domingo, 20 de noviembre de 2016

COMUNITAS MATUTINA 20 DE NOVIEMBRE SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO



“Y le pedía: Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le contestó: te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”
(Lucas 23: 42 – 43)

Lecturas:
1.   2 Samuel 5: 1 – 3
2.   Salmo 121: 1 – 5
3.   Colosenses 1: 12 – 20
4.   Lucas 23: 35 – 43

Con este domingo concluye el año litúrgico, destacando la figura de Jesús como plenitud de la historia, de la humanidad, como mediación definitiva para el encuentro con Dios, tal como la expresa con gran profundidad el texto de la carta de Pablo a los Colosenses, segunda lectura de hoy: “El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas” (Colosenses 1: 18 – 20).
Ahora se impone reflexionar sobre cómo Pablo y los primeros cristianos llegan a esta profunda y clarísima definición cristológica. Y para esto es preciso acudir a la lógica del Evangelio, a la de él mismo, en su disposición de servir a todos, no a ser servido, en su negativa a todo tipo de poder y preeminencia, en su despojo de toda gloria humana, realidades . Jesús es ,por excelencia, el ser que se ha negado a todo lo que tenga que ver con la grandeza que exalta el mundo.
Sabemos que en la Cristología al Señor Jesucristo se le asignan varios títulos: Mesías, Hijo de Dios, Rey, entre los más recurrentes. Nos ocupa hoy el de rey, por el contenido de la solemnidad que celebra la Iglesia en este domingo. Debemos decir que el de rey es la menos afortunada de las denominaciones que se le dan, justamente por todos los contenidos de su vida, de su misión, por su pobreza, por su cercanía a los desheredados, por su misma condición social, por su cruz, por su anuncio de la Buena Noticia en condiciones de total desempoderamiento.
Que sea esta celebración una magnífica oportunidad para destacar los valores evangélicos como feliz remate de todo el ciclo litúrgico.
La primera lectura – de 2 Samuel – nos habla del rey como salvador en medio de grandes dificultades. Sabemos que por diversas causas de tipo político y religioso el reino de Israel se había dividido en dos: reino del sur (Judá) y reino del norte (Israel), con gran animadversión entre ambos.
 Y David, rey de Judá, es buscado por los del norte porque vieron en él la solución a las grandes crisis que vivían, esto era inaudito, por la enemistad entre los dos reinos,  era tal el carisma de David que acudieron a él en situación límite para hacerlo rey, para reconocerlo como principio de unidad  y de superación del conflicto. Este es uno de los elementos que hacen de este hombre una leyenda en toda la historia del pueblo elegido: “Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel” (2 Samuel 5: 3).
Es bueno recordar que cuando los israelitas pidieron un rey los profetas se escandalizaron y consideraron esto una apostasía porque para ellos el único posible era Yahvé, no admitían otro tipo de liderazgo; entonces solucionaron el problema haciéndolo representante de Dios y por eso le ungieron, este simbolismo del ser ungido es de mucha densidad en el Antiguo Testamento porque significa que se le confiere la misión de conducir al pueblo en nombre de Dios.
La historia deuteronomista – libro de los Reyes 1 y 2 – presenta una relación sucesiva de los reyes, y lo hace valorándolos en clave teologal, es decir, desde su fidelidad o infidelidad al proyecto de Dios y al compromiso adquirido en la unción real. Por eso encontramos en estos textos narraciones acerca de unos leales y comprometidos, y de otros que se dejaron seducir por la tentación del poder derivando en una clara ruptura de la alianza.
Este antecedente nos vuelve a la realeza de Jesús, en quien encontramos una radical referencia al Padre Dios y una permanente actitud para  cumplir su voluntad sin reservas ni limitaciones.
El texto de Lucas nos presenta a Jesús en la cruz, en medio de dos delincuentes, él totalmente escarnecido y humillado, sin poder ni gloria,  dato es esencial para comprender la asignación que se hace a él del título de rey y para darle vuelta al significado mundano que habitualmente lo acompaña: “Ha salvado a otros, que se salve a si mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido. También los soldados se burlaban de él; se acercaban, le ofrecían vinagre, y le decían: si eres el rey de los judíos, sálvate!” (Lucas 23: 36 – 37).
El relato nos recuerda con dramática elocuencia que no se trata de un reino de gloria y de magnificencia sino de servicio y de donación total de la vida. Una  constatación así  debe ponernos  en alerta contra el triunfalismo religioso que a menudo se ha colado en la vida de la Iglesia dando paso a alianzas políticas, a estilos de vida principescos, a títulos con claro sabor de paganismo ostentoso, a culto a la personalidad de algunos papas y obispos, a conductas que se alejan penosamente del Señor Crucificado.
La cruz es el símbolo por excelencia del amor crucificado,  ella es el trono de este rey humillado y ofendido.  Jesús carga con la realidad dolorosa de la humanidad, con sus dramas y tragedias, con sus pecados e inconsistencias, con la injusticia que se comete contra tantos en el mundo y, al hacerlo, redime al ser humano de su ambigüedad radical y nos abre el camino de la solidaridad, de la existencia fraternal, de la projimidad, y de la renuncia a toda pretensión de enseñorearse sobre los demás.
La cultura del placer y de la vida cómoda, la sociedad de consumo con sus destellos superficiales, el tener por encima del ser, la acumulación egoísta de bienes materiales, son una bofetada al mismísimo Dios y a la dignidad del ser humano, olvido total del sacrificio y de la abnegación, mentalidad facilista que conduce al egocentrismo perverso y al abuso sistemático de los indefensos, de los “descartados”, como dice el Papa Francisco, en claro lenguaje desafiante a esta sociedad neoliberal.
En la vida de Jesús encontramos presente la tentación del poder, alimentada por la mentalidad político-religiosa de las instituciones de su tiempo, y también interiorizada por sus discípulos y contemporáneos que se escandalizaban cuando vislumbraban para el Maestro el peligro de persecuciones, de sacrificio, de condenas, de crucifixión.
 El luchó contra toda clase de poder, incluído el religioso, como lo testimonian con tanta nitidez los cuatro relatos evangélicos en sus controversias con los hombres religiosos de su época y en  sus reprensiones a los discípulos que no terminaban de entender la nueva lógica del amor y de la misericordia encarnada en él: “No ha de ser así entre ustedes, pues el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes que sea su esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mateo 20: 26 – 28).
Pensemos cuántas tergiversaciones se han hecho de Jesús, deformando su ser y su mensaje, acomodándolo a intereses políticos o religiosos, disminuyendo la totalidad de su significado y recortando elementos que le son esenciales .

