domingo, 14 de agosto de 2016

COMUNITAS MATUTINA 14 DE AGOSTO DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO



“He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y cuànto desearìa que ya hubiera prendido!”
(Lucas 12: 49)
Lecturas:
1.   Jeremìas 38: 4 – 10
2.   Salmo 39: 2 – 4 y 18
3.   Hebreos 12: 1 – 4
4.   Lucas 12: 49 – 53

Con mucha frecuencia en la historia de estos veinte siglos nos encontramos a la Iglesia y a los cristianos convertidos en soportes esenciales del orden establecido (o màs bien, desorden?) , realidad que muy a menudo està plagada de injusticias y atropellos contra la humanidad, contrariando asì y de manera gravísima el espíritu original de Jesùs y de su Buena Noticia.
Esta constatación no procede de una àcida actitud en permanente plan de crìtica demoledora sino del deseo sincero de fidelidad al Señor y a la humanidad doliente a la que El nos envía para salvar y liberar del poder del mal, del pecado y de la injusticia.
Por esta razón fundamental debemos estar siempre en proceso de vuelta a los orígenes de la fe para explicitar el talante de profecía y libertad, de enfático rechazo de la manipulación de Dios y de la mediación religiosa, de dominación del ser humano atribuyendo esto a una pretendida voluntad de Dios, que en últimas no es otra cosa que la manifestación de la pecaminosidad de hombres concretos que se ensañan en contra de sus prójimos.
Si lo nuestro en materia de fe y de convicciones cristianas es la seriedad para seguir el camino de Jesùs, vamos a ver claramente que El se presenta como signo de contradicción, tal como lo plantea el texto de Lucas que consideramos en este domingo: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y cuànto desearìa que ya hubiera prendido!” (Lucas 12: 49).
 Tal expresión , de claro  contexto apocalíptico, se refiere a la misión de Jesùs que es poner fin a los aspectos malos e injustos del mundo para que surja el reino de Dios, tarea que no es de buen recibo por parte de quienes son los “dueños” del poder, que ven en el profeta a un enemigo de sus intereses y manejos y, en consecuencia, a alguien indeseable a quien hay que someter o eliminar.
La mentalidad apocalíptica, propia del tiempo de Jesùs, tenía ante sì la imagen de una gran confrontación entre las fuerzas del bien y las del mal, tipificadas aquellas en Jesùs, y las últimas en el imperio romano y en la institución religiosa judía, que encarnaban la dominación de conciencias, cuerpos y bienes, utilizando recurrentemente a Dios como legitimador de ese sistema que iba en contravía del proyecto de Jesùs de perdonar, de incluir, de sanar, de liberar, de dar nuevas alternativas de vida y dignidad a los eternamente oprimidos.
Con la imagen del conflicto familiar  quiere enfatizar el carácter dramático y contradictor de su misión: “Porque desde ahora habrá cinco en una familia y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres” (Lucas 12: 51), queriendo decir con esto que su proyecto no es el de una cómoda conformidad religiosa ni el de una silenciosa adaptación a eso que para El es claramente injusticia y negación de la voluntad de Dios, que es siempre vida, justicia, amor, misericordia.
La primera lectura , del profeta Jeremìas, es una alusión a esta animadversión que los perversos sienten por las gentes de conciencia limpia y de trabajo comprometido para denunciar todo lo que disuelve la dignidad de las creaturas: “Aquellos notables dijeron al rey: hay que condenar a muerte a ese hombre, porque con eso desmoraliza a los guerreros que quedan en esta ciudad y a toda la plebe, diciéndoles tales cosas” (Jeremìas 38: 4).
Estas palabras son similares a muchas que se han pronunciado en la historia de la humanidad, con las que los poderosos atentan contra los honestos, contra los que ponen el dedo en la llaga, contra los de conciencia insobornable.
 Asì,  nos vienen a la memoria los mártires de la justicia en nuestro país, cuando en los siniestros años ochenta y noventa se enfrentaron a la corrupción del narcotráfico, presente en los facinerosos que delinquieron y en la institucionalidad que se dejó pervertir.
Asì  también los profetas que,  en nombre de la fe en Dios y de su correspondiente afirmación de la dignidad de sus hijos,  señalaron con severidad y vigor las lacras de gobernantes, militares, terratenientes, manteniendo al pueblo en miseria, y silenciando con violencia la expresión de su inconformidad, como nuestro Beato Romero de Amèrica, y tantos cristianos sinceros que han ofrendado su vida en forma similar al Señor Jesùs, para establecer el reino de Dios y su justicia.
Se trata de proponer unos valores definitivos que parten del mismo Dios, orientados a la rectitud de vida, al cuidado de la misma, a la responsabilidad ante El y ante los demás, a la conciencia honesta y siempre dispuesta a la pulcritud, al reconocimiento de la dignidad de cada persona, a la protección de todo lo creado, realidades siempre conculcadas por aquellos que  buscan mantener su supremacía maltratando y destruyendo las evidencias de la bienaventuranza.
Este trabajo de denuncia y anuncio no resulta simpático para el “orden establecido” porque lo pone en contradicción y lo desajusta en todo su sistema, poniendo en evidencia su malignidad.
 El Evangelio no admite medianìas ni cumplimientos mediocres de puntualidades rituales, sino una manera de vivir alerta, profética, creativa, atizada por la misión de Jesùs: “Creen que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, les aseguro, sino división” (Lucas 12: 51), palabras que nos pueden resultar sorprendentes y de difícil asimilación porque entran en contraste con la tradicional  imagen del Señor “manso y humilde de corazón”.
Monseñor Romero (1917 – 1980), hombre de estilo tradicional y temeroso de los cambios en la Iglesia, cuando llegó a San Salvador en febrero de 1977 para asumir la sede arzobispal, se diò cuenta de la malignidad del régimen de ese país, aliado con las familias pudientes y con los escuadrones de la muerte, patrocinados por estos en alianza con los militares, y empezó a ver cuàntos crímenes e ignominias se cometìan en contra del pueblo humilde, al que se tildaba de subversivo por parte del sistema, por el elemental hecho de reclamar con fuerza el reconocimiento de su derecho a una existencia digna.
 Este conocimiento directo y doloroso del inmenso sufrimiento de su gente lo llevò a un cambio radical, surgiendo en èl una fortaleza admirable, procedente de su inconmovible fe en Dios y del obvio compromiso con la justicia , al que se sintió sinceramente movido por su deseo de ser fiel a esa voluntad que, como en el caso de Jesùs, lo llevò a ser signo de contradicción.
El relato de Monseñor Romero, tan querido por los pobres del mundo y por las gentes deseosas de justicia, es una consecuencia de la misión de Jesùs, tal como la presenta el evangelio de este domingo, una sacudida de las conciencias, una crìtica a la religiosidad que se evade de la historia, una denuncia del adormecimiento de tantos cristianos que permanecen en silencio ante los manejos de los injustos.
Las  palabras de la carta a los  Hebreos nos resultan esclarecedoras para lo que ocupa nuestra reflexión de hoy: “Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con constancia la carrera que se nos propone, con los ojos fijos en Jesùs, que inicia y lleva a la perfección de la fe” (Hebreos 12: 1 – 2).
Dios clama en los millares de desplazados, migrantes, refugiados, que buscan con desespero salir de la miseria y de la violencia, en la niñez prostituìda y utilizada también para la guerra, en los ancianos desconocidos porque ya no son ùtiles para la productividad, en los condenados morales que son rechazados por un sistema religioso y moral que oscurece el vigor del Evangelio, en los solitarios y fracasados que no se sienten acogidos con misericordia.
El resurgimiento del fanatismo religioso y moralista, la homofobia inhumana y antievangélica, las mil condenas de una sociedad que se pretende de “buena conciencia” – pràcticas similares a las de los fariseos y maestros de la ley en tiempos de Jesùs – deben llamar nuestra atención para seguir los caminos de la profecía que debe ayudar a quebrar estos esquemas inmisericordes.
Constatar estas indignidades es un llamamiento a “prender el fuego” de la justicia, del reino de Dios, a llamar con palabras claras – aunque sean de contradicción – el desorden establecido, a seguir a Jesùs en su misión de erradicar el mal y de afirmar, aùn con riesgo de la propia vida, que la voluntad del Padre no es la de entronizar una religiosidad “opio del pueblo”, sino un modo de vida profundamente teologal, profundamente humano, que nos haga conscientes de la indispensable projimidad que debe estar en la raíz de nuestras opciones y conductas.
El, en vista del gozo que se le proponía, soportò la cruz sin miedo a la ignominia y està sentado a la diestra del trono de Dios. Fìjense en quien soportò tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcan faltos de ànimo” (Hebreos 12: 3), es el ejemplo original del Señor Jesùs, a quien debemos mirar para seguir sin temor la contradicción salvadora de su cruz, “el fuego que enciende otros fuegos”, expresión original de otro fiel seguidor suyo, San Alberto Hurtado, SJ (1901 – 1952).

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