“Y le pedía: Jesús
acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le contestó: te aseguro que
hoy estarás conmigo en el paraíso”
(Lucas
23: 42 – 43)
Lecturas:
1.
2 Samuel 5: 1 – 3
2.
Salmo 121: 1 – 5
3.
Colosenses 1: 12 – 20
4.
Lucas 23: 35 – 43
Con este domingo
concluye el año litúrgico, destacando la figura de Jesús como plenitud de la
historia, de la humanidad, como mediación definitiva para el encuentro con
Dios, tal como la expresa con gran profundidad el texto de la carta de Pablo a
los Colosenses, segunda lectura de hoy: “El es el Principio, el Primogénito de entre
los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer
residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas” (Colosenses
1: 18 – 20).
Ahora se impone
reflexionar sobre cómo Pablo y los primeros cristianos llegan a esta profunda y
clarísima definición cristológica. Y para esto es preciso acudir a la lógica
del Evangelio, a la de él mismo, en su disposición de servir a todos, no a ser
servido, en su negativa a todo tipo de poder y preeminencia, en su despojo de
toda gloria humana, realidades . Jesús es ,por excelencia, el ser que se ha
negado a todo lo que tenga que ver con la grandeza que exalta el mundo.
Sabemos que en la
Cristología al Señor Jesucristo se le asignan varios títulos: Mesías, Hijo de
Dios, Rey, entre los más recurrentes. Nos ocupa hoy el de rey, por el contenido
de la solemnidad que celebra la Iglesia en este domingo. Debemos decir que el
de rey es la menos afortunada de las denominaciones que se le dan, justamente
por todos los contenidos de su vida, de su misión, por su pobreza, por su
cercanía a los desheredados, por su misma condición social, por su cruz, por su
anuncio de la Buena Noticia en condiciones de total desempoderamiento.
Que sea esta
celebración una magnífica oportunidad para destacar los valores evangélicos
como feliz remate de todo el ciclo litúrgico.
La primera lectura – de
2 Samuel – nos habla del rey como salvador en medio de grandes dificultades.
Sabemos que por diversas causas de tipo político y religioso el reino de Israel
se había dividido en dos: reino del sur (Judá) y reino del norte (Israel), con
gran animadversión entre ambos.
Y David, rey de Judá, es buscado por los del
norte porque vieron en él la solución a las grandes crisis que vivían, esto era
inaudito, por la enemistad entre los dos reinos, era tal el carisma de David que acudieron a él
en situación límite para hacerlo rey, para reconocerlo como principio de
unidad y de superación del conflicto.
Este es uno de los elementos que hacen de este hombre una leyenda en toda la
historia del pueblo elegido: “Vinieron, pues, todos los ancianos de
Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón,
en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel” (2 Samuel
5: 3).
Es bueno recordar que
cuando los israelitas pidieron un rey los profetas se escandalizaron y
consideraron esto una apostasía porque para ellos el único posible era Yahvé, no
admitían otro tipo de liderazgo; entonces solucionaron el problema haciéndolo
representante de Dios y por eso le ungieron, este simbolismo del ser ungido es
de mucha densidad en el Antiguo Testamento porque significa que se le confiere
la misión de conducir al pueblo en nombre de Dios.
La historia
deuteronomista – libro de los Reyes 1 y 2 – presenta una relación sucesiva de
los reyes, y lo hace valorándolos en clave teologal, es decir, desde su
fidelidad o infidelidad al proyecto de Dios y al compromiso adquirido en la
unción real. Por eso encontramos en estos textos narraciones acerca de unos
leales y comprometidos, y de otros que se dejaron seducir por la tentación del
poder derivando en una clara ruptura de la alianza.
Este antecedente nos
vuelve a la realeza de Jesús, en quien encontramos una radical referencia al
Padre Dios y una permanente actitud para
cumplir su voluntad sin reservas ni limitaciones.
El texto de Lucas nos
presenta a Jesús en la cruz, en medio de dos delincuentes, él totalmente
escarnecido y humillado, sin poder ni gloria, dato es esencial para comprender la asignación
que se hace a él del título de rey y para darle vuelta al significado mundano
que habitualmente lo acompaña: “Ha salvado a otros, que se salve a si mismo
si es el Cristo de Dios, el Elegido. También los soldados se burlaban de él; se
acercaban, le ofrecían vinagre, y le decían: si eres el rey de los judíos,
sálvate!” (Lucas 23: 36 – 37).
El relato nos recuerda
con dramática elocuencia que no se trata de un reino de gloria y de
magnificencia sino de servicio y de donación total de la vida. Una constatación así debe ponernos en alerta contra el triunfalismo religioso que
a menudo se ha colado en la vida de la Iglesia dando paso a alianzas políticas,
a estilos de vida principescos, a títulos con claro sabor de paganismo
ostentoso, a culto a la personalidad de algunos papas y obispos, a conductas
que se alejan penosamente del Señor Crucificado.
La cruz es el símbolo
por excelencia del amor crucificado, ella es el trono de este rey humillado y
ofendido. Jesús carga con la realidad
dolorosa de la humanidad, con sus dramas y tragedias, con sus pecados e inconsistencias,
con la injusticia que se comete contra tantos en el mundo y, al hacerlo, redime
al ser humano de su ambigüedad radical y nos abre el camino de la solidaridad,
de la existencia fraternal, de la projimidad, y de la renuncia a toda
pretensión de enseñorearse sobre los demás.
La cultura del placer y
de la vida cómoda, la sociedad de consumo con sus destellos superficiales, el
tener por encima del ser, la acumulación egoísta de bienes materiales, son una
bofetada al mismísimo Dios y a la dignidad del ser humano, olvido total del
sacrificio y de la abnegación, mentalidad facilista que conduce al egocentrismo
perverso y al abuso sistemático de los indefensos, de los “descartados”, como
dice el Papa Francisco, en claro lenguaje desafiante a esta sociedad
neoliberal.
En la vida de Jesús
encontramos presente la tentación del poder, alimentada por la mentalidad
político-religiosa de las instituciones de su tiempo, y también interiorizada
por sus discípulos y contemporáneos que se escandalizaban cuando vislumbraban
para el Maestro el peligro de persecuciones, de sacrificio, de condenas, de
crucifixión.
El luchó contra toda clase de poder, incluído
el religioso, como lo testimonian con tanta nitidez los cuatro relatos
evangélicos en sus controversias con los hombres religiosos de su época y en sus reprensiones a los discípulos que no
terminaban de entender la nueva lógica del amor y de la misericordia encarnada
en él: “No ha de ser así entre ustedes, pues el que quiera llegar a ser grande
entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser el primero entre
ustedes que sea su esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre, que no
ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”
(Mateo 20: 26 – 28).
Pensemos cuántas
tergiversaciones se han hecho de Jesús, deformando su ser y su mensaje,
acomodándolo a intereses políticos o religiosos, disminuyendo la totalidad de
su significado y recortando elementos que le son esenciales .
Por eso, celebrar a
Jesucristo como rey del universo es un momento privilegiado para ir al rescate
de todos los aspectos de su misión, y para enfatizar en el carácter de su cruz
redentora, salvadora y liberadora, donde el poder que está en su raíz no es el
de una autoridad mundana sino el de la compasión y la misericordia que el Padre
Dios nos revela en él.
Es especialmente
esclarecedor el diálogo que tiene Jesús con el llamado buen ladrón: “Y le
pedía, Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le contestó: Te
aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23: 43),
conversación que se da después de los insultos del otro reo crucificado; no
vemos aquí al justiciero implacable ni
al poderoso vengativo sino al Dios de misericordia y de exquisita solidaridad
con el hombre abatido por el pecado pero necesitado de sentido y de redención.
Quiere esto decir que
la plenitud del ser humano se da en el servicio, al estilo de Jesús, y esto
hasta la muerte, dando todo lo mejor de sí mismo hasta que no quede nada sin
ser ofrecido amorosamente. Este es el centro de eso que llamamos el reino de
Dios, centro de la predicación de Jesús, un nuevo orden de vida en el que Dios
es todo para el ser humano en términos de rescatarlo y redimirlo de todas las
ambigüedades introducidas por el pecado y por el uso equivocado de la libertad.
Así, Jesús de Nazareth,
el ser humano, es el Ungido de Dios, el revelador de su realidad salvadora. Con
la expresión Jesús el Cristo la primera comunidad cristiana reconoce en el ser
histórico de Nazareth la impronta de Dios: “El es imagen de Dios invisible, Primogénito
de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos
y en la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones,
principados, potestades. Todo fue creado
por él y para él” (Colosenses 1: 15 – 16).
El quiere seres humanos
completos, libres, capaces de manifestar lo divino a través de su humanidad,
como él, conscientes de que el sentido definitivo de la vida se juega en el
amor incondicional, en el reconocimiento del valor del ser humano, en la
derrota de todo poder y de todo absolutismo, en el seguirlo tomando la cruz
como sede de esta realeza que no es imperial sino crucificada. Este es el Señor
Jesucristo, nuestro rey.
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