Por eso, celebrar a Jesucristo como rey del universo es un momento privilegiado para ir al rescate de todos los aspectos de su misión, y para enfatizar en el carácter de su cruz redentora, salvadora y liberadora, donde el poder que está en su raíz no es el de una autoridad mundana sino el de la compasión y la misericordia que el Padre Dios nos revela en él.
Es especialmente esclarecedor el diálogo que tiene Jesús con el llamado buen ladrón: “Y le pedía, Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le contestó: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23: 43), conversación que se da después de los insultos del otro reo crucificado; no vemos  aquí al justiciero implacable ni al poderoso vengativo sino al Dios de misericordia y de exquisita solidaridad con el hombre abatido por el pecado pero necesitado de sentido y de redención.
Quiere esto decir que la plenitud del ser humano se da en el servicio, al estilo de Jesús, y esto hasta la muerte, dando todo lo mejor de sí mismo hasta que no quede nada sin ser ofrecido amorosamente. Este es el centro de eso que llamamos el reino de Dios, centro de la predicación de Jesús, un nuevo orden de vida en el que Dios es todo para el ser humano en términos de rescatarlo y redimirlo de todas las ambigüedades introducidas por el pecado y por el uso equivocado de la libertad.
Así, Jesús de Nazareth, el ser humano, es el Ungido de Dios, el revelador de su realidad salvadora. Con la expresión Jesús el Cristo la primera comunidad cristiana reconoce en el ser histórico de Nazareth la impronta de Dios: “El es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades.  Todo fue creado por él y para él” (Colosenses 1: 15 – 16).
El quiere seres humanos completos, libres, capaces de manifestar lo divino a través de su humanidad, como él, conscientes de que el sentido definitivo de la vida se juega en el amor incondicional, en el reconocimiento del valor del ser humano, en la derrota de todo poder y de todo absolutismo, en el seguirlo tomando la cruz como sede de esta realeza que no es imperial sino crucificada. Este es el Señor Jesucristo, nuestro rey.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog