“Pues hay últimos que
serán primeros, y hay primeros que serán últimos”
(Lucas
13: 30)
Lecturas:
1.
Isaìas 66: 18 – 21
2.
Salmo 116: 1 – 2
3.
Hebreos 12: 5 – 7 y 11 – 13
4.
Lucas 13: 22 – 30
Las lecturas de hoy nos
ponen frente a la realidad de eso que en lenguaje religioso tradicional
llamamos la salvación eterna. Quiènes se salvaràn? Còmo nos salvaremos? Què
debemos hacer para salvarnos? Estas inquietudes son las que están contenidas en
el relato evangélico correspondiente a este domingo, a las que Jesùs responde
con lenguaje enigmático y sorprendente: “Esfuèrzense por entrar por la puerta
estrecha, porque les digo que muchos pretenderán entrar y no podrán”
(Lucas 13: 24).
Ya sabemos muy bien que
la lógica de Dios hace trizas nuestros esquemas humanos, esto se ha hecho
evidente en el ser y en el quehacer de Jesùs cuando somete a crìtica profunda y
rigurosa el establecimiento religioso judío, y con esto también a las
mentalidades similares de todos los tiempos de la historia humana.
Tal intención del Señor
se hace clarísima con las conocidas
palabras: “No todo el que me diga Señor, Señor, entrarà en el reino de los cielos,
sino el que haga la voluntad de mi Padre que està en los cielos” (Mateo
7: 21), expresión de Jesùs incluìda en el contexto amplio del espíritu de las
bienaventuranzas, cuando èl propone su programa de sentido y de acatamiento a Dios y al hermano, trascendiendo en el amor y en el servicio màs
allà de las simples pràcticas religiosas y cultuales.
Volviendo a Lucas, vemos que este pone a Jesùs “caminando
hacia Jerusalèn”, tèrmino frecuente en los evangelistas que alude al
encuentro de Jesùs con su destino definitivo, con las consecuencias de su
misión, con la definitividad de su tarea de manifestar a los humanos el amor
universal del Padre, su misericordia, la inclusión de los últimos del mundo, y
la radical pròjimidad como dato ètico esencial en su predicación.
Jesùs anuncia
constantemente que Dios es un padre bueno que acoge a todos, siempre tendiendo
la mano amorosa y dando mil oportunidades a todos para vivir una humanidad
plena, servicial, solidaria. Esto es motivo de gozo para muchos, especialmente
para aquellos que ordinariamente no son tenidos en cuenta porque se les
considera religiosa y moralmente inferiores, mensaje sorprendente que incluye a
prostitutas, cobradores de impuestos, pecadores públicos. Ante esto algunos de
sus contemporáneos se preguntaron: no està abriendo el camino hacia una
relajación de las costumbres, inaceptable planteamiento para los conocidos y
rìgidos guardianes de la moral y de la
religión?
Las respuestas de Jesùs
enfocan el asunto en otra dirección que no tiene que ver con el cumplimiento de
ritos, normas, disciplinas, minuciosidades jurídicas, obligaciones, para èl la
clave està en una actitud lùcida que acoge a ese Dios misericordioso como
gracia, como don que justifica no por la acumulación de mèritos sino por la
gratuidad de ese amor que aspira a que todos entren por esa “senda estrecha”.
Por supuesto que
debemos decir que el seguimiento del
proyecto del Padre demanda una existencia responsable y comprometida, no se
trata de un facilismo permisivo a
ultranza, tal propuesta va por el lado
de una vida que se vive con gran intensidad humana saliendo del individualismo
religioso-moral y haciéndose plena en la atención amorosa a los prójimos,
configurando con ellos un mundo de comunión y de participación, de fraternidad,
de humanidad que se encuentra con el Padre en el encuentro con los hermanos.
Aquì està la jugada maestra de eso que llamamos salvación.
Esta no es una frontera que hay que cruzar como
cumpliendo el requisito final, es un proceso de descentración del yo que hay
que llevar lo màs lejos posible. En este orden de cosas, Jesùs cuestiona a
aquellos que se sienten “merecedores” del don de Dios y lo proclaman a diestra
y a siniestra. Contra esta autojustificaciòn èl dice: “Cuando el dueño de la casa se
levante y cierre la puerta, los que estèn fuera se pondrán a llamar diciendo: Señor,
abrènos! Pero les responderà: no se de dònde son ustedes. Entonces empezaràn a
decir: Señor, hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas.
Pero les volverá a decir: No sè de dònde son. Apàrtense todos de mì,
malhechores!” (Lucas 13: 25 – 27)
Ese perfeccionismo
religioso y moral , esa conciencia de ser los buenos y justificados, esa
presunción que desprecia a quienes no son asì, definitivamente farisaica,
reviste a menudo la forma del fundamentalismo intransigente que condena a quienes
ellos juzgan como excluìdos del favor de Dios. Toda esta homofobia desatada en
nuestro país, implacable, toda esa oportunista defensa de la moral pública, con
claros visos de insinceridad, resultan repugnantes para Jesùs y no constituyen
el proyecto de plenitud que èl nos transmite desde el Padre Dios.
