evangelio no admite medianìas ni
cumplimientos mediocres de puntualidades rituales, sino una manera de vivir
alerta, profética, creativa, atizada por la misión de Jesùs: “Creen
que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, les aseguro, sino división” (Lucas
12: 51), palabras que nos pueden resultar sorprendentes y de difícil
asimilación porque entran en contraste con la tradicional imagen del Señor “manso y humilde de corazón”.
Monseñor Romero (1917 –
1980), hombre de estilo tradicional y temeroso de los cambios en la Iglesia,
cuando llegó a San Salvador en febrero de 1977 para asumir la sede arzobispal,
se diò cuenta de la malignidad del régimen de ese país, aliado con las familias
pudientes y con los escuadrones de la muerte, patrocinados por estos en alianza
con los militares, y empezó a ver cuàntos crímenes e ignominias se cometìan en
contra del pueblo humilde, al que se tildaba de subversivo por parte del
sistema, por el elemental hecho de reclamar con fuerza el reconocimiento de su
derecho a una existencia digna.
Este conocimiento directo y doloroso del
inmenso sufrimiento de su gente lo llevò a un cambio radical, surgiendo en èl
una fortaleza admirable, procedente de su inconmovible fe en Dios y del obvio
compromiso con la justicia , al que se sintió sinceramente movido por su deseo
de ser fiel a esa voluntad que, como en el caso de Jesùs, lo llevò a ser signo
de contradicción.
El relato de Monseñor
Romero, tan querido por los pobres del mundo y por las gentes deseosas de
justicia, es una consecuencia de la misión de Jesùs, tal como la presenta el
evangelio de este domingo, una sacudida de las conciencias, una crìtica a la
religiosidad que se evade de la historia, una denuncia del adormecimiento de
tantos cristianos que permanecen en silencio ante los manejos de los injustos.
Las palabras de la carta a los Hebreos nos resultan esclarecedoras para lo
que ocupa nuestra reflexión de hoy: “Por tanto, también nosotros, teniendo en
torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que
nos asedia, y corramos con constancia la carrera que se nos propone, con los
ojos fijos en Jesùs, que inicia y lleva a la perfección de la fe” (Hebreos
12: 1 – 2).
Dios clama en los
millares de desplazados, migrantes, refugiados, que buscan con desespero salir
de la miseria y de la violencia, en la niñez prostituìda y utilizada también
para la guerra, en los ancianos desconocidos porque ya no son ùtiles para la
productividad, en los condenados morales que son rechazados por un sistema
religioso y moral que oscurece el vigor del Evangelio, en los solitarios y
fracasados que no se sienten acogidos con misericordia.
El resurgimiento del
fanatismo religioso y moralista, la homofobia inhumana y antievangélica, las
mil condenas de una sociedad que se pretende de “buena conciencia” – pràcticas
similares a las de los fariseos y maestros de la ley en tiempos de Jesùs –
deben llamar nuestra atención para seguir los caminos de la profecía que debe
ayudar a quebrar estos esquemas inmisericordes.
Constatar estas
indignidades es un llamamiento a “prender el fuego” de la justicia, del reino
de Dios, a llamar con palabras claras – aunque sean de contradicción – el
desorden establecido, a seguir a Jesùs en su misión de erradicar el mal y de
afirmar, aùn con riesgo de la propia vida, que la voluntad del Padre no es la
de entronizar una religiosidad “opio del pueblo”, sino un modo de vida
profundamente teologal, profundamente humano, que nos haga conscientes de la
indispensable projimidad que debe estar en la raíz de nuestras opciones y
conductas.
“El, en vista del gozo que se le
proponía, soportò la cruz sin miedo a la ignominia y està sentado a la diestra
del trono de Dios. Fìjense en quien soportò tal contradicción de parte de los
pecadores, para que no desfallezcan faltos de ànimo” (Hebreos 12: 3), es
el ejemplo original del Señor Jesùs, a quien debemos mirar para seguir sin
temor la contradicción salvadora de su cruz, “el fuego que enciende otros
fuegos”, expresión original de otro fiel seguidor suyo, San Alberto
Hurtado, SJ (1901 – 1952).
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