La primera lectura nos
da una nueva sorpresa cuando prefigura una salvación universal, incluyente,
reconocedora de todos en el mundo: “Yo vengo a reunir a todas las naciones y
lenguas; vendrán y verán mi gloria. Les pondrè una señal y enviarè de ellos
algunos escapados a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mèsec, Ros, Tùbal,
Yavàn; a las islas remotas que no oyeron mi fama ni vieron mi gloria”
(Isaìas 66: 18 – 19).
Este texto pertenece a
lo que los estudiosos de la Biblia llaman el tercer Isaìas (capítulos 50 a 66
de este libro del Antiguo Testamento), que delinea los nuevos tiempos
mesiánicos de Israel, tiempos en los que la promesa de Yavè se cumple con
creces, abarcando a todos los seres humanos, como uno de los rasgos que
caracterizan esa nueva época, marcada por la determinación universal de
salvación: “Y traerán a todos sus hermanos de todas las naciones como oblación a
Yahvè” (Isaìas 66: 20).
Dios no se fija en la
perfección absoluta que eventualmente algunos humanos pretendan lograr sino en
la condición creatural que nos distingue, necesitados de gracia y de sentido,
de libertad y de salvación, manteniéndonos frágiles y – desde ahì – entregados
al proyecto de servir, de amar, de dignificar al prójimo, de dar la vida por la
humanidad, de acoger, de bendecir. No estamos en el mundo para salvar nuestro
yo sino para desprendernos de èl hasta que no quede ni rastro de lo que
creìamos ser.
Un elocuentísimo
ejemplo de este “cruzar la puerta estrecha” nos lo da el Padre Damiàn
de Veuster (1840 – 1889), religioso belga de la congregación de los
Sagrados Corazones, enviado por sus superiores a la isla de Molokai, en el
reino de Hawai, que era lugar habitado por enfermos de lepra, marginados del
resto del mundo por la concepción social prejuiciada que se tenía contra esta
dolencia, a ellos se entregò totalmente, los sirvió sin reservas, los amò
incondicionalmente, les significò la misericordia de Dios, contrajo también su
enfermedad, se hizo todo para ellos. Fue canonizado por Benedicto XVI en 2009.
Una vida como esta, y
como muchas que conocemos, nos dice que no estamos en el mundo para una
salvación individualista, egocéntrica, sino para perdernos en beneficio de
todos, al estilo de Jesùs. No son los “primeros” los que se salvan por su
obsesivo cumplimiento religioso, sino los “últimos”, los que se dedican en
totalidad a reconocer el amor del Padre en el amor desmedido al prójimo, hasta
las últimas consecuencias.
Asì, Jesùs modifica de
raíz el esquema de salvación y nos manda a vivir en gratuidad, como es el Dios
que nos llama a este estilo de vida, dejando de lado la “contabilidad” de
acciones buenas y la acumulación de merecimientos, asunto verdaderamente
revolucionario, para dar paso al proyecto de vida que reconoce al prójimo y el
debido servicio a èl , en el que se juega el sentido de la existencia de los
seres auténticos y deseosos de cumplir la voluntad de Dios.
El penoso espectáculo
de católicos y evangélicos llevados por una rabiosa homofobia, el talante
condenatorio de muchas de estas conductas, no es ciertamente el del Señor
Jesùs, esa pretendida defensa de la ortodoxia religioso – moral nace de un afán
de poder, afecto desordenado que no es admisible para pasar la línea de la
“puerta estrecha”.
El yo màs peligroso para alcanzar una
verdadera salvación es el yo religioso, envanecido de falsa santidad. Como los
fariseos y los maestros de la ley, han cumplido todas las normas de la
religión, pero no han sido capaces de descubrir que en ese mismo instante deben
considerarse “siervos inútiles”.
Tomemos las palabras de
la carta a los Hebreos como dirigidas a nosotros cuando nos dejamos llevar por
esta arrogancia tan contraria al espíritu del Evangelio: “Ustedes han echado en olvido la
exhortación que se les dirige como a hijos: Hijo mìo, no menosprecies la
corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Pues el Señor corrige
a quien ama, y azota a todos los hijos que reconoce” (Hebreos 12: 5 – 6).
El humilde
reconocimiento de nuestra inevitable precariedad ha de llevarnos a asumir esta
lógica novedosa y liberadora de gracia, de dones recibidos y compartidos, de
gozosas fraternidades construìdas con amor, y de enfático alejamiento de esa
salvación egoísta que no es la que el Padre nos ofrece en Jesùs.
No hay comentarios:
Publicar un comentario